UN TRÁGICO A PESAR SUYO

(DE LA VIDA ENTRE VERANEANTES)

FARSA EN UN ACTO

PERSONAJES

IVÁN IVÁNOVICH TOLKACHOV, padre de familia.

ALEXIÉI ALEXIÉIVICH MURASHKIN, su amigo.

La acción transcurre en Petersburgo, en la vivienda de Murashkin.

Despacho de Murashkin. Muebles blandos. Murashkin está sentado a la mesa de escribir. Entra Tolkachov llevando un globo de cristal para una lámpara, una bicicleta de juguete, tres cajas de sombreros, un gran envoltorio de ropa, una bolsa con botellas de cerveza y muchos paquetitos. Pasa la vista por la estancia como atontado y se deja caer, rendido, sobre un sofá.

MURASHKIN. ¡Hola, Iván Ivánich! ¡Qué contento estoy! ¿De dónde vienes?

TOLKACHOV (respirando pesadamente). Amigo mío... Tengo que hacerte un ruego... Te lo suplico... préstame un revólver hasta mañana. ¡Hazlo como verdadero amigo!

MURASHKIN. ¿Para qué quieres un revólver?

TOLKACHOV. Lo necesito... ¡Oh, santos del cielo!... Dame un poco de agua... ¡Pronto, agua!... Lo necesito... Esta noche he de atravesar un bosque oscuro, así que... por si acaso. ¡Préstamelo, hazme el favor!

MURASHKIN. ¡Ah, Iván Ivánich! ¡Mentira! ¡Qué bosque oscuro ni ocho cuartos! ¿No se te habrá metido algo entre ceja y ceja? Por la cara te noto que alguna mala idea se te ha metido en la cabeza. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?

TOLKACHOV. Espera, déjame respirar... ¡Oh, madrecita mía! Estoy fatigado como un perro. Tengo en todo el cuerpo y en la cholla una impresión como si me hubieran hecho picadillo. No puedo más. Sé un buen amigo, no preguntes nada, no te metas en honduras... ¡dame el revólver! ¡Te lo suplico!

MURASHKIN. ¡Bueno, basta! Iván Ivánich, ¿qué pocos ánimos son éstos? ¡Un padre de familia como tú, un consejero de Estado! ¡Cómo no te da vergüenza! TOLKACHOV. ¿Un padre de familia yo? ¡Un mártir soy! ¡Un animal de carga, un negro, un esclavo, un canalla que aún sigue esperando no sé qué en vez de tomar el camino del otro mundo! ¡Soy un guiñapo, un imbécil, un idiota! ¿Por qué vivo? ¿Para qué? (Se levanta con rápido movimiento.) Dime tú mismo, ¿para qué vivo? ¿A qué santo esta cadena ininterrumpida de sufrimientos morales y físicos? Comprendo que se sea mártir por una idea, ¡sí!, pero ser mártir del diablo sabe qué, de unas faldas de mujer y globos para lámparas, ¡no! —¡su seguro servidor!—. ¡No, no y no! ¡Basta ya! ¡Basta!

MURASHKIN. ¡No grites, pueden oírlo los vecinos!

TOLKACHOV. ¡Que lo oigan, me da lo mismo! Si tú no me das el revólver, me lo dará otro, y dejaré de pertenecer a los vivos. ¡Está decidido!

MURASHKIN. Cuidado, ¡me has arrancado un botón! Habla con sangre fría. De todos modos, no llego a comprenderte. ¿Qué tiene de malo tu vida?

