XXI – BAJO EL SUELO

 

El sol acababa de alcanzar la hora vaga, bajando con su cósmica parsimonia para esconderse tras las montañas que, como dueños y señores de la tierra, ocupaban el interminable horizonte. El frescor de la noche se acentuaba con el paso del tiempo, aunque la piel de los dos compañeros se había insensibilizado a causa de la curiosidad. No sentían sus propios cuerpos. Al verse tan cerca de alguien con respuestas que ofrecerles, sus mentes divagaban entre hipótesis imposibles de demostrar y macabros detalles difíciles de digerir. Ni el hambre, ni el dolor de cuello, ni la falta de aseo les preocupaba demasiado.

—¿Será ese? —preguntó Andrés.

—Noooooo. Deja de preguntarme lo mismo cada vez que alguien abre la puerta para salir del edificio.

—Lo siento, es que estoy deseando acercarme…

—De eso, nada —replicó Juan con seriedad—, le seguiremos de lejos, sin perderlo de vista. Quiero interrogarle en un lugar más… íntimo, por así decirlo.

—¿Piensas pegarle?

—Tanto como pegarle, no; aunque si tengo que agitarle los huesos un rato no me lo voy a pensar dos veces.

—No comprendo cómo alguien podría vivir con una carga tan pesada. Formar parte de un grupo o una organización que se dedica a raptar a bebés, asesinar a madres, traficar con vidas o Dios sabe qué más, a mí me robaría el sueño.

—Deja de parlotear, que ahí va nuestro hombre —dijo Juan, señalando al decano a la vez que se apartaba para ocultarse.

Tenía aspecto desaliñado, como si hubiese estado discutiendo durante todo ese tiempo. La camisa mal puesta, los pantalones torcidos, el pelo revuelto, la barba enredada. No parecía la misma persona de antes. Con el paso acelerado y la mirada perdida en el suelo, bordeó el edificio hasta perderse por un camino que daba a la parte trasera.

—Rápido —indicó Juan—, no le perdamos el rastro.

Esprintaron hasta la esquina y se apoyaron sobre la pared, jadeando.

—¿Le ves? —preguntó Andrés.

—Sí, está abriendo la puerta metálica de un cuarto de electricidad o algo parecido.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque es unas de esas estructuras de cuatro por cuatro que, o sirve de almacén o de zona de trabajo.

—¿Qué habrá escondido ahí?

—Pronto lo averiguaremos.

Cuando el decano cerró la puerta, los dos corrieron hasta situarse uno a cada lado. Con el dedo en la boca, indicando silencio, Juan arrimó la oreja con la intención de escuchar qué ocurría en el interior. Un ruido lejano se perdía entre las paredes. Daba la impresión de que el decano estaba dando golpes con un tubo a un baúl vacío. “¡Qué extraño!”, pensó Juan. Andrés le interrogaba con la mirada, sin obtener respuesta, ansioso por saber qué estaba pasando. La confusa expresión del inspector le intrigaba, incitándole a imaginarse escenarios cada vez más imposibles. Un archivador repleto de pruebas incriminatorias, unos vídeos donde aparecen los culpables, una caja llena de trofeos, como joyas o prendas, un altar de sacrificios, una habitación donde torturar a sus víctimas… cualquier suposición valía.

—Ahora no oigo nada.

Andrés acercó la oreja:

—Es como si no hubiese nadie ahí dentro.

—Ha llegado el momento de entrar —dijo Juan, antes de girar el manillar.

La puerta no se abría.

—El muy cabrón ha cerrado con llave.

—No importa, forzaremos la cerradura.

—¿Sabes hacerlo? —preguntó Andrés, sorprendido.

—Siempre es bueno saber cómo se hacen las cosas. Hasta las indecentes.

—Tengo la sensación de que cuando pasas mucho tiempo con delincuentes al final algo se te pega.

Juan sacó de su cartera dos ganzúas y empezó a trastear la cerradura.

—Date prisa —susurró Andrés.

—A ver si vas aprendiendo a cerrar la boca cuando otro intenta concentrarse, a menos que tú quieras abrir la puerta.

—Yo no sé cómo hacerlo.

—Entonces, cállate y aprende.

Cuando por fin lo consiguió, una sonrisa rozó la comisura de sus labios.

—Con cuidado —dijo Juan.

A la derecha, una enorme pila de cajas de cartón se amontonaba hasta el techo; mientras, a la izquierda, una estantería de madera albergaba incontables botecitos llenos de tornillos, clavos, arandelas, alcayatas y un montón de herramientas de uso diverso. En el centro, una escalera metálica, parecida a la de los barcos, descendía hacia un corredor por donde pasaban varias tuberías de considerable grosor.

—Seguro que son los conductos de agua, gas, electricidad y los desagües —supuso Juan—. Veamos hacia dónde nos llevan.

El lugar estaba cuidado. A primera vista, no se distinguía algo sospechoso o fuera de lugar. Las tuberías, pintadas de rojo, verde, amarillo y azul, parecían nuevas, como si el responsable de mantenimiento dedicase largas jornadas de trabajo y no tuviera otra cosa que hacer. Las paredes también estaban en excelente estado. Los dos hombres caminaron en línea recta, lo más sigilosamente posible, con la intención de sorprender al decano con una prueba en la mano y así poder sonsacarle las respuestas que buscaban. En el techo, atornillada cada cuatro metros, una línea de fluorescentes daba la impresión de perderse en un túnel sin fin.

—Fíjate en esto, a partir de este punto alguien ha anulado las luces —observó Juan.

—Creo haber visto una linterna junto a las herramientas, voy a por ella.

—Buena idea, te esperaré aquí.

