XVII – CABLES, POSTALES Y SUEÑOS ROTOS
—¡Qué peliculón! Sin duda, algún genio de la época hizo una mezcla de estilos entre Alfred Hitchcock y Orson Welles, consiguiendo esta escalofriante historia. Es una pena que no tengamos la segunda parte porque no puede terminar así. ¿O sí la tenéis? —preguntó Adolfo, mirando a Juan y a Andrés, que no podían creer lo que acababan de ver.
Juan, pasmado y pensativo, asentía con la cabeza. No quería que su viejo amigo comprendiera que el desgastado rollo de película escondía una grabación real y no la de un montaje cinematográfico.
—Voy a preparar unos cafés para celebrarlo —continuó Adolfo—. O mejor aún, voy a traer unas cervecitas, unas rodajitas de chorizo picante, queso manchego y un pan casero que jamás olvidaréis.
—No hace falta —dijo Andrés.
—¿Cómo qué no? Es increíble. ¿Os fijasteis en los escenarios, visteis las magníficas actuaciones? Aunque lo más asombroso era la manera en que montaron los efectos especiales del final. Ni siquiera sabía que era posible conseguir estas cosas en aquella época. Seguramente, por eso no llegó a estrenarse. Demasiado buena para ser comprendida, o puede que algún paleto de alto rango la censurase. ¡Vete tú a saber! —terminó guiñando el ojo.
El simpático hombre continuó hablando, dirigiéndose a la cocina. En el salón sólo se escuchaban sus murmullos, que se confundían con palabras sueltas, pero nada de lo que decía llegaba a los oídos de dos compañeros. Ellos seguían mirando la sábana blanca que colgaba en la pared. Miraban sus arrugas, sus dobladuras, una mancha en la esquina inferior derecha y un agujero al lado. Observaban el vacío que la película les acababa de dejar.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Andrés.
—No lo sé.
—Laboratorios de embarazadas, almacenes subterráneos, médicos locos y quirófanos de tortura. ¿Y qué es eso de la planta 14?
—…
—Hasta a mí me parece complicado. ¿No es más fácil robar un recién nacido… y punto? Incluso resultaría más fácil raptar a la madre en plena calle, encerrarla en una habitación y hacerse con el bebé.
Juan le miró de reojo.
—Sé que acabo de decir una barbaridad, pero nada de esto tiene sentido. Es demasiado complicado…
—Deja de hablar un instante, que me estás provocando dolor de cabeza. ¿Sabes qué? Vuelve al coche y trae el cajón del archivador, por si encontramos algo que nos aclare las ideas.
—De acuerdo.
Minutos más tarde, Adolfo abría las cervezas mientras Andrés ordenaba en la mesa el contenido del cajón. Papeles y más papeles, sobres, cartas y documentos. Nada más.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Adolfo.
—Nada importante —contestó Juan—. Sólo papeleo que me queda por hacer.
—No te castigues el cuerpo. Date una alegría. Come un poco de chorizo, bébete una cervecita y verás qué bien.
Resulta muy difícil mantener la mente fría y pensar cuando uno intenta concentrarse cerca de alguien que no para de hablar y hacer preguntas sin importancia. ¿Cómo escenificaron la sala de las camas?, ¿De dónde sacaron la idea?, ¿Por qué las camas tenían forma de medio huevo? Por supuesto, Juan no quería actuar como un desagradecido, por eso se limitaba a gesticular con las manos y la cabeza, mientras apretaba la mandíbula esbozando una falsa sonrisa, a la vez que taponaba sus oídos con la presión de su mandíbula. No funcionaba, pero al menos le relajaba. Las preguntas de Andrés se mezclaban con las que le rondaban por la cabeza. ¿Cuántas mujeres cabrían en aquella sala?, ¿Qué era esa máquina?, ¿Por qué no se limitaban a ayudar en el parto de un modo tradicional para luego ocuparse de la transacción comercial? Sin lugar a dudas, aquellas mujeres seguían en ese lugar por voluntad propia. Puede que se tratase de embarazos no deseados y que, en vez de abortar, les ofrecieran una importante cantidad de dinero a cambio del bebé.
Volvieron a ver la película un par de veces. Buscaron pistas que les pudieran ayudar a entender lo que pasaba, o algún detalle que les indicara por dónde seguir investigando. No eran capaces de separar la información útil de la superficial. No conseguían clasificar lo que estaban viendo porque no sabían hacia dónde apuntar. Revisaron los papeles del cajón, una y otra vez, hasta que el cansancio pudo con ellos. Adolfo se quedó dormido en el sofá, contento por la emocionante visita y por la docena de latas de cerveza que se había pimplado.
—No sé qué más hacer —susurró Andrés.
—Lo mejor será acomodarnos como podamos y dormir un poco. Puede que el cansancio nos impida ver lo que tenemos frente a nuestras narices y que la almohada nos ayude a descifrarlo.
