XIII – PERDIDO

 

No hacía demasiado frío, es más, para estar en pleno invierno podría decirse que se trataba de un día caluroso. El cielo azul, pincelado con nubes esponjosas y blancas, no sospechaba de lo ajetreado que resultaría el día, y tampoco le importaba. Los sevillanos hacía un par de horas que habían comenzado con sus actividades diarias; algunos llevaban trabajando desde las ocho, otros estaban terminando sus desayunos para entrar a las diez, muchos disfrutaban de charlas con un café en la mano, mientras unos pocos batallaban por precios imposibles para conseguir el máximo beneficio para sus negocios.

Los dos compañeros no pudieron evitar levantarse muy temprano, demasiado, pero no querían que el doctor Gardóñez se encontrase con ellos a primera hora de la mañana. Preferían dejarle que se acoplara a su habitual rutina, para así sentirse cómodo antes de abordarle con relativa suavidad.

—Son casi las diez, ¿entramos? —preguntó Andrés.

—Esperemos unos cuantos minutos más.

—¿Qué cambiará si entramos ahora?

Juan, disgustado, se revolvió en el asiento del coche y le miró fijamente.

—Deja de incordiarme, no has dejado de hablar durante toda la mañana.

—Tampoco hace falta que te enfades.

—Mira, la verdad es que aún no tengo claro cómo vamos a acercarnos, qué preguntas haremos o cómo vamos a tratarle. Estoy seguro de que el doctor está inmerso en algo muy gordo. Estoy convencido de que, a la larga, seré capaz de vincularle con muchas desapariciones, aunque eso no significa que de la nada consiga montar un caso lo suficientemente sólido como para poder arrestarle y mandarle a la cárcel.

—¿Crees que confesará? —dijo Andrés, con cierta ironía.

—No te hagas el gracioso.

—¿Entonces?

—Si hablamos con él cuando se siente seguro, puede que al hacerle las preguntas adecuadas reaccione de la manera inadecuada. Al menos, así sabré hasta dónde puedo llegar.

Juan se dio la vuelta y se detuvo para fijarse en el cuentakilómetros. No le interesaba lo que marcaba, sólo necesitaba distraerse. Ojeó la aguja del indicador de combustible, acarició el volante con las dos manos y movió el espejo. Las preguntas adecuadas, aquellas que le conducirían hacia las respuestas que él buscaba, se le escapaban.

—Es un fastidio cuando la inspiración no llega —comentó Andrés.

—No eres capaz de mantenerte callado durante mucho tiempo, ¿verdad? Anda, vamos a visitar al doctor, ya se me ocurrirá algo por el camino.

En la recepción del hospital cuatro enfermeras tecleaban sin parar en sus respectivos ordenadores. Los pacientes, visitantes, médicos, celadores y el resto de personal marchaban de un lado a otro, sin ningún sentido aparente. Los dos hombres, con los rostros serios para ocultar la incertidumbre que les corroía por dentro, se acercaron y, después de hacerse los despistados, decidieron apoyarse sobre el mostrador. Dos de las cuatro enfermeras ni se inmutaron, la que estaba situada a su derecha minimizó el juego de cartas de su pantalla para disimular, y la que se encontraba frente a ellos levantó la mirada esbozando una bonita sonrisa:

—¿En qué puedo ayudarles?

El inspector mostró su placa y se inclinó para hablar más de cerca con la enfermera.

—Mi nombre es Juan Marengue, inspector de policía. Busco al doctor Gardóñez.

—¿Por qué le busca? —preguntó de manera descarada la enfermera.

—¡Perdón!

Al darse cuenta de lo inoportuna e indiscreta que fue su pregunta, la enfermera cambió el tono de la voz.

—Yo no quería… —se quedó sin palabras.

—Limítese a indicarme dónde puedo encontrar al doctor Gardóñez. Si más tarde él lo considera oportuno, seguro que le contará el motivo de mi visita.

