2
Un rugiente infierno de calor lamió la superficie de mi piel, ondulando sobre cada una de sus curvas hasta que ardieron de calor. Además del fuego, algo pesado impedía que me moviera. Lo intenté con las piernas, pero permanecían inmóviles. Otra pierna peluda aprisionaba mis muslos. Un momento. ¿Qué? Al tiempo que mi cerebro se despabilaba, todo mi interior se tensó de golpe y mi corazón comenzó a latir con tanta fuerza que temí que en mi pecho hubiera un bombo sonando a un volumen lo suficientemente alto como para despertar a la persona que dormía a mi lado. Al instante, mis receptores del miedo se activaron y mi piel se cubrió de sudor.
Con gran lentitud, moví mis extremidades empapadas de sudor por la ansiedad y me preparé para defenderme. Mi mano formó un fuerte puño y me dispuse a dar un codazo, a cubrirme y a rodar sobre mí misma, algo parecido a lo que en la escuela elemental me habían enseñado que debía hacer cuando había un incendio. Sólo que aquello era «detenerse —tumbarse en el suelo— y avanzar rodando sobre uno mismo». Repetí el canto en mi cabeza: «Codazo —rodar sobre mí misma— y descender (con lo que me refería a bajar por un lado de la cama y apretar a correr)».
Un gruñido masculino sonó entonces a mi espalda y las extremidades que me rodeaban me aprisionaron con más fuerza.
—Puedo oírte pensar —dijo con la voz todavía áspera por el sueño.
Justo cuando iba a golpearlo y a probar suerte con el bien pensado método de «codazo —rodar sobre mí misma— y descender», esa voz hizo trizas el plan con la misma facilidad que una afilada hoja corta una cinta de satén. Una nueva sensación se extendió por mi cuerpo al tiempo que se me ponía la carne de gallina y, a continuación, era presa de unos incontrolables escalofríos. Las lágrimas colmaron mis ojos y me di la vuelta aprovechando que esos brazos aflojaban su sujeción. Tenía ante mí al único hombre al que amaba y necesitaba más que respirar.
Wes.
Comencé a llorar. Él levantó una mano y la colocó en mi mejilla.
—¿Me has echado de menos? —Sonrió, y no pude evitar perder la compostura.
A la velocidad de un ninja, lo tumbé de espaldas y me senté a horcajadas sobre sus caderas. Una parte muy impresionante de su cuerpo también estaba deseosa de saludarme, pero dejé eso para más tarde. Mi boca ya estaba en movimiento. Cubrí de besos cada centímetro de su rostro: su frente entera, sus mejillas y también su mentón barbudo (que me hizo cosquillas en los labios al pasar por él). Evité el cuello, pues un apósito protegía la herida que tenía ahí.
«Dios mío, no puedo creerme que esté aquí en carne y hueso.»
Finalmente, deposité mis labios sobre los suyos. Él abrió la boca de inmediato. Esperé menos de medio segundo para hacerlo mío.
Su lengua era cálida, húmeda y todo lo que había soñado los últimos dos meses. Coloqué las manos a ambos lados de su rostro y nuestras lenguas danzaron. Los dedos de Wes recorrieron mi espalda y sus caderas arremetieron en mi centro, apaciguándome tanto como si encendiera una cerilla en el deseo que ardía en mi interior.
Él se apartó un momento de mis labios y gruñó:
—Necesito estar dentro de ti, Mia. Hazme sentir completo.
Sin llegar a despegar del todo nuestros labios, me coloqué de rodillas para poder quitarme las bragas. Tras hacerlo, forcejeé con su bóxer y se lo bajé tanto como pude hasta que la prenda quedó a la altura de mis pies y, con uno de ellos, la empujé hacia abajo. Wes terminó de quitárselo y me agarró por las caderas. Su polla era larga, gruesa y estaba dura como una piedra, orgullosamente erecta, esperando para entrar en su hogar.
No hubo necesidad de preliminares, suaves caricias o palabras sexis. Esto no era hacer el amor ni follar con alguien a quien uno ha echado de menos tras una larga ausencia. No, era una auténtica posesión. Bestial, pero impregnada de una implacable sensación de adoración y necesidad carnal.
