Un día de primavera
Mark acomodó su bolso de viaje al hombro, mientras recorría con desgana el interminable pasillo del aeropuerto internacional Logan de Boston. Hacía casi seis años que no ponía un pie en la costa este; ni siquiera había acudido a las ceremonias de graduación de ninguno de sus hermanos, por más que su madre hubiese insistido en ello. Él era el primero en ser consciente de que asociar su dolor a un lugar en concreto era una excusa absurda, pero el hecho era que su cerebro había decidido trazar una línea imaginaria que ubicaba todos sus traumas a orillas del Atlántico, y el simple hecho de tener que volar a Boston lo había tenido una semana rememorando, con más frecuencia si cabe de la habitual, todo aquello que llevaba años queriendo olvidar.
El día había comenzado temprano para él. Cuando su despertador había sonado a las cuatro y media de la madrugada, sintió la enorme tentación de cancelar su cita y quedarse remoloneando toda la mañana en la cama de su antigua habitación en la casa de sus padres. Había decidido dormir en Phoenix para no tener que levantarse aún más temprano si tenía que desplazarse al aeropuerto desde el rancho. Cuando entró en aquel dormitorio de su infancia que solía evitar cuando visitaba a sus padres, sus ojos no pudieron ignorar la fotografía que, desde hacía siete años, descansaba en la esquina inferior derecha del gran panel de corcho situado sobre su antiguo escritorio. Un panel plagado de entradas de cine, fotos con amigos, pulseras de festivales… recuerdos de un tiempo al que se sentía tan ajeno que podría creer que aquella era la habitación de cualquiera de sus hermanos. Excepto por la fotografía de Caroline. Esa mañana, cuando sus ojos, aún no abiertos del todo, habían recalado en su cara, tuvo que reunir todo su valor para prepararse para su viaje relámpago a Boston.
Mark tenía claro que, si no fuera por la insistencia de Travis, no estaría allí en aquel momento. Su último año en Nueva York había sido duro, más duro de lo que nunca pudo imaginar, y no habría sobrevivido a él sin los gemelos revoloteando por Beta Theta Pi con toda su euforia de estudiantes de primer año. Y, ahora, aquellos dos chicos impacientes y un poco descontrolados se habían convertido en dos idiotas enamorados. Por Dios santo, si hasta Parker era una especie de padre de familia.
La cola para coger un taxi parecía no avanzar, y Mark echó, por instinto, la mano al bolsillo trasero de sus pantalones, añorando, como cada día de los últimos tres años, tener a mano un cigarrillo. Había dejado de fumar al trasladarse al rancho y ni siquiera podía achacar la decisión a una preocupación por su salud; simplemente, el local más cercano en el que podía comprar tabaco se encontraba a unos quince kilómetros y había descubierto entonces que su desgana para moverse del sofá era mayor que su adicción a la nicotina. Así era su vida en el rancho: rutinaria y apática. Se levantaba al alba, trabajaba como un esclavo durante doce o quince horas y veía pasar las horas de la noche frente al televisor, con una cerveza en la mano y un millón de demonios en la cabeza.
Fue justo una de esas noches de insomnio y televisión por cable la que lo había llevado a Boston. Si sus fantasmas solían presentarse al caer la noche desde hacía años, en los últimos meses la cosa había empeorado. El rancho se encontraba en una situación económica cercana a la catástrofe. Su padre llevaba años insistiendo en venderlo, mientras aún quedara en los Estados Unidos algún insensato interesado en la vida rural. Aquel lugar había alcanzado su máximo apogeo a mediados del siglo anterior y era todavía un negocio productivo cuando su madre lo había heredado. Pese a que la infancia de los Sullivan había transcurrido en su mayor parte en Phoenix, en un ambiente urbano, todos tenían la sensación de haberse criado entre caballos, como si las vacaciones escolares que pasaban en el rancho hubiesen sido toda su vida hasta que se marcharon a la universidad. Así que, por más que su padre estuviera empeñado en venderlo, él había puesto todo su esfuerzo en sacar adelante aquel lugar. Había conseguido salvarlo de la inminente bancarrota en dos ocasiones, las cuentas estaban algo más saneadas que cuando se puso al cargo y había logrado extraer la parte más productiva del negocio y deshacerse de aquello que no aportaba beneficios. Que Mark hubiera sido el número uno de su promoción de Leyes en Columbia había ayudado a profesionalizar un rancho que había estado regido