XV – DE CINE

 

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Gabriel Silvas Rivero. Encendió un cigarrillo y chupó con ansia.

Algo ha pasado musitó—. Su cuerpo, aunque acostumbrado a trasnochar entre incomodidades, no aceptaba de manera positiva las caricias y los cuidados de otra persona. Su mente, sí. El cuello le dolía, las rodillas le temblaban y notaba unos calambres en los riñones. “Seguramente me encuentro así porque he estado demasiado tenso”, pensó, “Aunque mi instinto nunca me ha traicionado”. Apartó la cortina de ganchillo con la mano y se centró en el vaivén de la poca gente que paseaba por el callejón. Chupó con fuerza y tragó el humo, sintiendo como le quemaba los pulmones mientras la nicotina le envenenaba la sangre. Cuando exhaló, la bocanada era tan grande que le molestó hasta a él.

—¿Qué te pasa?

La femenina voz que se escuchó, proveniente del alborotado edredón que cubría la cama, fue como música para sus oídos.

—Pareces nervioso.

—Cosas del trabajo —contestó Gabriel Silvas Rivero.

—¿Por qué no te sientas a mi lado e intento que te relajes?

Mónica asomó la cabeza, sonrió, y le dio unas palmaditas suaves al colchón.

—Es muy tarde, tengo que irme —dijo él, deseando hacer lo contrario.

—Como quieras.

Gabriel Silvas Rivero apagó el cigarrillo, se puso la chaqueta y sacó su billetera.

—No, no quiero tu dinero —afirmó Mónica con seriedad.

—…

—¿Volveré a verte?

—Deberías olvidarte de mí… seguir con tu vida. No sabes con quién estás tratando.

—Si pudiera olvidarme de ti, ya lo habría hecho. Es más, cuando esta noche viniste a buscarme me sentí muy feliz. En cuanto a mi vida, no te preocupes demasiado, es una mierda. Te aseguro que no me importa quién eres porque nadie me había tratado tan bien como tú lo has hecho.

Gabriel Silvas Rivero sacó diez billetes de cien euros y los dejó sobre la mesa.

—¡Te he dicho que no quiero tu dinero!

—No es por lo de esta noche. Cómprate algo bonito para cuando vuelva.

—En tal caso…

—Y una última cosa.

—¿Qué? —preguntó Mónica.

—No vuelvas a hacer la calle.

—Pero sabes que no depende de mí. Tengo que pagar a…

—De eso me encargo yo.

Mónica se levantó con una sonrisa en los labios. El edredón, deslizándose por su cuerpo de seda, acabó en el suelo desvelando el secreto de su sexo. Su fina y desnuda figura se contoneó con una pasmosa delicadeza aderezada con sensualidad, acercándose a su nuevo protector. Sus firmes muslos envolvieron la cintura de Gabriel Silvas Rivero, sus brazos engancharon su cuello mientras introducía sus manos bajo su camisa para arañarle la espalda con sus largas uñas. Le metió la lengua hasta la garganta, al mismo tiempo que le mordió el labio.

Ya te he marcado le dijo—. Eres mío y yo soy tuya. Para bien o para mal.

Él asintió con la cabeza y, con cuidado, la dejó de nuevo sobre la cama, recogió el edredón del suelo y la tapó con suma ternura.

—Volveré, y entonces te contaré todo sobre mí.

En ese momento, su móvil vibró. Cuando abrió el mensaje que le acababa de entrar a través de un servidor seguro, resopló.

—Pero primero tengo un trabajo que terminar.

*

Los coches se amontonaban en una cola que parecía no tener fin. Incluso en pleno invierno hacía calor y eran muchos los conductores que estaban con las ventanillas bajadas. El puente del Bicentenario, que une las dos orillas del río Guadalquivir, destacaba a lo lejos, alzándose como dos columnas envueltas por una telaraña. Por desgracia, habían inhabilitado el carril reversible, creando un cuello de botella que se traducía en el tremendo atasco que Juan, Andrés y centenares de desconocidos sufrían en aquel momento. La música de la radio les acompañaba, aunque no les entretenía. Demasiadas pistas por seguir, tantos cabos sueltos, numerosos sospechosos, y muy poco tiempo. El inspector no dejaba de pensar que el caso le venía demasiado grande. Si no fuera por honrar la memoria de su amigo Fernando, y por los niños que sufrieron la cólera de los desalmados, o que seguramente sufrirían en ese preciso instante, se lo habría entregado a otro.

—¿A dónde vamos? —preguntó Andrés.

—Quiero ver lo que hay en la película que encontramos en el cajón del archivador.