El joven periodista no rechistó… estaba agotado.
—De acuerdo, yo me pido el suelo.
—No seas ingenuo, la idea de quedar bien conmigo es buena, pero estoy seguro de que en esta casa hay más de un dormitorio.
—También es verdad ¿y en cuál duermo?
—En cualquiera, no creo que a Adolfo le importe demasiado dónde vayamos a dormir.
Andrés se levantó y bostezó a la vez que alargaba los brazos para estirarse.
—Hasta mañana entonces.
—Más bien hasta luego —rectificó Juan, al ver que eran las dos de la madrugada.
*
Centro de control de tráfico… En ese preciso momento…
—Muchas gracias por acudir con tanta rapidez —dijo el director de control—. No entiendo cómo pudo entrar un ratón en la habitación del cableado.
—Ha sido fácil de arreglar, aunque yo que usted llamaría a un exterminador, por si las moscas.
—Dejaré la orden para que mañana a primera hora envíen a alguien.
—¿Quiere los cables mordidos como souvenir? —bromeó el técnico.
—Jajaja. No gracias, bastante dolor de cabeza me han causado hasta ahora.
—Entonces, me marcho. Buenas noches.
—Buenas noches y gracias de nuevo.
Gabriel Silvas Rivero, disfrazado con una peluca de rastafari, el correspondiente traje de trabajo y la identificación necesaria, se dirigió hacia la salida del edificio.
—Un momento —le detuvo uno de los dos guardias de seguridad situados al lado de la recepción—. ¿Me puedes firmar el documento de salida?
—Oh, claro. Ningún problema.
El otro guardia de seguridad, con cara de mono mareado y los brazos largos a juego, sonrió irónicamente mirándole con aire de tontura.
—¿Cómo te dejan llevar ese pelo? —dijo mofándose.
Su compañero contuvo la risa, aunque se notaba a la legua que disfrutaba del cachondeo.
—Es una promesa que hace cuatro años le hice a la Virgen para que mi hijo no se muera por el cáncer.
Los dos guardias palidecieron.
—En la empresa no suelen permitir estas pintas, pero como saben de qué se trata hacen la vista gorda.
Gabriel Silvas Rivero firmó la salida, se despidió fríamente y salió del edificio, dejando a los dos graciosillos con un nudo en el estómago. Minutos más tarde subió a la furgoneta de la empresa, encendió su portátil, tecleó varios códigos, puenteó algunas direcciones I.P. y abrió una ventana de vídeo. “Ahora sólo tengo que ver por dónde habéis pasado”, se dijo a sí mismo.
*
Tres horas antes…
—Les llamo de la empresa Electricons y quisiera saber si están contentos con nuestros servicios. Esta mañana llegó a la oficina uno de nuestros técnicos y nos dijo que aún no había terminado el trabajo de la reparación.
—Lo siento mucho, señor, pero nosotros no trabajamos con su empresa —contestó una voz femenina.
—No es posible, nuestro técnico nos dijo esta mañana que…
—Oiga señor, lo lamento, pero nosotros trabajamos con E.Y.C., así que seguramente se está equivocando.
—Muchas gracias, lamento las molestias.
Gabriel Silvas Rivero colgó el auricular. Se situó frente al edificio de control de tráfico y, de rodillas, abrió un maletín de titanio del cual sacó un aparato que parecía una pistola con un imán en la parte trasera conectado a dos cañones de luces. Un niño lo vería como un juguete caro a la vez que llamativo, pero eso distaba mucho de la realidad. Introdujo un microchip en la parte superior, activó un panel digital con botones hechos con gel de silicona y ajustó la potencia a la mitad. “Mejor la aumento, por si acaso”, pensó. Esperó a que el indicador llegase a cargado, apuntó hacia el edificio, hasta que un punto rojo apareció en una diminuta pantalla, y apretó el gatillo.
A primera vista, no había sucedido nada.
—Hecho… ahora a esperar —susurró Gabriel Silvas Rivero.
Guardó el aparato, miró su reloj, se sentó en la acera, sacó un bocadillo de jamón ibérico que había guardado de su viaje en el AVE y esperó.
Tres cuartos de hora después apareció una furgoneta azul con un rotulo que indicaba: “E.Y.C. Unidad de mantenimiento”. Rápidamente, se levantó y caminó impasible hacia ella.
—Llegas tarde —le dijo al conductor y se subió al asiento del acompañante—. Continúa un poco y gira a la derecha, allí te hemos guardado un sitio para aparcar.
—¡Aahh! —contestó el conductor sorprendido—. Muchas gracias.
Condujo unos pocos metros antes de girar a la derecha.
—Aparca aquí.
—Buenooooo… Aquí hay muchos sitios para aparcar, no hacía falta que te tomaras tantas molestias.
—No son molestias. Tú aparca, que te están esperando.
El técnico aparcó e hizo un apunte en un folio de ruta.
