X – TRES MOMENTOS

 

Todo parecía estar tranquilo. Los dos permanecieron en el Land Rover a cierta distancia del piso, observando los movimientos de la gente que paseaba junto a los coches aparcados por los alrededores. Se trataría de una descomunal locura intentar matarles a plena luz del sol, pero no podían bajar la guardia. Pasado un tiempo prudencial, arrancaron y dieron dos vueltas a la manzana para asegurarse que no ocurría nada extraño.

—¿Y si nos esperan en el piso? —preguntó Andrés.

—Lo dudo mucho, pero si así fuera te recuerdo que yo también voy armado.

—Yo, no.

—¿Sabes disparar?

—No, nunca he sujetado un arma.

—¿Y has visto en las películas cómo hacerlo?

—Claro que sí —contestó, mostrándose seguro.

—Pues es exactamente lo mismo; con la única diferencia de que no es ficción.

Se agachó para abrir un cajón que había bajo su asiento, sacó un par de libretas, un trapo sucio, dos cables enredados que parecían viejos cargadores de móvil, y una caja de metal con cerradura de combinación. La abrió y sacó una pistola. Era de pequeño calibre, ocho milímetros, y no pesaba demasiado.

—Aquí tienes, puede que te parezca un juguete, pero te aseguro que no lo es. ¿Ves este botoncito de aquí?, es el seguro. Lo quitas, apuntas y disparas.

—De acuerdo —dijo Andrés, aparentando estar seguro de lo que hacía.

Guardó el arma en la cintura y cargó con el cajón del archivador.

—Te has fijado en la ventana de tu piso.

Juan miró hacia arriba.

—Me ha parecido ver una sombra —añadió Andrés.

—Quédate aquí, yo iré a…

 

¡¡¡Fffsssssssssbbaaaaaammmm!!!

 

Una explosión reventó las ventanas. Sus pedazos volaron por los aires, las llamas resoplaban hacia el exterior. Buscando oxígeno para consumir, algunos peatones se tiraron al suelo y otros corrieron en dirección contraria para alejarse. Un infierno acababa de desatarse en el piso de Juan. Agarró al joven periodista por el brazo y le acercó hacia él.

—¿Te ha herido algún fragmento? ¿Estás bien?

—Me parece que sí.

Las cortinas, convertidas en una lluvia de fuego, caían sobre la acera, las plantas, los coches y las motos aparcadas. Las escasas posesiones de Juan, lo poco que tenía tras una vida de duro trabajo sumada a muchos sacrificios, se había convertido en cenizas.

—De acuerdo, ahora deja el cajón de nuevo en el coche y sube —dijo Juan con el rostro pálido—. Ningún sitio de los que frecuentamos habitualmente es seguro —se atrevió a asegurar—. Ni casas de familiares, ni casas de amigos, ni los baretos de siempre.

Al sentarse, Andrés notó el roce de la pistola haciéndole sentirse incómodo.

—Con este son dos los intentos de matarnos.

—Y en menos de veinticuatro horas —añadió Juan—. No sé en qué nos hemos metido exactamente, ni tampoco sé a dónde nos llevará el contenido de esa carpeta. Sólo sé que es mucho más serio de lo que podamos imaginarnos.

Arrancaron el coche y se marcharon. Durante varias horas estuvieron deambulando por las calles de Madrid sin rumbo alguno, meditando sobre lo que les estaba pasando y en cómo debían actuar. Incluso Juan, que tenía mucha experiencia como policía, no era capaz de encajar las piezas en su cabeza con el fin de ofrecer una explicación lógica. Últimamente, los medios de comunicación habían conmocionado a la población sacando a la luz infinidad de casos de secuestros y venta de bebés; incluso señalaban a muchos como culpables. Médicos, enfermeros, monjas, curas, administrativos, había mucha gente implicada e incontables instituciones se colocaron en el punto de mira de investigadores, periodistas y de la población en general. Pero no hubo intentos de asesinato, sólo de encubrimiento. Pretender tergiversar la verdad no era lo mismo que matar. “¿En qué te habías metido viejo loco?”, pensó Juan, recordando a su amigo Fernando. “¿Qué clase de jaleo es éste?”

