XVI – PLANTA 14
Líneas blancas y negras aparecían moviéndose, de izquierda a derecha, y viceversa, como si la imagen inicial necesitase ser reajustada sin la ayuda de nadie. De manera automática. Poco a poco, unas manchas grisáceas, semejantes a las de la tinta de imprenta cuando salpica el papel, se movían arbitrariamente, aparecían, desaparecían y llamaban la atención de los presentes, igual que un chapucero reclamo. De pronto, apareció un hombre vestido con un mono de trabajo, sujetando un cartel donde ponía:
12 DE JULIO 1954
SESIÓN 22
PLANTA 14
Cuando el hombre bajó el cartel, movió los labios pero sólo se escuchaban interferencias. La grabación no era muy buena. Terminó de hablar e invitó al cámara que le siguiera; el movimiento del aparato emborronaba aún más las tomas de los alrededores, aunque se distinguía con facilidad que estaban recorriendo un jardín muy cuidado. Un grupo de enfermeras acompañaba a unos enfermos hacia el interior de un edificio que, a no ser por ellas, no tenía pinta de tratarse de un hospital. Dos hombres descargaban unas cajas de un camión sobre el cual habían pintado malamente una cruz, mientras próximo a ellos algunos pacientes aguardaban sentados en unos bancos con la mirada perdida. Resultaba fácil deducir que debía tratarse de un asilo.
Cruzaron la puerta principal, ignoraron a los trabajadores que les observaban desde la recepción, y caminaron por un pasillo largo y angosto. Al fondo, una puerta de madera maciza, que el locutor empujó con fuerza porque no era capaz de abrirla, conducía a una rampa con poca inclinación y que bajaba hacia un nivel inferior. Las ventanas estaban herméticamente cerradas con marcas visibles de soldadura, y unas barras de hierro fundido formaban una gruesa reja que apenas permitían que la luz las traspasara. Conforme bajaban, las ventanas desaparecieron y las luces de las paredes y del techo, de lo que ahora se parecía más a un tunel, brillaban con tal intensidad que la diferencia se percibía con mucha facilidad en la desgastada imagen de la película.
Un hombre con bata blanca, que podría ser confundido con un médico si no fuera por el ceñidor con munición y la pistola que colgaba por su cintura, les saludó amablemente antes de abrirles la puerta falsa de un enorme portón que cubría todo el diámetro del túnel. Inimaginable. Una imponente sala de doce metros de altura, sesenta metros de ancho y donde la vista acababa perdiéndose al buscar el final, les dejó perplejos. El silbido de un motor eléctrico fue enfocado por la cámara y una plataforma elevadora, donde sin necesidad de maniobrar demasiado cabían dos camiones destinados al transporte de suministros, se elevó hasta el piso donde esperaban para continuar con la grabación; era la única forma de bajar a la sala.
Cajas pequeñas sobre otras más grandes, aparatos cubiertos con lonas de color caqui militar, una montaña de mantas, otra de sábanas y una más de almohadas, conservas de carne de veinticinco kilos, sacos de patatas apilados en incontables filas, depósitos de agua potable y no potable, medicamentos de todo tipo, conocidos o desconocidos, y sólo cuatro personas. Uno de ellos conducía un vehículo eléctrico que se usaba para limpiar, otro comprobaba la temperatura de los envases médicos, mientras los dos restantes repasaban unos documentos.
El cámara enfocó al comentador, pero únicamente se escuchaban los molestos ruidos. De vez en cuando, lograban distinguir alguna palabra suelta como “caso”, “pruebas”, “material”, “seguridad”, o al menos eran deducibles por lo que se veía en ese momento. Su boca, moviéndose sin parar, describía su alrededor (todavía sin escucharse nada con claridad) hasta que se apartó a un lado para que quedara constancia del cartel que indicaba el propósito de la siguiente sala.
MATERNIDAD
OBSERVACIÓN
Hileras e hileras de camas. No se trataba de camas con estructuras de hierro como cabría esperar, sino de camas hechas de una especie de plástico, con forma de medio huevo que, a primera vista, parecían tremendamente cómodas. Por encima de cada una, colgaba un gran tubo del cual salían otros diez más pequeños. En su interior fluían varios líquidos de distintas tonalidades. Por desgracia, sólo se podían clasificar de oscuro o menos oscuro, pero estaba claro que se trataba de las sustancias que había almacenadas en la gran sala.
Las mujeres que ocupaban aquellas camas parecían más que satisfechas. Ninguna de ellas se sentía angustiada o fuera de lugar; en realidad, muchas hablaban entre sí, otras leían revistas y unas pocas dormían la siesta. Se respiraba un ambiente exageradamente tranquilo, nada que ver con lo que uno encontraría en un hospital convencional. Al fondo, sin destacar demasiado, un equipo médico compuesto por seis personas visitaba a sus pacientes; mientras unos tomaban apuntes, otros verificaban el buen estado de los tubitos y comprobaban que la mujer se encontraba en perfectas condiciones. Eso sí, sin excepción, todas estaban embarazadas.
Regresaron a la sala grande de almacenaje para dirigirse hacia otra puerta en el lado opuesto. Ningún cartel. En este momento, la expresión y los gestos del comentador cambiaron, parecían más ásperos, más serios; su mirada se transformó en el reflejo de un recipiente vacío y se santiguó.