Volví a incorporarme y reparé en la perla de líquido preseminal que había en lo alto de la corona de su gruesa erección y un gemido delató mi deseo de chupársela, pero todavía necesitaba más la intensa conexión. Me senté encima con fuerza y no pude evitar gritar cuando su gruesa y venosa verga entró de forma abrupta en mí. El aire se me escapó de los pulmones al tiempo que mi centro se tensaba y palpitaba alrededor de su rígido miembro. Me dejé caer hacia adelante y, apoyándome con las palmas sobre su torso a la altura del corazón, lo miré directamente a sus brillantes ojos verdes.
—Wes. Eres de verdad —dije mientras le palpaba el pecho.
—Y tú eres un regalo para la vista. —Aspiró una bocanada de aire y su mirada me lo dijo todo. Lo mucho que me había echado de menos. El deseo que sentía por mí. Y cómo nuestro amor lo había traído de vuelta a casa—. Dios mío, eres increíblemente hermosa —afirmó, y me agarró con tal fuerza de la pelvis que ésta comenzó a amoratarse.
No me importaba. Quería que me dejara su marca. Saber que era él quien la había hecho significaba que estaba presente en carne y hueso. Ya no volvería a dejarlo marchar.
Wes movió las manos hacia mi camiseta de tirantes y yo me la quité y la arrojé al suelo. Luego me incliné hacia adelante. Él respiró hondo y cerró los ojos.
—¡No cierres los ojos! —exclamé con voz quebrada.
Se pasó la lengua por los labios y, tras levantar mi cuerpo hasta que su polla estuvo a punto de salirse, dejó que la gravedad hiciera su efecto y, al descender otra vez sobre él, volvió a entrar de golpe. Ambos soltamos un grito ahogado y su polla se hinchó al tiempo que las paredes de mi sexo se tensaban.
—¿Por qué, cariño? —preguntó mientras arremetía en mi interior. Podía sentir el impacto de su dura polla en el punto adecuado.
Le acaricié el rostro y toqué cada uno de sus rasgos con las puntas de los dedos para asegurarme de que era real. Cuando llegué a los labios, él comenzó a chupar y a mordisquear mis dedos, provocándome una sacudida de puro éxtasis. Mi coño se tensó y la humedad lubricó todavía más la zona en la que nuestros cuerpos estaban en contacto.
Wes dejó que fuera yo quien marcara el ritmo, y empecé a moverme hacia adelante y hacia atrás, arriba y abajo.
—¿Por qué? —volvió a preguntar mientras jugueteaba con mis pezones, apretando y estirándolos hasta convertirlos en dolorosas zonas que suplicaban la calidez de su boca.
Apoyando de nuevo las manos en el centro de su pecho, me elevé y me dejé caer, al tiempo que empujaba mi clítoris contra su hueso pélvico.
—Joder, cariño. Vas a hacer que me corra.
—Ése es el plan. —Además de distraerlo de su pregunta.
Wes no picó. Cuando descendí sobre él, me cogió por la cintura para evitar que me moviera. Era como si me hubieran clavado a la pared, sólo que aquello que me mantenía sujeta era una gigantesca pieza de carne viril, palpitante y suculenta.
—Dímelo.
Volví la cabeza para aliviar una tensión en el cuello que parecía que llevara ahí toda la vida.
—Cariño, en mis sueños, nuestros ojos están cerrados —me limité a decir. Era una respuesta vaga que escondía la verdad.
—¿Has soñado mucho conmigo?
Su pregunta me sorprendió, y fue directamente al centro del persistente miedo que estaba comenzando a experimentar en ese momento. Me despertaría en casa sola, deshecha y con un agujero en el corazón tan grande que todo el océano Pacífico podría caber en su interior sin ahogarme.
Al principio, no contesté. Él empezó a mover su polla en un patrón circular que hizo que mi clítoris palpitara y el resto de mi cuerpo se estremeciera.
—¿Lo has hecho, nena?
Yo asentí y me mordí el labio, disfrutando de ese movimiento. No quería que abandonara nunca mi cuerpo. O, para ser honesta, no quería que me abandonara y punto.
—¿Te has corrido pensando en mí? —El resplandor de sus ojos era de un oscuro verde bosque, y sus pupilas se dilataron.
Yo suspiré y me relajé cuando me soltó, permitiéndome con ello mover las caderas y obtener un alivio, por mínimo que fuera.
Tras inspirar con suavidad, le contesté. Habría hecho cualquier cosa por él, aunque me avergonzara. Volvía a estar en casa.
