XXIII – BAJO TIERRA

 

Mientras tanto, en los túneles…

—Nunca me imaginé que vería una cosa así y menos buscando a un depravado asesino de criaturas indefensas —suspiró Juan, sin ser capaz de percibir la totalidad de aquel lugar.

La oscuridad se rompía por la débil luz de la linterna, desvelando los soportes de una antigua construcción. El techo de piedra grisácea, colocada formando arcos que se cruzaban una y otra vez, estaba colonizado por un sinfín de arañas que permanecían ocultas en las grietas, desde donde nacían las extremidades de sus telarañas. El blanquecino grisáceo acumulaba la humedad que lagrimaba por las antiguas paredes, brillando cuando el filo de luz pasaba por su superficie.

—Este lugar parece inmenso —comentó Andrés.

Las paredes terminaban en un fondo lejano, uniéndose en bases robustas parecidas a columnas empedradas. Algunas más gruesas, otras más finas, aunque al final todas construidas para cumplir un propósito tanto desagradable como deplorable.

—Son unas viejas mazmorras —dijo Juan—. Cerca de donde se encontraban, en la parte derecha de la pared, unas escaleras metálicas descendían hasta el fondo de aquel lugar. Eran parecidas a las que solían verse en los barcos de guerra. Muy inclinadas y de color azul insípido. La aparición de óxido era evidente, haciendo que la estructura resultase inestable y que los dos compañeros dudasen de su seguridad, pero a primera vista no existía otro camino; así que si el viejo decano había bajado por allí, ellos también lo harían.

—Si este lugar en su día fue modificado para ser un sitio donde realizar experimentos o para servir de almacén, seguro que por aquí encontramos un interruptor de luz —supuso Andrés.

—No me parece una idea descabellada. Dirige la linterna hacia el inicio de la escalera.

En la parte superior de la barandilla, pegado a la pared, no había nada.

—Un momento, si de verdad existe un interruptor ha de estar en un lugar donde sólo unos poco tienen acceso —dijo el joven periodista.

—En la sala de vigilancia —asintió Juan—. Es muy probable que esté justo detrás de nosotros.

Dieron la vuelta, terminaron de levantarse y de sacudirse el polvo, y empezaron a buscar un cuadro de luces.

—¡Lo he encontrado!

Andrés intentó abrir la puerta metálica, pero no lo consiguió.

—Déjame que lo intente —intervino Juan.

Agarró una piedra del suelo y golpeó el cuadro de luces.

—Más vale fuerza que maña.

—Pensaba que el refrán decía lo contrario —sonrió Andrés.

—¿Qué más da? Lo que importa es el resultado.

Se cubrió la mano con la manga, para evitar ser golpeado por la corriente, estiró la cabeza hacia atrás, con la intención de protegerse de un chispazo, y levantó los interruptores.

—No funcionan —observó Andrés.

—Ya me parecía demasiado fácil. En fin, que hemos de conformarnos con la linterna.

El joven se adelantó. Regresó al boquete de la pared y se dirigió hacia las escaleras de antes.

—Será mejor que baje el primero.

—¿Por qué? —preguntó Juan, que se encontraba a unos pasos de él.

—Muy sencillo. Peso menos y llevo la linterna.

—Muy bien… adelante.

—¿No me vas a decir que no, o sermonearme? —dijo Andrés, extrañado, apuntándole con la linterna.

—Tus argumentos son válidos. Entre eso y el hecho de que si la escalera acaba desplomándose quien se llevará el golpe serás tú, me has convencido —contestó, cruzando los brazos; aunque mostrándose molesto por la luz que le cegaba.

Andrés torció la boca antes de agarrarse a la barandilla. La idea de caerse desde una altura sin determinar no le agradaba demasiado, pero ahora no podía echarse atrás. El primer paso fue bastante tímido, por no tildarlo de miedoso o cobarde. Cuando el quejido del metal resonó por las paredes, la piel se le puso de gallina, su corazón palpitó con fuerza, el aire de los pulmones casi se le congela y la linterna por poco se le escurre de las manos.

—¡Deja! —dijo Juan, tirando de él para alejarle de la escalera.

Agarró la barandilla y pisó con fuerza el primer escalón.

—Esto aguantará sin problemas, ahora dame la linterna.

Bajó la escalera como si nada y comprobó que el suelo se encontraba a unos ocho metros de profundidad. El interior de aquel lugar parecía diferente desde abajo; era como si estuviera en el fondo de un enorme agujero negro rodeado por paredes de piedra, pero sin techo. Entonces oteó su alrededor hasta fijarse en un montón de cajas de madera apiladas en una esquina que tenían escrito a soplete “PLANTA 14”.

