VII – MÓNICA

 

Cuando Juan encendió la luz del salón, sintió cómo un gran alivio recorría su cuerpo. Cerró con llave, echó el pestillo de seguridad, cosa que nunca solía hacer, dejó su pistola en la mesita de la entrada y se sentó en el sofá.

Entonces suspiró relajado y le dijo a Andrés:

—Pasa hombre, estás en tu casa.

El joven reportero obedeció como si le hubieran robado la iniciativa y permaneció de pie, al lado del inspector, esperando recibir nuevas instrucciones. Juan recordó la primera vez que fue envuelto en un tiroteo y le compadeció. Se levantó y le agarró de los hombros con suavidad, transmitiéndole la impresión de encontrarse a salvo. En el mundo al que él estaba acostumbrado, donde las noticias les sucedían a otros. Quería hacerle sentir el tacto de otra persona. Entonces le guió lentamente hacia el sofá y le empujó con paciencia hasta que le obligó a sentarse. Frente al sofá, justo al lado de la tele, un armario de contrachapado barato y cristalera de mal gusto escondía una pequeña selección de botellas de whisky y vodka. Cogió dos vasos y casi los llenó de Famous Grouse.

—Bebe y procura relajarte.

Con el pulso tembloroso y la mente aún en blanco, el informador levantó su whisky y empezó a tragar como si estuviera bebiendo agua para calmar su sed. Terminó y permaneció con el vaso en la mano; ojeando la casa en busca de algún elemento que le resultase familiar, un objeto que le ayudara a ubicarse en aquel lugar desconocido.

—¿Cómo te encuentras?

No contestó.

—Bebe un poco más. No es la mejor solución a largo plazo, pero a corto funciona de maravilla.

Apenas reaccionó, sencillamente se quedó mirándole, aunque en realidad su vista estaba perdida en el vacío. Juan le llenó el vaso de nuevo, dejó la botella encima del mueble de la tele y rebuscó en uno de los armarios inferiores.

—El sofá no es muy cómodo, pero seguro que duermes bien.

Le dejó un edredón a su lado y le sirvió otro trago.

—No te atormentes. Lo importante es que estamos vivos.

Juan se retiró a su habitación, no sin antes llevarse la carpeta bajo el brazo. Colgó su chaqueta en una silla que usaba como perchero, se quitó los zapatos y los calcetines, aprovechó para masajearse los pies y, cuando acabó, se dirigió hacia la ventana. Las luces de los vehículos de emergencia llamaron la atención de todos los vecinos; las sombras de sus cabezas y los medios cuerpos se veían en los marcos de las ventanas iluminadas, y permanecían inertes, callados, como si estuvieran viendo la escena de una película de acción. “La gente no carece de principios, sólo ha perdido su humanidad”, pensó Juan. Bajó la persiana hasta aislarse por completo de lo que sucedía en el exterior y se quitó la camisa; luego dobló los pantalones con cuidado y se enfundó en una vieja camiseta de la universidad, llena de agujeros, pero comodísima para dormir. Entonces, tumbado en la cama, abrió la carpeta.

—¿Qué escondes para que alguien quiera matar a un chaval y a un insoportable inspector de policía? dijo en voz baja.

Observó el índice con detenimiento, pasó las hojas de los certificados de nacimiento con rapidez, retiró los sobres con las fotografías, y apartó su cansada mirada sin verse capaz de comprender su contenido. Necesitaba descansar y centrarse.

—Maldita sea, Fernando, ¿en qué nos has metido?

Abrió uno de los sobres y ojeó lo que había escrito.

 

“Hospital militar de Logroño. Verano de 1952-1953.”

 

Era lo que se leía en una tarjeta apolillada. La anotación, escrita a mano, parecía desgastada y algunas letras se veían borrosas, el pulso de quien la había escrito era firme y seguro, y la tinta, si no se equivocaba, era de muy buena calidad. Una de las fotos mostraba la entrada principal del Hospital donde aparecían tres puertas abiertas, la bandera española ondeando en el mástil de una pequeña plaza, erguido frente al ventanal central del primer piso, dos enfermeras posando en el lateral, bajo un árbol, como si estuviesen ahí por pura casualidad, y arriba del todo, casi ocultado por la bandera, el escudo de armas del hospital y un altorrelieve donde se leía: “HOSPITAL MILITAR”. Los tonos sepia no se habían desgastado y hasta resultaba fácil distinguir detalles insignificantes sin tener que esforzarse. Una farola ligeramente doblada, las hojas de los árboles, un lazo en el pañuelo de una enfermera, el reflejo de las ramas en los cristales y otras minucias sin importancia.

