XXXIV – LA MEMORIA DEL MAR
Los gritos habían cesado, dejando a su paso un sepulcral silencio, a pesar de la tormenta que asolaba el exterior. El agotamiento se confundía con el sentimiento de desolación que poseía a Juan, obligándole a ponerse de rodillas, mientras lloraba la pérdida de su amigo. Él era el responsable de lo que había sucedido. Desde el principio, debió comprender que el asunto le venía demasiado grande. Si el difunto Fernando hubiera estado allí para verle, sin duda le habría llamado la atención por haber puesto en jaque la vida de un joven inexperto y sin meditar las consecuencias. Él no llegó a atreverse con el contenido de la carpeta, ni había deseado que nadie cargase con tal peso, pero la obstinación de Juan y su orgullo les condujeron hacia la situación que vivían ahora.
Unos pasos se escucharon de fondo. Con un pitido en los oídos, que le causaba una insoportable jaqueca, el inspector apenas reconoció el movimiento de sus enemigos. Ya le daba igual. Esperaría a que se acercasen lo suficiente como para lograr disparar su última bala sobre uno de ellos antes de morir acribillado por la respuesta. Eso sí, no permitiría irse al otro barrio con lágrimas en los ojos. Se secó el rostro embarrándolo aún más, apoyó la espalda sobre la pared, extendió las piernas y aguardó. El helor del suelo le mantuvo en contacto con el pálpito de la vida, repleto de sensaciones agradables, pero también desagradables.
—Menudo sitio para morir —murmuró—. No se podía quejar demasiado, ya que a lo largo de sus días básicamente hizo todo lo que él había deseado; excepto tener una familia, en eso no estaba satisfecho. Los ojos de la mujer que casi llega a ser su esposa alcanzaron su memoria, sembrándola con tristeza. Aquella mirada azulada y profunda que siempre le evocaba tempranos amaneceres cerca del mar. Lástima que no fuese cuerdo y la dejase escapar. Ahora vivía feliz junto a un funcionario del ayuntamiento de Cuenca. Una vida tranquila. Como la que ella deseaba. Juan llegó a darlo todo por la justicia, por las familias que necesitaban un pilar donde apoyarse, por el bien común, pero terminó olvidándose de sí mismo. Con frecuencia, se engañaba él solo con la idea de encontrar una buena mujer y tener hijos. Mentira. Estaba demasiado absorto con su trabajo, demasiado ensimismado. Y ahora moriría solo, sin nadie que le recordase.
—¡No dispares! —se escuchó una voz de fondo.
No era posible. Le pareció escuchar la voz de Andrés.
—¡No dispares, soy yo!
Juan exhaló un fuerte suspiro.
—¿De verdad, eres tú? ¿Y los disparos? —preguntó Juan.
—No te lo vas a creer —contestó el joven, escuchándose su voz cada vez más próxima.
—Seguro que es una trampa —aseguró Juan.
—No, no lo es. Deja la pistola en el suelo y sal de la esquina.
Juan se levantó como pudo, lanzó la pistola al pasillo sabedor que podría tratarse de otra treta, y apareció.
—¡Estás vivo! —sonrió—. No me lo puedo creer, estás vivo.
A unos pocos pasos de él, El Rubio estaba con las manos sobre la cabeza. Gabriel Silvas Rivero le apuntaba con un arma, mientras observaba de arriba abajo el deplorable estado del inspector. Andrés, por otra parte, se acercó dando pequeños pasos hasta que se lanzó a sus brazos.
—Creía que no saldríamos de ésta —dijo, mascullando sus palabras.
—Y puede que no lo hagamos —rectificó Juan.
Gabriel Silvas Rivero empujó al Rubio hacia delante, sin dejar de apuntarle, y le clavó su mirada fría.
—No tenéis de qué preocuparos. Esto ya no va con vosotros —aseguró el asesino.
—¿Y por qué has cambiado de opinión? —le preguntó el inspector.
—Digamos que el contrato por el cual os perseguía ha expirado.
—¿Entonces nos dejarás marchar así sin más?