—¿Te importaría echarte un poco hacia atrás? —preguntó Gabriel Silvas Rivero.
—¿Para qué?
—Quiero ver lo que ocurre ahí al lado.
El técnico miró hacia la izquierda. Entonces, Gabriel Silvas Rivero, con el maletín en la mano, se movió con rapidez y le golpeó con fuerza en la cabeza, desfigurándole la mandíbula y rompiéndole el cuello.
—Espero que no te hayas manchado de sangre. Resulta que tu mono es de mi talla y con él puesto será más fácil hacerme pasar por ti —le dijo al inerte cuerpo.
Salió de la camioneta, comprobó que no llegaba nadie, abrió la puerta del conductor, agarró el cadáver y se lo echó a la espalda. Seguidamente, abrió la puerta trasera, dejó el cadáver y entró. No tardó mucho en salir; se disfrazó con una peluca de rastafari, cogió una caja de herramientas, añadió las suyas y se dirigió al edificio.
—Muchas gracias por venir tan pronto —dijo el director de control—. No sé qué ha pasado. Estábamos realizando una comprobación rutinaria cuando de pronto perdimos la señal de todas las cámaras. ¡De todas!
—No se preocupe señor, ahora mismo me pongo en ello.
—¿Cuánto tiempo necesitarás?
—No lo sé señor, primero he de encontrar la avería.
—Claro… pues cuando sepas lo que vas a tardar me lo dices ¿de acuerdo?
—Sí, señor. Ningún problema.
Gabriel Silvas Rivero entró en “la habitación congelador de los cables y los ordenadores”, como la llamaban allí. Despidió amablemente al director, rebuscó en la caja de herramientas y sacó un pequeño escáner.
—A ver qué he frito aquí dentro.
De pronto, un punto azul apareció en la pequeña pantalla donde casi todo aparecía de color rojo.
—Aquí estás.
Se trataba de una consola de repetición de datos, muy parecida a un servidor normal y corriente, pero mucho más difícil de acceder a él desde fuera. Desatornilló la parte de arriba, encontró la placa Intel quemada, la cambió por otra que no sólo era mejor sino que también le daba acceso a toda la red, y volvió a atornillar la tapa. “Listo, ahora sólo tengo que hacer un poco de tiempo”, pensó. Recordó que guardaba una chocolatina en el bolsillo del pantalón. Mientras la comía, se dedicó a mirar los ordenadores que se perdían entre el cableado. El frío le molestaba, pero de pronto recordó a Mónica y casi estuvo por sonreír.
—Cuando termine con este trabajo, se acabó —musitó, hablando solo—. Se guardó el papel de la chocolatina en el bolsillo, sacó de su caja unos cables mordisqueados y también un ratón muerto. Entonces, encendió la consola.
—Señor, ya lo he arreglado y creo que he encontrado al culpable de todo este follón —dijo cuando salió de la habitación congelador.
*
Apenas había asomado el sol por el horizonte cuando Andrés se dirigió al salón con cara de haberse peleado con la almohada. Juan se había quedado dormido sobre la mesa, rodeado de papeles. Estaba tan cansado que no llegó a percatarse de la presencia de su amigo hasta que él le meneó de tal forma que casi le tira de la silla.
—Despierta, Juan, despierta. Creo que he encontrado algo.
El inspector parpadeó un par de veces, se frotó la cara, bostezó y le miró con ojos de besugo.
—¿Qué has encontrado?
—Tenías razón cuando dijiste que debíamos consultarlo con la almohada; cuando me desperté esta mañana una imagen me vino a la mente.
—¿Qué imagen? —preguntó Juan.
—Esta imagen.
El joven rebuscó entre los papeles hasta que apartó una postal.
“Te quiero Fabio. Por eso, espero que me perdones si no quiero formar parte de lo que haces.”
“Firmado: Maribel”
—Seguramente, se trata de la postal de una antigua novia, o vaya usted a saber.
—¿Te has fijado en la imagen? —preguntó Andrés.
Era la de un castillo del siglo XVII rodeado por una preciosa arbolada en un soleado día de verano. En la parte inferior derecha se leía: “PAU”
—Muy bonita, pero no sé cuál es la pista a seguir.
—Al principio pensé que hacía referencia a algún pueblo cerca de Barcelona, hasta que recordé que esa localidad aparecía en un par de documentos que no tenían nada que ver con la tal Maribel.
Andrés siguió apartando los papeles hasta que encontró lo que buscaba.
—¡Mira!
—Yo también los vi antes, pero como estaban escritos en francés no les di demasiada importancia.
—Mira el sello… donde está la firma —insistió Andrés emocionado.
“Université de Pau et des pays de l'Adour”
—Este documento proviene de una universidad francesa —advirtió Juan—. Y si no me equivoco con la traducción, menciona una especie de máquina.
—La máquina que vimos en la película.
—Es posible…