Tercer día
Al día siguiente me desperté enlazada a un desconocido cuya respiración tranquila se acompasaba a la mía. Durante unos instantes no recordé dónde estaba, ni tampoco me importó: el universo se limitaba al interior del saco donde habíamos dormido. Entre sueños sentí su miembro erecto contra mis nalgas; me froté contra su cuerpo tratando de perderme aún más entre sus brazos. Perdí el sentido del tiempo. Me dejé llevar.
De repente, como un chorro de agua fría, recordé dónde estaba, la cueva, cómo había llegado hasta ella y los acontecimientos recientes. Me levanté indignada conmigo misma, tratando de recobrar una cierta compostura. La brusquedad con la que salí disparada del saco de dormir no pareció molestar a mi bello durmiente que, tras un breve movimiento, siguió sumido en una calma total. No tenía fiebre, su respiración era profunda y relajada, y el latido de su corazón regular; supuse que la erección matinal de la que yo había sido testigo accidental demostraba que se estaba recuperando con normalidad.
El sol iluminaba gran parte de la cueva y pude comprobar que la inflamación de la cara de Wilson había cedido casi por completo, dejando tan solo un montón de rasguños y moratones. A pesar de todo, su pelo rubio oscuro, corto y desaliñado, sus prominentes pómulos y la barba de tres días le daban un toque muy viril.
“¡¿En qué demonios estás pensando, querida?!”. Aquella fue la primera vez que escuché una voz en mi cabeza: una voz insistente y mandona que no se callaba nunca, ni perdía la oportunidad de criticar mis acciones y pensamientos. En aquella ocasión, mi voz interior detuvo en seco el rumbo de mis inapropiados pensamientos: “¿Te parece apropiado sentirte sexualmente atraída hacía un desconocido inconsciente, mientras que estás sin memoria, en medio de la jungla, después de un terrible accidente, rodeada de cadáveres descompuestos y acechada por narcotraficantes?”.
Avergonzada, me entregué en cuerpo y alma a actividades más constructivas como buscar leña para el fuego que necesitaría por la noche. No me atreví a volver a los restos del avión. Me daba miedo pensar en lo que encontraría si lo hacía. Junté suficiente cantidad de madera para hacer fuego un par de noches más. La extendí sobre unas piedras para permitir que el sol la secara lo más posible, pues el chaparrón del día anterior lo había empapado todo y la espesa vegetación impedía que los rayos llegasen al suelo del bosque. Como mi paciente seguía tranquilo e inmóvil, salí a reconocer el terreno en busca de alternativas para salir de allí. Con un poco de suerte, Wilson recobraría la consciencia antes de que volvieran los narcos, y juntos decidiríamos si nuestra mejor opción era ponernos en marcha e ir en busca de la civilización o esperar a que llegase el rescate.
Desde la poza junto a la que se encontraba mi guarida, el río descendía cuesta abajo entre rocas formando pequeños rápidos. La orilla en ese tramo era estrecha y poco practicable, pero con un poco de cuidado y sujetándome a las múltiples lianas a mi alcance, fui capaz de llegar a una zona donde la pendiente se suavizaba y el cauce se abría dejando a ambos lados una orilla ancha de cantos y arena. Seguí sin dificultad el río durante un par de kilómetros más; luego di media vuelta y volví sobre mis pasos hasta el remanso donde estaba mi improvisado campamento. No es que tuviese mucha idea del asunto pero, por lo que había visto hasta ahora, seguir río abajo parecía la mejor opción; en todo caso era bastante más sencillo que adentrarse en la selva y orientarse entre la densa maleza.
Regresé a la cueva para cambiarle los vendajes a Wilson. También quería intentar reanimarlo lo suficiente cómo para evaluar su estado; con un poco de suerte podría decirme algo acerca de la región donde nos encontrábamos. Además, sería agradable dejar de llamarle Wilson y sobre todo, que dejase de comportarse como una pelota de voleibol —peor que una pelota porque, que yo recuerde, Tom Hanks nunca tuvo que transportar a Wilson en una manta, curarle las heridas o bajarle la fiebre—.
Saqué del botiquín todo el material que me quedaba. Adecentar a mi amigo formaba parte de las prioridades que me había impuesto para hoy, así que también cogí una camiseta marrón ligera de manga larga, unos boxers negros y un pantalón de deporte que había tomado prestados del avión —bonito eufemismo, desde luego mucho mejor que “robado a algún muerto”—.
Abrí el saco de dormir hasta exponer por completo a mi compañero de desgracias: no pude evitar recorrer con la vista su robusto y bien proporcionado cuerpo de manera mucho menos distante y profesional de lo que había hecho hasta ahora. Limpié primero el corte del muslo, después la herida del hombro y por último la de la frente; las quemaduras de las muñecas estaban secando sin problema, pero aun así, preferí volver a vendarlas. Después, con cierta dificultad, le puse la camiseta. Tan rápida y discretamente como pude le quité los boxers azules que había llevado hasta ahora y los remplacé por los negros que había traído del avión —aunque traté de no mirar, lo que vi confirmó que la naturaleza había sido generosa con Wilson también en ese departamento—. Por último le puse los pantalones y un montón de almohadillas debajo de la cabeza para que estuviese cómodo: aunque aún podía notar que los movimientos le causaban dolor, sus reacciones eran mucho más leves de lo que habían sido la última vez que intenté vestirle. Ya le había desvestido una vez y vestido otra: ojalá que no tuviese que volver hacerlo.
Había llegado el momento de intentar despertarlo: le llamé en voz alta, le di palmaditas en la mano y en la cara, le sacudí el hombro sano, pero lo único que conseguí fue que entreabriese ligeramente los ojos y mirase a su alrededor aturdido antes de volver a perder totalmente la consciencia. Al cabo de un rato, convencida de que todos mis esfuerzos serían en vano, desistí del intento.
