Capítulo 4
GREG miró atónito a la menudita mujer frente a él. Por pequeña que fuera, a veces parecía una fiera. Tenía la cabeza como un bombo, apenas la oía. Lo único que deseaba en aquel momento era tumbarse, que era precisamente lo que ella le sugería. Pero entonces, ¿qué hacía ahí, haciéndose el duro?
Greg se puso en pie lentamente y salió por la puerta con toda la dignidad de que fue capaz. Nada más salir al pasillo, sin embargo, se derrumbó contra la pared. Rogaba por poder l egar al dormitorio sin caerse al suelo. De pronto creyó ver a Fiona pasar por encima de él sin mirarlo siquiera.
El perro lo miró desde el salón. Greg lo observó acercarse. Al llegar hasta donde estaba él, se giró y se inclinó ligeramente. Entonces Greg se dio cuenta de que le estaba ofreciendo ayuda.
Greg se agarró a tientas con la mano al lomo del perro. Luego apoyó todo el brazo con más confianza. El perro lo levantó sin apenas esfuerzo, y juntos recorrieron el pasillo. Greg se apoyaba con la otra mano en la pared. El perro se detuvo al llegar a la puerta del dormitorio, dejando pasar a Greg y entrando detrás de él.
—Gracias, amigo —musitó Greg.
Greg consiguió l egar a la cama y se derrumbó en ella. En aquel momento se sentía fatal. Se quitó la ropa torpemente y se deslizó dentro, tapándose con las mantas. Había una jarra y un vaso de agua sobre la mesilla. Greg se incorporó y bebió. El perro seguía en la habitación, lo observaba.
—¿Cómo te llamas, amigo?
—McTavish —respondió Fiona desde el dintel de la puerta.
Greg giró la cabeza al oír la respuesta. Fiona entró en el dormitorio con una bandeja en la mano.
—Hola, McTavish —saludó Greg al perro como si el animal fuera su aliado en la casa.
Fiona dejó la bandeja con una taza de té humeante sobre la mesil a. Llenó de agua el vaso y se lo tendió junto con dos cápsulas. Él tomó aquellas dos cápsulas y las miró.
—Si mi intención fuera envenenarte, podría haberlo hecho hace cuatro días
—señaló ella.
—¿Eres siempre tan mordaz?
—Sólo con los malos pacientes, y ahora mismo eres el peor.
—Sí, lo suponía —asintió él mirando las cápsulas—. ¿Puedo preguntarte para qué es esto?
—Puedes, y ojalá sirviera para ponerte de buen humor, pero me temo que son simples analgésicos contra el dolor. Para la cabeza.
—¿Y el té? —siguió preguntando él.
—El té es lo que te ha ayudado a vencer la infección. Además le he añadido una mezcla especial de hierbas para la tos. Si te da otro ataque, bébetelo.
Lo mejor que puedes hacer es tomarte las cápsulas, beberte el té, e intentar dormir. En un día o dos te sentirás mucho mejor.
—¡Sí, señora! —respondió él obedientemente, bajando la vista.
Fiona se echó a reír, y el sonido de sus carcajadas resonó en la habitación como un recital de notas melódicas. Su risa era tan contagiosa, que Greg se echó a reír también pero, por desgracia, eso le produjo otro ataque de tos.
Fiona se marchó sin decir una sola palabra más. Greg esperaba que McTavish la siguiera, pero el perro no se movió. Greg tomó la taza y comenzó a dar sorbos. El té no estaba excesivamente caliente, así que se lo bebió todo.
Inmediatamente la garganta se le suavizó, pero estaba agotado. Fiona volvió a entrar con la tetera en la mano.
—Lamento haberme reído, pero no he podido evitarlo. Esa fingida modestia ha sido demasiado para mí —comentó Fiona sirviéndole más té—. Bebe todo lo que puedas, te aliviará la tos.
—¿Y por qué piensas que era fingida? —preguntó él con voz rasposa.
Le costaba hablar, le hacía daño en la garganta. Le costaba incluso respirar.
