XXVII – COMO MONOS ENJAULADOS
—¡Abajo! ¡Abajo! —gritaba El Rubio, apuntándoles con la pistola.
Juan le indicó a Andrés que no hiciera ninguna estupidez. Debía seguir las órdenes de aquellos tipejos al pie de la letra, por lo menos hasta que él se viera en situación de actuar.
—Tirad vuestras armas —les indicó El Rubio.
El inspector levantó la mano izquierda. Con un movimiento sumamente lento, cogió la pistola con los dos dedos y la dejó en el suelo.
—Ahora tú —dijo uno de los matones, señalando a Andrés.
—Yo no voy armado —contestó con las manos apoyadas sobre su cabeza.
—Déjate de tonterías —voceó el matón antes de golpearle en la cabeza con la culata de su pistola.
Reaccionando a la agresión, Juan le sujetó la mano evitando que Andrés recibiese otro golpe.
—Él no lleva pistola, es más, ni siquiera sabe disparar.
A los matones no les gustó que aquel tipo se entrometiera. Sin parar a pensárselo, le lanzaron al suelo y empezaron a darle patadas sin piedad.
—A ti quién te ha preguntado —dijo uno de ellos irritado.
El Rubio no sabía qué hacer. Por una parte, tenía instrucciones de matarlos, pero ¿por qué iba a eliminar la única moneda de cambio que aceptaría el asesino que les tenía acorralados? Matarles o utilizarles como escudo.
—¡Basta ya! —ordenó a sus hombres porque no conseguía poner en orden sus ideas.
Al otro lado, en el ruinoso almacén, dos de sus hombres yacían muertos en el suelo; mientras, en aquella sala olvidada por todos, el cadáver de uno de los colaboradores más importantes de la organización se balanceaba de un lado a otro, mirándoles con los ojos bien abiertos y la lengua colgando. Y para terminar, los tipos más buscados por su jefe se encontraban a sus pies. La orden aún retumbaba en su cabeza:
“Matarles”
Encañonó a Andrés, apretó lo labios, aguantó la respiración y…
—Parece que tenéis lo que ando buscando —gritó Gabriel Silvas Rivero—, os garantizo que ninguno saldrá vivo de ahí hasta que no consiga lo que quiero. Aunque tenga que congelar el mismísimo infierno.
La voz del asesino era fría, metálica, rechinando como las cuchillas de los barberos cuando las afilan para repelar cuellos. Al instante, penetró en la cabeza del Rubio, provocándole un tremendo dolor. Sin saberlo, el cazador acababa de salvar la vida a una de sus presas, aunque todavía no estaba claro si le importaba que le entregasen sus trofeos, vivos o muertos.
—¡A tomar por saco! —exclamó El Rubio, apartando su arma de la cabeza de Andrés—. Vosotros dos, subid ahí arriba y empezad a cavar en el techo hasta que hagáis un agujero.
—¿Vamos a escapar cavando? —preguntó uno con cara de bobalicón.
—No seas paleto, lo que quiero es ver si podemos conseguir algo de cobertura para los móviles.
—¿Con qué cavamos?
El Rubio estiró el cuello hacia atrás, esforzándose por mantener la compostura, pero no fue capaz de contenerse.
—¡Con los cuernos si hace falta! —gritó como un poseso—. ¡Me da igual si hacéis el agujero con las sillas, con vuestros cinturones o disparando; pero hacedlo ya!
Una ráfaga de balas provocó que parte del techo se desprendiera. Los hombres recargaron, apuntaron y concentraron el fuego en un lugar donde el agua parecía haber corroído parte de la estructura.
—¡Ése es el lugar, bien hecho! —exclamó El Rubio.
Pocos minutos más tarde, y con casi la mitad de la munición gastada, el más alto trepó como pudo, con la ayuda de sus compañeros, y se introdujo en el boquete desde donde aún caían trozos de piedra, argamasa de arcilla y tierra mojada. Una vez dentro, encendió la pantalla de su móvil para ver si tenía señal.
—Nada —dijo disgustado.
—Prueba con otros teléfonos —reaccionó El Rubio al instante.
Uno tras otro le lanzaban los aparatos y él observaba atento la parte superior donde aparecían las rayas de cobertura. Con cada descarte más se enfadaban.
—Espera, espera. Creo que tengo algo —dijo entusiasmado—. Sí, sí… tenemos cobertura. ¿Qué hago ahora?
—Llama al jefe y explícale nuestra situación. Que manden refuerzos de inmediato. Ah, y no olvides decirle que el decano está muerto.
*
Al otro lado del muro, Gabriel Silvas Rivero escuchaba las risas de sus enemigos. “¿Qué habrá pasado para que estén tan contentos?”, pensó. Algo acababa de suceder y era ventajoso para ellos. Ni le disparaban, ni intentaban tomar posiciones para atacarle, ni nada. Hacía tan sólo diez minutos que los de ahí dentro estaban nerviosos y parecían discutir; lo que significaba que él había acertado cuando tomó la decisión de acorralarles. Pero ahora las posibilidades de éxito debían recalcularse. Sin duda, ahora tenían un as en la manga.
Antes de ponerse a meditar sobre el asunto contó las balas de su cargador. Tampoco podía permitirse el lujo de malgastar el tiempo. Debía tomar una decisión que le costaría la vida o que le ayudaría a ganar la partida y conseguir el premio.
—¿A qué premio me refiero? —se preguntó en silencio.
