Lunes 20 de junio.
Cinco días para la boda.

 

 

 

 

Mark se despertó con las primeras luces del alba. Quién le iba a decir a él, que siempre había sido el más remolón de la familia, que tres años de trabajo en el campo harían que se despertara antes de la salida del sol. Se tapó los ojos con el brazo derecho, repasando en su cabeza las tareas del día. Era su última jornada de trabajo real hasta después de la boda, lo que significaba que estaban a punto de comenzar sus primeras vacaciones en tres años. Tenía que levantarse cuanto antes y dejar cerrado su trabajo en el rancho, ya que por la tarde debía reunirse con dos proveedores en Tucson. La tentación de darse una vuelta y continuar durmiendo estaba a punto de ser más fuerte que él. Las reuniones con proveedores, las tareas propias del rancho y el simple hecho de tener que planificar su día le resultaba tedioso y agobiante. Volvía a sentirse en un callejón sin salida, asfixiado. La conversación de la noche anterior entre sus hermanos había puesto una piedra más sobre su cabeza. El proyecto de montar un bufete de abogados los tres juntos le parecía una pequeña locura; no acababa de imaginar a Parker trabajando mano a mano con Preston y Travis. Pero era la clase de locura que salía bien; la clase de locura que hacían las personas felices, las que no acarreaban cargas en su conciencia. Incluso Parker había conseguido soltar lastre. Él sabía que iban a triunfar, igual que lo habían hecho en sus vidas privadas. Amy, Emily y Lisa eran fantásticas, y no podía evitar sentir envidia de sus hermanos pequeños. Él siempre había sido su guía, el hermano mayor al que pedían consejo, al que confesaban sus miedos, sus errores y sus ilusiones. Y, al parecer, había hecho mejor trabajo aconsejando que viviendo su propia vida.

Las agujetas por el exceso de trabajo físico del día anterior casi hicieron que se arrepintiera de haberse levantado de la cama de un salto. Casi. Pero aquel salto no fue para Mark solo un movimiento físico. No sabría explicar qué hizo que su cabeza cambiara de rumbo, pero algo le hacía pensar que aquel lunes de junio podría ser el primero de una nueva forma de vivir. Quizá fue esa envidia hacia sus hermanos pequeños, hacia las tres personas que más quería en el mundo; una emoción que lo hizo sentir miserable. O, simplemente, el hartazgo de su propia apatía vital, que en algún momento tendría que explotarle en la cara. O quizá era el recuerdo constante de una tarde de primavera en Boston.

Cuando entró en la cocina, después de una larga ducha, esbozó una media sonrisa. Recordó que, cuando eran pequeños, sus hermanos y él creían que su madre dormía vestida, peinada y maquillada, ya que siempre se le encontraban así a primera hora de la mañana, daba igual cuánto decidieran madrugar. Vivian Sullivan pasaba ya de los cincuenta años –un dato que nadie se atrevería jamás a mencionar en público–, pero allí estaba, ayudando a María a acabar de preparar el desayuno y dando órdenes a los habitantes de la casa que ya habían decidido abandonar la seguridad de sus dormitorios.

—¡Mark! Buenos días, cariño. —Como cada mañana, su madre se acercó a él y le ofreció la mejilla para que él la besara—. ¿Tienes mucho trabajo hoy?

—Aquí siempre hay mucho trabajo, mamá. No contéis conmigo en todo el día. A mediodía saldré hacia Tucson y volveré tarde.

—Trabajando tanto, es normal que no encuentres una chica.

—Mamá… Deja el tema —protestó Mark.

—¿Sabes quién va a venir a la boda? ¡Lucy!

—¿Y quién se supone que es Lucy?

—¡Lucy Lancaster! ¡La hija de Lynette!

En el mismo momento en que Vivian pronunció ese nombre, el color abandonó la cara de Mark; a Parker se le resbaló de las manos su taza de café, derramando el contenido por toda la encimera; Travis se atragantó con un trozo de bacon; y Preston sufrió un conato de ataque de risa que hizo que un hilillo de zumo de naranja abandonara su cuerpo por vía nasal.