demasiado tiempo por capataces inútiles, pero poco más podía aportar. Quizá la situación actual fuera la mejor a la que podía aspirar el rancho, y apenas permitía pagar a los trabajadores a fin de mes y ganar lo justo para vivir sin tener que pedir un rescate económico a sus padres. Era un callejón sin salida que se había iluminado con una pequeña luz de esperanza en aquella noche, apenas un mes atrás, que Mark pasó ante el televisor con el Discovery Channel de fondo. Había sido un día demasiado duro. Se cumplían siete años del peor día de su vida, y había sustituido la Budweiser habitual de sus sobremesas por un par de vasos de Jack Daniel’s. Parker había estado en el rancho unas semanas antes, así que rebuscó en su cuarto hasta dar con un paquete de cigarrillos. Fue una cuestión de suerte que, entumecido como estaba por el whisky, prestara atención a un documental sobre un rancho de caballos en el sur de Francia que había sido reconvertido en un centro de tratamiento de diferentes discapacidades. Durante la hora escasa que duró la emisión, Mark fue notando cómo los efectos del alcohol abandonaban su cuerpo y solo quedaba una idea tomando forma. La mañana siguiente lo sorprendió delante del ordenador, tras una noche de búsqueda intensiva de información y, lo que resultó ser toda una sorpresa para él, de ilusión. En cuanto amaneció en la costa este, llamó a sus hermanos para que le confirmaran si había perdido el juicio de forma definitiva o, por el contrario, si aquel proyecto tenía posibilidades de convertirse en algo real. Cuando recibió su apoyo incondicional, respiró tranquilo. Si ellos lo veían posible, él lo haría posible.
Pocos días después de aquella noche de catarsis, Mark recibió una llamada de Travis. Su hermano insistió de forma incansable en que conociera a la antigua fisioterapeuta de su novia Emily. Alice Walsh era una de las fisioterapeutas más reconocidas del país, había sido profesora invitada en varias de las universidades más importantes del este, y Emily mantenía que ella era el único motivo por el que había logrado volver a caminar. Mark sentía, en cierto modo, que aquel viaje a Boston era una pérdida de tiempo. No entendía qué podía llevar a una profesional con su currículum a querer implicarse en un proyecto en un rancho perdido en el centro del país. Pero Travis lo había animado hasta la saciedad a realizar aquel viaje, utilizando incluso a Preston y a Parker para que ellos también insistieran. Sus padres, por supuesto, habían acabado enterándose también de sus planes y, entre todos, habían decidido que aquel proyecto era la gran ilusión de su vida. Y lo era, quizá. Pero, mucho más que eso, era su última opción.
Cuando bajó del taxi ante un complejo de apartamentos del centro de Boston, cruzó los dedos para que el consejo de Travis fuera acertado. Si Alice Walsh era la persona idónea, tendría que poner todo de su parte para convencerla de que aquello era algo más que una locura fruto de una noche de insomnio y whisky. Y no tenía ni la menor idea de cómo iba a hacerlo. Mientras buscaba el portal número cuatro, siguiendo las indicaciones que había intercambiado con la doctora Walsh por correo electrónico, repasó lo que sabía de ella: treinta y cuatro años, licenciada cum laude en Stanford, doce años de experiencia en fisioterapia, profesora invitada en Princeton y Yale… Mark echó una ojeada rápida a su aspecto y se sintió algo intimidado. Quizá debería haberse puesto un traje para esa cita profesional, pero los últimos tres años lo habían convertido en un hombre de campo, así que se había plantado en Boston con unos simples pantalones vaqueros y una camiseta negra. Casi le dio la risa cuando pensó en lo indignados que se habrían mostrado Travis y Preston si lo vieran.
Cuando alcanzó el rellano de la tercera planta y vio abrirse la puerta de aquel apartamento, entendió que la preocupación por su aspecto había sido absurda. La mujer que apareció ante él era cualquier cosa menos alguien a quien imaginarse impartiendo clases magistrales en una universidad de la Ivy League[1]. Mark creía haber aprendido a no juzgar a las personas por su aspecto; era algo en lo que Parker insistía con esa vehemencia que solo su hermano pequeño podía mostrar. Pero es que aquella mujer tenía el pelo azul, un número incontrolable de piercings en la cara y casi toda la piel visible cubierta por tinta de colores. No, definitivamente no era lo que había imaginado de una doctora titulada con más de diez años de experiencia.