TOLKACHOV. ¿Qué? ¿Me preguntas qué tiene de malo? Permíteme, te lo voy a contar. ¡Permíteme! Te contaré cuánto me oprime el alma y quizá me sienta algo aliviado. Sentémonos. Verás, escucha... ¡Oh, madrecita mía! ¡Me ahogo! Tomemos por ejemplo el día de hoy. Sea. Como tú sabes, desde las diez hasta las cuatro estoy obligado a tocar la gaita en la oficina. Allí, hermano, el calor es terrible, el aire, sofocante, todo son moscas y un caos que no hay quien lo aguante. El secretario está de vacaciones, Jrapov ha ido a casarse, la rocalla de la oficina se ha vuelto loca pensando en las casas de campo, en los amoríos y en los espectáculos de aficionados. Todos andan soñolientos, rendidos, con las caras macilentas, de modo que no dan pie con bola... El cargo de secretario lo desempeña un sujeto sordo del oído izquierdo y enamorado; los solicitantes están alelados, todos corren a alguna parte y tienen prisa, se enfadan, amenazan —total, un revoltijo en verso, es como para echarse a gritar pidiendo socorro—. Todo se embrolla y el local se llena tanto de humo que podrías cortarlo con un cuchillo. Y el trabajo es infernal: siempre lo mismo, siempre lo mismo, un certificado, una relación, un certificado, una relación, monótono, como el rizo del mar. Sencillamente, ¿comprendes?, los ojos se salen por debajo de la frente. Venga el agua... Sales de la oficina molido, triturado, bueno sólo para irte a comer y tumbarte a dormir, pero ¡ca! —recuerda que eres un veraneante, es decir, un esclavo, una basura, un estropajo, un carámbano, y haz el favor de irte corriendo a cumplir los encargos, como un barbilindo—. En nuestras casas de veraneo se ha establecido una costumbre muy simpática: si un veraneante va a la ciudad, cualquier pingo de la colonia, por no hablar ya de la propia esposa, tiene el poder y el derecho de hacerle cien mil encargos. La esposa exige que pase por la modista y le eche un rapapolvo porque el corsé le ha salido demasiado ancho, si bien demasiado estrecho en los hombros; a Sónichka hay que cambiarle los zapatos, a mi concuñado hay que comprarle veinte kopeks de seda escarlata según muestra y tres varas de cinta... Espera, ahora mismo te voy a leer la lista. (Saca del bolsillo un papelito y lee.) Un globo para la lámpara; una libra de embutido; cinco kopeks de clavo y canela; aceite de ricino para Misha; diez libras de azúcar en polvo; tomar de casa una palangana de cobre y un mortero para el azúcar; ácido fénico, polvos insecticidas y polvos de arroz, diez kopeks; veinte botellas de cerveza; esencia de vinagre; un corsé para Mademoiselle Chansot, talla ochenta y dos... ¡uf! y traer de casa el abrigo de entretiempo y los chanclos de goma de Misha. Esto es sólo la orden de la esposa y de la familia. Ahora siguen los encargos de los simpáticos conocidos y vecinos, el diablo se los lleve. Los Vlasin celebran mañana el santo de Volodia, hay que comprarle una bicicleta; la coronela Vijrina se halla en estado interesante y por este motivo estoy obligado a pasar todos los días por casa de la comadrona y decirle que venga. Y así sucesivamente. Llevo cinco listas en el bolsillo y el pañuelo convertido en una cuerda de nudos. Así que, amigo mío, durante el tiempo que te queda entre la oficina y el tren, corres por la ciudad como un galgo, con la lengua fuera, corres, corres y maldices de la vida. De la tienda a la farmacia, de la farmacia a la modista, de la modista a la salchichería y luego otra vez a la farmacia. Aquí das un tropezón, allí pierdes el dinero, en otro sitio te olvidas de pagar y te dan alcance poniéndote como chupa de dómine, en un cuarto lugar pisas la cola a una dama... ¡uf! Un ejercicio así te pone hecho una fiera y te quedas tan molido que luego durante toda la noche los huesos duelen y sueñas con cocodrilos. Bueno, has cumplido los encargos, todo está comprado, ¿cómo quieres empaquetar luego tanto instrumento? ¿Cómo combinas, por ejemplo, el pesado mortero de cobre y su rodillo con el globo para la lámpara o él ácido fénico con el té? ¿Cómo juntas las botellas de cerveza con esta bicicleta? ¡Esto es un trabajo de romanos, un rompecabezas, una charada! Por más que te estrujes los sesos, por bien que te las ingenies, al final siempre se te rompe alguna cosa o se te vierte. En el andén y en el vagón, te estás de pie con los brazos extendidos, las piernas separadas, sosteniendo algún paquete con la barbilla, cargado de bultos, de cajas y demás porquerías. Cuando el tren se pone en