Capítulo 1

16 de octubre de 2003

Greg Dumas miró por el retrovisor del coche alquilado con una mezcla de frustración y resignación. Apenas veía más allá del cristal. Los limpiaparabrisas luchaban valientemente una batalla perdida contra la l uvia y la niebla.

Tras pasar varias semanas en Escocia, Greg se sentía como si estuviera en otro mundo. Un mundo de niebla y l uvia perpetuas. Hubiera debido quedarse en Craigmor a pasar la noche en lugar de intentar llegar al pequeño pueblo al oeste de las Highlands. No le había parecido que estuviera tan lejos en el mapa, pero no había tenido en cuenta que se trataba de una zona montañosa.

Estaba exhausto. Y la tos que había comenzado a padecer una semana antes había empeorado. Nada más aterrizar en Glasgow un mes antes no había dejado de moverse de un lado a otro. Había alquilado un coche en Edimburgo creyendo que volvería a Nueva York en tres días, pero en lugar de ello seguía buscando y buscando. Edimburgo había sido la primera parada de su búsqueda, y desde entonces había seguido las distintas pistas que había encontrado, recorriendo las Highlands de arriba abajo como un sabueso.

Aquella tarde, nada más hacerse con una nueva pista, había salido disparado.

Su tos sonaba cada vez peor, como un barco hundiéndose. Además tenía la cabeza como un bombo, y le costaba respirar. Y para empeorar aún más las cosas, era casi medianoche y se había perdido. Creía haber seguido el mapa, pero según parecía debía de haber tomado otra de esas estrechas carreteras que no l egaban a ninguna parte.

Ni siquiera recordaba cuándo había visto luz por última vez. Por supuesto, con una niebla tan espesa, era posible incluso atravesar un pueblo sin darse cuenta. Manhattan no tenía nada que ver con Escocia.

No hubiera debido aceptar el encargo. Lo había pensado miles de veces. A pesar del dinero. En sólo tres años, desde el momento de abrir su propio gabinete como investigador privado, lo que había comenzado como una humilde oficina que daba trabajo a un solo hombre se había convertido en una firma de prestigio con varios empleados investigando. Todos el os ex policías, igual que él. Y los administrativos también iban aumentando. En cuestión de un año. tendrían que mudarse a un local más grande.

Así que ¿por qué había accedido finalmente a encargarse de ese caso? No por dinero, aunque su clienta le hubiera ofrecido el doble de la minuta habitual y pagara además los gastos con la condición de que se ocupara personalmente del caso.

Al principio Greg había rechazado el trabajo. Nunca se había separado de su hija Tina más de una noche, y la idea de viajar a Gran Bretaña no le hacía gracia. Sin embargo Helen, la abuela de Tina, lo había convencido de lo contrario. Decía que tenía que trabajar menos, ver mundo. Además le había asegurado que cuidar de Tina sería divertido. Por eso había aceptado. Por supuesto, Greg se había hecho cargo del caso convencido de que encontraría las respuestas que buscaba en pocos días. En lugar de eso, en cambio, había seguido una pista falsa detrás de otra, acabando en un callejón sin salida.

Greg no hubiera sabido qué hacer si su suegra no le hubiera echado una mano y no hubiera cuidado de Tina tras la muerte de Jill. Helen jamás se metía en su vida, y cuando alguna vez le daba su opinión, Greg siempre le hacía caso.

Después de tres semanas en Escocia, Greg estaba completamente convencido de que había cometido un error aceptando el encargo. Lo que había creído un caso fácil, buscar a los padres naturales de su clienta, se estaba complicando. La búsqueda había acabado por convertirse en un misterio sin solución. Si la pista que estaba siguiendo no daba resultados, se rendiría y volvería a Nueva York. El resto de rastros que había seguido habían sido un fracaso.

En ese preciso momento lo único que deseaba Greg era subirse a un avión y volver a los Estados Unidos, dormir durante todo el trayecto sobre el Atlántico. Por desgracia era imposible. Estaba destinado a vagar por las Highlands escocesas al menos durante unos días.