—¿Alice? Soy Mark Sullivan, me envía mi hermano Travis.
—Encantada, Mark. —Alice se adelantó para estrecharle la mano, en un apretón que sorprendió a Mark por su firmeza, y se hizo a un lado para permitirle entrar en su apartamento—. Estoy deseando escuchar todos los detalles de tu proyecto. Emily me ha adelantado algo por teléfono, pero prefiero escucharlo en primera persona.
Mark observó con un cierto espanto el aspecto del apartamento. Un número incontable de cajas llenas de objetos variados coexistían con muebles a medio camino entre lo vintage y lo destartalado. Las paredes, que necesitaban una mano de pintura urgente, estaban cubiertas por pósteres de bandas de rock de las que Mark solo acertó a reconocer un par. Se adentró hasta la cocina, donde Alice lo esperaba con la puerta del frigorífico abierta.
—¿Cerveza? —se limitó a preguntarle.
—Sí, perfecto. —A Mark lo venció la curiosidad—. ¿Estás de mudanza?
—Siempre lo estoy. Salgo en dos días para California para hacerme cargo de un nuevo paciente.
—Travis me ha explicado que tu trabajo es itinerante —le comentó Mark, aceptando la invitación de Alice a sentarse en un viejo sofá de cuero color burdeos en su salón—. ¿Quieres contarme un poco en qué consiste?
—Cuando acabé la carrera, acepté una oferta de empleo de una clínica en Washington. Tuve a varios políticos como pacientes y, cuando el hijo de un congresista sufrió un accidente de moto, me pidió que me trasladara a Florida para tratarlo. Las cosas funcionaron bien y, desde entonces, he trabajado siempre en periodos cortos de tiempo con pacientes de todo el país.
—Te desplazas a sus ciudades y trabajas con ellos allí, ¿es así?
—Es algo más que eso. Me instalo en sus propias casas y trabajo con ellos casi veinticuatro horas diarias. Controlo su alimentación, sus hábitos de salud… Me licencié también en Psicología para ayudarles a lidiar con las consecuencias emocionales de sus lesiones. Es una terapia integral.
—Sin embargo, si no he entendido mal a Travis, con Emily te quedaste más tiempo del habitual, ¿no es así?
—Sí… Emily siempre fue especial para mí. Bueno, ya la conoces.
—La verdad es que no. Aún no he tenido ocasión de conocerla en persona.
—Pues no pierdas la oportunidad. Es una chica fantástica. Su caso es uno de los más difíciles a los que me he enfrentado. Había muy pocas posibilidades reales de que volviera a caminar. Estoy orgullosa de lo que hice por ella, pero el noventa y nueve por ciento del mérito es suyo. Se esforzó de una manera que asustaría a un hombre adulto, y solo era una chiquilla de dieciséis años. No me importó nada renunciar a mi trabajo itinerante por quedarme junto a ella. Me habría quedado todo el tiempo que fuera necesario.
—Entiendo que todos tus pacientes tienen un alto nivel adquisitivo. No debe de ser barato tener a una de las mejores profesionales del país veinticuatro horas al día a tu disposición.
—Mis honorarios son altos, sí. Quizá lo que te voy a decir no sea lo más ético del mundo, pero suelo adaptar mi salario a la capacidad económica del paciente.
—No lo he entendido. Explícame eso, por favor.
—Por ejemplo, estos últimos seis meses los he pasado en Texas, tratando a una niña de siete años que apenas podía caminar después de un accidente doméstico grave. Su familia no podía alcanzar a pagarme ni la mitad de lo que suelo cobrar, pero su padre se presentó en mi casa desesperado hace algo menos de un año, y acepté el caso. Conseguimos grandes progresos con esa niña, y es probable que apenas le queden secuelas en el futuro. A cambio, la semana que viene me marcho a Los Ángeles a trabajar con un actor muy conocido que se ha lesionado un hombro en una escena de acción de su última película. No es un trabajo demasiado estimulante, pero voy a ganar más del triple de lo habitual.
—¿Qué te ha contado Travis sobre mi idea para el rancho?
—Equinoterapia —resumió ella—. He leído bastante sobre el tema desde que contactasteis conmigo. También he visto el documental del que me hablabas en tus correos. Dispones de las instalaciones y los animales, pero necesitas a alguien que se haga cargo de la parte médica. ¿Voy bien encaminada?