—A veces. En la mayoría de los casos, tu imagen desaparecía y yo me quedaba sola en la cama.
Wes me agarró por las caderas, tiró de mí hacia arriba y luego controló mi descenso centímetro a centímetro. Su gruesa polla fue abriéndose paso poco a poco a través de los delicados tejidos, enviando el cosquilleo de un inminente orgasmo a lo más profundo de mi ser.
—No cierres los ojos —volví a decir.
—No voy a irme a ninguna parte.
Wes se incorporó y se desplazó hacia atrás hasta que pudo apoyar la espalda contra la cabecera de la cama. Su polla se adentró todavía más en mi interior y yo solté un grito ahogado y eché la cabeza atrás, dejando que mi pelo acariciara el borde de mi culo y sus muslos. Con una mano, me sujetó entonces por la cintura y, con la otra, comenzó a acariciarme la espalda. Empezó por la base de la columna vertebral y fue subiendo por los omóplatos hasta que llegó a la cabeza y, tras enredar los dedos en mi pelo, agarró un mechón con fuerza. Tirando de él, hizo que levantara la cabeza hasta que nuestras miradas se encontraron.
La forma en la que me agarraba del pelo y el cosquilleante calor que sentía en las raíces provocó que el dolor se tornara en placer con rapidez y, acercando mi boca a la suya, solté un gemido.
—Esto, nena, lo que tenemos tú y yo, es lo que me mantuvo vivo. Te debo la vida. —Las lágrimas acudieron a sus ojos mientras me miraba fijamente, como si pudiera vislumbrar mi mismísima alma.
Yo negué con la cabeza y me pasé la lengua por los labios, rozando al tiempo los suyos. Solté un grito ahogado mientras dos lágrimas gemelas caían a ambos lados de su cara.
—No, Wes. Soy yo la que vive por ti. Tú me haces creer que merezco más. Y, cariño, tú eres mi «más»…, y eso lo es todo.
Nos cogimos uno al otro de la cara y nuestros labios se encontraron, tomando, dando, amando… Lo que en el pasado había creído que era amor no era nada comparado con esto. Sabía que nunca amaría a nadie con todo mi ser del modo en que amaba a Weston Channing III.
Él cubrió entonces mi rostro de besos mientras yo seguía clavada a su miembro. Era como si estuviera satisfecho sólo con estar dentro de mí, compartiendo un cuerpo.
—Voy a casarme contigo pronto. —Podía sentir su cálido aliento en mi oreja, pero sus palabras eran todavía más ardientes, transmitiendo ese calor tanto a mi corazón como al exterior.
Yo aumenté entonces la presión y él soltó un gemido.
—¿Eso ha sido una propuesta?
Moví las caderas para recordarle el punto en el que estábamos conectados. El placer de tenerlo ahí, duro y decidido, era un afrodisíaco en sí mismo. Suspiré y me retiré unos pocos centímetros para colocarme de rodillas. Luego volví a descender, reavivando ese fuego.
Él también suspiró y jugueteó de nuevo con mis pezones antes de inclinarse hacia adelante y meterse uno de ellos en su cálida boca. Sostuve su cabeza en mi pecho y me deleité con el hecho de tenerlo ahí una vez más. Los pezones me dolían a causa de la anticipación. Wes chupó la punta y luego se retiró lentamente, dejando que mi teta escapara de su boca. Su saliva relucía bajo la luz matinal, una réplica sexi de lo que estaba sucediendo más abajo.
—No es ninguna propuesta porque no tienes la opción de decir que no —replicó antes de pasar la lengua alrededor del desatendido pecho.
—¿Ah, no? —Suspiré e hice un movimiento circular con las caderas en busca de más fricción.
Él gimió en mi pecho.
—Este cuerpo es mío —declaró.
Volvió a chuparme con fuerza el pezón, lo que me provocó unas estremecedoras sacudidas de placer que me humedecieron todavía más. Sus labios ascendieron en dirección a la zona bajo la cual mi corazón latía con rapidez.
—Este corazón es mío.
Tras lamer y besar esa zona, entrelazó las manos en mi nuca y acercó sus labios a los míos.
—Este amor es nuestro. —Y selló su declaración con un profundo, alucinante y estremecedor beso.
Weston tenía razón. Ese amor era nuestro, y durante la siguiente hora, me enseñó exactamente cómo era, y yo perdí la cabeza una y otra vez.