—Lo que me faltaba. Si los militares están implicados, el asunto puede complicarse —se dijo a sí mismo.

Otra foto mostraba un equipo de médicos posando en fila; una más, un estetoscopio al lado de un tarro de cristal con una etiqueta que ponía: “alcohol”; una tercera, el comedor del hospital lleno de militares y personal médico; una cuarta, un puñado de cocineros disfrutaban en el patio charlando y fumando unos cigarrillos, hasta que dio con una fotografía donde aparecía una pila de mujeres muertas.

—¡Dios santo! —exclamó.

Pasó a la siguiente foto en la que el cuerpo mutilado de una mujer era recompuesto por un grupo de tres sanitarios. Uno cosía las costillas, otro el vientre y el último sujetaba las piernas del cadáver.

—¿Qué habrá pasado?

Un rostro pálido, un torso partido, un brazo torcido. Conforme más fotografías miraba, menos comprendía de qué podía tratarse. Juan acabó con el montón del primer sobre apartando la mirada asqueado y decepcionado. “Porquería de gente”, pensó. Dejó el sobre junto al resto y revisó los certificados de nacimiento. Leía los nombres y las fechas sin ser capaz de imaginarse lo ocurrido. Gómez, García, Sánchez, Pérez, Jiménez, Soler… así hasta más de treinta.

Seguidamente encontró una nota escrita a mano. En ella, de inmediato distinguió los mismos nombres que acababa de leer en los certificados, las mismas fechas y una cruz cristiana dibujada al lado. La sospecha inundó la mente del inspector y sólo pudo llegar a una conclusión.

—¡Tráfico de bebés!”, exclamó. Enseguida, recordó la ingente cantidad de casos que aparecían por la tele últimamente. Hijos que buscan a sus padres, madres que reclaman a sus hijos, padres que creían que sus bebés habían muerto, hijas que con el tiempo se enteraron de que fueron vendidas. Los programas del corazón estaban inundados con este tipo de casos, las noticias ya no sabían qué más contar sobre monjas, médicos, curas, enfermeras, políticos, celadores y toda clase de personas implicadas; en los periódicos los anuncios por palabras resultaban hasta confusos y, al intentar recabar información por Internet, uno podía volverse loco. “El mundo ha perdido la cordura” musitó mientras ojeaba las notas de Fernando.

Poco a poco, el cansancio terminó apoderándose de su cuerpo y los párpados se le cerraban. Dio una cabezada y decidió que ya era suficiente. Reordenó los papeles en la carpeta, la dejó en la mesilla junto con los sobres, y apagó la luz.

—Un momento —dijo, entrecerrando los ojos y arrugando la nariz.

Encendió la luz, abrió la carpeta de nuevo y sacó los certificados de nacimiento.

—No te daba miedo lo que hacías, ¿verdad? —le habló a los documentos. Seguramente hasta te creías ser intocable, como un Dios. Mañana mismo iré en tu búsqueda; sólo espero que no te hayas muerto, maldito cabrón.

Dejó los certificados en su sitio y apagó otra vez la luz.

—Mira que firmar todos los documentos. Espero que no hayas sido tú quien ha mandado matarme, doctor Fabio Urrutia Pelayo.

*

Resultó difícil aflojar las malditas tuercas, el gato no estaba bien engrasado y a la rueda de repuesto le faltaba aire. El callejón estrecho que había escogido no era el lugar más idóneo para cambiar una rueda, aunque sí era lo bastante apartado e íntimo como para no llamar la atención. Cuando acabó con la faena lo recogió todo y lo tiró en el maletero. No quería dejar pistas esparcidas por toda la ciudad. Ya tenía suficiente con el desastre que había formado delante de la casa del inspector Marengue. Lo peor de todo era que ya no podía contar con el factor sorpresa; puede que sus objetivos aún intentasen comprender por qué alguien querría matarles, pero lo que sí tenía claro, era que le habían visto y sólo era cuestión de tiempo que intentasen averiguar su identidad. Una tarea imposible y peligrosa que, por otro lado, podría conducirles hasta sus clientes, y la mera hipótesis de ese detalle no le gustaba ni lo más mínimo.

