XIX – CROQUETAS DE PROBLEMAS

 

—Hola comisario, ¿podemos hablar? —preguntó Juan.

—No por teléfono, mejor nos vemos en persona. ¿Cuándo y dónde?

—Lo que tardes en llegar al lugar de las croquetas.

—¿Las de bacalao?

—No, las de rabo de toro.

—Muy bien, voy para allá.

Conos de papel repletos de pequeños manjares, aquello era la especialidad de la pequeña taberna. Situada muy cerca de la Comisaría, no tardaría más de diez minutos en llegar; el tiempo suficiente para que Juan y Andrés pudieran tomarse dos cañas cada uno, acompañadas por unas cuantas croquetas. Los cuadros de toros, matadores y plazas que decoraban el lugar, evocaban recuerdos de una España lejana y olvidada. Una serie de retratos de mujeres vestidas a lo tipical Spanish”, como se podía leer en el reclamo que colgaba encima de ellas, rompía la monotonía taurina, aportando al local frescura y colorido.

—No te tenía por macho ibérico —advirtió Andrés.

—Yo tampoco. Vengo aquí por las croquetas, ¿no me dirás que no están deliciosas?

—Lo cierto es que sí. Y si de paso tuviéramos un poco de queso manchego…

—Eso no es problema.

Juan alzó la mano, pidiéndole al camarero el queso y un par de cervezas más.

—Pide otra para mí… sin alcohol, que no tengo el riñón para bromas —dijo el comisario.

—Me alegro de verte —comentó Juan.

—Y yo de ver que aún estáis de una pieza.

La expresión del comisario rebosaba incertidumbre e inquietud.

—Te preocupas demasiado —le dijo Juan.

—No lo creo. Cuando recibí la pistola hice que sacaran e identificaran las huellas, omitiendo las vuestras, por supuesto.

—¿Y qué averiguaste?

—Nada.

—¿Nada?

—Eso es lo que me llamó la atención —comentó el comisario, preocupado, a la vez que bebía un sorbo de cerveza y apuraba otra croqueta—. Al hombre que intentó mataros no le clasificaría como un criminal corriente; sin duda alguna, era un profesional, y de los peligrosos.

—Será difícil dar con él —afirmó Andrés.

—Esta es la parte que más me preocupa —continuó el comisario—. Le encontramos la noche pasada.

Juan se estiró hacia atrás y se le tensaron los músculos.

—¿Dónde le tenéis? Tengo muchas ganas de decirle una palabra o dos.

—Está muerto, Juan. Un policía local le encontró descuartizado dentro de una bolsa de basura al lado de un contenedor. Ni siquiera se molestaron en ocultar el cuerpo… o los trozos... —dijo el comisario, sin ocultar su repugnancia—. La cuestión es que le dejaron allí por un motivo…

—…para atar los cabos sueltos o para intimidarnos —interrumpió Juan.

—O ambas cosas.

El silencio se apoderó de los tres hombres. Sólo el ruido del bar rompía el incómodo momento de indecisión, con las chorradas de un anuncio en la tele o una queja proveniente de la cocina. Eso era todo. El inspector Marengue sabía desde el primer momento que se adentraba en aguas turbulentas, lo que no imaginaba era que fueran las de un inmenso océano, repleto de tiburones, medusas venenosas e innombrables depredadores. El hecho de que a alguien no le importara masacrar a uno de los suyos, para dar ejemplo y mandar un mensaje, resultaba perturbador.

—¿Qué habéis averiguado hasta ahora? —preguntó el comisario.

—Estamos convencidos de que existe una organización muy grande que se dedica a la trata de bebés. Pero no hablamos de unos cuantos sinvergüenzas, chupasangres y manipuladores del sistema. ¡No! Hablamos de gente que ha creado una estructura inmensa con la capacidad de proporcionar recién nacidos a cualquiera que se lo pueda permitir, en cualquier lugar del mundo…

Juan comenzó a describirle lo que habían visto en la película, cómo la consiguieron y cuál era la información en la carpeta de Fernando. El comisario no dejaba de echarse las manos a la cabeza, de comer croquetas con ansia y de beber tragos de cerveza como para ahogarse. Por el contrario, Andrés había perdido el apetito, la envergadura de los acontecimientos sobrepasaba con creces las noticias en las que él acostumbraba involucrarse. Fraude político, escándalos financieros, algún que otro accidente grave u otras novedades sin importancia.

—…y quiero que pongas a Andrés a salvo —terminó Juan.

—Esta noche me lo llevaré conmigo a casa, después ya veremos.

El joven periodista se despertó de su letargo reaccionando:

—¡De eso, nada!

—Andrés —dijo Juan, con voz firme y convincente—, no es un juego de niños ni te va a salvar un pase de prensa. La gente a la que buscamos hará lo que sea para deshacerse de todo aquel que ose interponerse en su camino.

—Pero no sólo se trata de ti y de mí, sino de todas las familias engañadas, todos los niños vendidos y todas las mujeres asesinadas. Yo no pienso dejarte solo y estoy convencido de que tú sabes que puedo ayudar.

Juan asintió a regañadientes.

—Entonces, os vais a Francia, ¿decidme qué necesitáis? Haré todo lo que pueda para ayudaros —preguntó preocupado el comisario.

