Capítulo 9
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Los gritos llaman mi atención, me hacen dudar, no sé si estoy despierta o dentro de uno de mis sueños, aunque este parece diferente.
No puedo entender qué dicen, las voces se sobreponen unas sobre las otras, confundiendo a mis oídos. Todos los presentes van uniformados y se amontonan al pie de la escalera, entonces, diviso a Adrián.
Su boca deja escapar un nombre; el mío.
—¡Irene!
Es consciente de que algo le ha sucedido, al igual que yo lo presiento.
En el descansillo de la escalera una mujer llama mi atención, su mujer: Anna, tratando de disimular la satisfacción que hay tras sus ojos.
Adrián no deja de mirar hacia el lugar donde el frágil cuerpo de Irene, yace inerte.
Otro alarido me hiela la sangre, parece fuera de sí mientras se precipita por la escalinata a toda prisa para derrumbarse junto al cuerpo de Irene, que de alguna manera siento como propio.
Adrián llora sin importarle las miradas, los cuchicheos, lo que sucederá después... tan solo le importa Irene. La llama sin cesar, acaricia su rostro, su cuerpo, hasta que logra que ella responda suavemente. Adrián la levanta y la sostiene entre sus brazos, como tantas otras veces para hacerle el amor, solo que esta vez, su urgencia por tocarla no tiene nada que ver con la pasión, sino con la preocupación que atenaza su pecho.
—Si sales con ella de aquí que sea para no regresar— irrumpe una voz en sus oídos. La voz de Anna
Furioso le devuelve una mirada acusadora.
—¡Has sido tú!— grita. —Puedo verlo en tus ojos.
Todos los demás, testigos mudos de lo acontecido, agachan la mirada, no son capaces de acusar a su ama, pero tampoco pueden desmentir la acusación que su señor pronuncia en voz alta.
Anna ha empujado a Irene por la escalera y ahora está malherida, de lo único que parece arrepentirse es de no haber tenido la fortuna de acabar con ella.
Adrián agarra con fuerza el cuerpo sin fuerza de Irene y se levanta despacio, dispuesto a abandonar la casa.
—Si sales de la casa con ella, no se te ocurra regresar— sisea Anna enfurecida.
—Como desees— contesta Adrián con la voz tranquila y firme.
Sin mirar atrás se precipita hacia la puerta, corre lo más deprisa que puede hasta su coche de caballos y la coloca con cuidado en la parte trasera mientras grita al cochero que se dirija al pueblo, a la casa de la sanadora.
El cochero obedece sin hacer preguntas, tan solo se limita a azuzar los caballos para que fueran lo más rápido posible; durante todo el largo trayecto escucho a Adrián rezar, pidiendo y rogando a Dios que me salven. Que la salve.
Mi corazón late lento, lo siento en mi pecho abandonar este mundo, al igual que el de Irene, siento su dolor y las imágenes de lo sucedido acuden a mi, veo a Anna empujándome por la escalera, ella sabe que me ama, que no le pertenece y a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, no es capaz de seguir padeciendo la humillación de que su esposo no la desee y sí a mi.
El coche se detiene bruscamente y un olor a hierbas que no conozco penetran por mi nariz, molestándome. Me siento una muñeca rota en sus brazos, le escucho llorar, gritar, suplicar a la sanadora que obre su magia.
—No puedo hacer nada muchacho, está malherida. Sus lesiones son internas. Tengo que dejar el trabajo en manos de los espíritus que son más poderosos que yo— contesta la sanadora. Su cabello llama mi atención, es largo y muy blanco, parece nieve.
Adrián cabecea incrédulo, agarra a la sanadora por los hombros y la zarandea mientras le increpa.
—Tiene que hacer algo. ¡Sálvela!
—No puedo, de verdad que me apena que termine así; se lo advertí, no debéis estar juntos, ella sabía que esto sucedería tarde o temprano.
—¿Sabía que iba a morir?
—No, pero era consciente que tu vida corría peligro si seguía contigo.
—¿Mi vida?
—Así es muchacho.
—Entonces, ¿por qué ella?
—No lo sé, algo ha cambiado esta vez, el destino se ha cobrado una vida, la de ella.
—¡No! ¡No! Me niego, haz algo, quítame la vida a mi y devuélvesela a ella. Yo no deseo seguir en este maldito mundo sin ella.
Adrián se arrodilla vencido, derrotado, llorando desconsoladamente, quiero hacer algo, consolarlo, susurrarle que todo va a salir bien, pero estoy inmóvil.
La anciana mira a Adrián apenada, sabe que lo que siente por ella es sincero.