Juan aprovechó para examinar mejor el lugar. En este punto, las paredes no estaban conservadas igual de bien; la humedad lagrimaba sobre su superficie, creando manchas negras que se alargaban hasta el suelo y las tuberías seguían en buen estado, sin duda cuidadas por el mismo hombre, aunque a estas alturas no tenían el mismo aspecto que al principio. El óxido rodeaba los soportes, que se hundían en la pared, y la pintura estaba desconchada.

—No vienes mucho por aquí, ¿verdad? —susurró el inspector.

Pasó el dedo por una grieta, que le llamó la atención, y comprobó que el cemento se deshacía con muy poca presión.

—O puede que no seas el mismo encargado de mantenimiento. Es otro quien viene por aquí… pero, ¿por qué? —dijo, quedándose pensativo.

—Traigo la linterna —le interrumpió Andrés.

—Yo iré delante.

Para evitar preocupar a su joven compañero, no desenfundó la pistola, aunque sí mantuvo la mano cerca de la funda. La luz de la linterna no iluminaba demasiado, sólo desvelaba trazos de aquel lugar que cada vez tenía más aspecto de haber sido abandonado. Unas pintadas extrañas les llamaron la atención. Muy similares a las chapuzas de un grafitero novato, las líneas rojas se cruzaban con otras amarillas creando una forma difícil de definir; se mezclaban de manera aleatoria, aunque un detalle llamó la atención del inspector.

—Sujeta la linterna —le dijo a Andrés, alargando el brazo—, creo que he visto algo.

Rebuscó en su cartera, encontró una vieja tarjeta de crédito y empezó a rascar la pintura de la pared.

—¡No puede ser! —exclamó dando un paso hacia atrás.

Siguió retirando la vieja capa de pintura, sin evitar dañar la pared, aunque eso poco le importaba. El grafiti desaparecía, dejando lugar a un letrero de caligrafía sobria, donde de momento se distinguían las letras “LAN” de un considerable tamaño.

—Busca algo para ayudarme —le dijo a Andrés.

El polvo caía al suelo con celeridad, dejando al descubierto las letras “P” y “T”.

—¡Bingo! —dijo Juan, manteniendo la calma.

Antes de desenfundar su arma, miró a su joven compañero, indicándole que a partir de ahí debería mantenerse detrás de él.

—Vamos por el buen camino, lo que implica que debemos ir con precaución.

—Estoy de acuerdo —asintió Andrés, sin apartar la vista de la pared.

 

“PLANTA 14”

 

Continuaron la búsqueda del decano, pero ahora sabían que se trataba de uno de los culpables y, por ello, debían tener mucho cuidado. Medían cada paso que daban, se detenían cada vez que algo les hacía dudar, examinaban toda rareza aunque no lo fuera y calculaban las probabilidades de ser atacados. La humedad resultaba tan espesa que se les pegaba en la garganta, a la vez que convertía el simple hecho de respirar en una detestable necesidad. Entre los nervios y los malos olores, las tripas daban vueltas, revolviéndose de asco, aumentando la sensación de malestar.

—¿Ves lo mismo que yo? —preguntó Andrés, iluminando el fondo del pasillo.

Con las tuberías desapareciendo en el interior de una pared, los dos hombres se rascaban la cabeza, confundidos, intentando recordar algún detalle que se les hubiera escapado; indicándoles una puerta tapiada, la existencia de otro pasillo, un boquete en el techo u otra escalerilla hacia un segundo sótano.

—¿Dónde nos hemos equivocado?

El inspector golpeó la pared.

—El decano de las narices no habrá desaparecido por arte de magia. Seguro que algo se nos ha escapado. A lo mejor, hay una puerta oculta en el lugar donde encontramos las pintadas —continuó cabreado.

—No recuerdo haber visto algo relevante.

—Yo tampoco, pero debemos empezar por alguna parte.

—Maldita sea —blasfemó Andrés.

—Venga, no podemos perder más tiempo.

Juan dio media vuelta.

—¡Espera! —exclamó Andrés con cara de sorprendido—. Mira lo que he encontrado.

Alargó el brazo, apoyado sobre la pared, y lo extendió hasta que desapareció en la nada.

—¿Cómo has hecho eso?

—Sólo es una ilusión óptica —dijo Andrés, sonriendo—. En realidad, es muy sencillo, acércate y lo comprobarás.

—Vaya, vaya… un estrecho pasillo oculto.

—Necesitas acercarte mucho para darte cuenta. Es ingenioso, ¿verdad? —comentó Andrés, mientras se apretujaba para pasar al otro lado.

El inspector metió la cabeza por la abertura.

—¿Ves algo?

—Sí, estoy seguro de que el decano ha pasado por aquí.

Metió barriga, resopló para soltar el aire y cruzó.

—Menos mal que llevo unos días sin hincharme a comer —bromeó, sacudiéndose el polvo de la ropa.

Cuando levantó la mirada, no era capaz de creerse lo que veía. Acababa de entrar en una sala de control literalmente cortada por la mitad. Por un lado, se distinguía un armero hecho pedazos, un escritorio con un flexo en la parte izquierda, cuatro literas donde antaño descansaban los guardias, una especie de calabozo improvisado, aunque de gruesos barrotes, y una ventanilla para el control visual. Por el otro lado, la pared se alzaba impenetrable, pero con un boquete hecho a mazazos en la parte inferior. Justo en el centro.

—Me recuerda un poco lo que vimos en la vieja película —comentó Andrés, pasando la linterna por todas partes.

—Es muy similar —concordó Juan—. Si no fuera porque el techo es más bajo, no sería capaz de distinguirlas.

—Veamos qué hay detrás de la pared.

El joven periodista se agachó, metiéndose de lleno en el boquete.

—¡Tienes que ver esto! —le dijo a Juan sacando la cabeza.