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Wes aparcó delante de un edificio de ladrillo marrón de dos pisos. Un pequeño tramo de escalera conducía a la galería Aspen Grove Fine Arts. Kathy, Wes y yo bajamos del coche. El equipo de grabación aparcó la furgoneta a nuestro lado y luego comenzó a descargar lo que necesitábamos.

—Ésta es la primera de nuestras cuatro paradas. He confirmado una entrevista con una escultora local, así como con el encargado de la galería. Ambos estaban encantados de realizarlas aquí —explicó Kathy mientras subíamos los escalones.

Nos recibió un hombre trajeado que se presentó a sí mismo como Brice. Nos enseñó la galería y nos explicó las distintas obras realizadas por artistas locales hasta que apareció una mujer. Era alta y delgada, y por debajo de una boina de color verde bosque asomaban unos grandes rizos pelirrojos. Sus ojos eran tan brillantes y azules como el despejado cielo californiano. Vestía un grueso jersey de punto trenzado en color crema, una voluminosa bufanda multicolor, mallas con un estampado de cachemira y unas extravagantes botas que le llegaban hasta las rodillas.

Cuando extendió la mano para estrechar la mía, los cincuenta brazaletes o más que llevaba en la pálida muñeca tintinearon al chocar entre sí.

—Hola, soy Esmeralda McKinney, la escultora. Muchas gracias por venir hoy. —Su correspondiente sonrisa fue amplia y hermosa. Todo en esa mujer podía iluminar un día apagado y oscuro.

—Me alegro de estar aquí. ¿Qué tal si, para comenzar, nos enseña sus obras? Yo le iré haciendo preguntas y mi equipo nos filmará. ¿Le parece bien? —pregunté.

El rostro de Esmeralda se iluminó de tal modo que podría haber hecho creer a cualquiera que los rayos del sol caían justo sobre ella.

—¡Por supuesto!

Me condujo a un pedestal transparente encima del cual descansaba el busto de una mujer hecho por completo con pequeñas tiras de metal. Era tan único como interesante.

—Esta obra es mía. Se titula Azotada por el viento.

Esmeralda tocó las puntas de las tiras de metal, que se abrían en abanico como si el viento estuviera agitando el pelo de la mujer.

Las cámaras estaban en marcha, pero era difícil no quedarse absorta en la obra. Las líneas de los ojos, los labios y la nariz eran asombrosamente fieles para tratarse de simples tiras de metal moldeado.

—Es muy intrincado. ¿Cómo comienza a hacer algo así? —pregunté.

—Cojo planchas de metal y las corto en pequeñas piezas de extensión variable. Parte de la diversión consiste en coger trozos en apariencia aleatorios e ir uniéndolos para formar un todo. A medida que voy calentando y manipulando las piezas, empiezan a tomar forma.

Toqué el borde del pedestal, sin atreverme a tocar la obra misma.

—¿Quiere decir que, cuando inicia un proyecto, no sabe qué será?

Ella negó con la cabeza.

—No. Supongo que, al igual que un escritor que se sienta delante de una página en blanco a la espera de que la historia surja, yo espero a que las piezas me digan qué obra crear. A medida que voy colocando las tiras de metal en su lugar, una forma se va revelando y yo me dejo llevar. —Juntó las manos delante del pecho—. Es como si la obra resultante estuviera destinada a existir en la forma que al final adopta. Como la vida. No se puede planear todo aquello que es hermoso. A veces la belleza toma forma justo delante de una.

Esmeralda había dicho algo muy profundo. Últimamente había descubierto que la belleza se presentaba en formas que no podría haber imaginado hasta que sucedía.

La siguiente localización era la galería Baldwin. Jonalyn Baldwin, una fotógrafa local, era su dueña y encargada. Se trataba de un largo rectángulo blanco situado en otro edificio de ladrillo, aunque no tan céntrico.

Había fotografías de varios tamaños colgadas en todas las paredes del espacio abierto. En el centro había, además, unos paneles modulares que los clientes podían rodear para admirar las fotografías que pendían en cada lado.

Una pequeña mujer asiática de pelo largo y sedoso recogido en una apretada cola y ojos de color ónix nos recibió en la entrada.