Fiona ladeó ligeramente la cabeza, y Greg se dio cuenta entonces con sorpresa de lo atractiva que era. Su idea de una mujer bella siempre había sido la de una mujer alta, morena y de ojos negros. Admiraba a Jil por lo alta que era, por su silueta voluptuosa. Y Tina comenzaba a dar muestras de que también sería alta.
Fiona, en cambio, era menudita. Delgada y bajita. Tenía una melena abundante y rizada. Según le diera la luz, adquiría un tono pelirrojo ardiente, fogoso. Otras veces, en cambio, su cabel o parecía brillar como el oro. Tenía los ojos azules, pero de un tono tan cambiante como el mar. En ocasiones parecían grises, y otras veces de un azul verdoso oscuro. Al reírse sus ojos brillaban, adquiriendo un tono más clarito, casi plateado. Eran unos ojos tremendamente expresivos, delataban cada emoción.
Greg se preguntó de qué color se pondrían cuando hiciera el amor. Por un instante se permitió fantasear hasta que la vio ruborizarse. Era como si le hubiera leído el pensamiento. Debía de haberle subido la fiebre porque, ¿qué otra razón había para que se le ocurriera pensar algo así?
—No creo que hayas sido modesto jamás —sentenció ella en respuesta.
—Pues no pongas la mano en el fuego —contestó él sombrío, recordando momentos amargos de su vida.
—Lo siento, no pretendía entrar en el terreno personal —se disculpó Fiona en voz baja.
Fiona se dirigió a la puerta, pero antes de salir añadió: —Vamos, McTavish, deja al señor Dumas descansar.
McTavish alzó la vista lastimero hacia él, no se movió.
—No me importa que se quede aquí conmigo — repuso Greg entre sorbo y sorbo de té.
Fiona alzó las manos en un gesto de impotencia y se marchó, musitando entre dientes algo así como «¡hombres!». Cerró la puerta, e inmediatamente el perro se puso en pie, se acercó a la cama, dio un salto y se tumbó a su lado.
Greg le acarició la cabeza y siguió bebiendo té, pero enseguida bostezó. No sabía qué tenía exactamente aquella infusión, pero siempre lo adormilaba. O
quizá fuera sólo que estaba muy enfermo y cansado. Su suegra no se cansaba de decirle que necesitaba descansar. Nunca le había hecho caso, y por fin lo estaba pagando.
Greg cerró los ojos y se dejó llevar. La respiración regular de McTavish lo reconfortó.
Dos horas más tarde Fiona asomaba la cabeza por el dormitorio de invitados para ver a su paciente. El y McTavish parecían haberse hecho muy amigos.
Los dos dormían profundamente. Greg apoyaba el brazo sobre el lomo del perro. Podía marcharse tranquilamente, el perro lo vigilaría.
Nada más salir de casa, Fiona decidió sacar el equipaje de Greg del maletero. Por suerte él había olvidado cerrar el coche con l ave. Había una maleta y un maletín. Recogió ambas cosas y las dejó sigilosamente en su dormitorio. McTavish alzó la cabeza al oírla, y Fiona se despidió de él y cerró la puerta.
El tiempo había mejorado un poco, pero el viento soplaba fuerte. Por lo general Fiona solía caminar, pero aquel día prefirió bajar al pueblo en coche.
De ese modo tardaría menos. Tenía varias gestiones que hacer, aparte de comprar provisiones. Además, quería saber cómo había caído en el pueblo la noticia de que no estaba sola.
Ser objeto de rumores no resultaba precisamente agradable. Por otro lado, sin embargo, el hecho de que hubiera un desconocido en su casa tenía una consecuencia positiva. Ya no hacía falta que las mujeres le buscaran novio.
La visita al pueblo le l evó más tiempo del que esperaba. Cuando llegó a casa había oscurecido. Como no había ninguna luz encendida, Fiona supuso que Greg seguía durmiendo.
Era lo mejor que podía hacer. El cuerpo tenía sus propias defensas contra la enfermedad, sólo había que concederle tiempo. Sin duda el señor Dumas trabajaba hasta el agotamiento, sobrepasando los límites que le imponía su cuerpo. Y, naturalmente, antes o después, se resentía de ello.