—Sí. Esa es la versión corta. He contactado con un par de especialistas que podrían formarnos en la terapia específica con caballos, además de adiestrar a los animales con los que cuento para las tareas que tendrían que llevar a cabo. —Mark tomó aire y le expuso a Alice sus dudas—. Voy a ser muy sincero contigo, Alice. La parte económica va a ser complicada. La inversión inicial que tendré que realizar será enorme, por lo que es imprescindible que las terapias funcionen o me veré en la ruina.
—¿Cuál es esa inversión?
—La mayor parte se irá en comprarles a mis hermanos su parte del rancho.
—Ah… Había entendido que el rancho era tuyo.
—El rancho, en realidad, es de mi madre, que lo heredó de su familia. Todos consideran que el rancho es mío porque soy el único interesado en trabajar allí, pero estrictamente hablando, es una herencia que tendré que compensarles a mis hermanos. Además, habrá que hacer reformas para alojar a los pacientes y sus familias, ya que la población más cercana está lejos y ni siquiera cuenta con instalaciones adecuadas. Añade la maquinaria necesaria, los honorarios de los especialistas que trabajen con nosotros los primeros meses… y tu sueldo, claro.
—Mi sueldo…
—Estoy dispuesto a hacerme cargo de todos esos gastos porque creo en este proyecto, pero necesito un compromiso total por parte de la persona que trabaje conmigo. No te voy a engañar, la vida en el rancho es aburrida. Phoenix está a una hora y media en coche, y el pueblo más cercano no tiene siquiera un Walmart.
—Estos son mis honorarios habituales. —Alice pasó una hoja de papel a Mark, que no pudo ocultar sus ojos abiertos como platos—. Me gusta la vida en el campo. Si puedes pagarlos, eso no será un problema. Soy una persona impulsiva, necesito que algo me ilusione para entregarme, pero, si lo hace, doy el doscientos por ciento de mí misma. De eso puedes estar seguro.
—Alice… no sé cómo decirte esto. No puedo ni acercarme. Travis me habló de cifras muy inferiores y, aun así, me parecía complicado.
—Hace ya tiempo que traté a Emily. Mis honorarios han subido mucho en los últimos años.
—Maldita sea… —Mark sabía que no tenían mucho más que hablar. La hoja de tarifas de Alice había hecho volar todas sus esperanzas. Sintió la ansiedad creciendo en su pecho, la frustración a la que nunca sabía enfrentarse. Su única vía de escape, ese proyecto soñado, parecía evaporarse. Iría a parar al lugar donde yacían todas las ilusiones que algún día tuvo sobre su futuro.
—¿Te encuentras bien? —La voz pausada de Alice logró sacarlo de su ensimismamiento.
—Sí. No. Perdona… —Le sonrió brevemente—. Todas mis esperanzas están puestas en este proyecto, y no soy una persona que sepa lidiar con los problemas.
—Ese no parece un buen comienzo para emprender un proyecto. —Alice posó su mano derecha sobre el muslo de Mark con delicadeza—. ¿Quieres contarme cómo pensabas organizarlo?
Durante las siguientes dos horas, Mark habló casi sin descanso sobre los pacientes que esperaba tener, sobre cómo pensaba alojarlos en el rancho, cuál sería el importe de su estancia en terapia… Le contó a Alice los acuerdos a los que pensaba llegar con las compañías de seguros, cómo querría reunirse con todos los pacientes antes de aceptarlos para el tratamiento. Le explicó que preferiría trabajar con niños y adolescentes, pero que las terapias estarían abiertas a pacientes de cualquier edad. Alice repuso las cervezas un par de veces, le hizo algunas preguntas, pero, en general, lo escuchó en un respetuoso silencio. Cuando terminó, Mark se sorprendió a sí mismo con la perfecta imagen del rancho que su cerebro había sido capaz de dibujar. Ni en sus mejores días inspirados, desde que vio el documental hasta que tomó aquel vuelo a Boston, había conseguido ver tan claro lo que quería hacer con el rancho.
—Y… eso es todo, supongo.
—Joder, Mark… Tu proyecto es una maravilla.
—Bueno… de momento, no es más que eso. Un proyecto.
—Dime cuánto podrías pagarme —Alice fue directa al grano. No podía disimular que estaba maravillada con todo lo que Mark acababa de exponer.
—¿Sabes la cifra que cobras al mes por tratar a un paciente?
—Sí.
—Pues podría pagártela… al trimestre.