Trasteó la radio y consiguió sintonizar un programa que le resultaba muy agradable, entretenido, y didáctico. Básicamente, se trataba de una tertulia emitida en directo, donde los oyentes contactaban por teléfono y hablaban de su vida sexual con la especialista, es decir, con la locutora. Ella alardeaba de sus títulos de Psicología y de su gran experiencia en el mundo del sexo, detallando sus complicaciones.

—En vez de hablar, deberías estar acostándote con alguien le contestaba a la radio Gabriel Silvas Rivero—. Le parecía ridículo, pero a la vez divertido. Una que quería que su marido le pegase una paliza en el culo, pero sin atreverse a pedírselo. Otra que su novio no tenía imaginación, otro que no se le levantaba si su mujer no le acariciaba los tobillos, otro que quería hacerlo con dos a la vez, pero que su pareja no le comprendía y decía que se sentía ofendida. Que no le parecía bien compartirle con otras mujeres. “No fastidies. Me parece que tienes menos cerebro que Rappel”, criticó a este último.

Las luces de las farolas, débiles y anaranjadas, eran silenciosos testigos de los secretos de la noche. La gente que durante el día suele ocultarse entre las sombras, aparecía casi de entre la nada, ya que ahora les resultaba más fácil circular y confundirse con los demás peatones. Mendigos enrollados en andrajosas mantas y acompañados por su inseparable amigo “Don Simón”, el único que nunca les abandonaba y que podían disfrutar de su compañía por muy poco dinero. Travestidos que no era fácil saber si se trataban de mujeres machorras, o si eran machos afeminados. De vez en cuando, aparecía alguna persona aparentemente “decente”, con pintas de monaguillo reprimido y cara de pánfilo, que de pronto levantaba el cuello de la chaqueta para camuflarse, encogía la cabeza para desaparecer y se metía en un tugurio de porno barato o de strippers de silicona.

Gabriel Silvas Rivero tomó un atajo y condujo hasta llegar a un rincón apartado de la Casa de Campo, el parque más grande de Madrid. Bajó del coche, abrió la tapa del depósito de combustible, usó un trozo de tela de su camisa como mecha, lo empapó bien de gasolina y, después de encenderse un cigarrillo, le prendió fuego.

—Hola guapetón, ¿quieres pasar un rato agradable? —preguntó una rubia despampanante.

Él siguió caminando, alejándose del coche, y le dio una buena calada al cigarrillo. Exhaló el humo reconfortado y le dijo a la rubia:

—Sabes guapa, te aconsejo que lo dejes por hoy y te vayas a tu casa. Tengo la intuición de que sucederán cosas malas y pareces demasiado guapa para echarte a perder.

—No sabes lo que te pierdes. Anda, fíjate en mí, soy muy limpia y no te cobraré caro. No ves que la crisis nos ha afectado hasta a nosotras.

La cogió del brazo y continuó fumando sin dejar de alejarse.

—Si me acompañas hasta la salida de este inmenso burdel, te daré cincuenta euros.

—Por ese dinero, te puedo hacer mucho más —dijo la rubia entre risas.

—Tú no pares de caminar y, cuando salgamos de aquí, ya veremos lo que pasa.

La rubia le miró de arriba abajo y se bajó la minifalda que, con cada paso que daba, ascendía lentamente acercándose a su sexo.

—Pareces un buen tipo; distante, pero buen tipo.

La miró de reojo, sin ser capaz de disimular una sonrisa. Hacía mucho tiempo que alguien no le llamaba buena persona. Para ser más exactos, nadie jamás le había llamado tal cosa; ni siquiera sus padres.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, observándola con curiosidad.

—Mónica, ¿y tú?

—Gabriel.

—¿Como el arcángel? —dijo la prostituta con entusiasmo.

—Exacto.

Una explosión asustó a Mónica que, instintivamente, agarró a Gabriel y se protegió detrás de él.

—¡Madre mía! —exclamó temblando y atemorizada—. Tu coche está ardiendo.

—No te preocupes por eso.

Le acarició la cabeza y la ayudó a regresar a su lado.

—Sigue conmigo y no te pares —instó con voz impasible y firme.

—¿Y qué pasa con tu coche?

—No es mi coche.

Ella le miró a los ojos.

—¿Ya no piensas que soy una buena persona?

—Creo que conmigo puedes llegar a serlo, por lo menos esta noche.

La respuesta le sorprendió. Se le escapó una carcajada y continuó caminando como si nada, no sin antes acariciarle de nuevo el pelo.

—¿Sabes qué? Creo que aceptaré tu invitación.