La mujer encogió los hombros y contestó:

—Ahora mismo, se encuentra en la sala de conferencias. Está dando una charla sobre cómo tratar los problemas neuronales que…

—Sólo necesitaba saber dónde encontrarle, nada más —la interrumpió.

Sin despedirse, aunque sin darle mayor importancia a lo sucedido, Juan hizo una mueca a Andrés para que le siguiera y se dirigió hacia la sala de conferencias. Abrió la puerta lo menos posible y se deslizó dentro de la sala donde la voz del profesor mantenía a su público en silencio, pendiente de cada frase que pronunciaba. “Seguro que es un genio, pero también puede ser un monstruo camuflado”, pensó Juan. Andrés entró tras él y cerró con suavidad, para no hacer ningún otro ruido. El hemiciclo estaba lleno, las butacas las ocupaban tanto médicos como alumnos y en la enorme pantalla blanca que cubría prácticamente toda la pared de fondo las imágenes de cortes cerebrales, fórmulas matemáticas y cadenas químicas atraían las miradas.

—Vaya con el doctor —susurró Andrés.

—No hables —masculló Juan.  

Gardóñez, con voz grave y apacible, explicaba sus experimentos. Recientemente, había descubierto que cuando uno duerme su espina dorsal genera una sustancia que tiende a concentrarse en la parte inferior del cráneo, justo en la cavidad donde los nervios se unen con el cerebro. Dicha sustancia debía extraerse con mucho cuidado porque podría causar daños irreversibles a quien fuese sometido a tal operación. Pero, una vez sustraída y procesada, su función sería la de aliviar los síntomas del Alzhéimer e incluso curarlo. Y no sólo eso, también podría utilizarse como tratamiento para otras enfermedades neurológicas o cerebrales. Tal y como explicaba el médico, se trataba de una cura milagrosa creada por nuestro propio organismo, aunque por desgracia nuestro cuerpo aún no era capaz de administrárselo por sí solo, ya que únicamente lo creaba.

—Mi madre siempre lo decía: La solución de la mayoría de los problemas suele estar delante de nuestras narices —susurró Andrés, sin evitar reírse.

—¿De verdad, no sabes estar callado?

Alguno de los oyentes más cercanos se dieron la vuelta, desaprobando con gestos agrios impresos en sus semblante la susurrante charla entre los dos hombres; por suerte, Gardóñez estaba lo bastante lejos para no escucharles, así que no llegó a percatarse de su presencia. Parecía estar sumergido en un fondo de conocimiento absoluto donde nada ni nadie era capaz de perturbarle. Sus palabras salían de su boca con cierto retintín, muestra inequívoca de creerse superior al resto de los mortales. Su gestos, lentos y precisos, delataban su meticulosa preparación en el campo de la diplomacia y las charlas. Sus palabras, concienzudamente escogidas, embargaban a los presentes mientras les hacía sentir una falsa tranquilidad. “¿Cómo habrá conseguido esa información?”, se preguntó Juan. “¿Experimentando con los niños robados o con las mujeres asesinadas?”.

Al pronunciar el final de la presentación y dar las gracias por escucharle, el público se levantó en señal de profundo respeto, aplaudiendo como si hubieran presenciado una obra de teatro dirigida por el mismísimo William Shakespeare. El doctor recogió sus papeles y su portátil, los metió en un maletín negro y, levantando la mano a modo de despido, abandonó la sala por una puerta situada en la esquina izquierda.

—Apresúrate —dijo Juan—. Ahora que se siente importante e invencible, es el mejor momento para abordarle.

Se apartaron de sus asientos, pero no evitaron toparse con el resto de los oyentes que se dirigían en tropel hacia la salida de la sala, situada justo en el lado contrario hacia donde los dos querían ir.