—No exactamente —continuó Gabriel Silvas Rivero.
—Debéis prometer que nadie me perseguirá. Que no seré mencionado en ningún informe. Quiero desaparecer para empezar una nueva vida, y me gustaría hacerlo sin mataros; aunque… sólo tengo que apretar el gatillo y dejaréis de ser una incógnita para mí.
—Tienes mi palabra de honor.
—Te creo, inspector. No he conocido a muchas personas como tú. Personas que arriesgan su vida por el bien de los demás.
Gabriel Silvas Rivero tiró con fuerza del Rubio para llevárselo con él.
—¿Le matarás? —interrumpió su retirada Juan.
—Sí. ¿Acaso te importa?
—Necesito respuestas.
—No creo que consigas nada de esta escoria. Matándole haré un favor a este mundo.
—¿Sabes por qué te contrataron para matarnos?
El asesino se detuvo de nuevo.
—No suelo hacer preguntas, por eso me pagaban bien. Pero supongo que no te quedarás a gusto si no me lo dices.
—Este hombre pertenece a una organización que ha estado experimentando y matando a mujeres embarazadas, a neonatos y niños durante casi un siglo, o más. Por lo menos, déjame hacerle unas preguntas para que pueda continuar con la investigación.
—Estás hecho un asco y casi te matan, pero todavía quieres llegar hasta el final.
—Mujeres, bebés y niños… —repitió Juan.
Mónica no hubiera permitido algo así, ni tampoco la familia que le salvó la vida.
—Está bien, aunque no creo que este elemento diga nada —asintió Gabriel Silvas Rivero.
*
La silla del dentista, donde antes estaba atado Juan, ahora servía como potro de interrogatorios. Durante un buen rato, el inspector repitió las mismas preguntas al Rubio sin recibir respuesta alguna. ¿Quién era el responsable de todo aquello? ¿Dónde continuaban con sus experimentos? ¿Cuáles eran los nombres de los implicados? ¿En qué lugar apresaban a las mujeres? ¿Por qué las mataban junto a sus bebés?
Pero nada.
Con una continua mueca de disgusto en su rostro, El Rubio sólo aguardaba el momento en el que Gabriel Silvas Rivero le metería una bala en la cabeza, o algo peor. Debía concentrarse para soportar el dolor que le iba a infligir hasta que su corazón dejase de latir. Lo tenía claro. Era hombre muerto.
—Os avisé de que no diría nada —dijo, con una cínica sonrisa colgada en los labios.
—No podemos permitirnos el lujo de partir de cero —se quejó Juan—, y en cuanto se den cuenta de lo cerca que estuvimos seguro que reaccionarán de mala manera.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Andrés.
—Quiere decir que no dejarán a nadie con vida —intercedió Gabriel Silvas Rivero—. Lo más seguro es que destruyan todo lo que no sean capaces de transportar a otro lugar.
El joven periodista se echó las manos a la cabeza y exclamó:
—¡A cuántas personas acabamos de sentenciar! ¿A diez, a cien, a mil? Preferiría haber muerto que cargar con eso.
Gabriel Silvas Rivero borró cualquier ápice de humanidad de su cara y, cabizbajo, cerró los ojos para despertarse como otro hombre.
—Dejádmelo a mí —susurró con un hilo de voz nefasto.
Recogió los cables que los roedores mordisqueaban horas atrás, desenfundó un cuchillo con sierra, empujó la cabeza del Rubio hacia un lado y le dijo:
—Hablarás, te lo aseguro.
Primero, le ató una mano en el manillar de la silla. Por un instante, se fijó en las manchas de sangre que había y miró las muñecas del inspector.
—Por lo visto, otros han ocupado este lugar antes que tú —le susurró al Rubio.
Le apretó la muñeca con varios cables, tan fuerte, que casi pudo escuchar la carne crujir.
—Seré paciente contigo. Igual que lo fuiste conmigo en aquella pútrida mazmorra en Francia. Espera y verás. En un par de horas, la mano empezará a dolerte tanto que desearás cortarla con tus propios dientes. Pero no te voy a dejar. Cuando se te hinche la muñeca, seguiremos con la otra mano, después escogeremos una pierna y luego otra. ¿Qué te parece?