—¿Alguien me acompaña fuera? —acertó a preguntar Parker, mostrando un paquete de Marlboro Red sin estrenar.

—Oh, por Dios, si ni siquiera has acabado de desayunar, hijo —protestó Vivian, antes de observar, atónita, cómo sus hijos abandonaban la cocina por la puerta trasera.

Los cuatro hermanos Sullivan, sin excepción, rompieron en carcajadas en el momento exacto en que adivinaron que estaban fuera del alcance de los oídos de los ocupantes de la cocina que todavía seguían desayunando.

—No me lo puedo creer. —Mark fue el primero capaz de expresarse con palabras—. ¿Vosotros también os habéis acostado con Lynette Lancaster?

—Eso parece —respondió Travis, secándose una lágrima de risa del rabillo de su ojo izquierdo—. Es una historia demasiado sórdida. Ni siquiera me había planteado que tendría que verla en la boda.

—¿Qué me vas a contar a mí? Cada vez que acabo en su casa me juro que será la última, pero… sigue estando demasiado buena para su edad —aclaró Mark—. ¿Parker? ¿Tú también?

—A mí me desvirgó a los quince —reconoció, sin apartar la mirada del suelo, aunque con una mueca de risa en los labios—. ¿Preston?

—Me temo que mi historia es la misma que la de Travis.

—¿Qué significa eso de que es la misma historia? —preguntó Mark, con una mirada de sospecha.

—El verano pasado, cuando estaba tan jodido de la rodilla, mamá me convenció de que su amiga Lynette tenía unas cremas homeopáticas fantásticas. Me llevé a Preston para neutralizarla.

—Decidme que no os la tirasteis los dos —suplicó Parker, tapándose la cara con las manos.

—Ojalá pudiéramos decirte tal cosa —afirmó Preston—. Nos recibió en bikini e hizo unos comentarios bastante inapropiados sobre su fantasía de acostarse con dos hermanos gemelos.

—Se nos fue de las manos —confirmó Travis.

Volvieron a estallar en unas carcajadas que solo se vieron interrumpidas por la irrupción de Lisa y Amy.

—¿Se puede saber qué os pasa a los cuatro? —preguntó Amy.

—Creo que tenéis algo que contarnos sobre esa tal Lucy Lancaster —dijo Lisa, en tono de fingidos celos, abrazando a Preston por la espalda.

—Os podemos asegurar que nunca jamás ha pasado nada entre Lucy y ninguno de nosotros. Palabra de boy scout. —Preston hizo el gesto del juramento con su mano derecha, y sus tres hermanos lo secundaron.

—Sí que tenéis vosotros mucha pinta de haber sido boy scouts —afirmó, burlona, Amy—. Parker, Katie te reclama. Se ha quedado con mi madre y con Emily, pero creo que quiere un poco de papá Parker, para variar.

—Ahora entro. ¿Tenéis planes para hoy, chicos?

—Nada en concreto —respondió Travis—. ¿Os apetece un poco de baloncesto? ¿Sigue estando la canasta en el patio, Mark?

—Sí, pero no contéis conmigo. Tengo muchísimo trabajo pendiente.

—¡Vamos! ¿No puedes adelantar un día el principio de las vacaciones? ¿Cuánto hace que no nos retamos?

—No, chicos, ni de broma… —Mark miró a sus hermanos, observó a lo lejos a los trabajadores del rancho alimentando a los animales y decidió que ese momento era tan bueno como cualquier otro para dejar de refugiarse en excusas que le impedían hacer aquello con lo que se sentía feliz—. ¿Sabéis qué? ¡A la mierda con todo! Dadme cinco minutos para dar unas instrucciones a los trabajadores, y empezamos. Yo voy con Parker.

—Voy a convencer a Katie de que sea nuestra animadora. A ver si así consigo jugar sin ella en brazos.

—Vamos a cambiarnos.