Después de hacer el amor, estuve observando cómo Wes dormía y respiraba. Nunca habría pensado que el simple acto de ver dormir al hombre que amaba pudiera proporcionarme tanta paz, pero así fue. Me había dado la sorpresa de mi vida al despertarme esa mañana con él acurrucado a mi espalda. Aun así, mientras pasaba los dedos por su pelo, me costaba creer que estuviera sano y salvo en casa. Maltrecho pero vivo, y durmiendo a mi lado.
De repente, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Judi. Se detuvo y se nos quedó mirando fijamente, primero a mí y luego a Wes. La ropa de cama limpia que llevaba en las manos comenzó a temblar al tiempo que soltaba un grito ahogado. Yo sonreí, y el rostro de Judi se iluminó y sus mejillas se sonrojaron. Enseguida, dejó las toallas y las sábanas junto a la cómoda, dio media vuelta y salió del dormitorio.
Poco a poco, me levanté de la cama, me puse la camiseta blanca que Wes había llevado y dejé que su aroma me embriagara. Luego salí de la habitación de puntillas y me dirigí a la cocina, donde vi a Judi sacando cajas de comida de un armario. Reparé en el temblor de sus manos cuando colocó la mezcla de las tortitas sobre la encimera.
—¿Judi? —dije mientras rodeaba la barra de desayuno.
Ella se detuvo, dejó caer los hombros y, de repente, se volvió y me dio un fortísimo abrazo.
—¡Mi chico está en casa. Gracias a Dios! —exclamó sin dejar de abrazarme. Sus lágrimas se mezclaban con su risa—. Ahora podemos ser una familia.
Ahí estaba otra vez. Esa palabra que había comenzado a significar para mí más que ninguna otra cosa.
—Si Wes se sale con la suya, eso podría suceder antes de lo que crees.
Ella se apartó y, sosteniéndome por los bíceps, frunció el ceño y ladeó la cabeza.
—¿Y eso? ¿Te ha pedido…? —Se llevó una delicada mano a la boca al tiempo que abría unos ojos como platos—. Menudo granuja —añadió. Su tono era de asombro y excitación.
—No me ha pedido que nos casemos.
Judi volvió a fruncir el ceño y colocó los brazos en jarras.
—¿Qué?
Yo negué con la cabeza, la miré directamente a los ojos y le ofrecí lo que quería.
—Me ha dicho que va a casarse conmigo.
Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el rostro de la mujer que más tiempo había pasado cuidando de él aparte de su madre.
—Ya te lo dije: cuando se propone algo, siempre lo consigue.
A continuación se dio la vuelta y cogió la plancha de asar, las sartenes y los demás utensilios que necesitaba.
—¿Qué estás haciendo? —Miré el reloj. Eran poco más de las doce.
—Preparándoos a ambos un desayuno de bienvenida como no habéis tomado jamás.
Claro que lo estaba haciendo. Era típico de Judi mostrar su felicidad cocinando una hornada de auténtico amor. Y yo me comería hasta el último bocado. Mi estómago ya estaba comenzando a gruñir ante la idea de una comida casera. Desde Texas no había disfrutado de un plato con el que no me limitara a juguetear con la comida de un lado a otro del plato.
Estaba preparándome una taza de café cuando unos brazos fuertes y cálidos rodearon mi cintura.
—Mmm, no estabas en la cama cuando me he despertado. Eso no me gusta. —Su tono de voz me dejó claro que no estaba bromeando. Era algo extraño en boca de mi despreocupado y relajado chico. Más que extraño.
Riendo, recliné la espalda contra su cuerpo. Al hacerlo, mi sien entró en contacto con algo áspero y rasposo.
—¿Desde cuándo? —Quise quitarle importancia al comentario que había hecho.
No me preocupaba ese repentino cambio en su personalidad. Antes, cuando dormíamos en la misma cama, el que se despertaba primero dejaba descansar al otro. Era nuestra norma. Ahora las cosas eran distintas.
—No hagas preguntas cuyas respuestas no quieres oír —me advirtió en un tono más duro de lo habitual. El Wes despreocupado de siempre todavía se encontraba ahí, pero parecía estar enterrado bajo la superficie de esa deslustrada versión de su personalidad.
Lo que me rozaba en la sien tenía un borde afilado que se me estaba clavando.
—¡Ay! —Alcé una mano y pasé los dedos por la rugosa tela.