—Pues no va a ser fácil encontrar un proyector de los de antes.

—Lo sé, por eso nos dirigimos a casa de otro amigo.

—Tienes muchos amigos en Sevilla.

—Aquí patrullé recién salido de la academia. Conservo tanto buenos como malos recuerdos.

—¿Y quién es tu amigo? —preguntó Andrés.

—El dueño del Cine Alfarería. Uno de los primeros que se abrieron en la ciudad; ahora vive a las afueras, sin mencionar el hecho de que la sala lleva cerrada más de dos décadas. Pero conociéndole como le conozco, estoy seguro de que aún conserva algún trasto con el que podamos ver la película. Si no sacamos algo en claro tendremos que revisar todos los papeles del cajón, por si encontramos alguna pista.

—¿No hay nada más en la documentación que te dejó Fernando?

—Muchas atrocidades, mogollón de nombres, pruebas de todo tipo, pero nada que le podamos seguir el rastro. Lo más reciente a investigar era lo de esta mañana, y mira lo que ha pasado.

—Nos estaban esperando —afirmó Andrés.

—Para nada. Sin duda, ni el doctor ni el asesino esperaban vernos. Lo malo es que ahora ya saben que estamos en Sevilla y pondrán la ciudad patas arriba con tal de encontrarnos. Si permiten a sus recaderos apretar el gatillo con tanta facilidad, no nos auguran momentos fáciles. Nos estamos enfrentando a gente capaz de cometer atrocidades que no somos capaces de imaginar.

—¿Más que el robo de niños…? ¿Más que el asesinato?

—Yo tampoco lo entiendo, pero me temo que mucho más que eso.

Cuando cruzaron el puente, el tráfico comenzó a fluir. Los coches se dispersaban entre carreteras, desvíos y autovías, como si un montón de canicas retumbasen por todas partes hasta casi desaparecer. El sol brillaba en lo alto y la impaciencia les rondaba por la cabeza. Incertidumbre, nerviosismo, preocupación. Uno no es consciente de lo cerca que ha estado de morir hasta que no se encuentra a salvo; la avariciosa y egoísta felicidad de unos pocos provocaba el sufrimiento de muchos, pero eso no era una conclusión novedosa para el inspector, es más, se trataba de la misma historia de siempre.

Juan apretó los dedos contra el volante e intentó no darle más vueltas al asunto. Puso el intermitente para tomar una salida donde se veía con más claridad un cartel que anunciaba jamones que las indicaciones de la salida en sí. Apagó la radio, cansado de flamencos y cantaores, y callejeó hasta llegar a una casa amarilla rodeada por una valla de hierro vieja y oxidada.

—Espérame en el coche —le dijo a Andrés.

Al acercarse a la entrada, vio que un enorme candado, aunque nuevo, mantenía la puerta cerrada a cal y canto. “Ya no vivirá aquí o habrá muerto”, pensó. Paseó alrededor de la valla, por si conseguía ver a alguien o algo que le indicara que su viejo amigo Adolfo aún seguía dando guerra o que simplemente se había mudado de casa, pero no reparó en nada.

Me cago en todo lo que se menea agitó las manos, muy enfadado—. Los pocos árboles que habitaban el jardín, secos y cubiertos de maleza, parecían sacados de un cuento de Los Hermanos Grimm, la tierra estaba cubierta de chatarra y la pintura de la pared no se distinguía con facilidad; en su lugar, las grietas atravesaban los agujeros que decoraban una casa que antaño, lejos de ser una ruina, debió ser un caserón. Regresó a la puerta principal y la agitó con fuerza, como si aquello le sirviera para algo. Únicamente, quería desfogarse. Miró a Andrés, que seguía dentro del coche, y levantó los hombros resignándose.

—¡Fuera de aquí, gamberros! —sonó una voz desde el interior de la casa.

La esperanza súbitamente se renovó. Sin pensárselo dos veces, Juan corrió hacia la puerta.

—¡Adolfo! ¿¡Eres tú!? —exclamó contento—. Soy yo, Juan. ¿No te acuerdas de mí?

—He conocido a muchos Juanes y Juanas en mi vida, pero ahora no estoy para juegos. Estoy cansado. ¡Largo de aquí! —gritó.

—Seguro que te acuerdas de la multa que tiré a la basura el día que dejaste el coche en mitad de la calle.

—Tenía que hacerlo —aseveró con mala leche—, si no me hubiera cagado encima. ¿Acaso es mejor dejar el vientre… que reviente?