Greg sabía que l evaba demasiado tiempo en la carretera, que había conducido durante demasiadas horas. Tenía que encontrar un lugar donde dormir, y cuanto antes. El frío y la humedad se le habían metido en los huesos, haciéndolo tiritar constantemente. Y el caso estaba perdido. Por desgracia para él, no tenía un abrigo adecuado. El frío y la humedad lo estaban matando.

Se había dirigido al oeste con la esperanza de encontrar a una mujer de mediana edad que se había retirado a vivir a un área aislada al noroeste de Escocia, pero no había podido encontrarla. Por lo que había podido averiguar en Craigmor, preguntando a los lugareños, esa mujer era su única esperanza.

Nada más l egar a Escocia, Greg había esperado poder entrevistarse con el abogado que había l evado la adopción de su clienta o, en todo caso, con el médico que la había ayudado a nacer. Esperaba que al menos uno de los dos le diera el nombre de sus padres biológicos.

En primer lugar había tratado de ponerse en contacto con el abogado, Calvin McCloskey. Greg se había dirigido a la dirección que figuraba en los documentos oficiales. Allí seguía habiendo un gabinete de abogados con el mismo nombre, pero el socio con el que había hablado le había dicho que esos documentos de adopción habían sido firmados hacía veinticinco años y que, por supuesto, todos los abogados de entonces estaban muertos o jubilados.

Greg se había asustado, temiendo que el señor McOoskey estuviera muerto.

El socio le había dicho, sin embargo, que el anciano Calvin seguía vivito y coleando. Incluso le había dado la dirección de su casa y le había deseado suerte.

Pero Greg no había tenido demasiada suerte. Había hablado con la sirvienta del señor McCloskey, que le había explicado que el anciano se había marchado de pesca. La sirvienta no sabía adonde había ido ni cuándo volvería, así que no le había quedado más remedio que esperar.

Esperar al abogado o ir en busca del médico, ésas habían sido las alternativas. Sin embargo Greg no había podido constatar en ninguna parte que el doctor MacDonald siguiera ejerciendo como médico en Edimburgo, así que por ahí no podía seguir buscando. Sólo cabía esperar al abogado.

Mientras tanto Greg se había dedicado a hacer turismo. Los castillos estaban magníficamente conservados, y la historia del lugar resultaba fascinante. En una semana Greg se había acostumbrado al acento escocés. Y

a dirigirse a la derecha, en lugar de a la izquierda, cuando iba a subirse al coche de alquiler. Por fin, a finales de la segunda semana, el señor McCloskey le dejó un mensaje en el hotel. Podían entrevistarse al día siguiente.

La entrevista sería en la casa del abogado, que era un hombre amable pero excesivamente reservado. Frustrantemente reservado, a gusto de Greg.

Nada más explicarle el motivo de su viaje, el abogado pareció perder todo interés. No podía ayudarlo.

El señor McCloskey le dio diversas excusas. Entre ellas, por ejemplo, que sus archivos estaban almacenados y a el le resultaba imposible buscar aquel expediente en concreto. Greg comprendía que después de veinticinco años encontrar un expediente en particular fuera difícil, pero la actitud del abogado resultaba sospechosa.

Quería a hacerle preguntas sobre su clienta, quería saber su nombre y todo lo que pudiera contarle.

Tras explicarle que, éticamente, él no podía darle esa información, Greg pasó a enseñarle los documentos de adopción, señalando que en el os no figuraba ni el nombre ni los apellidos de los padres biológicos. Era un detalle poco habitual en un documento así, y esperaba que el abogado pudiera arrojar cierta luz sobre el asunto.

Entonces Calvin McCloskey había suspirado y se había reclinado en el sillón.

Se había mesado la barba con aire pensativo y había mirado por la ventana. .