—Hola, usted debe de ser la señorita Saunders. Yo soy Jonalyn Baldwin. Bienvenida a mi galería.

Tenía un encantador tono de piel tostado, y unas cuantas pecas sobre su nariz y sus mejillas eran la única distracción en una tez por lo demás inmaculada. Llevaba los labios pintados de un rosa pálido, lo cual, combinado con el cálido tono que vestía, le proporcionaba un resplandor rosado. Iba ataviada de arriba abajo con una túnica granate y unas mallas del mismo color. La gruesa cadena de oro que colgaba de su cuello relucía bajo la luz de los rieles de iluminación del techo. Su aspecto era sencillo y elegante.

—Gracias por recibirnos, Jonalyn. Tenemos muchas ganas de ver sus obras de arte.

—Entonces vengan por aquí, por favor.

Jonalyn nos condujo hacia una fotografía enorme en la que se podía distinguir la mitad del rostro de una mujer con las manos en las mejillas. La imagen estaba, sin embargo, algo distorsionada, como si hubiera sido tomada a través de un cristal agrietado.

—¿Qué puede decirme sobre esta obra? —pregunté, impresionada una vez más por los detalles de la imagen.

Jonalyn señaló una zona de la foto.

—¿Ve estas líneas de aquí? Es donde enfoqué el objetivo.

Agucé la mirada y me fijé en las grietas de la imagen.

—Al otro lado del cristal había una hermosa mujer vestida para impresionar. Hice que se inclinara sobre un mostrador y que mirara a través de una vitrina. Luego coloqué una pieza de cristal agrietado delante del objetivo y capturé su belleza con una percepción alterada. Como puede ver con facilidad, la mujer detrás de la imagen distorsionada es despampanante, pero no sabemos quién es ni cuál es su historia. Puede que la belleza que usted ve sea una máscara. —Jonalyn había interpretado lo que había visto y por qué había elegido capturar esa imagen con tal perfección que me dejó sin palabras.

Me fijé en la foto e intenté entender su percepción. Ladeando la cabeza, miré la fotografía desde otro ángulo. A simple vista me daba cuenta de que la mujer tenía unos perfectos labios rojos, las uñas pintadas del mismo color y una piel maravillosa. A través del cristal roto, sin embargo, también eran visibles unas imperfecciones que de otro modo no podría haber captado.

—La llamo Belleza descubierta —dijo Jonalyn, claramente orgullosa de su obra.

Fascinada, seguí a la mujer por su galería. El modo en el que capturaba imágenes y las convertía en otra cosa era genial. Una serie de fotografías me impactaron sobre todo. Hice que el cámara filmara dos que colgaban una al lado de la otra. Una era de una mujer sintecho con la espalda apoyada en un edificio. Tenía una pierna doblada por la rodilla y el pie apoyado en la pared. A su lado descansaba una bolsa de basura blanca que era posible que contuviera todas sus pertenencias. Llevaba el largo pelo moreno sucio y desaliñado. Seguramente no se lo había lavado desde hacía tiempo. La mujer miraba a un lado. Unas marcadas arrugas surcaban su rostro, y en sus ojos relucía una tristeza que no podía ser borrada. Era evidente que estaba en la indigencia y quizá también desesperada.

La siguiente fotografía había sido tomada a través de un trozo de cristal combado y con burbujas. En ella se podía distinguir a la misma mujer de pie, pero la imagen no tenía nada que ver. Los rasgos se habían suavizado, el pelo ya no se veía sucio, sino tan sólo oscuro y rizado. La bolsa que había a su lado, una reluciente bola de luz blanca, parecía iluminar su figura, proporcionándole un saludable resplandor.

—Cuando eliminamos la dureza de la realidad, lo que se encuentra debajo es… especial. —Jonalyn se cruzó de brazos mientras contemplaba su obra. Era digna de admiración.

Extendí la mano hacia ella como queriendo acercarme más a la imagen.

—Es increíble la forma en la que ve las cosas.

Ella esbozó una ligera sonrisa.