—Dios mío…
No estaba claro si quiso pedir la ayuda de Dios o su perdón, pero se le notaba muy preocupado. Al entrar, no se distinguía nada fuera de lo común; la calificación inmediata sería la de un salón demasiado pomposo y desagradable para la vista. Alfombras grises, dos sofás grises, cuatro sillones grises, y los cuadros que decoraban las paredes, las cuales también estaban pintadas de gris, resultaban ser copias baratas de grandes paisajistas como Eugene Von Guerard, Rubens o Vermeer. Más que a una salita de espera, aparentaba ser una habitación de desesperación. Por mucho que los expertos nombraran el color gris como el de la tranquilidad y la neutralidad, la exageración del mismo resultaba agobiante.
—Gris…
Se escuchó de entre el ruido defectuoso.
Frente a ellos, una puerta blanca conducía a una zona con tres pasillos. Derecha, izquierda y de frente. Un cartel indicaba que hacia la derecha se encontraba la enfermería, otro que hacia la izquierda se hallaban el área de descanso para el personal, y el último:
QUIRÓFANOS
De pronto, fueron sorprendidos por dos enfermeros empujando una camilla, en la que llevaban a toda prisa a una mujer hacia ese lugar. Detrás de ellos, corrían una docena de personas vestidas con monos blancos, con mascarillas de oxígeno y guantes azules. Se parecían más a astronautas que a personal sanitario. A su paso, apartaron al comentador y al cámara, pero sin impedirles que continuaran con la grabación y sin que les importase que les siguieran. Al fondo del pasillo central, una gran puerta daba al quirófano más atípico que jamás se hubiera podido describir. Había luces hasta en las esquinas, un tubo de succión del grosor de un puño colgaba desde el techo y el instrumental estaba guardado en veintitrés esterilizadores distintos, uno para cada instrumento. En las paredes había unas capsulas de acero, del tamaño de una persona, con puertas de cristal que se cerraban desde dentro. Aunque lo más extraño de todo era que una de las paredes estaba completamente desnuda, excepto por cuatro cables con abrazaderas que salían por un orificio.
Nada más darse cuenta, uno de los miembros del equipo se fue hacia el comentador para indicarle que saliera del quirófano. Por suerte, consiguió convencerle para dejar la cámara. La apoyaron encima de una de las mesas, la enfocaron hacia la mesa del quirófano y salieron.
Pppppppppppiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…
Un pitido sonó con impresionante claridad. El ruido se mezclaba con los defectos de sonido, haciendo que apenas fuesen perceptibles. Uno de los miembros del equipo se agarró con fuerza la cabeza y no logró evitar inclinarse hacia delante; entonces, otro miembro se acercó rápidamente e hizo unos ajustes en un aparato situado en los oídos, que a primera vista no era perceptible. El afectado se reincorporó súbitamente, indicando que no necesitaba ayuda porque los aislantes ya funcionaban correctamente.
La mujer parecía angustiada, mucho. No resultaba fácil distinguir con claridad si sufría de dolores causados por el parto o si se trataba de otra cosa. Sujetaba desesperada su cabeza y su vientre temblaba, igual que las agitadas aguas de un charco. Rápidamente, le colocaron un casco lleno de enchufes y extensiones, tiraron de los cables que estaban en la pared desnuda y le ajustaron las abrazaderas en las muñecas y los tobillos.
Ppppppppppppppiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…
Ninguno de los miembros parecía alterarse, ni mostraba la más mínima preocupación. Sencillamente, continuaban con su trabajo. No se veía muy bien de qué iba la cosa, pero daba la impresión de que no estuvieran tratando a un ser humano. Pronto el estado de la mujer cambió y empezó a convulsionar. Cualquiera hubiera dicho que en ese momento estaba recibiendo una descarga eléctrica o que sufría un ataque de epilepsia. Eso sí, su barriga dejó de fluctuar y comenzó a estabilizarse. Algunos asintieron, mientras otros se situaron en los pies de la mujer para recibir al recién nacido.
Pppppppppppppppiiiiiiiiiiiiiiiii…
Pppppppppppppppiiiiiiiiiiiiiiiii…
El pitido se intensificó de tal forma que los cristales y algunos aparatos temblaron violentamente. La mujer chillaba de dolor. Nadie mostraba ningún interés por ella o por su salud, sólo se concentraban en el bebé que estaba a punto de nacer.
Ppppppppppppppppppppppppppiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
En cuanto sacaron al bebé lo sujetaron del revés, propinándole su primer azote. La criatura reaccionó soltando un suave e inofensivo llanto. Entre tanto, el pitido cesó. Los miembros del equipo se despreocuparon de la mujer, que milagrosamente no había fallecido, y empezaron a examinar al bebé mientras aún gimoteaba en los brazos de uno de ellos.
El recién nacido tembló, abrió la boca de una forma descomunal y forzó el cuello. Demasiado joven y débil. Movía las manos sin sentido, quería mordérselas y sufría como si fuera consciente de lo que le ocurría. Pataleaba al mismo tiempo que con la mano se toqueteaba para sentir su propio cuerpo. Algo inaudito. Buscaba la prueba de su existencia con tan sólo unos minutos de vida. Entonces, abrió los ojos.
—...glo… co… gor…
Con el ruido de fondo no lograron escuchar lo que ocurrió. No era posible saber de dónde vino ese sonido o qué significaba; únicamente se veía al bebé con los ojos blancos y la boca abierta, de par en par, tragándose su lengua. Echaba espuma igual que un perro rabioso mientras lucha contra su propia locura. Hasta que murió.
Un miembro del equipo empujó a otros dos, tirándolos al suelo, y corrió agobiado hacia la cámara. Sin pensárselo dos veces, la levantó, la lanzó contra una pared… y la imagen se tornó negra.