—Lo importante es mantener el caso apartado de las autoridades, y en particular de Pedro. No me fío de nadie más que de ti.

—Abriré un expediente confidencial para poder cubrir vuestras espaldas en el caso de que algo pasara.

*

La temperatura era agradable, la música que se escuchaba por el altavoz le relajaba y el vaivén de la gente por la acera le hacía sentirse sociable. Pensaba en su vida de una forma filosófica, muy lejos del análisis metódico con el que solía meditar las cosas; una bocanada de humo era impulsada por sus pulmones, le atravesaba la garganta escapándose en forma de círculos que terminaban disolviéndose en la inmensidad del aire. Removía su café, tomaba un sorbo, volvía a removerlo, tintineaba con la cucharita, y resoplaba convencido de que todo iría bien. Jamás se había sentido así. Nunca había disfrutado tanto de los pequeños detalles, que hasta hacía muy poco ignoraba, despreciaba, o sencillamente no sabía apreciar su verdadera naturaleza.

—¿Le traigo algo más? —preguntó el camarero.

Gabriel Silvas Rivero, sentado en un café al otro lado de la calle donde se encontraban sus objetivos hablando, sonrió de corazón, contestando:

—No gracias. Por cierto, el café es estupendo.

Pagó al camarero, dejando una generosa propina, y se levantó nada más ver que los tres hombres salían del bar.

—Acabaré con vosotros hoy mismo —pensó—. A ver dónde demonios os dirigís ahora.

Paseó disimuladamente hasta una farola cercana, plagada de publicidad, para resguardarse de las miradas y siguió observándoles. Cuando los dos objetivos empezaron a caminar en dirección contraria a la del tercer hombre, él les siguió por la otra acera.

—Si entráis en un aparcamiento subterráneo puede que tenga suerte —susurró.

Aprovechando un semáforo en verde cruzó al otro lado, situándose justo detrás de ellos; tan cerca, que casi podía tocarles. Ahora se aprovechaba del camuflaje de la muchedumbre, rostros desconocidos sin nada que contarle; él se transformó en uno de ellos, desapareciendo, acercándose cada vez más. Muy cerca. En ciertos momentos, hasta era capaz de oír parte de la conversación que mantenían; nada importante, sólo fragmentos. Las voces de sus futuras víctimas se acababan de grabar en su mente; normalmente, eso le daba igual, hasta le causaba un excitante morbillo que le hacía sentirse todo poderoso, un Dios. Aunque, en ese preciso momento, una angustiosa pesadez revoloteaba sobre su conciencia.

 

“Dale a tu cuerpo alegría macarena…”

 

El poli-tono de uno de los móviles que llevaba en los bolsillos le llamó la atención. “Será de los cadáveres de la gasolinera”, pensó. Miró la pantalla y ponía: “TOCAPELOTAS”. Descolgó y, en completo silencio, aguardó a que el susodicho hablase primero.

—…

Ni una palabra.

—¿Qué os pasa, tarados de mierda?, ¿No os dije que me mantuvierais informado?

—…

El Rubio esperó unos segundos hasta que habló de nuevo.

—Vamos a veeeeeer… vamos a veeeeeer. Si no me explicáis ahora mismo, dónde os encontráis y qué estáis haciendo… No sólo me voy a cagar en las montañas del pelele, sino que os colgaré por los huevos hasta que parezcan morcillas podridas.

—…

—¿Me estáis oyendo? No hacéis más que…

El Rubio percibió que algo iba mal y dejó de echar broncas.

—¿Quién eres? —preguntó.

—…

—Ni te imaginas dónde te has metido, seas quien seas. Te aconsejo que me digas quién eres y dónde están mis chicos; a lo mejor así te mato sin torturarte cuando te ponga las manos encima.

Gabriel Silvas Rivero ladeó la cabeza y parpadeó con rapidez.

—Tus chicos están muertos, pero no te preocupes, pronto iré a por ti.

—¿Cómo dices? —dijo El Rubio, extrañado—. ¿Quién coño eres?

—Soy el demonio —contestó el asesino antes de colgar.

Guardó el teléfono en su bolsillo, mientras apretaba con fuerza la mandíbula.

Se han metido en mis asuntos por última vez musitó cuando comprendió que, en realidad, los dos tipos de la gasolinera iban tras sus objetivos—. No le gustaba que se metieran en sus asuntos, eso ponía su vida en peligro y le retrasaba. Si no fuera por ellos, ya habría cumplido con su contrato y estaría preparado para largarse con Mónica.

Esto no quedará así masculló—. Y sin dejar de seguir a los dos hombres en voz floja, maldecía madres, hijos y espíritus santos; retorciendo la boca.

Después de una caminata de unos cuantos minutos tuvo que detenerse. Sus objetivos habían aparcado en zona azul, así que aún no podría hacerles nada. Tendría que esperar a otro momento, a otra oportunidad. Enseguida detuvo un taxi y, con sonrisa fingida, miró al chófer por el retrovisor.

—Sigue a ese coche, por favor. A ver si consigo sorprenderles con los regalos de su aniversario.

El taxista no ocultó su emoción.

—¡Sorpresa en marcha! —carcajeó.