1
Copos de nieve. Únicos, frágiles, no había dos iguales. Eran absolutamente fascinantes. Atrapé con la boca uno de los muchos que caían del cielo. Se derritió en cuanto tocó mi lengua. La nevisca me tenía embelesada y los copos no dejaban de caer sobre mis pestañas, distorsionando por un momento mi visión. Me deshice de ellos con un parpadeo y exhalé una bocanada de aire. La nube de vapor de mi cálido aliento parecía una columna de humo. Con las manos extendidas, me puse a dar vueltas sobre mí misma describiendo un lento círculo y dejando que los copos cayeran sobre mi rostro y mis manos abiertas.
—Si has terminado de jugar con la nieve, ¿podemos ir ya al hotel? —Wes se rio—. ¡Me estoy congelando! —Y presionó su helada nariz contra la calidez de mi cuello al mismo tiempo que me rodeaba por detrás con los brazos y me atraía hacia sí.
Yo cubrí sus brazos con los míos.
—¡Es genial! En Las Vegas, rara vez nieva y, desde luego, en Los Ángeles nunca lo hace —dije mientras contemplaba ensimismada esa maravilla de la naturaleza.
Él se acurrucó en mi cuello y cubrió mis cervicales con una capa de besos.
—Sí, es genial, pero se me están congelando las pelotas y la polla se me ha convertido en un carámbano.
—Bueno, siempre me han gustado los polos. —Solté una risita y me di la vuelta para que estuviéramos cara a cara—. Gracias por venir conmigo. La verdad es que no me sentía preparada para estar lejos de ti.
Wes sonrió de un modo que me dio ganas de echarme encima de él. Dios mío, qué bueno estaba mi chico. Incluso ataviado con un gorro de lana.
—¿Quién no querría pasar dos semanas en Nueva York con una hermosa dama? —Se inclinó hacia mí, frotó su nariz contra la mía y me dio un pico.
Mentiroso. Cuando los productores del programa me dijeron que debía ir un par de semanas a la Gran Manzana y grabar a famosos para el especial «Estar agradecido» del programa del doctor Hoffman así como para mi sección semanal «Belleza y vida», no se mostró nada interesado. Me dijo que, durante el invierno, evitaba la costa Este como la peste. Supuse que el océano Atlántico no era lo bastante cálido ni sus olas resultaban propicias para un surfista consumado como él… Y, comparadas con la Costa Dorada californiana, las temperaturas eran sumamente frías.
Me hice a la idea de que estaría sin Wes durante dos semanas, algo que para mí iba a suceder demasiado pronto después de su cautiverio. El mero pensamiento de estar separada de él, independientemente del período de tiempo, me resultaba inaceptable, pero hice todo lo que pude para mostrarme conforme. Él estaba en pleno proceso de recuperación y le iba muy bien con la terapia. La última cosa que quería que pensara era que yo no creía que pudiera arreglárselas sin la supervisión de su sobreprotectora novia.
No fue hasta que hice planes para entrevistar a mi amigo Mason Murphy, lanzador estrella de los Red Sox, y Anton Santiago, el Latin Lov-ah, que cambió de parecer. Una semana antes del viaje, Wes me contó que había dedicado una sesión entera de terapia con su psicóloga, Anita Shofner, a los hombres que todavía estaban presentes en mi vida. Él sabía que yo recibía llamadas de forma regular de Mason, Tai, Anton, Alec, Héctor y Max. Por supuesto, las llamadas de Max, el hermano que acababa de reencontrar, no le importaban, ni tampoco las de Héctor, porque era gay y mantenía una relación estable con Tony. Sin embargo, admitió sentirse algo celoso de los otros cuatro hombres. Conocía a Anton y apreciaba que el Latin Lov-ah me hubiera ayudado durante una época difícil, pero no se fiaba de él a causa de su reputación de mujeriego. Ni siquiera le hacía gracia que viera a Mason, a pesar de que éste estaba completamente enamorado de Rachel, su relaciones públicas.