Veinte minutos después, Amy, Emily y Lisa se acomodaban en las modernas tumbonas de teca para convertirse en espectadoras de excepción del encuentro deportivo de los hermanos Sullivan. Michelle trataba de hacerse cargo de Katie, aunque la niña tenía otros planes y se limitaba a aplaudir y chillar cada vez que Parker tocaba la pelota. Amy prefería no mirar demasiado a su madre, no fuera a ser que descubriera en ella la misma cara que tenían Emily, Lisa y ella misma.

Ver a los cuatro hermanos Sullivan en acción no era algo que una persona normal se encontrara un día cualquiera al terminar de desayunar. Aunque aún no eran las diez de la mañana, el calor ya arreciaba, y a los pocos minutos de empezar a jugar, ya todos ellos se habían desprendido de sus camisetas. Cuatro torsos desnudos, delineados hasta el punto de que habrían resultado muy útiles para el estudio de los músculos en una clase de anatomía, se deslizaban ágiles por el patio en un partido que, como siempre que competían, no tenía nada de informal. Parker destacaba entre sus hermanos por su pelo más oscuro y sus brazos y su pecho cubiertos de tatuajes. Sus ojos verdes solo se desviaban del balón el tiempo justo para sonreír a Katie y lanzar miradas de reojo a Amy, que hacían que ella tuviera que refrescarse con el té helado que María les había servido con su diligencia habitual. Preston y Travis solo parecían diferenciarse por la protección que este último se había colocado en su maltrecha rodilla derecha. Aunque Lisa percibía el tono un poco más oscuro y el corte algo más descuidado del pelo de Preston, y Emily diferenciaba los destellos azulados de los ojos de Travis. Mark era cuatro años mayor que Parker y dos que los gemelos, pero la diferencia de edad parecía acrecentarse en su físico. Se le veía endurecido por el trabajo en el campo, con sus músculos dorados por el sol y su pelo más claro que cualquiera de sus hermanos.

Los chicos aprovecharon la discusión sobre una jugada para beber agua y derramarse parte de la botella sobre la cabeza y el torso. Amy miró a su derecha y tuvo que contener la risa al ver a Emily bajarse las gafas de sol hasta la punta de la nariz y a Lisa abrir la boca sin importarle que cualquiera fuera consciente de ello.

—Cómo están esos cuatro, ¿no? —comentó Amy, entre risas.

—Tú al menos puedes distinguir a Parker sin problema. Yo estoy a punto de entrar ahí y hacer un destrozo —replicó Lisa.

—Haz el destrozo que quieras, pero como roces siquiera a Travis, te arranco la cabeza.

—No tendrán por casualidad un hermano unos veinte años mayor, ¿verdad? —preguntó desde su tumbona Michelle.

—¡Mamá, por Dios!

—¿Qué pasa, Amy? ¿Crees que solo vosotras tenéis ojos en la cara?

—Esto es demasiado raro. Dejemos el tema.

—Parker es el más guapo de todos —sentenció Katie, sentada en el suelo y, en teoría, ajena a la conversación. El resto de las mujeres se miraron un segundo antes de estallar en carcajadas.

Algunas horas después de aquel improvisado partido de baloncesto en que habían sido vapuleados por los gemelos, Mark y Parker se repartían los vehículos disponibles.

—Llévate la camioneta a Phoenix, no hay problema —ofreció Mark—. Me apetece ir en moto a Tucson.

—No me hace gracia que hagas tantos kilómetros en ese trasto. Cogeré el coche de papá.

—En serio, Parker. Yo voy a ir en moto. Necesito aclararme la cabeza, despejarme, pensar… Y eso solo lo consigo con el viento en la cara. No te preocupes. Llevo subiéndome a esa moto desde que tenía dieciséis años.

—Está bien —cambió de tema—. Me da pánico esa visita al abuelo. Prefiero no pensar en qué tiene que decirme.

—Oh, vamos, Parker. Preston y tú sois sus favoritos. Y verás cuando le cuentes esa historia de Sullivan, Sullivan y Sullivan. Le va a encantar.

—Eso espero. Deséame suerte.

—No, enano. Deséamela tú a mí.

—¿Tan importante es esa reunión con proveedores?