—Vaya…
—Sí. Vaya. —Mark miró su reloj y decidió que debía marcharse. Nunca podría alcanzar la cifra que Alice exigía, y ella no sería tan estúpida como para rebajar a un tercio su aspiración salarial—. Gracias por recibirme, Alice. Ha sido un placer charlar contigo. De veras, me ha encantado conocerte.
—No tan deprisa, vaquero. —Alice se rio abiertamente, y Mark se fijó en que escondía un piercing en el frenillo de la encía. Primero se sorprendió, ya que nunca había visto tal cosa, pero un tirón en su entrepierna le descubrió que a algunas partes de su cuerpo parecía gustarle aquella joya plateada—. ¿Estás dispuesto a escuchar una propuesta?
—Claro.
—Como te imaginarás ahora que conoces mis ingresos, tengo bastantes ahorros. ¿Estás dispuesto a aceptar a una socia en tu negocio?
—¿Socia capitalista?
—Algo así. Tú pones el rancho, yo me encargo de la inversión en maquinaria, caballos, formación, etcétera. Solo tendrías que hacerte cargo de comprarles a tus hermanos su parte. Y, cuando el rancho esté en marcha, vamos a medias con los beneficios, y te ahorras mi sueldo.
—Emmmm… En ningún momento me he planteado que el rancho no fuera solo mío. No había pensado en la opción de tener un socio. Una socia, vamos.
—¿Y bien?
—Podría ser, podría ser… —Mark sentía su cabeza bullir a cien mil revoluciones por minuto—. Joder, creo que podría funcionar. ¿Hacemos unos números?
—Vale, pero deja que prepare algo de comer.
Mark vio a Alice dirigirse a la cocina y se permitió unos minutos de reflexión en el sofá. Hasta le asustaba pensar en lo bien que sonaba la propuesta de Alice. Tardó un buen rato en darse cuenta de que quizá debería ofrecerse a ayudarla en la cocina. Se dirigió hacia allí y se sorprendió del sol que entraba a raudales por un gran ventanal. Sus palabras de ofrecimiento para echar una mano con la comida se quedaron en el aire cuando se fijó en que ella se había despojado de la sudadera sin mangas que había llevado durante toda la mañana. Ahora, una camiseta corta dejaba a la vista un aro en su ombligo, coronando un tatuaje que se extendía en vertical hacia algún lugar que la camiseta, para su desgracia, no permitía observar.
—¿Qué? —le preguntó ella, cuando lo vio contener el aliento.
—Nada. Nada, nada —se excusó él con torpeza—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Solo he preparado una ensalada y unos sándwiches. No soy precisamente un as en la cocina.
—Yo preparo la mejor carne a la brasa de toda Arizona. No pasarás hambre en el rancho.
—Entonces, ¿vamos a hacerlo?
—Oh, sí… Cuando tú quieras —bromeó Mark, provocando el sonrojo de Alice que, de forma inmediata, le lanzó un paño de cocina a la cabeza.
—Muy gracioso. —Alice le enseñó su lengua perforada en un gesto burlón, y Mark se rindió a la evidencia de su inminente erección.
—Fuera bromas… creo que sí. Vamos a comentar los detalles.
La tarde se les pasó a Mark y Alice en una vorágine de presupuestos, hojas de cálculo y definición de responsabilidades en el trabajo futuro. Sería difícil decir cuál de los dos se mostró más sorprendido por la manera en que habían conectado. Solo cuando la luz empezó a escasear en el salón de aquel apartamento, fueron conscientes de cuántas horas llevaban inmersos en su planificación. Pero no hubo solo caballos, contabilidad y fisioterapia en aquellas horas. Hablaron de sus trayectorias profesionales, de sus familias y de sus anhelos. Mark se descubrió contándole a Alice anécdotas que los hicieron reír a carcajadas. Hacía muchos, muchísimos años, que no encontraba una conexión así con alguien que no fueran sus hermanos, e, incluso con ellos, siempre existía una pátina de prudencia en sus conversaciones. Alice era cercana, directa y divertida. Varias veces lo había tocado mientras hablaban: una mano en su antebrazo, una patada burlona en el trasero cuando él se había mofado de su pelo azul… Mark no era demasiado aficionado al contacto físico, pero aquella tarde se descubrió a sí mismo deseando que se repitieran esos gestos. Claro que también se descubrió tratando de averiguar qué demonios le estaba ocurriendo con aquella mujer.