Luego se había vuelto hacía él y había dicho:

—No saldrá nada bueno de esta investigación. ¿Por qué no vuelve a Nueva York y le dice a su clienta que sus padres son los que la criaron y le dieron un hogar?

—Habla usted como si conociera a sus padres de adopción —había comentado entonces Greg.

—Y los conozco, joven. Son una buena pareja, con recursos.

—En ese caso usted debe de conocer a los padres biológicos. ¿Cómo iba usted a saber, si no, que mi clienta fue dada en adopción a esa pareja precisamente?

El señor McCloskey enlazó las manos y sacudió la cabeza, diciendo:

—El médico que asistió al... al parto me pidió mi colaboración.

—Sí, el doctor MacDonald —contestó Greg—. ¿Sabe usted cómo podría ponerme en contacto con él?

—Dudo que él pueda ayudarlo... Ni él, ni su mujer... Los dos están enterrados en el cementerio de Craigmor.

—¿El doctor MacDonald ha muerto? —preguntó Greg.

—Sí, fue un día terrible cuando me enteré de su repentina muerte —

contestó McCloskey sacudiendo la cabeza.

El abogado expresaba por primera vez cierta emoción en su forma de hablar. Greg, intrigado, preguntó:

—¿Qué ocurrió?

—Jamie y yo éramos compañeros de colegio, y seguimos en contacto a lo largo de los años. Lo conocía bien. Por eso no me sorprendió enterarme de que él y Meggie murieron ayudando a otras personas a salvarse. Habían ido a Irlanda a visitar a unos amigos, según me contaron. En el trayecto de vuelta el ferry tuvo una avería, nadie sabe exactamente porqué, y se hundió.

El abogado se quedó absorto unos instantes, y luego continuó:

—Los supervivientes contaron que la actitud de Jamie había sido heroica, que se había negado a abandonar el barco hasta que todos los pasajeros hubieran subido a un bote salvavidas. Por supuesto Meggie estuvo a su lado todo el tiempo, como lo había estado toda la vida.

El abogado hizo una pequeña pausa y siguió con el relato:

—Una mujer me contó que ella y sus dos hijos habrían perdido la vida de no ser por ellos. Los ayudaron a salir de donde estaban atrapados, y los subieron al bote salvavidas. La mujer les rogó que subieran al bote con ella, pero Jamie y Meggie no quisieron escucharla. Había más personas a las que ayudar. La última vez que los vio, se dirigían a la cubierta principal. El barco se hundió minutos después.

De nuevo el señor McCloskey hizo una pausa. —Para cuando llegaron los servicios de rescate, no había nada que hacer. Lo único que me consuela a pesar de la tragedia, es pensar que murieron juntos. Dudo que ninguno de los dos hubiera sobrevivido mucho tiempo al otro.

Greg continuó en silencio. Era evidente que el señor McCloskey estaba recordando el pasado, los felices días en que eran jóvenes. Finalmente Greg comentó:

—¿Sabe, señor McCloskey?, estoy convencido de que el doctor MacDonald hubiera querido que mi clienta conociera a sus padres biológicos. Dígame,

¿ejercía en Edimburgo?

—No, volvió a Craigmor, su ciudad natal, nada más terminar los estudios.

Ejerció allí durante años, era el único médico en muchos kilómetros a la redonda.

Craigmor, ésa era su única pista. No era maravillosa, pero sí lo suficientemente buena como para que mereciera la pena ir a preguntar a los lugareños si alguien recordaba algo. Greg estaba ya convencido de que el abogado no le diría nada más cuando, de pronto, el señor McCloskey se puso a hablar:

—Hace ya casi veinticinco años, Jamie. ¿No hemos protegido suficientemente a esas criaturas? Quizá haya l egado el momento de dejarlas reunirse de nuevo.

Greg estaba convencido de haber oído mal. El abogado hablaba para sí mismo.

—¿Había más de una? —preguntó Greg en voz baja, nervioso ante el descubrimiento, rogando por que el abogado continuara hablando con el fantasma del médico.