—No. Esa reunión no importa nada de nada —respondió, misterioso, antes de abandonar el garaje de la casa a lomos de su vieja moto, ajustándose el casco con una mano y haciendo rugir el motor con la otra.

Parker atravesó las enormes puertas metálicas de la finca de su familia paterna y recordó los muchos momentos de su infancia en que había entrado junto a sus hermanos en la que era la vivienda del gobernador. Parker estaba algo nervioso ese día, no solo por la insistencia que su abuelo había mostrado en verlo a solas, sino también porque esa mañana había decidido que, dado que estaba a punto de convertirse en todo un padre de familia, quizá no sería mala idea dejar de ser un cobarde y mostrarle a su abuelo su peculiar aspecto físico. Porque Parker Sullivan había sido, desde su alocada adolescencia, un firme defensor de sus tatuajes y sus piercings, pero su convicción siempre había titubeado cuando se trataba de su abuelo, y se había pasado la vida visitándolo con camisetas de manga larga y quitándose el piercing del labio antes de entrar a verlo. No era para menos: Nathaniel Sullivan había sido –y todavía era– el hombre más respetado y temido de toda Arizona, pero para Parker, Preston, Travis y Mark no era más que su abuelo. Un abuelo duro y estricto, que no había dudado en castigarlos con severidad cuando descubría alguna de sus muchas fechorías, pero que siempre había sido justo con ellos. Hacía algunos años que la abuela había muerto, pero él se negaba a abandonar la enorme casa en la que había vivido junto a ella más de sesenta años. Mientras esperaba a que el mayordomo lo hiciera pasar al despacho, sonrió pensando en las enormes diferencias entre aquella mansión y el pequeño apartamento que Parker compartía con Amy y Katie en Harlem.

—Parker, acércate que te vea bien. —El recibimiento de su abuelo fue tan cálido como siempre, y Parker sintió una punzada de culpabilidad por no visitarlo lo suficiente. En el aspecto de su abuelo, aunque regio, eran evidentes cada uno de los ochenta y siete años que tenía—. ¿Eso que tienes en el labio es un pendiente?

—Sí, abuelo. —Parker sonrió. La conversación no empezaba por el punto más fácil.

—Este mundo se ha vuelto loco. ¿Tus hermanos también llevan cosas de esas en el cuerpo? —le preguntó, señalando sus tatuajes.

—No. Claro que no. Ellos son mucho más York que Sullivan, ya lo sabes. —Parker sabía que alinearse con la rama paterna frente al aún más aristocrático apellido materno le haría ganar puntos de manera inmediata.

—¿Te has enterado de la locura que ha hecho Preston con su carrera?

—¿Hay alguien que no se haya enterado? —Parker tomó asiento en una butaca de piel color verde botella, idéntica a la que ocupaba su abuelo.

—Supongo que es demasiado tarde para intentar convencerte de que ocupes su lugar, ¿no?

—Abuelo, me temo que es demasiado tarde incluso para convencerme de que vote a los republicanos.

—Vamos a dejar la política fuera de la conversación, Parker. —Su abuelo hizo un gesto de fingido horror—. No quiero tener que castigarte como cuando eras un niño.

—¿Para qué querías verme?

—¿Estás seguro del paso que vas a dar el sábado, hijo?

—Sí, abuelo. —Parker sonrió con suficiencia—. Más que seguro.

—En la familia Sullivan nunca ha habido un divorcio. Espero que no seas tú el primero. ¿No crees que eres demasiado joven para casarte?

—¿A qué edad te casaste tú con la abuela? —contraatacó Parker.

—No tiene nada que ver. Eran otros tiempos.

—¿Cuántos años tenías?

—Veintidós.

—Yo tengo casi veinticuatro.

—Definitivamente, deberías entrar en política. —Su abuelo sonrió con orgullo—. He recibido un soplo de Richard, de Nueva York.

—¿Ah, sí? —Parker se tensó ante la mención de ese nombre. Richard Bryant había sido el asesor político de la familia, y su fama lo precedía—. ¿Sobre qué?

