Capítulo 6

FIONA estaba avergonzada de haberse quedado a escuchar. Hubiera debido hacer ruido a propósito para advertirle a Greg de su presencia. Pero, por desgracia, era demasiado tarde. Tendría que vivir con el secreto que había descubierto. Fiona se apresuró a preparar la cena. Cuando estuvo lista fue al salón a avisar:

—He preparado la cena...

—Ah —se sobresaltó Greg—. No te he oído llegar.

—Llegué mientras hablabas por teléfono. Te habría saludado, pero no quise interrumpirte —contestó Fiona respirando hondo.

Greg la observó serio.

—¿Tienes hambre? —preguntó ella.

—Sí, mucha. Comí un trozo de bizcocho con el café esta tarde. Espero que no te moleste que preparara más café. No puedo vivir sin él.

—En absoluto, olvidé decirte que te hicieras lo que quisieras, estás en tu casa.

—¿En mi casa? —rió Greg—. Tu cocina no se parece nada a la mía. Yo jamás tengo nada, aparte de leche y cosas de desayuno. Bueno, y algo en el congelador. Espera, voy a lavarme las manos. Enseguida voy.

Fiona se sentía incapaz de sostener su mirada. Volvió a la cocina, se apoyó en la encimera y cerró los ojos. Tenía un grave problema, y no sabía qué hacer.

Sin duda el a era más susceptible a ese tipo de asuntos porque jamás se había encontrado en esa situación con un hombre. Las parejas casadas debían de tener una rutina muy similar a la que comenzaba a surgir entre ellos dos.

Fiona no se había dado cuenta de cuánto había echado de menos a Greg hasta l egar a casa aquella tarde. Había sido entonces cuando un caos de sentimientos se había apoderado de ella. Ni siquiera sabía de dónde salían.

El hecho de que Greg la mirara con más amabilidad y confianza que al principio resultaba contraproducente para ella. Él había estado enfermo, por supuesto. Pero Fiona no podía ignorar que había sido él quien había mordisqueado y lamido el lóbulo de su oreja y su cuello, quien había acariciado su pecho pensando que era su difunta mujer. El único modo de enfrentarse a él era recordar constantemente que Greg no se acordaba de lo sucedido aquella noche. El problema era que ella sí se acordaba. No podía olvidarlo. No dejaba de revivir una y otra vez lo que había sentido al tocarla Greg. Y, Dios la ayudara, quería volver a sentirlo.

—Mmm... aquí huele muy bien —comentó Greg entrando en la cocina.

Fiona se enderezó de inmediato, pero fue demasiado tarde.

—¿Ocurre algo? —preguntó él.

—Estoy cansada, eso es todo —respondió ella.

Fiona le indicó que se sentara y tomó asiento frente a él.

—¿Qué tal el día?, ¿tuviste suerte, encontraste lo que buscabas? —

preguntó ella.

—Bueno, digamos que he eliminado un montón de archivos que no me sirven

—contestó Greg — . ¿Tienes algún pariente que pueda recordar algo de lo sucedido hace veinticinco años?

—Pues sí, ahora que lo pienso —contestó Fiona tras una pausa—. Mi tía, Minnie MacDonald. Nació en Craigmor, y sin duda morirá allí. Conoce a todo el mundo. Además, es ella quien tiene el resto de los archivos de mi padre.

—Me pregunto por qué nadie la mencionó cuando estuve preguntando.

—Tratarían de protegerte, supongo —contestó Fiona echándose a reír.

—¿De qué?

—La tía Minnie tiene la lengua muy afilada y muy poca paciencia. Dudo que esté dispuesta a hablar con un desconocido. Es un poco... independiente, digamos.

—¡Un MacDonald independiente, no puedo creerlo! —exclamó Greg, abriendo inmensamente los ojos de forma deliberada, bromeando.

Luego Greg sonrió, haciéndola estremecerse. Sí, aquel hombre podía resultar letal para ella.

—Si quieres, puedo llevarte a verla. Si es que no encuentras lo que necesitas en los archivos. Puede que se muestre más amable si te acompaño —sugirió Fiona.

—No quiero entretenerte —negó Greg — . Ya has hecho bastantes cosas por mí.

—Forma parte del servicio, caballero —sonrió Fiona—. Me gusta ayudar a los demás a recuperar la salud.

—Y lo haces muy bien —comentó él en voz baja.

—Gracias.

Las miradas de ambos se encontraron, y a Fiona la sorprendió la calidez que vio en sus ojos. Greg nunca la había mirado con esa expresión. Estaba l ena de admiración por ella, pero también de algo más. Algo que la ponía nerviosa.

¿Acaso había descubierto Greg lo atraída que se sentía hacia él? Esperaba que no. Resultaría de lo más violento.