—Es la forma en la que todos deberíamos hacerlo. Una mujer hermosa puede parecer perfecta, pero cuando se la mira con otros ojos, hay imperfecciones. Todo el mundo las tiene. Aquí —señaló a la mujer triste— puede verse a una persona claramente indigente, sucia y endurecida por la vida y, aun así, podemos encontrar en ella un lado oculto más suave. La vida y nuestras experiencias cambian nuestro aspecto, pero nunca quiénes somos en nuestro interior.

Me pasé mucho más tiempo del que tenía hablando con Jonalyn. Mientras conversábamos en una zona de asientos que había en un lateral de la galería, Wes se acercó, me colocó las manos en los hombros y me los masajeó un momento antes de inclinarse hacia adelante y decir:

—Mia, si quieres terminar las cuatro galerías hoy, tenemos que ir tirando. Está comenzando a nevar.

Levanté la mirada hacia él y sonreí. Wes me besó la frente. El inequívoco clic de un obturador rompió el hechizo del momento. Jonalyn apartó de su rostro la cámara con la que acababa de hacernos una foto y vi que tenía las mejillas sonrojadas. La había visto sobre la mesa que había entre ambas, pero no esperaba que fuera a utilizarla.

—Lo siento, cuando veo algo que debe ser capturado, no puedo evitarlo.

Yo sonreí, en absoluto molesta con ella.

—Pero no ha utilizado ningún cristal distorsionado.

La artista sonrió.

—No hacía falta. Cualquier modo mediante el que hubiera capturado ese momento habría sido honesto. Le enviaré por correo electrónico la imagen para que lo vea usted misma.

Wes me cogió de la mano y luego me ayudó a ponerme de pie.

—Eso me gustaría mucho. Ha sido maravilloso conversar con usted, ver sus obras de arte y que nos las comentara. Prometo mostrarlo bien en la sección.

—No tengo ninguna duda de que me hará un gran honor. Gracias, Mia. —Me estrechó la mano sosteniendo la mía entre las suyas.

Cuánta clase.

En vez de ir a la siguiente galería, Wes nos llevó a almorzar al histórico restaurante Red Onion.

—Este local fue fundado en 1892. En él sirven la mejor sopa francesa de cebolla y las mejores bolitas de cangrejo rebozadas —exclamó, prácticamente saltando con sus botas de nieve mientras me sostenía la puerta abierta para que entrara.

El lugar estaba repleto de gente. Las paredes eran de un oscuro color carmesí que proporcionaba al local una cálida sensación envolvente y daba a los comensales la impresión de que debían quedarse un rato. Me sentí al instante como en casa. El aire cálido de los grandes conductos de ventilación hizo que mi helada nariz hormigueara y se descongelara.

Wes había llamado con antelación para reservar una mesa para seis. Un equipo de tres personas (cámara, iluminación y sonido) era escaso, pero ya había colaborado con ellos en Nueva York, y el trabajo que habíamos hecho había sido de gran calidad y muy bien recibido por los ejecutivos de Century. Lo que necesitaba solucionar cuanto antes era lo de contar con una asistente de producción permanente, y quería a Kathy.

En cuanto nos hubimos sentado y hubimos pedido nuestras bolitas de cangrejo rebozadas, la salsa de espinacas y alcachofas servida con pan de pita a la parrilla y los entrantes, me animé a mencionar el tema con mi asistente.

—Bueno, Kathy, ¿cómo crees que va todo? —pregunté crípticamente mientras jugueteaba con la pajita de mi bebida.

Con un dedo, ella empujó sus gafas a lo Woody Allen por el puente de la nariz.

—Muy bien. Está claro que las obras de arte de la señora Baldwin le han gustado. Eso se notará en la pantalla. Me refiero a su entusiasmo. —Bajó la mirada y sus mejillas se sonrojaron.

Yo asentí.

—Estoy de acuerdo. Su arte es único y muestra un importante aspecto de la belleza de un modo que, a mi parecer, tocará la fibra de la mayoría de nuestro público. Ahora bien, cuando te he preguntado cómo iban las cosas no me refería al arte de Jonalyn.

Las cejas de Kathy se juntaron y su ceño se frunció.

—No estoy segura de entenderla, señorita Saunders.

—¡Dentro de dos semanas, señora Channing! —nos interrumpió Wes, rodeando mi silla con el brazo y agarrándome de forma posesiva del hombro.

Esta vez, Kathy sonrió de oreja a oreja y sus pómulos parecieron resplandecer.