marcha, el público comienza a echar por todas partes tu equipaje: con tus bultos has ocupado el sitio de otras personas. Gritan, llaman al revisor, amenazan con hacerte bajar del tren, ¿y qué quieres que haga yo? Me quedo de pie, con los ojos desorbitados, como borrico apaleado. Y ahora escucha lo que sigue. Llego a mi casa de veraneo. Creo que después de tales benditos trabajos, tengo derecho a beber un buen vaso, comer y descabezar un sueño, ¿no es cierto? Pues no, señor. Mi mujercita está al acecho hace ya mucho rato. Apenas te has engullido la sopa, ya echa la patita sobre ese siervo de Dios: ¿no tendría a bien asistir a un espectáculo de aficionados o a algún círculo de baile? No puedes protestar. Tú eres el marido, y la palabra «marido», traducida al lenguaje de los lugares de veraneo, significa animal mudo al que se puede montar y cargar cuanto se quiera sin miedo a que intervenga la Sociedad Protectora de Animales. Asistes a la representación y pones unos ojos como ruedas de molino ante el Escándalo de una familia noble o alguna Motia, aplaudes según te ordena la esposa y te vas quedando postrado, cada vez más postrado, temiendo a cada instante que te dé un ataque de apoplejía. Si vas al círculo, mira bailar, busca caballeros para tu esposa, y si falta alguno, ya sabes lo que te toca, haz el favor de bailar tú mismo la contradanza. Guando vuelvas del teatro o del baile después de la medianoche, ya no eres una persona, sino un pingajo, bueno para la basura. Pero, al fin, alcanzas tu objetivo: te has desnudado, te has metido en la cama. Magnífico. Cierra los ojos y duerme... Todo es tan agradable, poético y tibio, ¿comprendes?, los críos no chillan al otro lado del tabique, la esposa no está ahí, tienes la conciencia tranquila, ¿qué más puedes desear? Te adormeces y de pronto... y de pronto oyes ¡dzz!... ¡Mosquitos! (Se levanta vivamente.) ¡Mosquitos, malditos y anatematizados sean tres veces, mosquitos! (Agita los puños amenazador.) ¡Mosquitos! ¡Es como una plaga de Egipto, como la Inquisición! ¡Dzz!... Zumban tan quejumbrosa, penosamente, que parece te están pidiendo perdón, pero luego te pican de tal modo, los canallas, que te pasas una hora entera rascándote. Fumas, los matas, te tapas la cabeza, ¡no hay salvación! Por último te resignas y te entregas al suplicio: ¡hartaos, malditos! No has tenido tiempo aún de acostumbrarte a los mosquitos cuando se te viene encima una nueva plaga de Egipto: en el salón, la esposa empieza a aprender a cantar romanzas con sus tenores. De día duermen y de noche se preparan para los conciertos de aficionados. ¡Oh, Dios mío! Esos tenores son un suplicio tan grande que ni los mosquitos pueden comparárseles. (Canta.) «No digas que has perdido tu juventud...» «Aquí me tienes otra vez hechizado ante ti...» ¡Oh, in-fa-mes! ¡Me han desgarrado el alma! Para ahogar aunque sólo sea un poco sus voces, recurro al siguiente truco: me golpeo la sien con el dedo, cerca de la oreja. Golpeo de este modo hasta las cuatro de la madrugada, hasta que se van. ¡Oh, hermano, venga un poco más de agua...! No puedo... De este modo, sin apenas haber pegado ojo, te levantas a las seis de la mañana, y en marcha, a tomar el tren en la estación. Corres, temes llegar tarde, y te encuentras con barro en los caminos, niebla, frío, ¡brr! Llegas a la ciudad y otra vez a poner el organillo en marcha desde el comienzo. Así es, hermano. Te informo que ésta es una vida archirruín, y no se la desearía ni a mi enemigo. ¿Comprendes? ¡Me he puesto enfermo! Tengo asma, ardores de estómago, siempre estoy temiendo alguna cosa, hago malas digestiones, se me enturbia la vista... ¿Lo creerás? Me he vuelto neurasténico... (Mira a su alrededor.) Que quede entre nosotros... Quiero ir a la consulta de Chechott o de Meriheievski. A ver si me encuentran alguna cosa rara. Porque en los minutos de fatiga y alelamiento, cuando los mosquitos me pican o los tenores cantan, de súbito, se me enturbia la vista, salto, corro como un condenado y grito por toda la casa: «¡Tengo sed de sangre! ¡Sangre!» Y la verdad es que entonces siento deseos de acuchillar a alguien o de romperle una silla por la cabeza. ¡A lo que puede llevar la vida de veraneo! Y nadie te compadece, nadie te siente lástima, como si lo que sucede tuviera que suceder así. Hasta se ríen. Pero comprende que yo soy un ser animal, quiero vivir. ¡Esto no es un vaudeville, sino una tragedia! Escucha, si no me das el revólver, por lo menos comparte mi pena.