McTavish salió a saludarla en cuanto entró por la puerta de la cocina.
—Ah, así que ya te has levantado de la siesta, ¿eh?
Fiona dejó la compra sobre la mesa. Tiger saltó del poyete de la ventana y comenzó a enredarse en sus piernas.
—Sí, lo sé, tú también estás muerto de hambre — añadió Fiona—. Es cierto, os maltrato. Sí, te comprendo. Morirás si no te doy la comida inmediatamente.
Fiona comenzó a preparar la comida de los animales. Como siempre, McTavish se lanzó a ella voraz, sin pararse siquiera a saborear. El gato, en cambio, comió ordenada y metódicamente. Después Fiona comenzó a preparar una sopa y unos rollitos de pan. Se preguntaba si le gustarían a su invitado. Y sonrió, recordando su fingida y modesta obediencia y su maliciosa sonrisa.
La presencia de Greg Dumas en su casa la alteraba. Él albergaba fuertes sentimientos en su interior que, según parecía, sabía controlar cuando tenía plena conciencia, pero Fiona no sabía nada de él, no tenía ni idea de qué le había ocurrido. No sabía, por ejemplo, si estaba casado o no. Sólo sabía que tenía una amante llamada Jill con la que la había confundido y que era muy importante para él. Pero no había ninguna razón para que la idea la descorazonara. Al fin y al cabo él era un hombre muy atractivo, era natural que tuviera pareja.
Además, él se marcharía de allí en cuanto se recuperara. De pronto Fiona se dio cuenta de que no le había preguntado por qué la buscaba. Y no se le ocurría ninguna razón por la que un americano pudiera querer ponerse en contacto con el a. Jamás había viajado a Estados Unidos ni conocía a nadie allí. Hasta ese momento.
Fiona suspiró. Se sentía como una adolescente encaprichada de su profesor de literatura. Había l egado la hora de enfrentarse a los hechos. Greg había dejado bien claro que ella no era sino una molestia para él.
Una vez preparada la comida, Fiona lo puso todo en una bandeja y se dirigió al cuarto de invitados. La puerta estaba entornada, debía de haberla abierto el perro. Fiona la empujó con el hombro y entró... justo en el momento en que Greg, en calzoncillos, se ponía unos vaqueros.
—¡Ah, lo siento!, debí llamar antes de entrar —se disculpó Fiona dándose la vuelta y dejando la bandeja sobre la cómoda—. Deberías quedarte en la cama.
—Sí, eso ya me lo has dicho —contestó él suspirando—, pero no estoy acostumbrado a estar tanto tiempo en la cama. Ni siquiera recuerdo que me haya quedado nunca dormido. Sea lo que sea lo que me has estado dando, cada vez que me lo tomo me quedo dormido, y eso no me gusta.
De nuevo su tono era beligerante. Greg se acercó, vestido por fin con un jersey inmenso y unas botas que debía de haber sacado de la maleta.
—Si piensas levantarte, me llevaré la cena a la cocina —comentó Fiona sin hacer caso.
—Como quieras —contestó él marchándose por la puerta—. Tengo que afeitarme.
Fiona oyó sus pisadas por el pasillo. Después oyó la puerta del baño cerrarse.
Entonces se dejó caer sobre un sil ón y se llevó las manos a las mejillas ruborizadas. Una cosa era lavarlo cuando estaba medio inconsciente, y otra muy distinta verlo casi desnudo, despierto y recuperado.
Él tenía un cuerpo precioso, no había otra forma de describirlo. El señor Dumas podría haber posado para un escultor griego con aquellos anchos hombros, aquellas caderas y cintura estrechas y aquellos musculosos muslos.
Su pecho había brillado a la tenue luz de la mesilla. Fiona se estremeció al recordarlo. No podía seguir negando que aquel desconocido la atraía. Sin embargo no pensaba hacer nada al respecto. Y lo último que deseaba era que él se diera cuenta.
Fiona había puesto la mesa para dos en la cocina cuando él entró. Al verlo, le sirvió agua y le indicó que se sentara.