—¿Se van a casar?

Yo asentí feliz.

—Sí. Cuando regresemos a California, contraeremos matrimonio en Malibú. El día de Año Nuevo.

Ella juntó las manos a la altura de su corazón y exhaló un suspiro.

—Eso es maravilloso. Hacen ustedes una pareja perfecta —afirmó con entusiasmo.

El cumplido hinchió de orgullo a Wes. Me apretó con fuerza el hombro y me acarició la barbilla con la nariz.

—No podría estar más de acuerdo contigo, Kathy —dijo besándome con efusividad la mejilla, la oreja y el cuello.

Yo solté una risita y le aparté la cabeza, pues quería terminar la propuesta que estaba haciéndole a Kathy antes de que él interrumpiera nuestra conversación entrando cual elefante en una cacharrería.

—Kathy, voy a soltarlo directamente porque tengo que hacerlo, y tú tienes muy poco tiempo para tomar una decisión.

Una expresión de intranquilidad ensombreció su rostro.

—De acuerdo. La escucho.

—Quiero que seas mi asistente —le espeté.

Ella miró a un lado y luego hacia atrás.

—Creía que ya lo era.

Con un suspiro, cogí mi té helado y le di un largo trago mientras asentía.

—Lo eres. Pero quiero decir a partir de ahora. —Noté el momento en que la bombilla se encendió. Todo su rostro se iluminó y sus labios formaron una pequeña sonrisa—. Es decir, de forma definitiva. Mientras esté en el programa del doctor Hoffman, quiero que tú seas mi asistente de producción. Que me eches una mano con las secciones, las planifiques conmigo y todo lo demás. Conoces todos los pormenores, mientras que yo, fundamentalmente, tengo claro lo que quiero hacer y cómo expresarlo ante la cámara. Necesito alguien de confianza para que me ayude a sacarles el máximo partido a estas secciones y se asegure de que le contamos al público la historia adecuada.

Kathy comenzó a asentir antes de que hubiera terminado mi explicación.

—¡Es una oportunidad increíble! —dijo y, con el ceño fruncido, añadió—: Pero vivo en Nueva York.

—Sí, lo sé. De momento, podríamos hacer parte del trabajo comunicándonos por internet, como ahora, pero no por mucho tiempo. El programa te proporcionaría un estipendio para mudarte. Podrías venir a principios de enero para buscar casa, pero para finales de mes te necesitaría en California.

Kathy negó con la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Por qué yo? Soy una don nadie.

Yo solté un resoplido.

—¿Una don nadie? Lo tienes todo perfectamente controlado. Me entiendes a mí y lo que estoy intentando conseguir. Comprendes a las personas a las que necesitamos entrevistar y conectas con facilidad con ellas. En mi opinión, eres la candidata ideal.

—Pero la asistente del doctor Hoffman me odia…

La interrumpí:

—Ya me encargaré yo de Shandi. En cualquier caso, ella no toma las decisiones. Eso es cosa de su jefe y de Leona. Y ya lo he hablado con ellos. Me dieron carta blanca para elegir a quien yo quisiera, y yo te elijo a ti. Ahora bien, entiendo que necesites algo de tiempo para pensarlo…

—No hace falta. Quiero el trabajo. —Su tono de voz era firme y seguro.

Sonreí de oreja a oreja.

—¿Aunque tengas que mudarte?

—Los inviernos en Nueva York son brutales, y mi familia reside por todo el país. Además, ésta es mi oportunidad de estar en un programa regular, tomando decisiones de alto nivel y trabajando con alguien que me gusta de verdad. Odio ir de un trabajito a otro. Quiero encontrar un lugar y construir una vida. Hasta la fecha, trabajar con usted y el señor Channing ha sido el momento culminante de mi carrera —dijo con gran excitación. Seguramente, era la vez que más animada la había visto.

Me aclaré la garganta justo cuando el camarero nos trajo los aperitivos. Wes fue directo a por una bolita de cangrejo y se la metió tan deprisa en la boca que temí que se atragantara.

—¿Qué? —dijo con la boca llena.

Yo me reí y me volví hacia Kathy.

—En cualquier caso, hay sólo una condición. —Enarqué las cejas mientras ella se preparaba para lo que tuviera que decirle.