Ahora bien, ¿dije yo algo al respecto? No. No, si eso hacía que mi chico viniera a Nueva York conmigo. Sabía que era cruel, pero cuando me preguntó qué haría con los hombres después de entrevistarlos, me encogí de hombros y le respondí que lo que ellos quisieran. Cinco minutos después, Wes estaba haciendo la maleta.
—¿Cuándo vamos a conocer a tus amigos? —Había un leve atisbo de irritación en su tono.
Su reacción ante la idea de volver a ver a Anton y conocer a Mason era extraña. Wes siempre había sido muy centrado y seguro de sí mismo, pero después de la experiencia de Indonesia todavía no había vuelto a ser el mismo tipo despreocupado de siempre. Su psicóloga me había asegurado que le llevaría tiempo, y me había pedido que siguiera proporcionándole algo bueno en lo que concentrarse (es decir, nosotros y nuestra floreciente relación).
—Esta noche hemos quedado con Anton y Heather. Él ha organizado una cena en su apartamento. A Mace y a Rach no los veremos hasta finales de semana.
Lo que no le conté fue que Anton me había ofrecido que nos alojáramos en su ático en Manhattan. Sabía que a Wes no le haría ninguna gracia. Cuando estuvimos en Miami, Anton le cayó bien, pero entonces apenas habíamos comenzado a admitir el amor que sentíamos el uno por el otro. Estábamos demasiado ocupados preocupándonos acerca de lo que pensaba el otro para que nos afectara cualquier otra persona que estuviera a nuestro alrededor.
Tomándonos nuestro tiempo, deshicimos nuestras maletas, colocamos nuestras cosas en la cómoda del hotel, nos duchamos e hicimos el amor. Pude sentir cómo la tensión escapaba a través de sus poros cuando se corrió dentro de mí sin dejar de susurrarme palabras de amor.
Mientras recobraba el aliento tumbada sobre mi chico como si fuera una manta, Wes cogió mi mano, se la llevó a los labios y besó cada uno de mis dedos. Mientras lo hacía, aprovechó para deslizar de forma sigilosa algo pesado en el anular sin que yo me diera cuenta.
—¿Cuándo nos vamos a casar? —preguntó de repente.
Estábamos ambos desnudos, acabábamos de disfrutar de una intensamente placentera y adormilada sesión de sexo posviaje, y yo yacía desfallecida sobre su pecho. Lo había cabalgado con todas mis fuerzas, y lo más probable era que tuviera las marcas de sus dedos en las caderas.
Parpadeé y, tras apartarme el pelo de la cara, coloqué una mano encima de la otra que ya tenía sobre su pecho. Me gustaba sentir los latidos de su corazón, sabiendo que era mío.
—¿Eso es una propuesta? —bromeé.
Él arrugó el entrecejo y, con la barbilla, señaló mi mano. Yo bajé la mirada en dirección a la sortija de diamantes que relucía en mi dedo.
—Ya hemos hablado de esto —añadió—. Ya sabes que no pienso preguntártelo. Así no tienes la opción de rechazar mi propuesta. —Sus palabras eran firmes y no dejaban lugar a concesiones.
Impulsándome con las manos, me senté encima de él y centré toda mi atención en el anillo más exquisito que había visto nunca. La sortija que ahora adornaba mi dedo estaba formada por una única hilera de diamantes. No era una joya ostentosa como la mayoría de los anillos de compromiso. No, se trataba de algo sencillo, pero no por ello menos reluciente. Una ridícula cantidad de resplandecientes diamantes ocupaban el interior de una alianza que me envolvía el dedo por completo. No se engancharía con nada. Podría seguir conduciendo mi Suzi sin preocuparme por los guantes. Era simplemente perfecta.
Las lágrimas anegaron mis ojos.
—Entonces ¿de verdad no piensas pedírmelo? —Reprimí un pequeño sollozo mientras contemplaba lo que al parecer era un anillo de compromiso.
Él se incorporó, me rodeó la espalda con un brazo e, impulsándose con los talones, se echó hacia atrás hasta que su espalda quedó apoyada contra la cabecera, todo mientras yo seguía sentada a horcajadas en su regazo.