—La amas de verdad, ¿no es así muchacho?
—Más que a mi vida...
—Tal vez...
—Tal vez. ¡Dime anciana!
—Tal vez haya algo que podamos hacer, hay un viejo hechizo que une a dos amantes para siempre, a través del tiempo.
—Anciana, no juegues con mis sentimientos.
—No lo hago, ella aún tiene algo de aliento. Podemos intentarlo.
—¿Qué pretendes hacer? ¿Brujería? Eso es pecado, va contra Dios.
—¿Quieres estar con ella?
—Más que nada.
—¿Para siempre? Piénsalo bien, muchacho. Para siempre es mucho tiempo.
—Para siempre— susurra Adrián.
—Está bien, acercate a ella y cógela de las manos.
La anciana se da la vuelta y prepara en un cuenco alguna mezcla con hierbas y semillas, mientras Adrián ajeno a todo lo que sucede exceptuando a Irene, aprieta sus pequeñas manos entre las suyas, procurándoles el calor que ya no reside en su cuerpo. Ese cuerpo que encierra esa alma que él ama.
La anciana se coloca al lado de la pareja de amantes y da de beber a Irene del cuenco del que apenas bebe nada y después hace lo mismo con Adrián.
Adrián, ha perdido la esperanza por lo que nada de lo que haga la hechicera le importa. La anciana hace unos pequeños cortes en sus dedos corazones y los une, uno al otro, con un fino hilo. Durante el proceso no deja de murmurar una vez tras otra, palabras incomprensibles para los oídos de Adrián que permanece concentrado en alargar todo lo que puede los latidos cada vez más débiles de Irene.
Sin pensarlo, une su boca a la de ella, pensando por un loco instante que tal vez su aliento le devuelva la vida a ella. Las lagrimas de Adrián caen sobre las frías mejillas de Irene y puedo sentir como esa humedad atraviesa mi piel. Las lagrimas dan paso a un llanto desgarrador y ahogado cuando exhala el último aliento en la boca de él.
Adrián me agarra con todas sus fuerzas, sostiene un cuerpo vacío e inerte, tan solo una carcasa que nada retiene ahora.
Poco a poco, el llanto se suaviza, despacio al mismo ritmo que su alma asume que ya no estoy, que no podrá vivir una vida junto a mí y entonces se alza y clama al cielo, un grito desgarrador reclamando a Dios lo que le ha robado, la vida de ella. Cuando el grito se acaba, su llanto y sus quejidos de nuevo cobran fuerza y así permanece, junto a mi cuerpo sin vida, durante horas.
La anciana se marcha en silencio, dejando que llore la pérdida. La cabaña se queda en silencio, tan solo los sollozos de Adrián pueden oírse, como si todo lo demás se hubiese detenido en el tiempo.
—Nunca, me oyes Irene, nunca amaré a ninguna otra. Jamás. Siempre te amaré a ti— promete sobre mi cuerpo.
—Unas hermosas palabras, querido esposo. Aunque creo que te equivocas de mujer.
La voz fría de Anna se cuela por la cabaña como el viento frío del invierno, que encuentra cualquier rendija para helar la sangre.
—¡Vete, Anna. No deseo verte nunca más!
—¡No era más que una criada!— exclama fuera de sí.
—Lo era todo.
—Su vida no valía nada.
—¿Por eso te has creído con el derecho de arrebatársela?
—Estaba cansada de ver a mi esposo revoloteando tras una insignificante sirvienta como un jovenzuelo enamorado.
—La amaba Anna.
—Ella no estaba a tu altura.
—¿Y tú sí?
—Sí.
—¿Por qué lo crees?
—Soy Duquesa.
—¡Eres una asesina!
—Olvidaré tus palabras.
—No lo hagas. Recuérdelas cada noche.
—¡Vuelve a casa!
—¡Nunca!
—¡Lo perderás todo Adrián!
—Ya me lo has arrebatado.
—Pero todavía tienes tierras, títulos, dinero, poder... ¡la olvidarás!
—No los quiero, sólo la deseaba a ella.
—¿Por qué no te basto yo?
—Anna, márchate, antes de que cometa una locura.
—¿Vas a lastimarme?
—Vete, Anna. No quieras volver a saber de mi.
—Ni tan siquiera estando muerta, deja de ser un estorbo.
Adrián se levanta y coge del lecho improvisado por la sanadora mi cuerpo sin vida. Comienza a caminar sin tener claro a dónde dirigirse, pero no va a dejarme abandonada junto a esa odiosa mujer y en silencio, lo agradezco.
—¿Vas a enterrarte con ella?
—Tal vez— contesta y sigue caminando.