El Rubio le escupió sin mediar palabra.
—Eso está bien —continuó Gabriel Silvas Rivero—, tú hazte el fuerte, pero no existe valor suficiente en todos los hombres que habitan este planeta podrido para soportar lo que te viene encima. Llorarás como una niña pequeña.
Juan y Andrés permanecían pasivos. Por un lado, deseaban detener aquella escena y, por otro, un impulso primitivo, lo impedía. La oscuridad vestía con los ropajes de la venganza, apoderándose de sus nobles corazones que buscaban una salida fácil para así continuar con la investigación. Gabriel Silvas Rivero realizó una pequeña incisión en la parte de la muñeca que se estaba hinchando, causando un estrepitoso dolor al Rubio. Éste apretó los dientes, mostrándolos como un lobo mordido por un cepo de cazador, y aguantó la rabia; no quería quejarse, no quería mostrar debilidad.
—No te preocupes, esto va a empeorar enseguida —le susurró el asesino.
Con otro trozo de cable le ató la cabeza. Primero, le obligó a abrir la boca, a base de apretar, y luego estiró los extremos labiales hasta cortarle la piel.
—Bonita sonrisa —ironizó mientras giraba el cable.
Colocó una piedra de afilar sobre la entrepierna del Rubio y comenzó a repasar la hoja de su cuchillo.
—Espero que no se me vaya la mano —dijo, esbozando una asquerosa sonrisa—.
Cuando acabó con la tarea preparatoria, se situó detrás de él, donde no pudiera verle, y con relativa lentitud se dispuso a raparle la cabeza.
—No te muevas, jajajajaja.
Los cabellos dorados, casi blanquecinos por el polvo y la suciedad, se balanceaban con suavidad antes de tocar el suelo. Gabriel Silvas Rivero entonó una canción parecida a la que una madre canta a su hijo mientras lo cuida, lo acaricia o lo acicala. La situación era tétrica. Un psicópata azucarando tonos con rimas, bailando notas con la lengua, mientras sangraba, cortaba y despellejaba partes del cuero cabelludo del Rubio.
—Tú sigue sin hablar…
*
Un par de horas más tarde…
—Ha perdido la conciencia —indicó Gabriel Silvas Rivero, metiéndole un dedo en el ojo—. Haga lo que haga, este elemento no hablará.
—Seguro que existe una manera de hacerle hablar —añadió Juan, descontento.
—Bueno, puede que haya un método.
Gabriel Silvas Rivero rebuscó en los bolsillos del interrogado hasta que dio con lo que buscaba.
—Veamos. Nombre: Gervasio Anastasio Flores Soler. Con eso bastará.
Meditando el modo de conseguir lo que buscaba, salió del hospital para recoger su maletín. Antes de entrar y terminar con los dos esbirros restantes, lo había guardado en un cuadro de luces donde sólo habitaban arañas, lagartos y otros insectos. No tardó en regresar.
Apoyó el equipo en una mesa, lo puso en funcionamiento y esperó a tener una señal clara.
—Ya está.
A continuación, entró en el sistema de la Policía, rompió un par de claves, sorteó un puñado de cortafuegos, introduciéndose en sus extensos archivos en busca de más datos sobre el sujeto en cuestión.
—Hola, Gervasio Anastasio. ¿Qué tal?
Inició un proceso de recopilación de datos que duró al menos una hora, ordenó la información de menos a más importante, giró la pantalla del ordenador para que El Rubio pudiera verla cuando le reanimasen y exclamó:
—¡Traed agua de fuera, llegó la hora de despertar a este despojo!
De la tarea se encargó Andrés, cuyas ansias de devolver los golpes recibidos terminaron por transformarle en un ser más frío, desposeído de su inocencia. El sonoro respiro que El Rubio voceó hizo que Gabriel Silvas Rivero iniciase su plan B.