El señor McCloskey asintió, se quitó las gafas y las limpió. Se tomó su tiempo antes de contestar:

—Eran trillizas, fue un momento terrible. Tuvimos que tomar una de las decisiones más difíciles de nuestra vida. Sabíamos que lo más importante era buscarle a esas niñas un hogar rápidamente, y sobre todo lo más alejado posible de la zona.

—Y por eso tuvieron que separarlas —concluyó Greg.

—Sí —asintió Calvin —. teníamos que protegerlas.

—¿De qué tenían que protegerlas? —preguntó Greg con curiosidad.

—El padre de las niñas había sido asesinado por su hermano la noche antes de que ellas nacieran. La madre, embarazada, huyó buscando un lugar seguro. Para cuando llegó a Craigmor estaba en unas condiciones lamentables. Estaba asustada, destrozada, y sufría una fuerte pulmonía.

Murió poco después de dar a luz. Estaba aterrada ante la idea de que el hermano de su marido la encontrara a ella y a las niñas y las matara. Le rogó al doctor MacDonald que las protegiera.

—¿Se enteró usted del nombre de los padres biológicos durante el proceso de adopción? —preguntó Greg.

—No, nadie lo supo nunca. La madre se llamaba Moira, pero no dijo su apellido. Su marido se l amaba Douglas. MacDonald no sólo no descubrió jamás los apellidos, sino que ni siquiera logró averiguar nunca de dónde procedía la madre. Era evidente que debía ser cauto con las averiguaciones, no debía despertar sospechas.

Greg tomó notas. Se preguntaba cómo le contaría todo eso a su clienta que, evidentemente, era una de las trillizas. Sólo esa noticia sería un shock.

—Jamie y Meggie se tomaron muchas molestias para proteger a las niñas de su tío —continuó el abogado con tristeza.

Greg se puso en pie y estrechó su mano. —Gracias por haber sido sincero conmigo, señor McCloskey. Tengo que admitir que me han surgido más interrogantes que respuestas, pero estoy convencido de que me ha dado usted una buena pista.

McCloskey se puso en pie y tomó su mano, preguntando:

—¿Qué pista?

—Tendré que buscar a los parientes del doctor MacDonald y preguntarles si se acuerdan de algo. Ha dicho usted que vivía en Craigmor, ¿verdad?

Continuaré investigando allí.

—Dudo mucho que encuentre respuestas allí, joven — contestó McCloskey ajustándose las gafas, irritado ante la idea de que Greg siguiera buscando.

—Puede ser, pero debo agotar todas las posibilidades mientras esté en Escocia.

El abogado había sido correcto y educado, eso era cierto. Pero jamás había conocido a un puñado de gente tan reacia a hablar, se dijo Greg mientras se esforzaba por ver la carretera a través del parabrisas. Todo el mundo en Craigmor había negado rotundamente que hubieran nacido trillizas allí jamás. ¿Cómo era posible? ¿Se había inventado McCloskey la historia para librarse de él? Eso resultaba difícil de creer. Al principio el abogado se había mostrado muy reticente a hablar, así que era dudoso que finalmente se hubiera inventado un cuento. A Greg no se le daba mal juzgar a la gente, y estaba convencido de que el abogado decía la verdad.

Por eso, al mencionar un lugareño a la hija del doctor MacDonald, Greg había decidido buscarla. Ojalá no lo hubiera hecho, ojalá hubiera vuelto a casa.

Podía haberle dicho a su clienta que era imposible encontrar la pista de sus padres en Escocia.

Sin embargo, en conciencia. Greg no podía hacerlo. Porque aún quedaba una posibilidad, por difícil que pareciera. Quizá la hija del médico, Fiona MacDonald, recordara algo acerca del nacimiento de trillizas. ¿Y si no era así? Bueno, no le quedaba más remedio que probar. Era su única pista, no la podía desechar.