Wes hundió los dedos en mi pelo y, obligándome a mirarlo directamente a los ojos, me preguntó:
—¿De verdad necesitas que lo haga? —Sus iris eran de un intenso color verde.
—¿Necesitar? No. ¿Querer? Un poco —admití mientras las lágrimas caían por mis mejillas.
Él suspiró y frotó su frente con la mía.
—No hagas que lamente esto —susurró con voz trémula, con toda probabilidad a causa de la inquietud, o incluso preocupación, que sentía ante mi posible respuesta—. Mia, nena, vida mía, ¿quieres casarte conmigo?
Yo lo miré a los ojos y vislumbré un atisbo de ansiedad, como si cupiera la posibilidad de que le dijera que no. Ni en un millón de años rechazaría pasar el resto de la eternidad con este hombre.
—En vez de otro anillo, ¿puedes regalarme otra moto?
Wes parpadeó, ladeó la cabeza y se rio.
Le di un beso en el pecho y, sin dejar de darle besitos y mordisquitos, fui subiendo por el cuello hasta su oreja.
—Sí, cariño. Me casaré contigo —dije las palabras que sabía que quería oír.
Él me abrazó con fuerza.
—¡Voy a hacerte tan feliz!
—Entonces ¿vas a comprarme otra moto? —respondí esperanzada, mirándolo fijamente.
Él negó con la cabeza y me besó una y otra vez hasta que mis labios estuvieron tan doloridos que apenas si podía sentir los suyos.
—¿Cuándo? —me dijo al oído con voz bronca, y luego descendió hacia mis pechos desnudos. Parecía que la segunda ronda iba a comenzar en apenas un par de segundos.
—Hum… ¿El año que viene? —contesté, apretando su cabeza contra mis pechos mientras él pellizcaba uno de los erectos pezones.
—Está bien. El 1 de enero, entonces —murmuró Wes alrededor de la enhiesta punta.
Luego sus dedos se aferraron a mi otro pezón y empezó a chuparme con fuerza el primero.
—Oh, sí —gemí—. Un momento…, ¿qué?
Llamé con los nudillos a la puerta del ático neoyorquino de Anton. Wes se encontraba a mi lado, con un brazo alrededor de mi cintura para mantenerme cerca. La puerta se abrió justo cuando iba a llamar otra vez. De hecho, me sorprendió tener que llamar a la puerta, pues el recepcionista de la entrada los había avisado de nuestra llegada.
—¡Estás aquí! —dijo Heather dando unos saltitos de alegría.
Llevaba unas botas de tacón de aguja y puntera abierta que convertían su ya alta estatura en la extremada altura de una diosa. Su estupendo pelo rubio seguía siendo tan digno del de una estrella del rock como cuando la vi en Miami. Iba vestida con una ajustada camiseta rosa de manga larga y cuello abierto, en cuyo pecho se podía leer «El rosa es el nuevo negro» en letras blancas, y que llevaba por dentro de unos vaqueros ceñidos y sujetos con un cinturón de tachuelas. Su apariencia transmitía la idea de que era «dura de pelar». Los mechones fucsia que salpicaban su pelo terminaban de conferirle una imagen ultramoderna. Bueno, ella era ultramoderna, de hecho.
Realmente tenía que salir más con las chicas. Ginelle llevaba semanas dándome la lata para que fuéramos de compras a Los Ángeles. Tendría que hacerlo cuando regresara.
Heather me arrancó de los brazos de Wes y me estrechó entre los suyos zarandeándome de izquierda a derecha. Luego me sostuvo con los brazos extendidos y dijo:
—¿No te compré ropa en Miami? ¿Por qué no la llevas? —Arrugó la nariz de un modo que no pretendía ser refunfuñón, sino sólo honesto.
Yo exhalé un suspiro y negué con la cabeza.
—Así voy cómoda —repuse, y tiré de los bajos de mi camiseta de manga larga del concierto de Lorde al que había ido con Maddy el año anterior.