Echó los hombros hacia atrás, alzó la barbilla y me miró directamente a los ojos. Fue difícil aguantar la risa, pero la miré con mucha seriedad y le expuse mi condición.

—Tienes que llamarme Mia. Eso de señorita Saunders ya cansa. —Mantuve una expresión estoica tanto como pude hasta que no aguanté más y estallé en carcajadas.

Para cuando Kathy y yo hubimos terminado de hablar, ya estaba todo el mundo muy animado. Había informado al resto del equipo de que tenía planeado contar asimismo con sus servicios, y todos parecían felices ante la posibilidad de seguir trabajando juntos en el futuro.

Después de almorzar, fuimos a la tercera galería para encontrarnos con un hombre que se llamaba a sí mismo Bob el Leñador. Tallaba madera sentado en una mecedora que él mismo había hecho. La galería había colocado la silla en un rincón junto al escaparate. Bob tenía setenta años y le encantaba estar rodeado de arte y conocer a gente nueva.

La galería era una gran atracción para los turistas locales y, desde que le habían proporcionado a Bob el Leñador un espacio para tallar, habían aumentado sus ventas en un treinta por ciento. Él permanecía sentado en su silla, tallando pequeñas piezas únicas que los turistas podían comprar en el momento u otras que la galería exhibía junto a algunas obras de técnicas mixtas que iban de esculturas a cuadros, pasando por mil cosas más.

Al entrevistar a Bob descubrí que había completado dos períodos de servicio en el ejército en la guerra de Vietnam, a la que se incorporó en 1965. Durante las largas horas a la espera de entrar en combate, cortaba trozos de madera de los árboles y, con una navaja de bolsillo, tallaba pequeños tótems o figuras. Luego regalaba esas obras a sus compañeros de armas para que se las enviaran por correo a sus familiares y así éstos supieran que pensaban en ellos. Fue licenciado a principios de los setenta a causa de tres heridas de combate: le habían disparado dos veces en la pierna y una en la cadera. La pierna no se había recuperado tan bien como esperaban.

Cómodamente sentado en un balancín, Bob el Leñador comenzó a convertir su pasatiempo en un trabajo a tiempo completo. Feliz por poder tratar con su familia, sus amigos y el público, e incapaz de realizar un trabajo de nueve a cinco, Bob había encontrado algo que se le daba bien, algo que amaba, y había decidido dedicarse a ello.

Su historia resultaba inspiradora y edificante en un mundo en el que tantos lugares estaban en conflicto, obligados a lidiar con las penurias de la guerra cuando sólo deseaban alcanzar la paz. La historia de Bob suponía una gran dosis de esperanza para los veteranos lesionados de nuestra nación, a los que les vendría bien un poco de optimismo. No era una historia fácil de oír. Había sido herido protegiendo la libertad y, sentado junto a un escaparate en una galería de arte de Aspen, no lamentaba un solo día de su servicio en el ejército.

Un héroe interesante que tallaba hermosas obras de arte era increíble, pero no era su historia lo que lo hacía especial, sino la parte de su experiencia que cada persona a la que conocía se llevaba consigo.

Mientras conversábamos, estuvo tallando un pequeño corazón rodeado por las olas del mar.

—Un regalo de boda —me dijo cuando me dio la pieza. Era un cuadrado de diez por diez centímetros. La base era plana, para que pudiera sostenerse derecho y ser expuesto.

—¿Cómo lo ha sabido? —dije con un grito ahogado.

Bob le quitó importancia a mi sorpresa con un movimiento de la mano.

—Un anciano sabe cuándo una mujer está enamorada. Además, ¡la luz de esa sortija casi me deja ciego! —repuso, y soltó una risita.

Ambos nos echamos a reír y el dueño de la galería envolvió el regalo en papel de seda y se lo tendió a Wes en una bolsa.

Antes de marcharme, le di un abrazo a Bob.

—Gracias por compartir su historia conmigo. Ni yo ni el público que vea esta entrevista la olvidará jamás.

—La gente como usted, querida, es la razón por la que merece la pena arriesgarse —dijo sonriendo y despidiéndose con la mano mientras Wes me rodeaba con el brazo y salíamos a la fría calle.