—¿Y McTavish? —preguntó él mirando a su alrededor.
—Está fuera, en el jardín, vigilando —contestó ella con una sonrisa—. Le gusta protegerme. Además, así hace ejercicio. Tiene que correr un poco todos los días, le sobra energía.
—Ojalá pudiera yo decir lo mismo —musitó Greg—. Hoy no ha hecho mucho ejercicio, seguía a mi lado cuando me desperté.
—Sí, te estaba cuidando mientras estaba fuera — asintió Fiona.
—¿Has estado fuera?
—Tenía que salir a comprar —asintió Fiona una vez más, señalando los platos.
Greg miró el plato y acto seguido alzó la vista, diciendo.
—Te pagaré todo lo que te has gastado en mí.
—Sólo te explicaba por qué he tenido que salir, no pretendía sugerir que me dabas nada —contestó Fiona en voz baja, sosteniendo su mirada.
—No importa —negó él sacudiendo la cabeza—, no me gusta estar en deuda con nadie. Me has cuidado, me has ofrecido un lugar en el que dormir, y ahora me das la comida.
—Si de verdad quieres ayudarme, ¿por qué no me cuentas por qué me estabas buscando? —preguntó Fiona inclinándose hacia delante
—Ya te he dicho que...
—Bueno, está bien, cuénteme algo sobre la mujer a la que estás buscando —
rectificó Fiona.
—Estoy buscando a la hija del doctor...
—Del doctor James MacDonald de Craigmor, ¿no es eso? —lo interrumpió ella.
Él la miró, sorprendido.
—Yo soy su hija y, como puedes ver, no llego a los treinta. ¿Por qué suponías que era mayor?
—Me dijeron que el doctor MacDonald tenía unos setenta años cuando murió, así que supuse que su hija debía de tener... —contestó Greg interrumpiéndose y haciendo un gesto con la mano—. Bueno, me lo figuré.
—La verdad es que soy su hija adoptiva —explicó Fiona—. Mis padres biológicos murieron en un accidente de tráfico poco después de nacer yo. Mi madre era la hermana de Margaret MacDonald, así que los MacDonald me adoptaron. Son los únicos padres que he conocido nunca.
—¿Cuándo te mudaste a Glen Cairn?
—Después de morir mis padres, hace dos años.
—Lo lamento, oí decir que eran personas excepcionales —comentó Greg.
—Sí, lo eran —confirmó Fiona—. Pero si tenían que morir, prefiero que hayan muerto juntos. Estaban muy unidos, no creo que ninguno de los dos hubiera sobrevivido mucho al otro.
Greg recordó que el abogado le había dicho exactamente lo mismo. Era una lástima. Los accidentes jamás tenían sentido. Y transformaban la vida de muchas personas.
Greg miró su plato y descubrió que estaba vacío. Se lo había comido todo sin darse cuenta. Apenas le dolía ya el pecho. ¿Cuándo había dejado de dolerle?
Podía respirar profundamente sin que eso le causara dolor. ¿Durante cuánto tiempo había sentido ese dolor en el pecho al respirar antes de caer enfermo? Ni siquiera lo recordaba.
Fuera lo que fuera lo que Fiona le había dado, había funcionado. Y sin embargo él se había mostrado desagradecido y suspicaz. Eso lo hacía sentirse avergonzado.
—Quiero... quiero agradecerte que me hayas cuidado —dijo él al fin—. Sé que no he sido un buen paciente...
—¡Vaya noticia! —contestó ella. Greg la observó sonreír al decirlo. Tenía una sonrisa encantadora. Había unas cuantas cosas en el a que lo intrigaban.
Además sentía una fuerte atracción hacia ella que debía controlar.
—De nada, caballero. Y ahora, por favor, ¿quieres decirme de una vez por qué me buscabas? La curiosidad me mata, no voy a poder dormir tranquila.
Fiona sirvió dos tazas de té y volvió a la mesa. Greg observó la taza. Habría dado cualquier cosa por un café. Le estaba muy agradecido por todo lo que había hecho por él, pero no le gustaba el té.