MURASHKIN. La comparto.

TOLKACHOV. Ya veo de qué modo la compartes... Adiós. Voy a buscar las anchoas, el embutido... aún me hacen falta polvos para los dientes. Luego, corriendo a la estación.

MURASHKIN. ¿Dónde veraneas?

TOLKACHOV. En Río Muerto.

MURASHKIN (alegremente). ¿Es posible? Oye, ¿no conoces allí a una veraneante, a Olga Pávlovna Finberg?

TOLKACHOV. La conozco. Hasta me la han presentado.

MURASHKIN. ¡Qué me dices! ¡Qué casualidad! ¡Qué a propósito y qué amable por parte tuya!...

TOLKACHOV. ¿De qué se trata?

MURASHKIN. Mi buen amigo, querido, ¿no podrías hacerme un pequeño favor? ¡Hazlo como amigo verdadero! ¡Bueno, dame palabra de honor que lo vas a cumplir!

TOLKACHOV. ¿De qué se trata?

MURASHKIN. ¡No por obligación, por devoción! Te lo suplico, amigo del alma. En primer lugar, saluda de mi parte a Olga Pávlovna y dile que estoy bien y que le beso la mano. En segundo lugar, le llevas un objetito. Me encargó que le comprara una máquina de coser a mano y no tengo con quién mandársela... ¡Llévasela, amigo mío! Y aprovechando la ocasión le llevas también esta jaulita con el canario... sólo que ten cuidado, que la puertecita se rompe... ¿Por qué me miras de esta manera?

TOLKACHOV. Una máquina de coser... una jaula con un canario... pardillos, pinzones...

MURASHKIN. Iván Ivánovich, ¿pero qué te pasa? ¿Por qué te has puesto como la púrpura?

TOLKACHOV (pataleando). ¡Venga acá la máquina! ¿Dónde está la jaula? ¡Móntate sobre mi espalda! ¡Trágate a este hombre! ¡Tortúralo! ¡Acaba con él! (Apretando los puños.) ¡Tengo sed de sangre! ¡De sangre!

MURASHKIN. ¡Te has vuelto loco!

TOLKACHOV (acercándosele). ¡Tengo sed de sangre! ¡De sangre!

MURASHKIN (aterrorizado). ¡Se ha vuelto loco! (Grita.) ¡Petrushka! ¡María! ¿Dónde estáis? ¡Salvadme, gente!

TOLKACHOV (persiguiéndole por la estancia). ¡Tengo sed de sangre! ¡De sangre!

TELÓN

1890