—No me puedo creer que sigas hablando —se burló de ella, que se encontraba inmersa en un monólogo sobre la importancia de una buena alimentación en la recuperación de lesiones musculares y óseas.
—¡Perdón! —se disculpó ella entre carcajadas—. Me ha podido la pasión, ¿verdad?
—Un poco. —Mark le sonrió—. Pero me alegro. No pondría la mitad de mi negocio en manos de alguien a quien no le apasionara su trabajo.
—Es un trabajo duro, en todos los aspectos, pero no te puedes imaginar la satisfacción que supone ver recuperado a un niño que parecía que nunca iba a volver a caminar.
—¿Trabajas mucho con niños?
—Lo cierto es que trabajo con pacientes de todas las edades. Pero es indudable que la satisfacción es mayor cuanto más joven es el paciente. Con los adolescentes y los jóvenes, en general, el reto suele ser mayor, porque su actitud no siempre es positiva. Pero, justo por eso, suelen ser mis casos favoritos.
—Te gustan los retos, por lo que veo.
—Sí. Y me gusta aplicar lo que he aprendido a ayudar a los demás. Y no hablo solo de lo que he aprendido sentada en un aula. Hablo, sobre todo, de lo que he aprendido con mis propias experiencias en la vida. A veces, más importante que los avances físicos es conseguir que un paciente asuma que su vida no va a volver a ser igual que antes.
—Supongo que eso es más sencillo con gente mayor.
—Sí, sin duda. Pero, para mí, supone una satisfacción especial poder sacar del pozo a alguien joven. Yo sé de primera mano lo que es pasarse muy jodida los que deberían ser los mejores años de tu vida.
—Me temo que yo también sé algo de eso —comentó Mark. En cuanto hubo terminado su frase, se dio cuenta de que nunca, jamás, había reconocido en voz alta, ante nadie que no fuera él mismo, que un error le había robado la juventud.
—¿Otra cerveza? —Mark asintió, y Alice se desplazó a la cocina a reponer fuerzas. Tomó aire y se dispuso a contarle a Mark el hecho que había cambiado toda su vida—. Mi pareja de la universidad, con quien pasé tres años de mi vida, se suicidó después de que yo cortara la relación. Esa es mi historia. Y el motivo por el que es tan importante para mí ayudar a los demás. Una especie de redención.
Mark guardó silencio tras la confesión de Alice. Contó todos y cada uno de los latidos de su corazón bombeándole en el pecho. El recuerdo vívido de su propio drama se hizo tangible. Su historia difería de la de Alice, sí, pero encontró en sus ojos el mismo dolor que él acarreaba desde hacía siete años. Pero, por encima de cualquier otra sensación, sintió una punzada de envidia. Envidia hacia aquella mujer de pelo azul que le había contado su historia más sórdida apenas unas horas después de conocerlo. Él llevaba siete años callado y era consciente de que ese aislamiento, esa incapacidad para verbalizar su propio dolor, era uno de los motivos por los que se le había enquistado dentro hasta hacerle casi imposible respirar.
—¿Mark? —Alice rompió el tenso silencio que se había instalado entre ellos. Mark levantó la mirada hacia los ojos de ella, pero fue incapaz de emitir un solo sonido—. Yo… quizá no debí contarte… contarte esto.
—No… No, no. No es eso. —Mark fue incapaz de decir más.
—Y, ¿qué es, entonces? Si no te importa que te lo pregunte. —Alice se acercó más a él y, al posar su mano sobre el antebrazo de Mark, notó que él temblaba.
—Yo… estoy muy jodido, Alice. Por dentro. Muy adentro. Yo… creo que debería marcharme. —Se levantó, recogió su mochila del lugar donde la había dejado unas horas atrás y se dirigió a la puerta de forma precipitada.
—Espera, espera… —Alice agarró su brazo e hizo un esfuerzo por retenerlo—. A veces, hablar de ello es la mejor opción.
—¡Ja! —Mark se giró hacia ella y emitió un sonido amargo. Alice se fijó en que tenía los ojos brillosos—. Si pudiera siquiera plantearme hablar de ello, no habría llegado al punto en el que estoy.
Alice agarró la mano de Mark, sabiendo que se estaba tomando una libertad que quizá él no aceptaría en un momento como aquel. Mark bajó la mirada y pareció reflexionar sobre aquel gesto de intimidad. Al cabo de unos segundos, como si todo su interior se rindiera al fin, relajó los hombros y se dejó conducir por ella hasta el sofá.