Greg sufrió otro ataque de tos que lo obligó a reducir la velocidad. Al menos no tendría que preocuparse por chocar con otro coche de repente. Ningún ser inteligente se aventuraba a viajar por allí a esas horas de la noche en esas condiciones. Lo cual no hablaba precisamente a su favor.

Minutos después Greg creyó estar alucinando cuando vio la niebla espesarse formando unas alas y señalar a la derecha. Unos pocos metros más allá vio un desvío a una carretera aún más estrecha. A pesar de la escasa visibilidad, Greg vio que esa otra carretera subía. No había ninguna señal, pero el instinto lo urgía a tomarla. Quizá encontrara una granja en la que preguntar por el pueblo más cercano.

Sin cuestionar siquiera su decisión, Greg tomó la desviación a la derecha.

Era una carretera comarcal de un solo carril. Tenía mojones de piedra a los lados, lo cual hacía imposible transitar a dos coches por allí. ¿Qué hacer si se tropezaba con alguien? Sin duda uno de los dos se vería obligado a dar marcha atrás. No había ni luces, ni señales. No tropezaría con nadie a esas horas.

Fiona MacDonald estaba sentada junto a la chimenea de su pequeña cabaña de madera, acurrucada en un sillón leyendo la última novela de una de sus autoras favoritas. Sumida en el imaginario mundo que retrataban sus páginas, había perdido la noción del tiempo. Tenía una manta sobre el regazo que Tiger, el gato de rayas, había tomado por su cama. El gato estaba profundamente dormido. Junto al sillón, McTavish, el mastín, se calentaba.

Fiona había pasado casi todo el día haciendo visitas a los lugareños que necesitaban de sus cuidados. Estaba cansada nada más volver a casa, pero no tenía sueño. Por eso, en lugar de subir las escaleras y meterse en la cama, había decidido leer.

McTavish alzó la cabeza y se quedó mirando por la ventana. Fiona no oía nada excepto el crepitar del fuego y la respiración de Tiger, pero aun así dejó el libro y escuchó. Seguía sin oír nada. Mac tenía un oído casi sobrenatural, así que esperó, convencida de que alguien se acercaba.

Finalmente vio una débil luz, apenas perceptible con la niebla. Alguien se acercaba por la carretera. Suspiró y apartó a Tiger de su regazo. Miró el reloj. Era más de medianoche. Si había surgido una emergencia, ¿por qué no la habían l amado por teléfono? Era mucho más fácil que llegar a su casa por carretera a esas horas y con ese tiempo.

Por suerte aún l evaba el jersey y el pantalón de lana, no se había puesto el camisón. Fiona se puso los zapatos y salió a la puerta principal. McTavish la acompañó. Tomó su chaquetón del perchero junto a la puerta y se lo puso, colocándose la capucha. Sólo al abrir la puerta observó que la lluvia que había estado oyendo se había convertido en aguanieve.

McTavish y ella salieron y se quedaron al resguardo del porche, esperando a que el coche llegara. McTavish no había ladrado una sola vez. Sin embargo estaba alerta, lo cual bastaba como advertencia para cualquiera que se acercara. El perro estaba dispuesto a defender a su ama.

El coche entró por el camino de grava y se detuvo cerca del garaje, un edificio separado de la casa. Fiona encendió la luz de sendero que daba a la casa, esperaba reconocer a su visitante. Fuera quien fuera, se dejó los faros encendidos, así que ella no pudo verlo.

Del coche salió un hombre con una chaqueta completamente inadecuada para ese tiempo. Se quedó de pie, con la puerta del vehículo abierta, y miró a su alrededor mientras se subía el cuello de la chaqueta. La niebla y la aguanieve eran espesas.

McTavish gruñó profundamente, pero no se movió. Fiona le acarició la cabeza. El hombre la vio por fin en medio de las sombras y gritó, sin moverse:

—Lamento molestarla a estas horas, pero me temo que me he perdido.