—Soy detective privado, vivo en Nueva York — comenzó él a explicar—.
Hace unas semanas vino a verme una nueva clienta que acababa de descubrir que había sido adoptada. Sus padres adoptivos habían muerto, y quería encontrar a sus padres naturales, conocer su árbol genealógico. Así que me contrató.
—Lo siento, pero no comprendo —contestó Fiona, confusa—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—James MacDonald fue el médico que firmó su certificado de nacimiento.
También tengo el nombre del abogado que se encargó de la adopción, Calvin McCloskey. Fue él quien me dijo que sólo los MacDonald hubieran podido darme más información de no haber fallecido. Luego me enteré de que tenían una hija, así que decidí seguir esa última pista que había encontrado en Craigmor.
—Sí, Calvin llevaba los asuntos de mis padres a pesar de estar retirado —
confirmó Fiona—. No sé qué habría hecho sin él — añadió, haciendo una pausa—. Pero no comprendo qué tiene que ver mi padre con esa adopción.
Craigmor es un pueblo pequeño, y yo jamás he oído decir que nadie tuviera una hija y la diera en adopción.
—Sí, yo también me he tropezado con ese problema. Me puse en contacto con el señor McCloskey para discutirlo. Al principio él no mostró ningún interés, pero de pronto, por suerte, pareció cambiar de opinión. No habría podido continuar la investigación sin su ayuda.
—¡Vaya, menudo misterio! —exclamó Fiona, apoyando los codos en la mesa e inclinándose hacia delante—. ¿Y qué te dijo él?
—Me dijo que tus padres lo habían informado de que habían ayudado a dar a luz a trillizas, y que la madre había muerto poco después del parto. Sólo conocían su nombre de pila, Moira, y el de su marido, Douglas, que había sido asesinado por su hermano la noche anterior al parto. Tus padres se pusieron en contacto con McCloskey para pedirle ayuda, necesitaban encontrar un hogar seguro para las niñas. La única solución, según parecía, era separarlas.
—¡Es fascinante! —exclamó Fiona—. ¿Y cuándo ocurrió todo eso? Es increíble que no oyera a mis padres hablar de el o, no creo que hayan nacido tantas tril izas en Craigmor.
—Hacia finales de 1978, creo. Tengo la fecha de nacimiento de mi clienta en el expediente.
—¡Vaya! —rió Fiona—. No es de extrañar que no oyera nada, ése fue el año en que nací yo.
—¿Tienes veinticinco años? —preguntó él sorprendido.
—Bueno, los cumplo el mes que viene. ¿Por qué lo preguntas?
—Creía que eras sólo una adolescente, no tenía ni idea de que...
Greg dejó que su voz se desvaneciera. Tras unos segundos en silencio, añadió:
—Bueno, no espero que tú te acuerdes, pero sí esperaba que alguien en Craigmor, al menos, recordara algo. Sin embargo todas las personas con las que hablé insistieron en que jamás habían oído hablar de ninguna Moira o Douglas, y menos aún de trillizas.
—Comprendo.
—Hablé con un médico de allí que conocía a tu padre —continuó Greg—.
Necesitaba una pista, cualquier sugerencia. Él te mencionó.
—¿Y por qué a mí?
—Porque puede que tú sepas qué ha sido de los archivos de tu padre —
contestó Greg—. Es muy probable que guardara un expediente sobre el caso de Moira y las trillizas. Sé que será difícil buscarlo sin un apellido, pero a estas alturas no me queda alternativa. Si pudiera revisar esos archivos, estoy seguro de que encontraría algo sobre el nacimiento de trillizas ese año. Averiguaría los apellidos de los padres. Detestaría tener que confesarle a mi clienta que no queda ni rastro de sus padres biológicos, además de notificarle que tiene dos hermanas que ni siquiera sabe que existen.
—¿Te dijo el señor McCloskey quién adoptó a las otras dos niñas? —
preguntó Fiona—. Puede que eso ayude.