—Eso mismo me dijiste el día que nos conocimos. ¿Te acuerdas ahora de mí? ¿Recuerdas que no logré contener la risa y te dejé marchar?

Alguien apartó una rama con la que estaba camuflado y asomó la cabeza.

—Sargentillo, ¿eres tú?

—Sí, soy yo viejo loco. ¿Qué haces encerrado ahí dentro? Pensé que habías muerto.

El hombre se acercó a la puerta. Cuando abrió el candado y se abalanzó sobre Juan como si fuese su hijo perdido.

—Como que… ¿qué hago aquí? Vivo aquí, que no haya tenido mucho tiempo para pintar la valla y recoger el jardín no significa que me haya ido al otro barrio. Anda… pasa.

—¿Puede venir un amigo? —preguntó Juan, señalando hacia el coche.

—¿Qué preguntas son esas? Pues claro que sí.

Juan, sonriendo, miró a Andrés y le gritó:

—¿A qué estás esperando? Ven a conocer al maestro de la gran pantalla. Las presentaciones fueron breves, aunque bastante emotivas, al estilo sureño. El joven periodista enseguida fue cautivado por el don de la palabra del que gozaba el anciano que, a modo de trabalenguas mentales, enredaba la amabilidad, el misterio, la magia y lo cotidiano en cada frase que pronunciaba. “Educado en el cine”, pensó Andrés, sonriendo. Bastante bajito y con el flequillo peinado hacia arriba, como Tintín, el héroe de los comics, cada gesto que hacía parecía haberlo sacado de alguna escena olvidada. Lo mismo que sus expresiones, que adornaba con el tono sensacionalista que él consideraba apropiada.

Cuando entraron en la casa, Andrés se quedó anonadado mientras la melancolía mezclada con una pizca de añoranza invadió a Juan. Carteles de muchas y grandes películas, y de no tan grandes; figuritas promocionales que cualquier buscador de recuerdos pagaría una pequeña fortuna por adquirirlos; una butaca maltratada por el tiempo que acumulaba polvo sobre una especie de pedestal de madera, debido a la dejadez; viejas entradas en acristalados marcos por las paredes, un par de focos de techo, una máquina de tabaco, un apolillado trozo de tela roja. Cosas, trastos y más cosas.

—Tendréis que perdonarme por el desorden, pero es bien sabido que, cuando uno se centra en sus cosas, suele descuidar lo cotidiano —dijo Adolfo con ironía.

Lo cierto era que más que desorden o descuido, se trataba de desidia causada por el exceso de años sumándose al desánimo de la soledad. A Juan no le hacía falta preguntar por su esposa, era fácil deducir que hacía tiempo que se había marchado de este mundo dejándole solo, sumido en una frágil depresión. El olor a humedad rivalizaba con el ambiente a cerrado, y el eco de sus voces les causaba la sensación de caminar por los pasillos de un museo abandonado.

—He traído algo con lo que estoy seguro de que me puedes ayudar.

—¿De qué se trata? Hace tanto tiempo que no disfruto del tacto de lo nuevo, aunque para lo que sirven los trastos nuevos mejor me quedo como estoy —se contradijo Adolfo.

—No es nada nuevo, sino más bien de un objeto que conoces y sabes manejar muy bien.

Juan alargó la mano, pidiéndole la película a Andrés.

—Aquí tienes.

—¡Madre mía! —exclamó Adolfo—. ¿Qué tenemos aquí? ¿El final alternativo de Casa Blanca? ¿Las confesiones de Humphrey Bogart?

—Me temo que…

—O… no me lo digas, no me lo digas, se trata de un desnudo de Carmen Sevilla.

—¡Por Dios! Eso sí que no. Quiero que sepas…

El entusiasmado cinéfilo no permitió a Juan continuar.

—Ya veo que no es una película picantona. Entonces es un documental antiguo donde unos atrevidos de la época revelan los secretos de Franco, mientras el responsable de filmar se perdió en una de las cárceles tras ser arrestado. O mejor aún, le pillaron en la cama con alguna picarona y ésta es la prueba que lo demuestra.

—Para ya, Adolfo, tienes mucha imaginación para tu edad.

—Sargentillo, a mi edad, lo único que me queda es la imaginación, ¿no ves que el cuerpo no acompaña?

—¿Sargentillo? —preguntó Andrés, arqueando las cejas.

—No es asunto tuyo. Concéntrate en mantener la boca cerrada y presta atención cuando veamos lo que hay en la película.

El hombre agarró a Andrés del brazo y se rió con cierto descaro.