Esa chica había hecho que la sala se viniera abajo, y la camiseta era condenadamente chula. La había combinado con unos ajustados vaqueros desgastados con desgarrones en los muslos y un par de botas «pateaculos», tal y como las llamaba Max (a pesar de que no había pateado ningún culo con ellas y estaban bastante nuevas). Cyndi nos había enviado un par a Maddy y a mí para recordarnos lo que estaba esperándonos en Texas. También eran muy chulas. De cuero negro y con un diseño interesante en la punta, pues era un poco más cuadrada de lo normal. ¿Lo mejor? Tenían una molona hebilla a la altura del tobillo.
Heather les echó un vistazo.
—Hum, las botas no están mal.
A mi espalda, Wes se aclaró la garganta.
—¡Ay, sí! Heather, ¿te acuerdas de mi novio, Wes? —Hice un gesto en dirección al hombro de mi chico.
—Creo que quieres decir prometido, nena. —Él sonrió con complicidad, y guiñó un ojo.
Heather abrió unos ojos como platos como si acabara de electrocutarse.
—¡La madre que te parió! ¿Te vas a casar? ¡Eso es genial! —Y, rodeando nuestros cuellos con las manos, nos abrazó a ambos—. ¡Qué bien! ¡A Anton le va a hacer mucha ilusión! ¡Le encantan las bodas!
Yo reí con un resoplido.
—¿Y eso? ¡Si nunca se ha casado!
—Ya, pero ha estado prometido un montón de veces —dijo ella en tono frívolo.
Luego nos condujo a través del espacioso ático en dirección a la cocina. Ahí se encontraba Anton, moviendo las caderas frente a su encimera de seis quemadores al ritmo de una música que sólo él podía oír. El lugar olía maravillosamente. Capté el olorcillo de algo chisporroteante que me recordó a la comida de algún lugar al sur de la frontera.
—¿Quién va a casarse? —Anton se dio la vuelta con una espátula de madera en la mano—. ¡Lucita! ¿Tú? ¡Dime que no! —Se llevó ambas manos al corazón y, fingiendo desvanecerse, apoyó el cuerpo en el borde de la encimera.
Yo me reí. Wes no lo hizo, y me rodeó el hombro con un brazo.
—Sí. Enséñales el anillo. Nos casaremos el 1 de enero. —Sus palabras estaban preñadas de orgullo macho.
Alcé la mano y miré a Wes confundida.
Anton abrió unos ojos como platos.
—¡Qué pronto! Caray. Como diría mi abuela, no perdéis el tiempo. —Sonrió y guiñó un ojo.
—No hemos fijado ninguna fecha —repuse inclinando la cabeza en dirección a Wes.
Mi chico enarcó las cejas con rapidez.
—Creo que lo hemos hecho justo antes de venir, ¿recuerdas?
—Todo aquello que se discute durante el éxtasis coital no cuenta. ¡Eso es coerción! —dije, e hice un mohín con el labio inferior.
Wes sonrió y negó con la cabeza.
—Lo siento. Has accedido. Ahora sólo falta decidir el lugar. —Hundió los dedos en el pelo de mi nuca y procedió a masajear la tensión que todavía tenía ahí tras un día entero de viaje, por no mencionar la carga que suponía el hecho de haberme prometido. Aún no había llamado a Maddy ni a Gin. Se pondrían como locas si la noticia corría antes de que pudiera llamarlas.
—Ya hablaremos de esto en otro momento, ¿de acuerdo? —Me puse de puntillas y le di un beso y, por si acaso, luego otro para que tuviera claro que no estaba intentando escaquearme.
Él llevó la mano hacia mi mejilla y yo volví la cara y le besé la palma de la mano. Advertí cierto recelo en su mirada, pero probablemente gran parte de ello se debía al lugar en el que nos encontrábamos y a la gente con la que estábamos.
—Está bien, nena. En otro momento. Mañana, por ejemplo —dijo con firmeza y cierto deje de autoridad.
Un compromiso era un compromiso.