—Perdón… abran paso… asunto policial…

Después de varios empujones, algún que otro tirón y muchas disculpas, por fin consiguieron llegar hasta la puerta. Salieron a un enorme pasillo, aunque casi desértico, donde sólo una limpiadora barría con cierta parsimonia los ya brillantes azulejos. Por desgracia, Gardóñez no aparecía por ninguna parte.

—Ahora tendremos que ir de vuelta a la recepción para que nos indiquen dónde encontrar su despacho —comentó Andrés, decepcionado.

Juan caminó hacia unos ascensores situados a unos pocos metros de allí y miró la pantalla.

—Creo que no va a ser necesario, acaba de detenerse en la quinta planta.

Pasados unos treinta segundos, bajaron del ascensor y miraron hacia ambas direcciones. El pasillo de la planta era más estrecho que el de la anterior, seguramente para aprovechar la superficie; de esa forma los ingenieros crearon despachos más espaciosos. Las paredes estaban desnudas, nada de posters con celadores al lado de enfermeras parecidas a modelos, indicando “silencio” con el dedo índice cruzando la boca o de señales con “prohibido fumar”. También estaban exentas de pintadas de críos o desperfectos causados por el paso de camillas y descuidos de los visitantes; todo parecía blanco e impoluto. Los fluorescentes del techo recorrían el pasillo, de lado a lado, como si de una línea futurista se tratase. Y, a pesar del aparente vacío, en algunos despachos se escuchaban conversaciones e incluso una radio que sintonizaba canciones de los años ochenta.

—¿Y ahora qué? —preguntó Andrés.

—Muy sencillo —contestó Juan.

Se acercó a la puerta más cercana a él, miró el nombre de su dueño, que estaba escrito en un cartelito negro, y arrimó la oreja.

—Ni es su despacho ni oigo nada.

Dio unos pasos para acercarse a la siguiente puerta, repitió la misma operación y dijo:

—Éste no es su despacho, pero dentro hay gente conversando.

Tocó la puerta y, antes de que recibiera cualquier contestación, la abrió.

—Buenos días —dijo con amabilidad, pero con semblante serio—. ¿El despacho del doctor Gardóñez?

—Hacia su izquierda, dos… no, tres puertas, contando desde la mía —contestó un médico algo sorprendido.

—Gracias y perdonen la interrupción.

Enseguida se detuvieron frente al despacho. Juan tocó la puerta y, de nuevo, entró sin esperar respuesta.

—Buenos días —dijo mostrando su placa—. Mi nombre es Juan Marengue, soy inspector de policía. Me gustaría hacerle unas preguntas en presencia de mi compañero, si no le importa.

—André Ferríl Casas —se presentó el joven periodista, imitando la sobriedad de Juan.

La evidente alegría, que hacía unos instantes era reflejada en el rostro del doctor de repente, desapareció. En su lugar, una mueca de disgusto, unida a una sombra de incertidumbre, nublaron sus ojos y endurecieron sus mejillas.

—¿En qué puedo ayudarles?

El inspector se acercó a un sillón.

—¿Podemos sentarnos?

—Por supuesto —contestó el doctor, luciendo una falsa sonrisa—. Disculpad por no haberles invitado a hacerlo.

—Veo que no compagina su vida personal con la profesional. No tiene ni una sola foto de familiares o amigos.

El doctor, inclinándose hacia delante, apoyó sus brazos sobre su mesa y les preguntó:

—¿Eso es lo que han venido a averiguar? ¿No lo comprendo?

—Sólo se trataba de una observación. Nada más —comentó Juan—. Estoy seguro de que alguien como usted no dispone de demasiado tiempo como para tener una vida privada. ¿Me equivoco?

—No entiendo a qué viene todo esto —dijo el doctor sin ocultar su disgusto.

—Pronto lo comprenderá doctor, no sea impaciente. Personalmente creo que sería un crimen que una persona como usted pudiera formar una familia. ¿Qué clase de valores les inculcaría a sus hijos?