—En realidad se trata de una historia muy graciosa; cuando Juan aún era un jovencillo que apenas cabía en el uniforme recién estrenado…

—He dicho que no es momento para anécdotas —interrumpió Juan.

—Claro, claro —afirmó Adolfo, que enseguida perdió el hilo de lo que contaba, cuando el inspector le colocó el rollo de película en las manos.

—¿Tienes con qué poder verla?

—Por supuesto que sí. Aunque no estoy muy seguro de si aún funciona.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —aseveró Juan.

*

Para Gabriel Silvas Rivero no existía mejor medio para viajar que el AVE. Siempre que le encargaban un trabajo en una ciudad donde se podía llegar viajando en él, no lo dudaba ni un solo instante; desde su punto de vista, era una peculiar manera de tomarse unas vacaciones de la realidad. Su realidad. Durante las dos horas y pico que duraba el viaje, Gabriel Silvas Rivero se acomodaba en primera clase, visitaba un par de veces el vagón restaurante, a pesar de que siempre compraba un billete con “todo incluido”, leía una novela corta y disfrutaba del paisaje. Le recordaba la primera vez que viajó junto a sus padres, muchos años atrás. Fue para ir al funeral de su tía, nada de vacaciones o visitas ociosas; para él fue como escapar de una cárcel, aunque fuera para conocer en persona la realidad de la muerte.

*

En un lugar al que Adolfo llamaba salón, un gran mueble de cerezo viejo, decorado con relieves de uvas sobre manzanas, escondía una caja de plástico amarilla donde antiguamente guardaban las verduras. De ella sacó un objeto bastante pesado, envuelto con un trapo aterciopelado, ennegrecido por la suciedad y el tiempo.

—Aquí está. Ahora sólo necesitamos un milagro —dijo Adolfo, apoyándolo sobre la mesa del comedor—. Haced un poco más de sitio.

Andrés empezó a apartar un montón de trastos que ocupaban casi la totalidad de la superficie. Revistas, libros, platos sucios, correo sin abrir, una guitarra, dos juegos de sábanas y un candelabro, que era el único objeto limpio que decoraba el lugar.

—Cuidado con eso —advirtió Adolfo—. Mi mujer le tenía mucho cariño.

Durante un segundo la sonrisa se borró del rostro del simpático anciano.

—Venga —continuó—, ahora que hemos quitado los enredos y desempolvado el proyector, necesitamos una pantalla. Creo que tenía alguna por aquí, aunque tardaremos mucho en encontrarla.

—¿No podemos utilizar una pared? —preguntó Juan.

—Y ver la película de malas maneras… ni hablar. En cualquier caso, podríamos colgar una sábana blanca y…

—Hagámoslo, pues —interrumpió Juan.

—No se verá igual.

—No importa.

—En tal caso, coge una de las sábanas que tu amigo quitó de la mesa y colguémosla en aquel lado —dijo Adolfo, señalando la pared interior.

Pasados cinco minutos, todo estaba listo. Adolfo colocó el rollo en el proyector, con un cuidado casi religioso, y escupió en una servilleta para limpiar la lente.

—A ver qué pasa.

Bajó un pequeño interruptor y arrugó el morro.

—No funciona.

Abrió la tapa lateral, sopló dentro, metió el dedo por unos engranajes, ajustó un diminuto muelle que no se sabía para qué servía, cerró la tapa y resopló.

—Espero que ahora funcione.

Posó el dedo en el interruptor, cerró los ojos, lo bajó de nuevo y…

—Nada. Me temo que no funciona.

—¡Maldita sea! —exclamó Juan.

Andrés decidió acercarse al proyector y no quedarse con los brazos cruzados. No se le daban muy bien estas cosas, pero el sentido común le indicó que debía mover el cable que conectaba el proyector con la corriente.

—¿Funciona el enchufe? —preguntó.

—Debe funcionar.

—¿Estás seguro?

—Hombre… seguro, seguro. ¡No!

—Probemos con otro enchufe —propuso Andrés.

—No es mala idea —contestó Adolfo.

Juan suspiró impaciente.

Desenchufaron una lámpara de pie, del año de la polca, y desplazaron la mesa para que el cable llegara sin problemas. Adolfo carraspeó, se rascó la cabeza y bajó el interruptor.

El traqueteante sonido del aparato exaltó sus ánimos.

—¡Funciona! —exclamó Adolfo.

—Pero no se ve nada —dijo Juan.

—Espera un poco, no seas impaciente, sólo tengo que ajustar la velocidad de proyección para que veamos la película.

Cuando giró un diminuto botón, la sábana dejó de estar en blanco.