XXV – SÁLVESE QUIEN PUEDA

 

Una sombra parecía balancearse de un lado a otro, acaparando tanto la mirada de Juan como la de Andrés. El viejo decano se acababa de suicidar. Con los ojos abiertos y la lengua descolgada, su cuerpo sin vida aún temblaba de vez en cuando a causa de los espasmos post mortem, hecho que paralizó por completo al joven periodista. Presentaba las palmas de las manos abiertas, un zapato se le había caído al suelo, la barba enredada en la cuerda y un taburete tumbado sobre el escenario. La expresión de su rostro era la de un hombre atormentado; perseguido por sus propios pecados hasta verse empujado al abismo de sus pesadillas.

—Puedes hacer algo con eso —dijo Andrés, sin apartar la vista del ahorcado.

—¿A qué te refieres?

—A eso…

—¿Al tembleque?

—Sí.

—¿Y qué quieres que haga? Que le pegue un tiro.

—¿Funcionaría? —preguntó Andrés, con cara de bobalicón.

—¡Por supuesto que no! —contestó Juan, moviéndole la cara para que dejase de mirar al viejo decano—. Ahora, concéntrate y ayúdame a bajarle de ahí.

—¿Estás de broma?

—¿Acaso tengo cara de estar bromeando?

—No sé si seré capaz de hacerlo —dijo Andrés, tapándose la boca.

—Sólo tienes que sujetarme el taburete para que no me caiga. Eso es todo.

—¿El taburete que usó para suicidarse?

—Maldita sea —refunfuñó Juan—, sólo es un taburete… nada más.

Juan reunió fuerzas, tomó aire y recogió el taburete.

—¿Por qué lo habrá hecho?

—Porque le hemos mencionado el nombre de un ser querido. Alguien a quien amaba, pero que le abandonó cuando se enteró de las atrocidades cometidas por él.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Andrés, con admiración.

—Desde luego, te has vuelto tonto —le contestó Juan, mientras subía al taburete—. Sólo es una hipótesis que jamás probaremos. También es posible que se haya asustado… ¿yo qué sé?

Juan agarró al viejo decano por los pantalones, dispuesto a levantarle, cuando escuchó los pasos de unos hombres que se acercaban.

—Déjalo todo y escóndete —le ordenó a Andrés, después de saltar del taburete.

Una escalerilla conducía hacia una posición elevada, justo por encima del escenario. Por suerte para ellos, un enorme plástico, enredado malamente entre los maderos, resultó ser el lugar perfecto para ocultarse. Lo peor de todo era la peste. Un asqueroso hedor a humedad, mezclado con el de fruta podrida, les revolvió las tripas. Puede que se tratase de excrementos de rata o de un montón de insectos muertos descomponiéndose, pero resultaba más importante cobijarse que preocuparse por encontrar un lugar adecuado.

—¡Me cago en las manzanas que crecen en el jardín de la madrastra de Blancanieves! —gritó El Rubio—. ¡Rápido, bajadle de ahí!

El mercenario levantó las manos, a la vez que empezó a dar patadas a diestro y siniestro. Su misión era la de retener al decano, un cargo importante en los grupos de investigación, hasta que se le pasara el enfado. Cuando el viejo llamó a Víctor Sampedro para informarle sobre la visita que acababa de recibir y del ataque de remordimientos que desde hacía mucho tiempo no le dejaban dormir, el despiadado joven no dudó en enviar un avión privado para poner el asunto en manos de su hombre de confianza. Lo que no esperaba era que se suicidase.

—¿Qué le digo ahora al jefe? —se preguntaba El Rubio, retorciendo la boca, tirándose de los pelos y mordiéndose las uñas.

Cuando el cuerpo cayó al suelo sonó como si un saco de patatas fuese tirado al remolque de un camión de reparto.

—Tened un poco de cuidado, ¿vale?

Los hombres encargados de descolgar al muerto, giraron a la vez.

—Perdón, pero es que no estamos acostumbrados a rescatar cadáveres —contestó uno.

—Cierto. Más bien solemos crearlos. Ya sabe, los transformamos de vivos a muertos —dijo el otro, intentado hacerse el gracioso.

La mirada fulminante de El Rubio fue suficiente para que los dos hombres volvieran a girarse para cargar con el cuerpo.

—Un momento —les ordenó—. Registrarle los bolsillos.

No encontraron nada fuera de lo normal. Su billetera, unas llaves y su teléfono.

—¿Qué es lo que asoma por el bolsillo de su camisa? —observó El Rubio.

Al agacharse, contempló los ojos del muerto. Había llorado. Puede que se tratase de un miembro de la organización, pero también era un ser humano. Egoísta, de eso no le cabía ni la menor duda; sádico y calculador, eso también entraba dentro de las posibilidades, pero un ser humano al fin y al cabo. Con sus debilidades y virtudes. Aquel hombre estaba llorando por algo que le impulsó a quitarse la vida.

—Entiendo… —susurró El Rubio nada más ver el rostro de una mujer en el papel que retiró del cadáver—. Ellas son nuestros sueños. Ellas son nuestras pesadillas.