Nada más terminar de decirlo, con acento americano y voz ronca, comenzó a toser. Era una tos tan profunda, que debía de dolerle el pecho.

—Estoy buscando el pueblo más cercano, necesito alojamiento —continuó él gritando.

Fiona supo inmediatamente que aquel hombre, fuera quien fuera, estaba enfermo. Y jamás le había negado su ayuda a nadie. Dio un paso adelante para que la viera y oyera mejor, y contestó:

—Entre, por favor, tiene usted mal aspecto.

—No, gracias —sacudió él la cabeza—. Estoy bien, sólo necesito que me indique el camino.

La luz del sendero brillaba justo encima de su cabeza. Tenía los cabellos negros y espesos, los pómulos altos y la mandíbula fuerte y decidida. La luz resaltaba su mandíbula, reflejando la testarudez que oía en su voz.

Fiona lo miró en silencio, sintiendo una especie de estremecimiento por todo el cuerpo. Y comenzó a percibir una enorme variedad de intensas sensaciones en él: un inmenso y profundo dolor contenido durante largo tiempo, un cansancio terrible, hasta la extenuación, frustración, y dolor físico. Pero lo que mejor percibía, lo que más profundamente intuía en él era que estaba al borde de la neumonía.

Al menos había dado con el lugar más adecuado, aunque él no fuera consciente. Sin duda no tenía ni idea de que estaba ante un médico, aunque no uno corriente. Había tenido suerte.

—Por favor, entre y hablaremos —rogó ella una vez más —. Tiene que protegerse de la intemperie.

El hombre miró a su alrededor como si sólo en aquel momento fuera consciente del tiempo. Se encogió de hombros, resignado, apagó el motor y los faros, y cerró la puerta del coche. Luego se acercó a grandes zancadas a la casa.

Nada más entrar en el porche, Fiona abrió la puerta y lo hizo entrar.

Enseguida se dio cuenta de que su primera impresión había sido correcta.

Estaba enfermo. Fiona estaba convencida de que tenía fiebre. Entre eso y la tos, si no tenía ya la neumonía, debía de estar a punto de sucumbir.

McTavish los siguió a los dos, permaneciendo vigilante entre ellos. Fiona sonrió al ver lo seriamente que se tomaba su papel de guardián. Raramente recibía visitas de desconocidos, y aquél resultaba de lo más intrigante. Y no sólo desde un punto de vista médico, sino también como mujer. Era un hombre muy atractivo. Fiona no sabía qué la intrigaba más, pero estaba dispuesta a descubrirlo. Greg miró a su alrededor y desvió luego la vista hacia ella, molesto. Fiona alargó la mano.

—Yo soy Fiona MacDonald, ¿y tú?

—¿Eres Fiona MacDonald? —repitió él parpadeando—. ¡No puedo creerlo!

Eres precisamente la persona que estoy buscando. Me l amo Greg Dumas —

contestó él estrechándole la mano.

El contacto la alarmó. O quizá en realidad lo que la alarmó fue su comentario. ¿Ella era la persona a la que él estaba buscando? La noticia resultaba de lo más sorprendente. ¿Había reaccionado él del mismo modo al conocerla que el a?

Lo dudaba. Su verdadero amor no podía llegar en medio de una noche tormentosa proclamando, y además con acento americano, que el a era la mujer a la que había estado buscando. La historia era demasiado increíble incluso para un alma romántica como la de Fiona.

Su forma de mirarla la ponía nerviosa. Fiona se quitó el chaquetón e hizo un gesto en dirección al salón, diciendo:

—Estás helado, pero no es de extrañar con este tiempo. Esa chaqueta es demasiado fina. Venga, arrímate al fuego para entrar en calor. Voy a prepararte un té para la tos, vuelvo en un minuto.

Él la miró tan absorto, que Fiona se preguntó si la había entendido. Luego cerró los ojos con fuerza, volvió a abrirlos, y trató de enfocar su figura.