El recuerdo de Mónica apareció en la retina de sus ojos. Lo único que le importaba. La idea de levantarse y marcharse, sin más, se le pasó por la cabeza. ¿Qué pintaba en ese embrollo? ¿Qué ganaría? El dinero no le importaba, el prestigio profesional tampoco. El plan urdido para desaparecer del mapa junto con la mujer que le había devuelto la vida, era perfecto. El único cabo que quedaba por atar era la actual situación, y en realidad estaba arriesgando mucho. Demasiado. En su mente vinieron imágenes de películas donde los protagonistas deciden dar un último golpe, el definitivo, y termina siendo ruinoso. ¿Cuántas veces se dijo a sí mismo que no caería en la trampa? Tonto. Ahora se encontraba en la misma situación que los payasos de la tele.
—Me voy —musitó—, que les den por saco a todos.
Agachado, cubriendo sus espaldas, retrocedió de su posición actual hasta que encontró cobijo tras un montón de destartaladas cajas.
*
El Rubio felicitó a su hombre por haber conseguido comunicar la situación. No pudo hablar con Víctor Sampedro, pero sí con el nuevo jefe de seguridad. Quien le indicó que debía mantener con vida a los capturados mientras se encargaba de enviar refuerzos. En cuestión de horas, el embrollo llegaría a su fin y la organización continuaría con sus planes.
—Espérate sentado, que ahora vienen a acribillarte —gritó el hombre alto, eufórico.
Sin creérselo, El Rubio se quedó pasmado ante la imbecilidad de su hombre.
—Acabas de mandar al carajo el factor sorpresa —le dijo, mordiéndose los labios e intentando contenerse para no darle un puñetazo.
Gabriel Silvas Rivero se detuvo. Ahora comprendía por qué esos matones de poca monta no paraban de reírse. De algún modo, contactaron con el exterior y solicitaron refuerzos.
—Con que esas tenemos —masculló rabioso—. La ira se apoderó de su raciocinio y acabó olvidando su plan de fuga junto a Mónica. Nadie tenía los huevos de mofarse de él. Nadie. Acostumbrado a reaccionar para matar, continuó con la retirada, pero no para desaparecer, sino para esperar en el exterior a los refuerzos y según creyera conveniente… acabaría con todos.
*
Al mismo tiempo, en la casa de Víctor Sampedro…
El nuevo jefe de seguridad tocaba la puerta del despacho sin recibir respuesta alguna. No le gustaba entrometerse en los asuntos de nadie y menos de alguien tan peligroso como su joven jefe, pero no evitó preocuparse cuando tuvo que contestar a una llamada a la que normalmente no le estaba permitido. Algo debía ocurrir en el despacho del joven Víctor Sampedro.
—¿Señor, se encuentra bien? —decía, a la vez que tocaba la puerta con ahínco.
La puerta era maciza. Difícil de forzar. Tiró del pomo con fuerza, sin lograr abrirla. Víctor Sampedro había cerrado a cal y canto para que nadie pudiera sorprenderle, inyectándose la sustancia que le mantenía con vida.
—¡Señor, señor!
Tres golpes de hombro no fueron suficientes ni para hacer temblar la puerta. El fornido hombre mantuvo la calma y empezó a pensar. En aquel momento, se fijó en la estatua de un caballo que decoraba el amplio pasillo.
—Es demasiado grande, pero a lo mejor vale —dijo en voz baja.
De una patada tiró al suelo la imponente escultura, rompiéndola a pedazos.
—Con esto servirá.
La cabeza del caballo tenía el tamaño perfecto para ser utilizada como ariete. La sujetó con los dos brazos, porque pesaba bastante, y se tambaleó hacia los lados hasta que acabó lanzándose hacia la puerta con todo su peso.
¡¡¡Brrrrrraaaaaammmm!!!
Con la puerta quebrada por la mitad, el jefe de seguridad irrumpió en el despacho, cayéndose al suelo y casi rompiéndose las costillas. La cabeza del caballo, de manera milagrosa, parecía indemne; cercenada del cuerpo al que pertenecía, pero intacta. Tumbado sobre la moqueta, alzó la vista para descubrir que Víctor Sampedro estaba en el suelo, temblando como un flan y echando espuma por la boca.
—Aguanta chico —dijo el jefe de seguridad, arrastrándose hacia él.
Le levantó la cabeza y se percató de que le señalaba el cajón donde guardaba su medicina. Sin dudarlo, le cogió en brazos, le sentó en su sillón y le colocó la muñeca en el aparato.
—¿Es esto lo que necesitas? No te preocupes, pronto te pondrás bien.
Cuando la aguja penetró su piel, sus ojos se abrieron de par en par, como si le hubiesen inyectado un chute de adrenalina. Lentamente, respiraba con normalidad. El oxígeno purificaba sus pulmones, se mezclaba con la sangre, circulaba por sus venas y reforzaba los pálpitos de su corazón.
—Menos mal que he llegado a tiempo.
Víctor Sampedro le miró fijamente a los ojos y le dijo:
—Nadie puede saber jamás cuál es mi debilidad.
—Lo entiendo.
—Ahora llama para que recojan este desastre.
—Desde luego, señor —contestó el fornido hombre antes de ponerse de pie.
Nada más darse la vuelta, Víctor Sampedro sacó una pistola de otro cajón y disparó a su salvador en la cabeza, por la espalda.
—Como ya te dije antes, nadie debe conocer mi debilidad. Y, por cierto, nadie me llama chico —susurró con flaqueza, mientras aún intentaba recuperar el aliento.