—¡Joder! —exclamó Wes y, al tiempo que sus manos soltaban mis caderas, dejó escapar un gruñido seguido de un siseo de dolor.
Yo me di la vuelta de golpe para ver cómo tenía la herida. En un costado del cuello estaba el apósito blanco que había visto antes de atacarlo como una ninfómana posesa. La mancha carmesí del centro estaba volviéndose más roja a cada momento.
—Oh, Dios mío, tu herida de bala. ¡Mierda! Debería haber ido con más cuidado…
Y entonces me di cuenta de que no todo en él era perfecto. Una vez saciada la necesidad de completar nuestra conexión, lo observaba con un ojo más crítico. En el pecho tenía varias marcas y moratones y, en uno de sus antebrazos, una serie de señales que parecían quemaduras. Con dedos trémulos, inspeccioné las heridas.
—Cariño… —Un nudo en la garganta me impidió seguir.
—Estoy bien. Estamos los dos en casa y podemos pasar página. —Su tono de voz era tenso. Un atisbo de ira era perceptible en cada una de las palabras que había murmurado.
—No, no estás bien. —Me incliné hacia adelante y le besé cada herida y cada cicatriz que vi. La más preocupante era la del cuello—. ¿Por qué la herida de bala sigue tan mal?
—Se abrió unos días después de la cirugía y tuvieron que volver a ponerle puntos. Al parecer, uno debe quedarse en cama todo el rato y evitar movimientos bruscos para que no se abra. —Sonrió, y yo fruncí el ceño.
Era consciente de que su ausencia había estado volviéndome loca. Pero él debía de haberlo pasado diez veces peor. Apenas puedo imaginar el tipo de paciente que debía de haber sido.
Seguí inspeccionando su cuerpo y catalogando cada una de sus heridas, y advertí que las marcas de viruela que tenía en el antebrazo izquierdo parecían ahora irritados verdugones rojos, cráteres con costras en el centro. Fui a colocar mi boca sobre una de ellas, pero Wes me cogió por el cuello con ambas manos y negó con la cabeza.
—No lo hagas. No quiero que tu perfección se vea mancillada por esta cosa horrible. —Sus ojos eran ahora dos agujeros negros con apenas un resplandor verde esmeralda.
Haciendo caso omiso de sus palabras, miré de cerca una de las marcas. Él cerró los ojos y apretó la mandíbula.
—Los ojos, cariño —dije recordándole mi anterior petición.
Él sabía que todavía me sentía vulnerable a causa de su secuestro, y el único modo mediante el que lograríamos superarlo era si lo hacíamos juntos. Teníamos que abrir esas heridas psicológicas y hacer un sangrado de todo lo malo para que curaran.
La mirada de Wes se encontró con la mía y las ventanas de su nariz se ensancharon mientras yo me acercaba a las llagas. Sin dejar de mantener el contacto visual, deposité los labios sobre una de las feas quemaduras en proceso de curación. Si se debían a lo que imaginaba (y había visto antes a uno de los matones de Blaine impartir este tipo de castigo), los radicales habían estado apagando cigarrillos en el brazo de mi querido Wes, torturando su hermosa piel bronceada y dejándole recordatorios del lugar en el que había estado. Quería deshacerme de esos recuerdos con algo hermoso.
Así pues, hice la única cosa que podía hacer. Besé todas y cada una de las marcas, reivindicándolas.
—Este cuerpo es mío. —Repetí sus palabras en un susurro mientras recorría a besos su brazo hasta el pecho. Una vez ahí, coloqué los labios sobre su corazón, lo besé y lamí la zona del mismo modo que él me había hecho a mí poco antes.
Wes soltó un leve y profundo gemido pero mantuvo los ojos abiertos.
—Este corazón es mío.
Me humedecí los labios con la lengua, me puse de puntillas y rodeé sus hombros con los brazos con cuidado de no tocar la zona dolorida del cuello. Luego, acercando mi boca a la suya, pronuncié las palabras finales:
—Este amor es nuestro.
Y lo besé larga y profundamente con todo el amor que había estado conteniendo en mi interior durante los últimos dos meses.
—¿Es que os vais a pasar todo el día haciéndoos carantoñas o pensáis comeros el banquete que os he preparado? —exclamó Judi desde el otro lado de la cocina, interrumpiendo lo que sin duda estaba a punto de convertirse ahí mismo en otra ronda de sexo salvaje.