—He de admitir que eres un hueso duro de roer. No me cabe ni la menor duda de que no hablarás, te haga lo que te haga. En tu mente ya eres hombre muerto. Te imagino mentalizándote durante las largas noches que has tenido que pasar en las calles o en algún tugurio lleno de mierda humana, convenciéndote a ti mismo de lo duro que llegarás a ser y cómo nadie osará interponerse en tu camino.
El Rubio le miró, asombrado.
—Créeme. Lo sé. Pero he conseguido encontrar tu punto débil. Un pequeño detalle al que yo renuncié por completo el día que decidí convertirme en lo que soy. Un diminuto resquicio de humanidad que te ata al resto del mundo.
Enseguida comprendió de qué hablaba, aunque deseaba estar errado.
—Por lo visto acabas de darte cuenta. Sabes muy bien de qué te hablo ¿no es cierto? Hazme un favor y mira la pantalla del ordenador —le indicó, empujándole la cabeza hacia un lado, cortándole las mejillas con los cables un poco más.
Ahora sí que sintió verdadero terror El Rubio.
—Mira, mira…
Una mujer entrada en años aparecía sonriendo. Sujetaba un sombrero adornado con plumas de pavo real mientras posaba emulando el perfil de una reina o de una famosa de la alta sociedad. Recordaba mucho los retratos de los años 30, aunque el color dejaba bien claro que se trataba de una fotografía reciente.
—Tu madre parece muy feliz. Estoy seguro de que tú le regalaste ese sombrero. Pomposo como tu estupidez y llamativo como la evidente ausencia de inteligencia. Sólo una burda prenda con la que poder fardar. En ella, veo un brillo especial. Está contenta por el presente.
Sus ojos se tornaron vidriosos. Agitó los brazos en un vano intento por liberarse, consiguiendo hacerse más daño.
—Lo mejor viene ahora. ¡Ohhhhhhhh! Mira los brazos del bebé. Cómo se abraza a su madre. Precioso ¿verdad? Analizando sus rasgos deduzco que es tu hermana. He de admitirlo, el no tener esposa e hijos te sitúa en una posición muy ventajosa, pero yo en tu lugar no me hubiera acercado a ningún inocente. De hecho, no hay nadie que me importe en este mundo (recordó a Mónica e intentó seguir ignorando ese pensamiento para que no le afectase). ¿Te imaginas los juegos que sería capaz de practicar con tu sobrino? O sobrina… eso no importa. ¿O sí? A lo mejor que sea chica me es mucho más placentero.
La furia cegó la mente del Rubio.
—¡Ahhhhhhh! Entonces es una niña. Me alegro —se relamió Gabriel Silvas Rivero, haciendo gestos con la boca y sacando la lengua como una víbora hambrienta.
—¿Vais a permitírselo? —masculló la pregunta El Rubio, dirigiéndose a Juan y a Andrés.
Ambos se limitaron a bajar la mirada para no sentir vergüenza, lo que Gabriel Silvas Rivero tradujo en un sí.
—Como ves, nadie hará nada por ti. Menos yo —aseguró el asesino antes de cortar el cable con el que le había atado la cabeza, pasando por la boca.
—Te escucho.
—No te mentiré. No saldrás de ésta con vida, pero te prometo una cosa; si colaboras con lo que te pidan no me acercaré a tu familia. Hasta puede que les mande un regalo agradeciendo tus servicios a este gran país, mintiendo sobre tu trabajo, realizando una sustanciosa transferencia junto a una caja con una bandera y unas medallas. ¿Qué te parece?
—¿No te acercarás a ellos? —dijo El Rubio entre dientes.
—Eso he dicho.
—No creo poder confiar en ti.
—Tampoco tienes demasiadas opciones, además, si he dejado a estos dos vivir significa que algo ha cambiado.
—Puede ser, pero necesito garantías.
—Jajajaja… ¿Garantías? ¿Qué clase de garantías?
El Rubio miró a Juan, fijamente.
—Quiero que me lo prometas tú. Sé que no soportarías sangre inocente en tu conciencia.