Después de una pausa, contestó:

—Bueno, pero no puedo quedarme. Lo que necesito realmente es que me indiques la dirección.

Él no se había movido, pero se balanceaba de un lado a otro. Fiona se temió que iba a mostrarse realmente cabezota. Era evidente que había sabido leer bien el rasgo de su mandíbula. Aquel hombre seguía en pie sólo por la fuerza de la voluntad. Volvió a parpadear, parecía tratar de enfocar. Al ver que ella lo observaba, sonrió incómodo. Su sonrisa a medias, ladeada, resultaba encantadora. Estaba exhausto, pero se negaba a admitirlo.

—No tardaré —insistió Fiona, demostrándole que el a también podía ser cabezota—. Pasa, caliéntate. Vamos —ordenó con firmeza, igual que habría hecho con un niño.

Fiona colgó el chaquetón y se dirigió a la cocina, situada en la parte trasera.

Greg se giró para observarla. Se preguntaba si ella era una aparición, igual que las alas y el dedo señalando de la carretera.

¿Ella era Fiona MacDonald? No, imposible. No podía ser, se dijo tratando de concentrarse en su situación. La mujer a la que estaba buscando debía de tener más de treinta años, y aquélla apenas pasaba de la adolescencia. Como mucho. Además, el apellido MacDonald debía de ser corriente en Escocia.

Greg se restregó la nuca y movió la cabeza a un lado y a otro.

Lástima que hubiera dado con la Fiona MacDonald que no era. Pero encontrarla tan fácilmente habría sido mucho esperar.

Aquella Fiona MacDonald tenía los cabellos de un rojo vivo, enmarcando su rostro y balanceándose rizados sobre los hombros. Era bajita. Como mucho le llegaba al hombro... y eso de puntillas.

Greg sacudió la cabeza, su mente se negaba a funcionar. Estaba exhausto, necesitaba un sitio en el que descansar. Sólo le había pedido que le indicara una dirección. ¿Acaso no había hablado con suficiente claridad?

Greg dio un par de pasos para observar el salón. Era cómodo, acogedor. El calor de la chimenea lo indujo a acercarse. Sin pensarlo, extendió las manos hacia el fuego para calentarse, pero inmediatamente le dio otro ataque de tos.

Greg trató de parar de toser, y se dejó caer sobre el sillón más cercano. El enorme perro lo vigilaba desde la puerta. Al otro lado de la chimenea había un gato de rayas amarillas, tumbado sobre el brazo de un sillón, que no dejaba de mirarlo. Sobre el sillón había una manta y un libro abierto en la mesita más cercana.

Era evidente que Fiona había estado leyendo ahí sentada antes de l egar él.

Sí, era un gran detective privado. Greg volvió la vista al fuego y cerró los ojos con fuerza. Le ardían de fatiga.

¿Y si la dirección que le habían dado no era la de la Fiona MacDonald a la que estaba buscando?, se preguntó de pronto Greg alarmado, gruñendo en voz alta de frustración. Lo que le faltaba, el día le había salido redondo.

Greg apoyó la cabeza en la mano y el codo en el brazo del sil ón. Todos sus esfuerzos de aquel día habían sido inútiles, sólo había conseguido perderse.

Pero estaba demasiado cansado como para preocuparse.

El calor de la habitación contribuyó pronto a adormecerlo. Greg luchó por permanecer despierto, pero en realidad sólo sentía deseos de dormir. No podía permitirse el lujo de dormir. Tenía que luchar contra esa sensación de adormecimiento. Si Fiona no volvía pronto...

—Aquí tienes el té —dijo Fiona interrumpiendo sus pensamientos, obligándolo a abrir los ojos—. Te sentará bien —añadió alargando una taza de porcelana de la que salía humo.

—En realidad no puedo... —comenzó él a decir.

Fiona lo hizo cal ar con un simple gesto y una sonrisa.

¿Qué estaba ocurriendo? Ella estaba de pie, delante de la chimenea. La luz del fuego detrás de ella la hacía resplandecer. No había otra forma de explicarlo. Sus cabellos parecían brillar como un halo.