Wes se rio contra mis labios. Con una mano me cogió por la cintura para mantener nuestros cuerpos pegados y, con la otra, me agarró con fuerza una nalga. Sentí una punzada de excitación en la entrepierna.
Froté mi nariz contra la suya.
—Tenemos toda la eternidad, cariño. Comamos. Estás demasiado delgado —señalé al tiempo que pasaba la mano por su pecho desnudo y comprobaba hasta qué punto se le marcaban las costillas.
Había perdido peso, pero eso no había afectado a la perfección de su tono muscular y sus marcadísimos abdominales. Los músculos jodidamente sexis de su pelvis eran un poco más pronunciados, casi como si fueran una flecha que apuntara justo al centro de mi fascinación. Dándole una palmadita a su polla —que ya estaba medio lista—, le dije:
—¿Luego? —Más que una pregunta, era una promesa.
Él volvió a agarrar mi nalga y frotó su entrepierna contra mi clítoris. Dios mío, era capaz de estimular mis zonas erógenas sin ni siquiera esforzarse.
—Está bien, nena, pero eres mía. Todo el día y toda la noche.
Yo solté un bufido y me hice un moño en lo alto de la cabeza sujetándolo con la goma que llevaba en la muñeca. Algunos mechones cayeron por mi cara mientras los ojos de Wes parecían desplazarse hacia la generosa visión de mis muslos desnudos, así como hacia mi pecho, donde la tela de la camiseta cedía a causa de la anchura y el peso de mis tetas. Mi chico me folló con la mirada de arriba abajo, lo que provocó que inmediatamente yo tuviera que juntar las piernas para aliviar parte de la presión.
—Eres un neandertal —dije guiñándole un ojo.
Él se acercó a mí, rodeó mi cintura con un brazo, pegó mi pecho al suyo e, inclinándose hacia mi oreja, me susurró:
—No tienes ni idea, cariño. He sobrevivido sólo con el pensamiento de tu cuerpo y la esperanza de sentir tus labios rosados alrededor de mi polla y el prieto calor de tu coño envolviéndome. Voy a dar cuenta de tu culo como un auténtico cavernícola. —Podía notar su aliento en la oreja. Sus palabras me sedujeron y me excitaron, y luego terminó diciendo—: Lo necesito. Te necesito. Siempre.
Me derretí en sus brazos.
—¿No podríamos saltarnos el desayuno? —le propuse de forma esperanzada en voz alta. Mi sexo ya estaba palpitando de excitación, ansioso por que llevara a cabo la intrusión.
—¡Oh, no! ¡Ni hablar! He preparado un banquete para darle la bienvenida a mi chico. ¡Venid aquí vosotros dos! —nos regañó Judi con un exagerado mohín.
Ni Wes ni yo pudimos contener la risa. Nuestro estado de agotamiento, nuestros remendados corazones y la descontrolada necesidad de conexión física nos hacían desvariar.
—Está bien, Judi, comeremos, comeremos… —accedimos.
Tenía ganas de hacer pucheros, de modo que eso hice hasta que me senté a la barra para desayunar y me encontré ante un humeante plato repleto de beicon, huevos y tortitas con un acompañamiento de fruta. En el plato de Wes había lo mismo. No pude evitar entonces que me sobreviniera una gigantesca dosis de felicidad. De repente, estaba famélica. Hambrienta por primera vez en lo que parecían años, pero que, en realidad, no habían sido más que semanas. Ver a Wes gemir al tomar un bocado de tortitas recién hechas catapultó mi hambre a proporciones extremas. Al poco, había ingerido tanta comida que tenía la impresión de que saldría rodando de la cocina.
—¡Te has superado, Judi! —dijo Wes al terminar su plato. Sus ojos comenzaron a parpadear de somnolencia. En el último mes, había pasado por más cosas que la mayoría de la gente en toda su vida.
—¿Qué te parece si nos damos una ducha? —sugerí.
Él abrió unos ojos como platos. Su color verde adoptó esa deslumbrante tonalidad de hierba recién cortada que delataba su excitación.
Se puso de pie y me cogió de la mano para ayudarme a bajar del taburete.
—Por supuesto. Detrás de ti.
Me reí entre dientes y me dirigí hacia el dormitorio principal meciendo exageradamente las caderas.
—Tú lo que quieres es verme el culo.
—¡Bien que lo sabes!