—¡Es seguro, baja! —avisó a su joven compañero, antes de dirigirse hacia las cajas.

A primera vista, parecían muy deterioradas. Al acercarse, Juan se percató de la cantidad de polvo que tenían incrustado a modo de capa protectora, la cual las mantenía de una sola pieza.

—Es como pegamento de porquería —susurró, frotándose las yemas de los dedos—. Encontró un pestillo oxidado e intentó abrir una de las tapas.

—¿Qué trastos habrá ahí dentro? —dijo en voz baja—. Tiró con suavidad, sintiendo cómo los restos de suciedad, mezclados con el desgastado metal, le impedían abrirlo.

—¡Mierda de cachivache! —exclamó molesto—. Forzó el pestillo hacia arriba y hacia abajo, pero no consiguió ningún resultado. Se mordió los labios, luchando por contener su mal humor, a la vez que sus codos temblaban con cada forcejeo con la caja y que, al final, resultaba infructuoso.

—¡Será posible! —masculló enfadado—. Levantó una pierna, empujó con ansia, le balanceó un par de veces, soltó unos cuantos improperios, acordándose de los padres y las madres de los fabricantes de las cajas, hasta que desistió; pateó una, iracundo, y terminó con la pierna encajada entre los trozos de madera.

—Buen trabajo —dijo Andrés, observando a su espalda.

—Veo que has conseguido bajar —le contestó con retintín—; ahora, si no te importa, sujétame para que pueda liberar la pierna.

—Claro, claro.

Se colocó a su lado, le agarró del hombro y se inclinó hacia atrás.

—Cuidado, cuidado —empezó Juan a quejarse.

Unos saltitos después, el inspector terminaba de liberarse.

—Tanto jaleo y sigo sin saber qué guardan estas cajas.

Andrés no lo pensó demasiado. Empujó una de las cajas, haciéndola añicos contra el suelo. El polvo que levantó ocultó el contenido y se les metió en la boca, los ojos y la nariz, provocándoles un insoportable ataque de tos, por no mencionar el escozor de ojos. Instantes después, cuando la polvareda desapareció, el todo quedó al descubierto.

—¿Qué diablos es esto? —dijo Andrés, recogiendo una bolsa de plástico del suelo.

Juan, desconcertado, cogió otra y dijo:

—Parecen bolsas de suero.

—¿Estás seguro? —preguntó el joven periodista, limpiando la bolsa con la manga.

—Espera, voy a dejar lista la lente de la linterna.

Tres restregones después, Juan acercó la luz a la bolsa.

—¡Es sangre! —reaccionó sorprendido.

—Cajas de sangre, pero ¿cuántas habrá y desde cuándo estarán aquí? —preguntó, Andrés rascándose la cabeza.

Juan regresó a la escalera metálica. Subió unos pocos escalones, levantó la linterna por encima de su cabeza e iluminó su alrededor.

—Hay muchas —comentó.

—¿Cómo cuántas? —dijo su compañero al acercarse.

Las cajas se amontonaban en pilas de una altura considerable. Puede que de tres metros o más. Pero lo que terminó por impresionarles fue el hecho de que no parecían tener fin. La débil luz de la linterna no era capaz de desvelar la verdadera magnitud de aquel lugar, que se perdía en la oscuridad de la antigua mazmorra.

—¿Todas son cajas llenas de bolsas con sangre?

—No lo sé Andrés, pero una cosa está clara, nos enfrentamos a una organización que en su día contó con recursos imposibles de conseguir. Tecnología, mujeres embarazadas, comida, sangre, asesinos a sueldo e instalaciones en varios lugares del mundo.

—De momento, conocemos dos —comentó Andrés.

—Cierto, el que vimos en la película y éste. No me quiero imaginar el alcance de la organización a día de hoy —dijo Juan, preocupado.

—Cuando atrapemos al viejo decano seguro que conseguiremos información.

—Eso espero, porque estos tipos se muestran muy reacios a hablar, pero he de confesarte que estoy perdiendo la paciencia.

—¿Eso qué significa?

—Significa que si el viejo se niega a colaborar, no dudaré en arrancarle las uñas con el fin de conseguir información.

—La idea de torturar a alguien no me gusta.

Juan le iluminó la cara con la linterna y le contestó:

—Eres joven e idealista, como debe ser, pero estoy seguro de que el suelo de este sitio oculta una fosa común llena de restos humanos que fueron torturados antes de ser asesinados. Si quieres, nos ponemos a buscarla y también comentas con ellos tus inquietudes. Pero, claro, no es posible hablar con los muertos.