—¿Cómo lo conseguiste? —le preguntó, consciente él mismo de que sus palabras no tenían coherencia.
—¿El qué?
—Poder hablar de ello.
—¿Crees que fue fácil? No. No lo fue. Estuve tres años yendo a terapia; después, estudié yo misma Psicología, con la esperanza de que los libros llenaran algunos huecos. Me volqué en mi trabajo durante años y apenas permití que mis amigos se acercaran a mí. Arruiné la única relación de pareja que tuve después de aquello a causa de mis inseguridades. Tardé unos ocho o nueve años en ser capaz de aceptar lo que había ocurrido.
—¿Qué hizo que lo aceptaras?
—Ella no lo sabe, pero influyó mucho el trabajo con Emily. ¡Dios! Esa chica es maravillosa. En la época en que trabajé con ella, mi madre estaba muy enferma. Por eso, decidí aceptar un trabajo en Boston, para estar con ella en sus últimos meses. Mi padre murió cuando yo era pequeña, y soy hija única, así que estaba cerca de quedarme sola en el mundo. Era el momento ideal para rendirme a la autocompasión. Pero conocí a Emily y me di cuenta de que, en el fondo, yo era muy afortunada. Ella tenía dieciséis años y llevaba dos sin moverse apenas de la cama. Y, aun así, era capaz de sonreír, de tener esperanza, de hacer bromas con su padre o con su amiga Lisa… Ella hizo que me diera cuenta de que solo hay una vida y hay que aprovecharla al máximo.
—Y te recuperaste…
—Poco a poco, sí. El día en que fui capaz de quedar con mi mejor amiga y explicarle lo que me había ocurrido… fue el primer paso. Habérmelo callado durante tanto tiempo hizo que los recuerdos…
—…se enquistaran.
—Exacto. —Alice lo miró con fijeza y tardó unos segundos en dirigirse a él—. ¿Quieres hablar de ello?
—Siempre me juré que las primeras personas que sabrían lo que me ocurrió serían mis hermanos. De hecho, dentro de un mes y medio vendrán todos al rancho porque se casa el más pequeño. Llevo tiempo planeando contárselo a todos en esos días.
—Y estás muerto de miedo, ¿no?
—Aterrorizado.
—¿Quieres practicar esa conversación conmigo?
Y, contra todo pronóstico, Mark quiso. Guardó silencio durante minutos tras la propuesta de Alice. Los últimos siete años de su vida desfilaron por su cabeza. Los fragmentos de frases que había ensayado decirles a Preston, Travis y Parker se diluyeron. Después de tanto tiempo pensando en que solo ellos podrían ser acreedores de su gran secreto, de su gran trauma, ahora veía mucho más sencillo contarle todo a una completa desconocida. Aunque había un pequeño fallo en su plan: Alice ya era cualquier cosa menos una desconocida. Respiró hondo y lo hizo: recordó, habló, se rompió y se repuso, se cayó y se levantó, se hundió y salió a la superficie. Cuando dejó de hablar, se sintió a la vez incrédulo y aliviado. Incrédulo hasta un punto insospechado por haber sido capaz de hablar de su drama de juventud. Y aliviado; tan aliviado… Como si siete años de plomo hubieran desaparecido, al menos en parte, de sus hombros.
—Joder —dijo Alice, ante la ausencia de cualquier palabra más adecuada para el momento.
—Sí. Joder.
—Emmmm… ¿Quieres otra cerveza?
—No tendrás por casualidad Jack Daniel’s, ¿verdad?
—¿Te vale Jim Bean?
—No tienes ni idea de whisky, ¿verdad? —bromeó Mark, tratando de que los nervios de ambos se evaporasen.
—Si te gustan las bebidas suaves… —se burló ella, levantándose a su vez a servir dos vasos bien llenos.
Bebieron en silencio, instalados en una cómoda intimidad que ninguno de los dos fue capaz de comprender del todo. Se miraban en la penumbra del salón, iluminado solo por la luz indirecta de una lámpara de pie, cuando un rugido en las tripas de Mark hizo acto de presencia entre ellos.
—Perdona, no te he ofrecido algo de cena —le comentó Alice, entre risas—. ¿Te parece bien si preparo una pizza?
—¿Preparar una pizza es meter una mierda congelada en el horno?
—Por supuesto.