«Merece la pena arriesgarse.»

Cuando dejamos a Bob el Leñador y llegamos a la galería 4M, yo todavía estaba dándole vueltas a la conversación. Bob había dicho que por mí merecía la pena arriesgarse. Sabía que se refería a luchar en una guerra. Los soldados luchaban y se entregaban de un modo que los civiles nunca podrían comprender. Hacía falta ser de una pasta especial para arriesgar la vida cada día por más de trescientos millones de personas a las que uno ni siquiera conocía. Orgullo. Servicio. Para Bob, esas cosas, y cada vida, merecían la pena.

Sus palabras me hicieron pensar que aquello que realmente merecía la pena tener en la vida bien merecía los riesgos. Y, sin embargo, no todo el mundo estaba dispuesto a correr esos riesgos para lograr lo que deseaba en la vida. En el fondo, era algo muy triste.

Al entrar en la galería 4M me asaltó un aroma a limón, menta y jazmín combinados. Nada más cruzar el umbral, me detuve y dejé que la familiar mezcla permeara mis sentidos. Hacía años que no olía esa combinación. Quince, para ser exacta.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza y se me secó la boca. Al otro lado de la sala había una mujer alta con el pelo negro y rizado a la altura de los hombros. Iba vestida toda de negro y estaba colocando bien un cuadro en la pared. No podía moverme. La mujer estaba de espaldas a mí, pero tanto su figura como el fluido movimiento de sus brazos —parecido al de una bailarina— resultaban perfectamente reconocibles, y al instante identifiqué quién era. Fue devastador, como si viera a un fantasma.

La mujer se dio la vuelta, juntó las manos y comenzó a caminar hacia mí. Entornando sus pálidos ojos verdes, cogió las gafas de montura plateada que colgaban del escote de su blusa de manga larga. En cuanto se las puso, se detuvo de golpe, como si se hubiera quedado pegada a los tablones del suelo. Yo tampoco podía mover ni un músculo, y me limité a observar a la mujer que tenía ante mí. Había cambiado mucho en los últimos quince años, pero no lo suficiente como para que no la reconociera de inmediato.

—Mia —dijo con la voz entrecortada.

Wes me rodeó con un brazo. El único movimiento del que fui capaz fue apretarle la mano con fuerza.

—Hola, señora… —dijo él.

—Banks —terminó ella.

Yo me encogí y volví a apretar la mano de Wes.

Éste no me soltó, algo por lo que le estuve eternamente agradecida. De no haber contado con esa única conexión a algo real, supongo que me habría desmayado, o habría salido corriendo y gritando, o una combinación de ambas cosas.

—Hola, señora Banks, soy Weston Channing, y hemos venido para entrevistarla en relación con su arte y la galería. Parece que ustedes dos ya se conocen y, como puede comprobar, Mia se ha quedado pasmada del todo, así que, si pudiera usted aclararme qué está sucediendo aquí, se lo agradecería mucho.

Mi Wes. El pacificador. Lo que no sabía él era que nada podía aclarar eso. Quince años de pérdida y abandono no se arreglaban con una mera explicación. Yo ya sabía eso. Llevaba quince años intentando solucionar el misterio de por qué la mujer que me había dado la vida había querido asimismo destrozar el mundo tal y como lo conocía cuando apenas contaba con diez años.

—Te reconocería en cualquier lugar, Mia —dijo ella con voz trémula. Sonaba distinta, de algún modo más tranquila.

Se pasó la lengua por los labios y, con horrorizada fascinación, observé a la mujer que creía haber perdido para siempre. Su aspecto era mejor de lo que había sido nunca. Mejor de lo que tenía derecho a ser.

—Oh, querida, ha pasado tanto tiempo… —Sus palabras eran como un cuchillo envenenado clavándose en mis partes blandas y vulnerables. La emoción contenida estaba ahí, y parecía más sincera que cualquier cosa que yo recordara que hubiera dicho antes, pero aun así no consiguió penetrar el muro de mármol que años atrás había construido alrededor de mi corazón para protegerme de esa mujer y su recuerdo.

Sin saber qué otra cosa hacer, dije las únicas palabras que acudieron a mis labios:

—Hola, madre.