—De acuerdo. Bueno, Anton, cuéntame qué has estado haciendo. Por cierto, ¡tu último disco era la bomba!
—Oh, Lucita, ese disco es tremendo. ¿Te gustó esa canción en la que mi voz está superpuesta a la de una chica?
—¡Desde luego! Oye, Heather, ¿qué tal llevas el papel de mánager?
La última vez que los había visto, acababa de ser ascendida. Anton no se había dado cuenta de hasta qué extremo estaba aprovechándose de su mejor amiga y asistente personal. Cuando ya estaba a punto de perderla, le había ofrecido más para que se quedara con él y, que yo supiera, ahora todo iba sobre ruedas.
Antes de que ella pudiera contestar, Anton intervino, lo que era habitual en él. Le encantaba ser el alma de la fiesta. Y encajaba con su profesión de rapero superventas.
—H es… ¿Cómo se dice?… ¡Asombrosa! Los conciertos que me está consiguiendo, los acuerdos de ropa. ¡Es fantástica! Ascenderla ha sido la mejor decisión que he tomado nunca. Me alegro de que se me ocurriera.
—¡¿A ti?! —exclamamos Heather y yo al mismo tiempo, y luego ambas nos echamos a reír.
—Está bien, puede que no se me ocurriera a mí. Pero estuve de acuerdo con ello.
Puse los ojos en blanco. Heather sonrió con complicidad y se cruzó de brazos.
—Lo que tú digas, Anton. ¿Qué nos vas a dar de cenar? —pregunté rodeando la barra de desayuno y golpeando mi cadera con la suya.
Él no dejó de remover en ningún momento la salsa que observaba como un halcón.
—Se trata de un plato esencial para mí y mi familia. En español se llama arroz con pollo.
—Reconozco la palabra pollo, pero ¿qué es lo otro?
Anton soltó una risa ahogada.
—Básicamente es un plato de arroz con pollo.
—Ya veo que vas a por todas —dije con el rostro serio.
Anton me apartó el pelo del hombro y pasó un pulgar por mi mejilla.
—Por ti, Lucita, el mundo. —Su tono era serio, pero el destello de sus ojos delataba su socarronería.
Me reí con un resoplido.
—¿Con arroz y pollo?
Él frunció el ceño.
—Eh, no te metas conmigo. A todo el mundo le gusta el arroz con pollo, ¿no?
—Sí, Anton. ¿Te apetece algo para beber, Wes? —Me volví hacia mi chico. Estaba mirando con furia a Anton, y yo no tenía ni idea de cuál era la razón—. ¿Una bebida, Wes? —volví a preguntar, y entonces sus verdes ojos se posaron en mí.
Heather se acercó y abrió la nevera.
—Antes he puesto a enfriar una botella de Cristal y creo que deberíamos abrirla ahora en vez de los martinis que pensaba preparar. Tenemos que celebrar vuestro compromiso… ¡Oh, Dios mío! ¿Es que te estás muriendo? —preguntó al ver mi rostro mientras se dirigía al armario para coger cuatro copas de champán.
Respiré hondo y dejé que toda la tensión que acumulaba en los hombros se diluyera. Luego alcé la mano y miré mi anillo.
—Muriéndome, no. ¿Si estoy más feliz de lo que pensaba que sería en este momento de mi vida? ¡Claro!
Me volví hacia Wes y tuve la impresión de que todo su cuerpo se relajaba. La tensión que lo atenazaba un minuto antes había desaparecido con mis palabras. Sus hombros ya no parecían estar a la altura de sus orejas, y apoyó el codo en la encimera de la cocina y la cabeza en la palma de la mano, una posición de descanso más relajada.
—¿Qué mujer no estaría loca de alegría? —añadí.