Los dos se rieron y se dirigieron a la cocina. Casi en el mismo momento en que entraron allí, la atmósfera entre ellos adquirió un tono diferente. Ninguno sabría decir después qué cambió, pero lo cierto es que Mark sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos y Alice notó el calor ascendiendo por su nuca.
—Soy una maleducada, —dijo Alice, nerviosa, en un carraspeo—, ni siquiera te he preguntado a qué hora sale tu vuelo de regreso.
—Mi vuelo de regreso salió hace tres horas.
La deliciosa pizza de anchoas y pepperoni no llegó a abandonar el horno. Mark se aproximó a Alice y la tomó por la nuca. Sus labios se encontraron con una fuerza que parecía exorcizar todos los demonios que ambos habían expulsado a lo largo del día. Alice enterró las yemas de sus dedos en el encrespado pelo rubio de él, y dejó que la condujera hacia la pequeña mesa de madera de haya en la que no había llegado a colocar siquiera los platos. Mark llevó sus manos a la cintura del pantalón vaquero de Alice y se apresuró a desabrochar los botones. Ella no se quedó atrás y a punto estuvo de arrancar alguno por el camino. Cuando acabaron de desnudarse, los dos jadeaban de anticipación.
—Estoy casi seguro de que esto va a ser un error.
—Creo que puedo confirmártelo.
—¿Deberíamos parar?
—Probablemente. Pero, si lo haces… —Alice ahogó un gemido—. Si paras ahora, te mato.
Mark no necesitó mucho más para alcanzar un preservativo de la cartera de su bolsillo trasero y enterrarse en Alice, sin preguntar siquiera si ella estaba preparada. Era evidente, para ambos, que lo estaba. La lengua de Mark se perdió entre los pezones oscurecidos de Alice. Las manos de Alice querían tomar posesión de Mark, de todo su cuerpo, de todo él. El orgasmo no tardó en llegar para ambos, pero ninguno tuvo la sensación de que se estuviera echando el telón a su encuentro. De hecho, la noche se les pasó en un itinerario que los llevó de la mesa de la cocina a la cama, y de allí al suelo del salón, hasta que los primeros rayos del amanecer los encontraron, dormidos, sobre la alfombra del pasillo.
El primero en abrir los ojos fue Mark, y quizá fue ese hecho el que marcó todo el devenir posterior de los acontecimientos. En esa fase absurda entre el sueño y la consciencia, su cerebro reconstruyó fragmentos del día anterior. Se recordó a sí mismo hablando de Caroline, llorando junto a Alice en el sofá de aquel apartamento, traicionando su propia promesa de no contarlo jamás antes de que lo supieran Preston, Travis y Parker. Cómo si eso fuera lo único que había traicionado. Se preguntó qué había sido de aquella otra promesa: no dejar que nadie se acercara, no involucrarse, no dejar caer las barreras. Se preguntó demasiadas veces qué coño había hecho. Y, sobre todo, se preguntó por qué todas esas cuestiones estaban acudiendo a su mente. Si algo había hecho en los últimos siete años había sido acostarse con mujeres. Siempre había tenido –y dejado– muy clara la separación de poderes entre su corazón y su polla. ¿Por qué era diferente esta vez?
Miró a Alice y trató de entender sus últimas diecisiete horas. El sexo había sido perfecto, sí, sin ninguna duda. Con toda probabilidad, el mejor de su vida. Pero, ¿había sido algo más? No podía serlo. No debía serlo. Haber iniciado con sexo una relación profesional con la única posible socia que le había gustado era un error. Convertir ese encuentro sexual en algo más… eso sería una hecatombe. Pero había un hecho innegable: nunca, en sus casi veintiocho años de vida, se había sentido tan cómodo con una mujer. Ni en la cama ni fuera de ella.
Se incorporó poco a poco, esforzándose por no despertarla. Recuperó su ropa, recordando con una media sonrisa cómo la había perdido. Miró a Alice una vez. Y otra. Y otra más. Y se dio cuenta de una realidad: todo aquello era una locura. Él no sabía gestionar sus emociones, así que lo mejor era no sentirlas. No podía trabajar con alguien que amenazaba con despertar algo que él prefería dejar muerto. Había cientos de personas adecuadas para el proyecto del rancho. Sería mejor dejar ese día en el recuerdo.
Cogió su bolso de viaje, cerró la puerta sin hacer ruido y emprendió camino hacia el aeropuerto.