—Eres la tercera mejor nota en el examen del Colegio de Abogados del estado de Nueva York. En los próximos días te lo comunicarán de forma oficial y podrás empezar a ejercer.

—¿De verdad? —Parker saltó en su butaca—. Pero, ¿cómo podéis saberlo ya?

—Por Dios, hijo. Richard lo sabe todo. ¿Tienes ya alguna idea de dónde querrás trabajar?

—Bueno… Preston y Travis van a matarme por estropearles la exclusiva, pero… Estamos pensando en montar un despacho los tres. En Nueva York. Algo así como Sullivan, Sullivan y Sullivan, aunque espero que el nombre sea algo provisional.

—Interesante.

—¿Te parece una buena idea? —Aquel hombre podía ser un anciano, pero también había sido uno de los mejores abogados del estado, y su opinión le importaba a Parker más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Me parece excelente. Nunca vas a encontrar unos socios más fieles que tus propios hermanos. —Nathaniel Sullivan giró la cabeza buscando algo con la mirada. Cuando lo localizó, le hizo un gesto a su nieto—. Quiero pensar que te gusta el buen whisky, ¿me equivoco?

—No. —A Parker se le escapó una risa franca—. No te equivocas. ¿Tú puedes beber?

—Supongo que no. A los ochenta y siete años no se puede hacer nada. Pero aquí ya no está tu abuela para regañarme. Sirve dos vasos y no te quedes corto. Quiero hablarte de algo serio.

—Tú dirás —le respondió Parker, cogiendo con cuidado la delicada licorera y dos vasos de exquisito cristal antiguo.

—Tu mujer tiene una hija, ¿no?

—Sí. Se llama Katie y tiene seis años. ¿Te supone algún problema? —Parker tensó la mandíbula. Había unas cuantas cosas innegociables en su vida, y, sin duda, Katie era una de ellas.

—¿Es cierto que has decidido adoptarla?

—Sí. Travis se está encargando del caso. En algo más de seis meses, Katie será… Katie Sullivan.

—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Esa niña tendrá un padre.

—Sí, abuelo. Claro que esa niña tiene un padre. Yo soy su padre. Da igual lo que tarden en resolverse los asuntos legales. Estoy seguro de que mi relación con Amy va a durar toda la vida, pero, aunque no fuera así, te puedo asegurar que siempre querré ser el padre de Katie.

—En ese caso… —Parker vio a su abuelo abrir un cajón y abrió los ojos como platos al verlo escribir en su chequera—. Tu abuela dejó instrucciones muy claras sobre lo que haríamos en el momento en que llegaran nuestros bisnietos.

—Abuelo, yo no quiero nada…

—No digas tonterías. Si Katie Sullivan va a ser mi primera bisnieta, tendré que asegurar su futuro.

Parker vio a su abuelo rellenar dos cheques y entregárselos. Tuvo que hacer un ejercicio de autocontrol para no derramar el carísimo whisky escocés sobre la alfombra.

—Y, ahora, deja que te dé un par de consejos para esa despedida de soltero en Las Vegas de la que me han hablado. No confío demasiado en que el imbécil de Preston haya hecho las cosas bien.

Hacía más de una hora que Mark había decidido prescindir del casco mientras circulaba por la I-10 en dirección a Tucson. Sabía que era un riesgo estúpido, pero decidió correrlo por una vez. El viento, aunque cálido, le salpicaba la cara y revolvía su ya de por sí rebelde pelo rubio. Recordó una vez más la breve charla que había mantenido horas antes con Emily, a escondidas de todos los demás miembros de la familia, calculó el tiempo que le quedaba para la reunión con los proveedores y decidió dejar de posponer lo inevitable. Se desvió a una pequeña estación de servicio y compró una botella grande de agua helada. Bebió con ansia para tragar el nudo de nervios que se le había formado en la garganta y marcó el número de teléfono que se sabía ya de memoria.

—¿Sí?

—¿Alice?

—Sí, soy yo. ¿Quién es?

—Soy Mark Sullivan.

—Ajá.