—A ver —dijo Juan rompiendo el silencio—, debemos buscar un lugar seguro donde estudiar la carpeta con detenimiento y averiguar qué es lo que hay en ese cajón.

—Ahora mismo, no se me ocurre ningún sitio —comentó Andrés, rascándose la cabeza.

—De momento, lo más sensato será reunirnos con el comisario para informarle. No quiero que se preocupe por nosotros y tampoco deseo que actuemos sin que alguien conozca nuestros movimientos.

*

La voz de Gabriel Silvas Rivero fluía a través de los aparatos de distorsión, protegiendo su verdadera identidad. Cuando se enteró de lo sucedido en la casa del inspector, no logró contener su enfado. Estaba furioso. Sus ojos se ennegrecieron y le resultó muy difícil calmarse antes de ponerse en contacto con sus clientes.

—Creí que teníamos un acuerdo.

—Así es —afirmó su interlocutor—. Aunque, como tú muy bien sabes, ha habido una serie de complicaciones que nos han obligado a contratar a más… hmmm, cómo decirlo, solucionadores.

—¿Cómo, con una bomba? —replicó Gabriel Silvas Rivero.

—Se extralimitaron.

—O puede que se trate de unos chapuceros. Sabéis que yo trabajo solo.

—Nosotros seguimos respetando sus condiciones, es más, le pagaremos un plus por las molestias, pero debe entender que es un asunto muy delicado. Cuando recibimos la llamada del doctor Urrutia nos pusimos un tanto nerviosos y decidimos poner en marcha un plan B; no pretendemos ofenderle, ni mucho menos, conocemos muy bien su trayectoria profesional.

—Si se vuelven a entrometer, nuestro contrato quedará extinguido, ¿ha quedado claro?

—No veo necesario llegar hasta esos extremos.

—La explosión ha alertado a los objetivos mucho más que mi descuido de ayer noche. Ahora sí que estarán seguros de que alguien va a por ellos y se aseguraran de protegerse, o peor aún, de desaparecer, en cuyo caso no será nada fácil dar con ellos.

—¿Cómo sabe que no han muerto en la explosión? Si acaba de producirse.

—El inspector Marengue acaba de llamar a su amigo el comisario, avisándole de lo sucedido. Por lo visto, aún no saben dónde van a ir o cómo van a actuar. Lo que significa que yo tampoco sé qué hacer para matarlos.

—Nada es imposible para usted.

—Yo no he dicho imposible, sino que será difícil que no será nada fácil.

—Lamento haber forzado la situación.

—Créame, lo sentirá mucho más si vuelve a entrometerse.

Gabriel Silvas Rivero colgó y se sujetó la cabeza para contener sus nervios.

—Malditos imbéciles… aficionados murmuró entre dientes—. Levantó la tapa de su portátil y accedió a la red de antenas de emisión de datos, introdujo una contraseña e incontables luces parpadeantes aparecieron sobre un difuminado mapa de España. Tecleó unos códigos y añadió unas directrices. De pronto, el noventa por ciento de las luces se apagaron, tecleó unas coordenadas de búsqueda y otras pocas luces también dejaron de parpadear. “Ahora sólo tengo que esperar”, pensó. Entró en la cocina y se preparó un café instantáneo. “Qué asco de café”, se dijo a sí mismo. Le echó dos cucharadas de azúcar para endulzarlo y permaneció de pie frente al monitor.

—“Tarde o temprano llamarás a alguien y entonces allí estaré yo para terminar con este asunto”, murmuró.

*

Muy lejos de Madrid…

Un chico, que aún no había cumplido los diecisiete años, movía la mano con nerviosismo. Las fotos que decoraban su despacho, de principios del siglo XX, parecían sacadas del baúl de los recuerdos de su abuelo. Él las miraba con ojos de añoranza y emoción. Ninguno de los cuatro hombres que estaban presentes era capaz de comprender cómo un joven de su edad había conseguido tanto poder o porqué le interesaban tanto esas viejas fotografías, aunque ninguno se atrevía a preguntar y tampoco les importaba demasiado. Un banquero, un general, el ministro de Sanidad y una científica, que nadie sabía ni quién era, ni de dónde venía, ni para quién trabajaba.