Me incliné por encima de la barra de desayuno y lo cogí de la mano. Él sostuvo la mía en alto y me besó en la palma. Sentí entonces un cosquilleo en la parte baja de la espalda que seguí mentalmente mientras ascendía por mi columna vertebral. El cosquilleo se transformó en una oleada de calor cuando Wes pasó el pulgar por el centro de la palma. Fue como si presionara un botón conectado directamente a mi clítoris. En cuanto me acarició el interior de la mano, tuve que ahogar un gemido. Ahora no era el momento ni el lugar de dejarnos llevar. Deberíamos esperar toda la noche antes de que pudiéramos regodearnos una vez más en la gloria de nuestro amor. Pero lo haríamos. Y tanto que lo haríamos.
Decidí en ese mismo instante que iba a calentar tanto a mi chico durante la velada que la lujuria lo haría perder la cabeza antes incluso de que me llevara de vuelta al hotel.
Siguiéndole el juego, lo cogí de la mano y tiré de su brazo. Luego pasé un dedo desde el interior del codo hasta la muñeca, donde describí una serie de ochos. Se le encendieron los ojos y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa que dejó a la vista sus perfectos dientes blancos y unos apetecibles labios que nunca me cansaría de besar. Por un momento, temí que el plan secreto de seducirlo y volverlo loco de lujuria me estallase en la cara. A mi chico no se le escapaba nada. Aun así, merecía la pena. Rodeé la barra de desayuno y me acerqué a su lado. Él me reclamó de inmediato.
Heather sirvió el caro champán.
—Vamos, Anton. Baja el fuego y ven aquí —lo instó.
Anton giró varios mandos, se volvió sobre sus talones como si estuviera en un videoclip de Michael Jackson, echó el cuerpo hacia atrás, extendió una pierna y se deslizó hacia ella.
—¡Serás fanfarrón! —exclamé.
Esa vez, Wes soltó una carcajada. Por fin mi chico estaba relajándose, aunque creo que tenía más que ver con que 1) llevaba su anillo, 2) estaba pegada a él, y 3) Anton era un payaso. Un payaso jodidamente sexi pero, aun así, un payaso. Sin embargo, lo de sexi no lo admitiría ni aunque me pusieran una pistola en la sien, puesto que Wes perdería la cabeza. En cuanto a lo de que era un payaso, si las fans de Anton lo supieran, seguirían queriéndolo, porque su música molaba y él estaba como un tren. Es más, el factor payasil podía ser que lo hiciera más atractivo todavía para algunas chicas. Ojalá fuera así.
Anton alzó su copa y nosotros seguimos su ejemplo.
—Por Lucita y su chico. Que ambos brilléis como el sol y que compartáis muchos días perdidos en vuestro amor. Salud.
Yo sonreí y, por primera vez, Wes también lo hizo y asintió. Anton lo miró, luego a mí y, tras inclinar la barbilla, se bebió todo el champán de un trago. En cuanto se lo terminó, exclamó efusivamente:
—¡A por la segunda ronda!
Wes colocó la mano en mi hombro y yo me volví hacia él.
—Me alegro de que estemos aquí —admitió.
Cerré los ojos, aspiré una bocanada de aire y apoyé la frente en su cuello.
—Yo también. Son buenos amigos y sólo quieren lo mejor para mí. Y lo mejor eres tú. —Me acurruqué en su cuello mientras pronunciaba cada una de esas palabras.
Wes me levantó la cara y me dio un besito en los labios.
—Se nota. Todavía tengo…, ya sabes…, un gran embrollo en la cabeza. —Habló en un tono tan bajo que sólo yo pude oírlo. No importaba, porque después del brindis, Anton regresó a los fogones y Heather fue a rellenar las copas y a poner algo de música.
—No. —Le acaricié las sienes—. Se trata únicamente de preocupaciones sin fundamento. Nunca habrá otro. Te lo juro.
Él asintió y se inclinó lo bastante cerca para que pudiera sentir su aliento en mis labios. Casi podía saborear el aroma del champán.
—Y yo me aseguraré de ello —susurró contra mi boca antes de darme un profundo y húmedo beso, mucho más profundo de lo que era apropiado.
Terminamos el beso al oír aplausos, vítores y gritos que procedían del gallinero al otro lado de la barra de desayuno. Iba a ser una noche muy larga.