Juan no pronunció palabra. Agachó la cabeza y se limitó a contestar:
—Eso es verdad. No más víctimas indefensas.
—Al parecer, acabamos de llegar a un acuerdo, ¿cierto? —preguntó Gabriel Silvas Rivero.
—Cierto —asintió El Rubio, rendido—, pero primero dadme un poco de agua. Y borra lo de tu ordenador.
—Eso está hecho —dijo Gabriel Silvas Rivero, dándole al botón suprimir.
*
Con las manos atadas en la espalda, El Rubio les condujo hacia la verja con la que Juan se topó cuando escapaba del tiroteo. Alzando la barbilla, manchada de sangre, señaló las escaleras que bajaban a un sótano al que ningún vándalo consiguió entrar jamás.
—Ahí abajo encontraréis las respuestas que buscáis. O, al menos, parte de ellas —musitó dolorido El Rubio.
Andrés agarró las barras de hierro fundido con fuerza y las meneó. El resultado fue un tirón en el cuello, condimentado con una profunda decepción.
—Si nos ponemos a picar tardaremos todo el día —dijo Juan—. Por cierto, ¿qué hora es y dónde demonios estamos?
—Son las seis de la madrugada —contestó Gabriel Silvas Rivero—.Y este lugar es un hospital abandonado, situado a las afueras de un pueblo en el norte de España llamado Laredo.
—¿Dónde?
—A unos cuantos kilómetros de Bilbao. Es una localidad paradisíaca, nada que ver con el infierno de aquí dentro. Este hospital está construido en un acantilado, estando el mar de frente y el fluir de un río en su costado… pero centrémonos en nuestros asuntos —explicó Gabriel Silvas Rivero, señalando la entrada hacia el sótano.
—Claro, claro… —asintió Juan, confuso.
El asesino acarició las pesadas bisagras e hizo una mueca de disgusto.
—Creo poder deshacerme de esto.
Se fue a la habitación de la silla del dentista, donde tenía el resto de sus cosas, cogió un neceser del macuto y regresó. De su interior, sacó un tubo con pasta de dientes, que vació en un recipiente de plástico; un bote con sal, del cual abocó casi la mitad; y un rollo de hilo dental. Recargó cuatro veces su pistola, haciendo saltar cuatro balas de la recámara, separó los casquillos con su cuchillo, añadió la pólvora en la mezcla y la removió con cuidado.
—Falta un poco de espesante —observó—. Otra vez, acabó perdiéndose en los pasillos hasta que regresó con un puñado de polvo blanco.
—¿Qué es eso? —preguntó Andrés.
—Yeso del techo o sólo polvo… vete tú a saber. Pero servirá.
Cuando concluyó, untó las bisagras con la mezcla, formando una especie de bola que más bien parecía un capullo de mariposa, e introdujo dos centímetros de hilo dental al cual también le había aplicado una fina capa de la mezcla.
—Ahora toca esperar —dijo Gabriel Silvas Rivero, mientras se limpiaba las manos.
—¿A qué? —preguntó Andrés, acercándose para ver mejor el invento.
—A que se seque —le contestó el asesino, apartándole lentamente del explosivo casero.
El tiempo transcurrió en silencio. Sólo la tormenta seguía su curso sin inmutarse por los asuntos terrenales. Aunque se alejaba, daba la sensación de ser eterna; Parecía que hubiera existido desde el inicio de sus vidas y que nunca desaparecería. Marcaría el final de una etapa en la que se vieron cara a cara con la muerte y escaparon de milagro. ¿Acaso ese milagro podría llamarse Gabriel Silvas Rivero? El hombre contratado para matarles, ahora transformado en su salvador.
—Por cierto, ¿qué hay… ahí abajo? —le preguntó Juan al Rubio.
—La última vez no dejamos demasiado, aunque os puedo asegurar que lo poco restante sería mejor no desenterrarlo. Lo más conveniente sería dejárselo a la memoria del mar.
—¿Qué significa eso? —interrumpió Andrés, con su molesta curiosidad.
—El mar no tiene memoria —le contestó Juan—. Y lo olvida todo.