—Señores, muchas gracias por aceptar mi invitación. Nuestro grupo…

—Disculpe la interrupción…

—Sampedro, Víctor Sampedro.

—Por supuesto, señor Sampedro. Le pido excusas mi indiscreción, es que creo que no entiendo la broma.

La tensión empezó a palparse en el ambiente.

—¿A qué se refiere?

—A que usted sólo se encuentra aquí para darnos la bienvenida, mientras su padre o su abuelo están a punto de llegar, ¿cierto?

Los otros movieron la cabeza.

—La familia Sampedro goza de mucho poder y riquezas, y no podíamos rechazar la invitación. Sin embargo, no disponemos de mucho tiempo, así que nos gustaría conocer los asuntos a tratar en esta reunión —continuó el banquero.

—Yo os he invitado —afirmó el joven con desdén.

—Jejeje. Sigo sin entender la broma —dijo el banquero, en un intento por calmar los ánimos.

—Señor Giráldez, lleva administrado las cuentas de mi familia desde hace muchos años y no le permito que me hable así.

—Discúlpeme señor, jejejeje, pero si su padre estuviera por aquí, seguramente le daría un cachete.

El chico sacó una Luger de 22 milímetros y con un sólo tiro acertó en la cabeza del banquero, borrando su sonrisa de la boca. El disparo era tan limpio que la sangre no salpicó a nadie, únicamente se limitó a deslizarse lentamente por el orificio de la nuca hasta la nariz, y de ahí hasta la boca. El cuerpo sin vida del banquero cayó como un tronco sobre la alfombra persa. Ante tal visión, el resto de invitados se levantaron sobrecogidos y sorprendidos por la reacción de su anfitrión.

—¿Alguien más duda de quién soy o de lo que puedo hacer?

—¿Nadie? Muy bien, continuemos pues.

El general decidió sentarse para recuperarse de la sorpresa.

—Señor Sampedro.

—Sí, general.

—Con todo el respeto, señor, ¿sabe quiénes somos?

—Por supuesto que sí, general; por eso, os he invitado.

—¿Y cree que su actuación ha sido la correcta?

—Ahora no dudaréis ni de mis palabras, ni de mis intenciones. De todos modos, sólo había invitado al señor Giráldez para aleccionaros mientras saldaba una vieja deuda. Llevaba muchos años metiendo mano en las cuentas de mi familia y no podía permitírselo. Lo he organizado todo para matar dos pájaros de un tiro. ¿No le parece una planificación acertada, mi general?

—Claro que sí, señor Sampedro —contestó el militar, inclinando ligeramente la cabeza. Los dedos de Víctor temblaban encima de su escritorio. Enseguida supo que había conseguido llamar su atención, aunque ahora necesitaba convertirles en aliados. Hacía mucho tiempo que trabajaban para la familia, aunque jamás se habían visto las caras. Ahora consideraba oportuno informarles de todo, para dar así el paso definitivo. Sin dejar de golpear la mesa con suavidad, ladeó la cabeza y sonrió.

—No deseo obligaros a escucharme, ni tampoco quiero que me complazcáis por temor a perder vuestra vida. Necesito que comprendáis el alcance de mis proyectos, para así convenceros de su importancia. Por ello, pues, seréis vosotros los interesados en formar parte de ellos, o no.

Los tres observaron el cuerpo sin vida del banquero y después se miraron entre sí.

—Creedme, lo que os tengo que ofrecer va más allá de la muerte. Lo que os propongo es la vida.

El chico encendió un cigarrillo, apagó las luces y se repantingó en su sillón. Acto seguido, pulsó un interruptor y una gran pantalla blanca se desplegó del techo, accionando automáticamente un proyector.

 

“Cuatro, tres, dos, uno. Acción”, apareció en la pantalla.