—¿Qué le parece el respeto o el sentido común? —dijo el doctor, mostrándose cada vez más molesto.

—¿Y a usted qué le parece el asesinato o la tortura? —continuó el inspector, sacando la carpeta de un maletín que llevaba Andrés.

De pronto, el enfado desapareció. Sus pupilas se dilataron y su piel palideció.

—¿Sabe usted lo que tengo aquí? —preguntó Juan.

El doctor no le quitaba ojo a la carpeta, aun así, negaba con la cabeza.

—Conteste a la pregunta, doctor.

—No, no sé nada de esa carpeta.

—Yo sólo le he preguntado por su contenido, no acerca de la carpeta en sí.

—Pues, entonces, no sé nada del contenido de esa carpeta —rectificó, tapándose la boca con la mano.

El hombre, de más de sesenta años, estiró el cuello y se echó hacia atrás. Intentaba permanecer sereno, mostrándose impasible; pero una gota de sudor se deslizó por su frente, delatando su camuflado nerviosismo. Era incapaz de apartar la vista de la carpeta.

—¿Ha visto lo curiosa que es la vida? —continuó Juan—. Hace tan solo unos minutos usted era el centro de atención de muchas personas, supongo que importantes. Le aplaudieron, tratándole como a un salvador que ha llegado desde el cielo para redimir a la humanidad, o al menos a aquellos que sufren ciertas enfermedades. Y, ahora, de manera impensable, un desconocido aparece en su despacho con una carpeta en su poder, atreviéndose a tildarle de torturador y asesino. ¿Pero sabe lo que más me ha extrañado? El hecho de que se haya preocupado más en negar lo que tengo en mis manos que el simple hecho de horrorizarse o tal vez enfadarse por haberle llamado tales cosas.

El doctor carraspeó.

—No es necesario inventar excusas; al menos, alguien de su inteligencia —dijo Juan—. Usted sabe muy bien qué es lo que hay en esta carpeta, como también conoce el daño que le va a causar. Lo que no comprendo, maldito hijo de perra, es ¿cómo has podido vivir tranquilo después de lo que has hecho?

Ahora, el doctor, que aparentaba estar más relajado, miró a Juan fijamente a los ojos.

—¿Es que no lo comprende? Para avanzar, hay que realizar sacrificios. Dejamos nuestras vidas a un lado, nuestros principios, nuestra alma, para volcarnos en la búsqueda de medios para que la humanidad perdure.

—Entonces robaban a los niños para hacer experimentos con ellos.

—¡No! ¿Cómo se le ha podido ocurrir tal cosa?

—¡Por las fotos! —gritó Juan—. Por estas fotos.

Y las tiró delante de él, golpeando la mesa a la vez que las señalaba.

—¿Qué es esto? —preguntó intrigado el doctor.

—¿No lo sabe? Su firma está en todos los documentos relacionados con estas muertes.

—Pero, pero… yo firmo muchos documentos y en aquella época… ¡Dios santo!

—Pues dígame, qué es lo que hacían con todas estas mujeres y sus hijos.

El doctor andaba perdido en sus pensamientos.

—Yo, yo… —balbuceaba—. Queríamos una vida mejor… los niños no… las familias… queríamos que crecieran sanos y a salvo… continuar.

En ese momento, un hombre con bata blanca abrió la puerta y entró de improviso. Andrés fue el primero en girarse. Enseguida, se percató de algo extraño. No había saludado y tampoco intentó hablar, sólo permaneció con la mano en el pomo mientras analizaba la situación. Entonces, Juan se dio la vuelta. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos y el silencio tensó los nervios. El doctor Gardóñez seguía intentando encontrar palabras para expresar sus pensamientos, Andrés se levantó, Juan ladeó la cabeza y el hombre de la bata blanca clavó su mirada en la carpeta que ahora estaba abierta encima de la mesa.

—¡La carpeta! ¡Están aquí! —exclamó el hombre de la bata blanca.