Un ruido proveniente del exterior le llamó la atención.

—¿Quién se ha quedado fuera para vigilar? —preguntó.

—Antonio y Miguel —contestó el chepado.

—Diles que vengan.

El chepado fue directo hacia la entrada, se detuvo y asomó la cabeza con precaución.

 

“Chiiiiiiiiiiiiifffffff”

 

La bala disparada por Gabriel Silvas Rivero le rozó la cabellera, provocándole un tremendo escozor.

—¡¡¡Aghhhhhh!!! —gritó, a la vez que se cagaba en todos los santos conocidos y los que quedaban por conocer—. ¡Me han disparado!

De manera instintiva los hombres sacaron sus armas y se pegaron a las paredes. El Rubio dejó de preocuparse por el cadáver para centrarse en la situación que, en realidad, no debería haberle sorprendido. Le acaban de coger con la guardia bajada. Oteó la parte superior de la sala en busca de ventanas u otro acceso por donde escapar en caso de verse acorralado, aunque también le preocupaba que el asesino terminase por colocarse en una posición elevada, ganando una tremenda ventaja en esta partida de pistoleros. Nada. El lugar parecía ser el punto sin retorno de un complejo olvidado por la organización. A pesar de haber visitado varias “Plantas 14”, El Rubio no encontraba ninguna similitud entre ellas, parecían haber sido construidas bajo un patrón caótico, perfectamente disimulado para aparentar organizado. En pocas palabras, los responsables de dirigir aquellos lugares colocaban lo que les mandaban donde consideraban que existía el espacio necesario o donde les daba la gana.

—Concentraos o este sitio pasará a ser nuestra tumba —aclaró El Rubio.

Dos hombres se colocaron en la puerta y otros dos se tiraron al suelo, preparados para rodar hacia el centro, con la intención de situarse en una posición propicia desde donde disparar. El plan era cubrir a los primeros para que pudieran salir los otros y atrincherarse tras las cajas apiladas a unos tres metros de la entrada.

—¿Listo? —susurró uno.

—Listo —contestó el otro.

Rodaron y empezaron a disparar sin ningún objetivo fijado.

 

“Chiiiiiiiiiiiiifffffff” “Chiiiiiiiiiiiiifffffff” “Chiiiiiiiiiiiiifffffff”

 

Gabriel Silvas Rivero falló en sus tres disparos.

—¡Localizado! —vocearon los dos, antes de rodar, apartándose de la puerta.

Ahora, Gabriel Silvas Rivero tenía dos opciones. Quedarse en su posición y aprovechar el probable avance de sus enemigos para conseguir un blanco mejor y matarles, o cambiar de posición, ya que se arriesgaba a recibir una ráfaga de balas que podría resultar letal. Sólo disponía de unos pocos segundos para tomar una decisión. Realizó un disparo a ciegas hacia la puerta para detener el posible avance y, dando una patada, tiró una pila de cajas al suelo, provocando un desconcertante barullo.

—Se ha movido —aseguró El Rubio.

Los dos hombres que esperaban al lado de la puerta aprovecharon la ocasión. Agacharon la cabeza, encogieron el cuerpo, levantaron sus pistolas y salieron corriendo para ocupar unas posiciones más avanzadas desde donde poder controlar mejor al tirador enemigo.

 

“Chiiiiiiiiiiiiifffffff” “Chiiiiiiiiiiiiifffffff”

 

—¡Aghhhhhh! —gritó uno.

—Hombre herido —avisó el otro.

Habían conseguido cobijarse detrás de una pila de sacos, pero uno de ellos fue alcanzado. La bala, clavada justo por debajo del costillar derecho, muy cerca del riñón, se había partido en varios pedazos provocando a su víctima un inmenso dolor, aunque sin terminar de matarle.

—¿Está grave? —preguntó El Rubio.

—No estoy muy seguro, pero no tiene muy buena pinta.

El nerviosismo acabó por apoderarse de la templanza de los matones. Otros dos se resguardaron en ambos lados de la puerta, mientras los que iban a cubrirles desde el suelo se estaban preparando. Revisaban sus armas, recargaban los cargadores, quitaban el polvo de sus pantalones y se concentraron. Por otra parte, el hombre que ya estaba fuera intentó cubrir los ángulos de disparo que no le parecían demasiado peligrosos.

—¿Preparados? —susurró El Rubio, dispuesto a dar la orden de reposicionamiento.

La tensión espesaba el ambiente.

—Pinto, pinto gorgorito, quién será el próximo a quedarse sin pito… —canturreó Gabriel Silvas Rivero.

Aquello les desconcertó. Acostumbrados a tratar con maleantes, chulos de poca monta, comerciantes indefensos, ludópatas perdedores, borrachos y tontos de mal pensar, el hecho de enfrentarse a un profesional de sangre fría les hizo sentir un miedo que les recorría el cuerpo a la vez que les paralizaba el raciocinio.

Al ver que sus hombres estaban un tanto confusos, El Rubio decidió que no perdería nada por intentar dialogar con el enemigo en vez de mandar a otro hombre de su equipo hacia una muerte inminente.