—Mark Sullivan, del rancho de equinoterapia —aclaró, sintiéndose más estúpido a cada segundo. Ella no parecía dispuesta a cooperar en la conversación… claro que él tampoco había esperado otra actitud.

—Sé quién eres.

—Ah. Ya… Pensé que no me habías reconocido.

—No suelo olvidar a los tíos que me dejan durmiendo sola sobre una alfombra.

—Claro. Comprendo… —A Mark le habría encantado saber cómo salir de ese punto muerto—. Yo… yo llamaba para pedirte disculpas. Mi comportamiento en Boston fue imperdonable.

—Vaya… Has tardado solo seis semanas en darte cuenta. Yo tardé unos seis segundos.

—Sí. Soy bastante lento. —Se frotó la nuca con furia y recordó cuántas veces había visto ese mismo gesto en sus hermanos. Era el sello de nerviosismo de los Sullivan—. También quería decirte que no me puedo imaginar el proyecto del rancho sin ti.

—Pues vas a tener que hacerte a la idea porque yo ya no estoy interesada.

—Alice… Siento muchísimo lo que pasó entre nosotros. De veras, no te imaginas cuánto me arrepiento de haber escapado de ti de aquella manera. Pero te hablo en términos profesionales. Los dos sabemos que conectamos a la perfección. Tú estabas ilusionadísima con el proyecto, y yo… yo, sencillamente, he tenido que aparcarlo porque no puedo llevarlo a cabo con nadie más.

—Mark, me temo que no lo entiendes. Por supuesto que la idea me pareció interesante, pero yo solo trabajo con personas en las que confío. Y tú no eres digno de esa confianza.

—Lo seré.

—¿Ah, sí? Pues me alegro por ti y por la persona que decida trabajar contigo.

—Tú vas a ser esa persona. Volveré a llamarte.

—No responderé al teléfono.

—Sí que lo harás. Insistiré hasta que me perdones. —Mark sonrió. La vieja confianza en sí mismo, que creía perdida para siempre, había vuelto a reaparecer—. Te llamaré mañana.

—Adiós, Mark.

—Adiós, Alice.

Colgó el teléfono, sonrió y sintió que acababa de dar el primer paso para cambiar su vida. Podría salir bien o mal, podría conseguir su perdón o no, pero nadie podría acusarlo esta vez de no haberlo intentado.

La cena de la familia Sullivan acabó entre brindis de celebración por los planes laborales de los tres hermanos pequeños. Preston, Travis y Parker no podían negar que estaban sorprendidos con la acogida perfecta que había tenido su idea de negocio entre sus novias y sus propios padres. Incluso Emily y Amy se habían mostrado más que entusiasmadas con la idea de formar parte del proyecto en cuanto acabaran sus carreras. Todos sintieron algo de pena cuando Mark llamó para informarlos de que se había retrasado en sus reuniones y que no llegaría a tiempo para cenar. Eso sí, les había dejado claro a sus hermanos que esperaba unirse a ellos en el porche antes de irse a dormir.

Poco antes de medianoche, ya se encontraba allí, con una Budweiser a medio beber en la mano.

—¿Todo listo para Las Vegas, chavales? —les preguntó en cuanto se sentó entre ellos.

—Más que listo —respondió Preston—. ¿Qué tal te ha ido en Tucson?

—He cancelado todos los contratos con los proveedores.

—¿Y eso? —Travis dejó lo que tenía entre manos y miró a su hermano a los ojos con sorpresa.

—He decidido retomar el proyecto del rancho de terapia. Participe o no Alice, aunque espero poder convencerla de que lo haga.

—¿Has hablado con ella? —preguntó Parker. Travis ya conocía la respuesta a esa pregunta. Alice se había puesto en contacto con Emily en cuanto había colgado la llamada con Mark.

—He hablado con ella. Me odia.

—¿Y desde cuándo eso es un problema? —bromeó Preston.

—Espero que deje de serlo. —Mark bebió un trago largo de su cerveza, sonrió y, al fin, fijó su mirada en lo que Travis sostenía entre sus manos—. ¡¿Eso es hierba?!