—Sabes muy bien que no quería decir eso —se excusó Andrés, apartando la linterna de su cara.

—Lo sé, pero todo este asunto me está sacando de quicio.

Andrés le dio un par de palmadas en la espalda antes de señalarle el camino a seguir. En aquel inmenso lugar destacaba un disimulado pasillo construido con planchas de aglomerado, señal inconfundible de que fueron colocadas hacía relativamente poco tiempo. Con cada paso que daban, se liberaba un estridente quejido de madera que resonaba por todas partes, aunque ninguno de los dos se molestaba en suavizar sus andares. Por una parte, deseaban que el decano detectase su presencia para así sentir el miedo apoderándose de sus emociones, igual que sucede con aquellos que son perseguidos; y, por otro, estaban ansiando ponerle las manos encima para sonsacarle toda la información que ocultaba.

No tardaron mucho en sortear las cajas, dejar atrás las planchas de aglomerado y llegar hasta una enorme puerta de metal que daba la sensación de no haber sido abierta durante unos cuantos años. Ambos intentaron abrirla a base de empujones, seguidos de fuertes tirones, pero todo el esfuerzo fue en vano.

—¿Cómo habrá pasado por aquí el viejo? —preguntó Andrés—. Se acercaron a la cerradura y comprobaron que había sido inutilizada por unos clavos de acero que alguien se había tomado la molestia de martillear en su interior.

—Busca una puerta falsa —le indicó Juan al joven periodista.

Pasaron las manos por la superficie, con cuidado de no cortarse, a la vez que retiraban el polvo endurecido que estaba incrustado por doquier.

—Me da la impresión de que el decano no ha pasado por aquí —supuso Andrés—. A lo mejor no hemos hecho bien en seguir el pasillo de los tablones.

—Puede que tengas razón —resopló Juan—, este lugar es un laberinto donde es fácil perderse. Quizás deberíamos volver a las escaleras para empezar de nuevo.

Cuando estaban a punto de regresar Andrés se detuvo.

—Ilumina ese rincón —dijo, señalando la parte derecha de la puerta.

—¿Qué has visto?

—Unas pisadas que desaparecen detrás de ese montón de basura —contestó Andrés, poniéndose de cuclillas—.

Los dos siguieron el rastro hasta que llegaron a un lugar rodeado de plásticos parecidos a los que se utilizan en las construcciones cuando quieren evitar manchar el suelo, sólo que en esta ocasión los plásticos servían como cubiertas para pilas de sacos de harina caducada. Las ratas que deambulaban por allí eran de un considerable tamaño, conseguido sin lugar a dudas gracias a la abundante dieta que seguían desde Dios sabe cuándo. Eso sí, la peste de aquel rincón era mucho más nauseabunda que la del resto del lugar. La mezcla de excrementos y cadáveres de roedores podridos no era fácil de soportar, pero detenerse no era una opción. Después de cubrirse la cara con las mangas, se esforzaron por aguantarse las ganas de vomitar y siguieron las huellas conteniendo la respiración todo lo que sus pulmones daban de sí.

Otra puerta de metal, bastante más pequeña, era perceptible en la oscuridad. Juan se dirigió hacia ella impaciente por comprobar si estaba trabada o si, por fin, habían encontrado la salida que tomó el decano. Agarró una palanca e iluminó a Andrés que cruzaba los dedos mientras murmuraba:

—Que se abra, que se abra, que se abra —y empujó con fuerza hacia abajo.

—Lo he conseguido —dijo Juan, contento.

A pesar de su aspecto de vieja, alguien la mantenía operativa, engrasando las bisagras y limpiando el sistema de cierre.

—Al parecer, el viejo decano baja aquí con cierta frecuencia —comentó Andrés.

Sin mediar palabra, Juan cruzó la puerta para verse en una gran habitación parecida a una sala de conferencias o un teatro de altos techos. Por alguna extraña razón, allí dentro sí que llegaba la corriente o sencillamente ellos no fueron capaces de encontrar el interruptor correcto que encendía el resto de las luces. Ahora, eso no importaba. Dos focos situados cerca de una serie de butacas, uno frente al otro, iluminaban el techo, diluyendo la oscuridad y desvelando algún que otro detalle de la sala. En el otro lado, por encima de una especie de escenario, otro foco iluminaba aquella área, aunque con menos intensidad. Cuerdas, poleas, engranajes, sacos de arena, un falso barco encallado en unas falsas olas, cuatro nubes de atrezo de un color amarillo ceniza, por culpa de la suciedad, dos destartaladas sillas y una sombra que se balanceaba de un lado a otro.

—¡Me cago en los poleos con sabor a menta! —exclamó Juan, colérico.