—¡Esto no conduce a ninguna parte! —voceó, para que Gabriel Silvas Rivero le escuchase—. ¿Por qué no tratamos de solucionar nuestros problemas sin matarnos?

Gabriel Silvas Rivero, que no paraba de cambiarse de posición, le contestó:

—Eso debiste pensarlo antes de meterte en mis asuntos. Lo peor de todo es que ya estabas avisado, pero no me hiciste caso. Ahora yo cumpliré con mi promesa y tú, junto con los paletos que te acompañan, dejarás de molestarme.

El Rubio entrecerró los ojos, intentando comprender la situación.

—No sé a qué te refieres. Nosotros hemos venido a por el decano de la universidad. Que yo sepa, tú no tienes nada que ver con este asunto.

—¿Y qué hay de mis objetivos?

—Aquí no hay nadie. Sólo nosotros y el decano, que lo encontramos ahorcado.

—No es posible —voceó Gabriel Silvas Rivero—. El inspector y el mocoso entraron aquí, pero no salieron. Estoy seguro de que los tenéis vosotros.

¿De qué demonios está hablando”, pensó El Rubio. “La hemos cagado. Ahora empezarán a buscarnos”, interiorizó Juan. “Menuda pandilla de idiotas”—rumió para sí Gabriel Silvas Rivero.

 

La incertidumbre duró unos pocos minutos, transformando el pesado silencio en una insoportable carga psicológica.

—Te repito que aquí no hay nadie —insistió El Rubio, a la vez que señalaba a sus hombres que debían ponerse a buscar por toda la sala.

Nada encajaba. Gabriel Silvas Rivero empezó a preguntarse si de verdad estaba siendo objetivo o si por primera vez en su vida había permitido que sus emociones terminasen por mezclarse con su habitual forma de proceder; es decir, fríamente y sin ninguna consideración por la vida de los demás. Ahora la rabia no le dejaba pensar con claridad, o más bien le impulsaba a pensar demasiado. Sólo deseaba acabar con el contrato antes de regresar a los brazos de Mónica, lo que conllevaba perder concentración y cometer errores.

Los hombres empezaron a buscar por todos los rincones. Tampoco les estorbaban demasiadas cosas; en realidad, sólo tenían que mirar detrás de las destartaladas sillas, en las partes menos iluminadas del escenario y en los escasos lugares situados por encima de sus cabezas. Pero, mientras registraban la sala, una voz se escuchó cerca de la puerta que les puso los pelos de punta.

—¡Ha muerto! —exclamó el hombre que vigilaba a Gabriel Silvas Rivero.

—¿Estás seguro? —preguntó El Rubio.

—Claro que lo estoy. Ni respira ni tiene pulso —subrayó.

Los matones se soliviantaron al enterarse de la muerte de su colega. Se vieron vulnerables. A pesar de tener la superioridad numérica, de ir bien armados y de considerarse tipos duros, los hombres de El Rubio estaban embargados por un profundo desconcierto mezclado con miedo.

Seis de ellos se apelotonaron cerca de la puerta, sacaron los brazos y empezaron a disparar hacia todas partes. Seis por doce, setenta y dos; esas fueron las balas que volaron por encima, los lados y los pies de Gabriel Silvas Rivero en menos de un minuto. Una demostración de fuerza aderezada con estupidez, que no le impresionó demasiado.

—¿Habéis terminado? —preguntó Gabriel Silvas Rivero.

El que se encontraba junto al cadáver, excitado por la intensidad del momento, siguió con el oído el timbre de voz del bastardo responsable de la pérdida de su amigo. Guiado por un impulso descerebrado, se levantó disparando hacia la dirección que él creía que se ocultaba Gabriel Silvas Rivero. Pero las grandes estupideces conducen a grandes errores; así que acabó con un agujero en la cabeza, tumbado sobre su compañero muerto.

—¡Dos menos! —dijo el asesino, cambiando de posición.

Nada iba bien para El Rubio. Los dos hombres que habían avanzado posiciones ahora estaban muertos a dos pasos de él, pero no era capaz de llegar hasta ellos; el resto, acorralado en un lugar sin salida, era poseído por un irracional nerviosismo, similar al de una rata enjaulada que mordisqueará cualquier cosa que obstaculice su camino con tal de salir. Otro problema era la profundidad en la que se encontraban. Sin cobertura de teléfono, respirando aire viciado, sin agua y sin comida.  

—Vosotros dos vigilad la entrada —les dijo El Rubio a quienes estaban tumbados en el suelo esperando instrucciones—, el resto peinar la sala en busca de los dos malnacidos que busca el tarado de afuera.

Realizando una búsqueda más meticulosa, y gracias al vacío del lugar, los matones se situaron bajo un bulto de plástico que no tenía ningún sentido que estuviese allí.

—¿Subimos? —preguntó uno.

—Creo haber visto una escalera en esa esquina —contestó otro.

—Mejor disparamos y evitamos el peligro de caernos —comentó un tercero.

—Buena idea —dijeron todos al unísono.

Levantaron sus armas, apuntaron… y…