—No, sólo le pregunté acerca de mi clienta, y se mostró bastante reacio a contestar. No creo que hubiera querido darme información sobre las otras dos niñas. Me dijo que en sus expedientes no había nada más acerca de mi clienta, y yo lo creo.
—¿Y crees que mi padre podía tener más información en sus archivos?
—Eso espero —contestó Greg.
—No estoy segura de poder ayudarte. Para empezar, ni siquiera tengo aquí todos esos archivos. No me los traje todos cuando me mudé aquí porque no había sitio.
—¿Por qué viniste a Glen Cairn? —preguntó entonces Greg, escrutando su rostro.
—Craigmor me recordaba demasiado a mis padres, tenía que marcharme de allí para poder superar su muerte. Un día de éstos volveré, pero aún no sé cuándo.
—Comprendo, lo que en realidad quería preguntarte es por qué elegiste Glen Cairn precisamente.
—El médico más cercano está a setenta y cinco kilómetros del pueblo, así que pensé que aquí podía ayudar. Y creo que ha sido así.
Greg se restregó las sienes, comenzaba a dolerle la cabeza de nuevo. Fiona quizá no tuviera el expediente que buscaba. Era posible incluso que jamás hubiera existido tal expediente, así que cabía la posibilidad de que volviera a Nueva York de vacío. Greg apretó la mandíbula, decidido a evitarlo por todos los medios.
—¿Te importa que revise esos archivos?
—En absoluto, pero tengo que advertirte que, sin el apellido, te l evará bastante tiempo —contestó Fiona.
—O quizá tenga suerte y encuentre un expediente ordenado bajo la palabra «adopción». Eso sería fantástico. Mientras tanto, buscaré una habitación en el pueblo donde quedarme. Volveré mañana para comenzar a trabajar.
—No hay ninguna razón para que busques otra habitación, aquí sobra una —
afirmó Fiona.
—No, gracias —sacudió Greg la cabeza—. Tú vives sola, y no quiero arruinar tu reputación.
—Demasiado tarde —sonrió Fiona.
—¿Qué quieres decir?
—Hoy tuve una visita y, naturalmente, descubrió que estabas aquí. Para cuando bajé al pueblo a comprar, todo el mundo estaba convencido de que tengo una apasionada aventura ilícita con un desconocido del que nadie sabe nada.
—Lo siento —se disculpó Greg frunciendo el ceño—, la culpa es mía por l egar enfermo a altas horas de la noche. Jamás hubiera podido creer que he pasado varios días en la cama.
—Tranquilo, yo jamás hago caso de los cotilleos, y tú tampoco debes hacerlo.
Hago lo que me parece sin dar explicaciones a nadie. Estabas enfermo y necesitabas un sitio en el que alojarte, y con eso basta. Alguna gente no tiene nada que hacer, así que se dedica a hablar de los demás. Pues dejémoslos hablar.
Greg no dijo nada. Simplemente siguió bebiendo té y esbozó una mueca
—¿No te gusta el té? —preguntó el a.
—Ah, lo siento, no pretendía ser un maleducado. Es sólo que a veces se me olvida que no es café, y el sabor me sorprende.
—Puedo prepararte un café si quieres...
—¿En serio? —preguntó Greg—. Eso sería maravilloso, estaría en deuda contigo. Más de lo que ya lo estoy, claro.
Fiona se levantó de la silla y buscó el café por los armarios.
—Tengo café, pero no creo que esté muy fresco —comentó Fiona mientras lo preparaba.
—No importa —respondió Greg — No me importa quedarme aquí, pero con una condición: que me permitas pagarte los gastos.
—Eres insistente, ¿verdad?
—No estoy dispuesto a quedarme de ninguna otra forma, señorita MacDonald.
—Por favor, llámame Fiona. No hace falta ser tan formales si vas a quedarte.
—Bien, yo me llamo Greg.
—Sí, lo sé.
—Quiero decir que puedes l amarme Greg... si quieres — indicó él.
—Quizá... ya veremos. Los expedientes, están guardados en cajas en el garaje. Te sugiero que los traigas a casa para revisarlos. No hay razón para trabajar en un sitio tan frío, te pondrías peor.