Desmoralizada, me senté junto a la cascada a compadecerme de mí misma y a lamentarme por todas las incomodidades que hasta ahora había estado ignorando. Los mosquitos que abundaban y hacían que tuviese algunas partes del cuerpo deformadas por las picaduras, o la constante cacofonía selvática compuesta de pájaros histéricos, insectos zumbadores y monos chillones; los sustos que me daban los insectos enormes que constantemente pasaban volando a mi lado, o las culebras y serpientes que se pasean, como si nada, por todas partes.
La espiral de autocompasión me llevo a darle vueltas a lo mucho que me dolía el cuerpo por culpa de las agujetas, lo cansada que estaba por pasarme el día yendo de un sitio a otro por este terreno implacable, o lo difícil que me estaba resultando atender a mis necesidades fisiológicas —lo más seguro es que en la vida que no recuerdo sea una estrecha o tenga algún complejo de infancia, a juzgar por lo que me revienta tener que orinar al aire libre—. Dormir en el suelo era muy incómodo y me moría de ganas de comer algo caliente.
Después de darle muchas vueltas a estos pensamientos tan poco constructivos comprendí que, en el fondo, si hasta ese momento me había negado a quejarme por menudencias era porque reconocía lo afortunada que había sido: la única superviviente de un terrible accidente de avión. No estaba herida y me sentía con fuerzas suficientes para atender a un herido, que quizás sin mi ayuda no habría sobrevivido.
Tenía comida y bebida, ropa y techo y, sobre todo, tenía la determinación de salir airosa de ésta. No tenía intención de rendirme. Iba a recobrar mi identidad y retomar mi vida. A partir de ese momento decidí que iba a apreciar cada respiro, cada momento de calma: se acabó sentirme culpable por disfrutar del paisaje, del frescor del agua clara sobre mi piel o por regodearme en un falso sentimiento de seguridad.Cada minuto cuenta y puede ser el último —si no que se lo pregunten a cualquiera de mis desafortunados compañeros de vuelo—.
Desde que desperté, había intentado con todos mis fuerzas recordar cualquier indicio, por pequeño que fuera, de mi vida pasada. Pero, hasta el momento todos mis esfuerzos habían fracasado. No me acuerdo de quién soy y sin embargo recuerdo con todo lujo de detalles películas, libros o programas de televisión. Como si lo único que se hubiese borrado de mi mente fuese todo lo que se relaciona directamente conmigo —fechas, nombres, lugares y recuerdos de mi vida—.
Me hubiese gustado poder pensar en ese alguien que en algún lugar estaría llorando o rezando por mí. La noticia del accidente sería ya de dominio público y los familiares de las víctimas estarían esperando noticias con el corazón en vilo. Cada día que pasa la esperanza de encontrarnos con vida irá disminuyendo y el dolor y el sentimiento de pérdida irán ganando terreno. Ojalá pudiera decirle a los míos que no se rindiesen, que no perdiesen la fe...
A veces me entretenía pensando en lo que ocurriría una vez que nos encontrasen los equipos de rescate. Sabía que conocer mi identidad sería relativamente rápido: bastaría con mirar el registro de pasajeros. A partir de ahí, y después de reunirme con mi familia, empezaría el proceso de recobrar la memoria, de descubrir quién era. Tal vez, el simple hecho de encontrarme en un lugar familiar hiciese volver de golpe los recuerdos enterrados.
También pasaba tiempo imaginando quién sería Wilson y cómo se habría visto implicado en la situación en que le encontré. Puede que fuese un rehén secuestrado por las guerrillas para reclamar un rescate con el que seguir financiando actividades paramilitares; o quizá fuese un agente de policía infiltrado en una red de narcotráfico. Aunque también podría ser miembro de una banda de criminales al que habían castigado por traición o un camello que quiso pasarse de listo. Lo cierto es que no sentía temor: un optimismo ingenuo me hacía pensar que Wilson se despertaría y que no supondría una amenaza para mí; al contrario, tenía ganas de que despertase y me ayudase a pensar, a tomar decisiones.
La soledad me pesaba. Echaba de menos el contacto humano, interactuar con otras personas. Creo que habría llevado muchísimo peor mi situación si no tuviese a Wilson conmigo. Ocuparme de él me distraía y daba un cierto sentido a esta situación. Su sola presencia alimentaba la esperanza de que las cosas iban a ir mejor. Y habría sentido exactamente lo mismo si Wilson fuese bajito y regordete; el hecho de que fuese un macizo de revista tenía además la ventaja de alegrarme la vista —una vez más tenía que reconocer que, a pesar de todo, era una mujer afortunada—.
El secreto de la felicidad consiste en saber apreciar lo que tenemos en lugar de desear lo que nos falta. Si ésta es la filosofía con la que había vivido hasta ese día, estaba segura de que, fuese quien fuese, debía ser una persona feliz. Si eran los acontecimientos que estaba viviendo los que estaban cambiando mi actitud hacia la vida, no me cabía duda de que el futuro sería mejor y que con el tiempo, cuando mirase hacia atrás e hiciese balance de lo vivido, consideraría este accidente como el momento crucial en el que cambió por completo el curso de mi existencia.
“Tampoco te pases, querida” —oí decir a la voz en mi cabeza—. “Cualquiera diría que te has fumado una liana. Esta situación es un asco, lo mires por donde lo mires. Entiendo que quieras ver el lado positivo, pero tampoco hay que exagerar”.
Se me cerraban los ojos, pero antes de acostarme quería comprobar cómo seguía mi paciente y darle el antibiótico. Mañana sería otro día.