—Grita un poco más, Mark —protestó Parker—. Creo que mamá todavía no te ha oído.

—¿De dónde la habéis sacado?

—Ya os dije que tenía todo preparado para la despedida de soltero. —Preston le guiñó un ojo a su hermano mayor—. Un buen organizador debe tener contactos.

—¿Y tú no se supone que odias fumar? —preguntó Mark a Travis.

—Odio el tabaco, que no es lo mismo. —Travis sonrió—. Además, creo que no fumo hierba desde el instituto. No está mal un remember de vez en cuando.

—Trae eso, anda. Vamos a respetar la jerarquía de edad. —Mark le arrebató el porro de las manos a Travis y lo encendió con el mechero de Parker. Dio una calada larga y se lo pasó a Preston—. Hacía siglos que no hacíamos esto.

—Como mamá baje a por un vaso de agua, le va a dar un infarto —dijo Preston, provocando las risas de todos.

—A lo mejor nos pediría que la invitásemos. Yo ya no me sorprendo de nada —añadió Parker.

—Nuestro hermano pequeño está un poco traumatizado por su visita al abuelo.

—¡Es cierto! ¿Qué tal te ha ido?

—Bueno… Soy bastante más rico de lo que era ayer.

—Te ha forrado de pasta, ¿no?

—Me ha dado cien mil dólares para Katie.

—¿En serio?

—Sí. Ha dicho que era lo que la abuela quería para cada bisnieto. —Sonrió con orgullo—. Creo que ya nadie pondrá en duda que Katie es una Sullivan.

—Conociéndola, lo extraño es que no lo sea biológicamente. Es peor que nosotros de pequeños, si es que eso es posible —añadió, divertido, Preston.

—Felicidades, Park. De corazón. —Mark se emocionó, viendo la felicidad de su hermano pequeño. Quizá solo él sabía hasta qué punto había sufrido tras el accidente que truncó su adolescencia.

—Aún hay más. No he querido decirlo hasta que estuviera Mark presente, pero… —Parker sacó un cheque del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros y se lo mostró a sus hermanos—. Esto es para nosotros, un empujón para empezar con el proyecto del bufete.

—¿¿Medio millón de dólares??

—Sí. Mark, me ha pedido que te diga que vayas a visitarlo. Quiere ayudarte también a ti con el rancho.

—Y, aun así, sigue pareciéndome más impactante lo otro que te ha dado —añadió Preston, pasándole el porro a Parker.

—¿Más impactante que medio millón de pavos? —preguntó Mark, incrédulo.

—Auténticos cigarros cubanos. Casi tan ilegales como esto. —Parker dio una calada, y sacó los regalos de su abuelo del bolsillo de su mochila—. Y la tarjeta de unas señoritas de Las Vegas, muy elegantes y discretas. Fueron sus palabras textuales.

—Joder con el abuelo.

Los cuatro hermanos estallaron en risas, en parte por la sorpresa de descubrir que quizá era su abuelo el responsable de su genética canalla y en parte por los efectos de la marihuana.

—Deberíamos irnos a cumplir con nuestras mujeres.

—Sí. Que se vayan a Los Ángeles con un buen recuerdo.

—¿Desde cuándo sois tan territoriales vosotros dos? —preguntó Parker, divertido.

—Desde que tenemos que saltar una terraza para acostarnos con ellas, supongo.

—Buenas noches, chicos. —Mark decidió quedarse un rato más fumando en silencio, disfrutando de los escasos sonidos de la noche de verano. Pensó una vez más en Alice. Recordó su pelo azul cubriendo la curva de su pecho, los movimientos de sus caderas mientras le hacía el amor, el piercing de su lengua enredado en su boca. Pensó en su conversación de unas horas atrás, en su voz dura, castigándolo por su comportamiento, en el deseo de ablandarse que percibió en ella. Hizo desaparecer los restos de la reunión con sus hermanos, se levantó del balancín y se dirigió a su habitación sabiendo que, como tantas noches de las últimas semanas, se dormiría pensando en ella.