—Entonces... ¿no te importa? —insistió Greg.
—No, claro que no. Por lo general no estoy en casa en todo el día, siempre tengo que ir a visitar a algún enfermo. Tendrás la casa para ti solo casi todo el tiempo.
—Gracias —asintió Greg.
Fiona sirvió el café y le tendió la taza.
—¿Lo tomas con leche y azúcar?
—No, así está bien —contestó Greg oliendo el aroma y suspirando—. He estado padeciendo el síndrome de abstinencia de café durante todos estos días —añadió dando un sorbo—. Justo como me gusta.
El café era lo suficientemente fuerte, y además estaba recién hecho. No como el que tomaba él en el despacho, que siempre llevaba horas en la cafetera. Aquello era puro néctar.
De pronto se oyó un fuerte resoplido. Fiona abrió la puerta para que entrara McTavish. Lo acarició, y al rato el perro se acercó a Greg. Él también le acarició la cabeza. Luego Greg alzó la vista y vio que Fiona los miraba sorprendida.
—¿Qué ocurre?
—Nada, pero jamás lo había visto demostrar tanta confianza con una visita.
Por lo general es muy cauto con todo el mundo excepto conmigo —explicó Fiona observando pensativa al perro—. No es propio de él.
—Al contrario, es evidente que sabe juzgar a las personas, ¿verdad, amigo?
—respondió Greg.
—Veo que esta mañana te encuentras mucho mejor.
—¿Cómo no? He estado durmiendo durante días. Es increíble que no me hayan salido heridas de tanto roce con las sábanas —dijo Greg sonriendo.
—¿Tienes fiebre?
—Lo dudo, me encuentro casi perfectamente.
—Bien, ¿por qué no vamos al salón a encender la chimenea? —preguntó Fiona l evando los platos al fregadero.
Al volverse, Fiona vio que Greg se había marchado ya al salón. Fue a buscarlo, y se lo encontró arrodillado frente a la chimenea. Él se giró al oírla l egar. Tenía el ceño fruncido.
—¿Has perdido algo? —preguntó ella.
—No, busco la leña para el fuego.
—Ah, pues no sigas buscando —respondió ella—. La leña es cara, uso carbón.
Greg se apartó de la chimenea para que Fiona la encendiera. Se sentó en un sillón y la observó. Cuando terminó, ella también se sentó. Tiger se subió a su regazo.
—¿Cómo se llama el gato?
-Tiger.
—Muy apropiado.
—No era más que un cachorro cuando me lo encontré en la puerta de la cocina. Sin duda algún niño del pueblo lo dejó allí convencido de que me haría cargo de él, pero, por supuesto, cuando pregunté, nadie sabía nada.
—¿No te sientes sola viviendo en un lugar tan aislado? —preguntó él.
—Así debería ser, ¿verdad? Pues no, estoy demasiado ocupada cuidando de enfermos mayores y pequeños y de mujeres embarazadas.
—Ah, ahora lo comprendo.
—¿El qué?
—Tu forma de tratarme —sonrió Greg—. Igual que si fuera un niño.
—En absoluto, tú te comportabas como un niño, yo sólo te trataba como correspondía.
Greg se echó a reír ante aquella respuesta, y eso animó a Fiona que, al verlo de buen humor, comentó:
—Ya sé que no es asunto mío, pero me estaba preguntando si estarías dispuesto a hablarme acerca de ti.
—¿Por qué?
Greg se había puesto tenso. Era triste que una pregunta tan simple lo hiciera sentirse amenazado, pensó Fiona.
—Quizá para conocernos un poco mejor —sugirió Fiona—. Tú sabes muchas cosas de mí, pero yo no sé nada de ti excepto que eres investigador privado.
Me preguntaba por qué elegiste esa profesión, por ejemplo, y cómo es tu familia. Ya sabes, ese tipo de cosas.
Greg se quedó mirándola durante un rato que pareció eterno, y finalmente contestó:
—Quizá sea mejor que busque alojamiento en el pueblo. Preferiría que nuestra relación fuera estrictamente profesional... si no te importa.