—Bueno, ya veremos cómo va la investigación. Puede que no tenga elección y tenga que ir a verla. Se me están acabando las alternativas —comentó Greg.

Después de cenar, Greg se excusó y volvió al trabajo. Fiona recogió la cocina y pensó en qué hacer a continuación para no tener que estar con él en el salón.

Era una estúpida, se dijo al cabo de un rato. Al fin y al cabo se trataba de un simple encaprichamiento. Apenas había experimentado algo así en la adolescencia, vivía la experiencia con retraso. Y tenía que aprender a enfrentarse a ella. No tendría ninguna oportunidad mejor.

Decidida, Fiona se acurrucó en el sillón del salón y abrió la novela. De vez en cuando alzaba la vista hacia Greg, que usaba su mesa de trabajo. Era evidente, por su forma de amontonar las cajas, que había revisado seis. Le faltaban sólo dos por abrir.

Fiona consiguió por fin concentrarse en la lectura. La magia de la novela la poseyó. De pronto dejó de ser consciente de lo que la rodeaba. McTavish estaba tumbado en su lugar favorito, la alfombra frente a la chimenea.

Tiger estaba durmiendo en el brazo del sillón. Al alzar la vista, Fiona vio que la aguanieve golpeaba las ventanas. Volvió la vista hacia Greg, y descubrió que él estaba sentado en el sillón, relajado, observándola. Y, a juzgar por lo cómodamente que estaba reclinado, debía de l evar un rato haciéndolo. Fiona se ruborizó de inmediato.

—¿Por qué haces eso? —preguntó él.

-¿El qué?

—Ruborizarte cada vez que descubres que te estoy mirando.

Fiona tragó, buscando una respuesta cualquiera. Lo cierto era que no tenía mucha experiencia a la hora de disimular, así que finalmente decidió decir la verdad.

—No estoy acostumbrada a que me miren.

—¿Es que todos los hombres de los alrededores están ciegos? —siguió preguntando él.

—No comprendo qué quieres decir.

—¿Nadie te ha dicho nunca lo bella que eres, Fiona? Y lo que es más importante, tu belleza procede también de tu interior, no sólo de tu aspecto.

Fiona cerró los ojos. Se sentía demasiado violenta como para responder.

—No estoy tratando de hacerte sentirte violenta, ¿sabes? —continuó Greg en voz baja.

—Ni hace falta que lo intentes, según parece. El otro día dijiste que no estabas acostumbrado a hablar de ti. Bien, pues yo no estoy acostumbrada a que la atención recaiga sobre mí —afirmó Fiona—. Me resulta muy incómodo.

—Lo siento, es que yo, personalmente, no soy un tema de conversación muy interesante.

—Ni hay razón alguna para que nos conozcamos mejor —añadió Fiona, tomando el libro y poniéndose de nuevo a leer.

Fiona trató de ver las letras, de concentrarse, pero sólo era consciente de la presencia de aquel hombre en el salón. Estaba tan empeñada en seguir leyendo, que cuando él volvió a hablar se sobresaltó.

—Estuve trabajando para el Departamento de Policía de Nueva York hasta hace tres años. Entonces me despedí y abrí una agencia de investigación. En resumen, ésa es la historia de mi vida —dijo él.

Fiona pensó en su mujer, Jill, que había muerto por su causa, según él, y en su hija, a la que evidentemente adoraba. Asintió, y dijo:

—Lamento haber insistido en saber más cosas de ti. Si me disculpas, me voy a la cama.

Necesitaba alejarse de aquel hombre. Lo mencionara Greg o no, Fiona era muy consciente del férreo control que él ejercía sobre sus sentimientos. Y

en ese momento sólo deseaba estrecharlo en sus brazos, aliviar su dolor y asegurarle que todo saldría bien.

Pero él jamás lo creería, por supuesto. Y Fiona tampoco tenía ninguna razón para creerlo. Sólo sabía que aquel hombre la alteraba y afectaba más que ningún otro.

Fiona pasó por su lado de camino a la puerta. Greg la detuvo tomándola del brazo. Al alzar ella la vista, él dijo:

—Hay algo acerca de mí, sin embargo, que deberías saber.

—¿El qué? —preguntó Fiona soltándose el brazo.

—Me siento muy atraído hacia ti, cosa que es muy poco habitual en mí. Si te lo digo es porque quiero que sepas que jamás me aprovecharía de la situación. No tienes nada que temer de mí.

Los ojos de Greg expresaban lo que estaba diciendo con tal claridad, que no hacía falta oír las palabras.

—Parece que mi confesión te ha dejado sin habla, y eso me hace sentirme más ridículo aún —continuó Greg—. No debería haberlo mencionado.

—No es eso, Greg —susurró ella—. Lo que me altera es el hecho de que yo también me siento atraída hacia ti.