—Bébetelo —dijo ella en voz baja—. Te prometo que no es veneno.

Greg tomó la taza de té sin muchas ganas. Se lo llevó a la boca y lo olió. El té no olía tan mal, pero era una bebida que jamás le había gustado. Siempre había preferido el café. Sin embargo lo ayudaría a entrar en calor. Además, ella se había tomado la molestia de preparárselo. Lo menos que podía hacer era bebérselo.

El calor de la taza lo hizo sentirse mejor. Greg la abrazó con las dos manos.

No se había dado cuenta de lo helado que estaba hasta entrar en aquella casa. Medio absorto, Greg observó que Fiona se sentaba en el sillón frente a él. El gato saltó a su regazo sin dejar de mirarlo con desdén.

Cuando el té se hubo enfriado lo suficiente, Greg se llevó la taza a los labios. El líquido caliente se deslizó por su lengua y le suavizó la garganta.

No sabía mucho sobre té, pero aquél no estaba tan malo. Dio unos cuantos sorbos y luego más. Vació la taza casi sin darse cuenta. Luego alzó la vista hacia Fiona.

—Estaba bastante bueno, la verdad —comentó él educadamente.

—¿Es que te sorprende? —sonrió ella.

—Bueno, no me gusta mucho el té —musitó él violento, echándose a toser.

Greg dejó la taza en una mesa y, cuando por fin consiguió controlar la tos, suspiró y dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sillón, cerrando los ojos.

Al volver a abrirlos segundos más tarde, Fiona estaba de pie delante de él.

Le ofrecía otra taza de té.

—Esto te ayudará —añadió ella en voz baja.

Greg suspiró y alzó la vista. Ella era muy amable. Los ataques de tos eran tan fuertes y lo debilitaban tanto, que apenas podía enfocar la vista. Fiona pareció leerle el pensamiento, porque se inclinó hacia él y le llevó la taza a los labios. Greg quería decirle que no era un niño, pero hablar le costaba demasiado esfuerzo. Era mejor beber en silencio.

Nada más terminar el té, volvió a cerrar los ojos. Notó que ella no se apartó de él inmediatamente. Su suave fragancia a flores lo embargó, proporcionándole la visión de un paisaje silvestre en el que brillaba el sol, pletórico de felicidad y... Ella debió de alejarse, porque la suave fragancia se disipó lentamente junto con la luz del sol y la felicidad.

Tenía que darle las gracias por el té. Tenía que...

Ella dijo algo, pero su voz sonó muy lejana. Greg trató de abrir los ojos. Ella seguía resplandeciendo, parecía el producto de su calenturienta imaginación.

, Pero ni siquiera su imaginación habría podido inventar una visión así.

Greg sacudió la cabeza en un esfuerzo por aclarar su mente. Pero no sirvió de nada. Pensar le costaba demasiado esfuerzo, así que se rindió. No trató de entender lo que ella estaba diciendo. En lugar de ello se dejó llevar, deleitándose en el lírico sonido de su voz.

—Es demasiado tarde para ir a buscar el pueblo, señor Dumas. No estás bien, necesitas descansar. Tengo una habitación de invitados en la que estarás muy cómodo.

Fiona le tendió una mano, que Greg se quedó mirando. Finalmente se agarró a ella, y Fiona tiró. Greg se puso en pie lentamente. Sentía que la habitación se movía. Algo raro le estaba pasando. Oía un pitido en la cabeza que le impedía oír ningún otro ruido.

Fiona lo llevó al pasillo y abrió una puerta, encendió la luz y se acercó a la cama.

—¿Por qué no te quitas la chaqueta y los zapatos? —sugirió ella con una sonrisa angelical.

Greg luchó con la cremallera de la chaqueta, pero debía de estar atascada.

Ella le apartó las manos suavemente y se la quitó. Tenía la ropa mojada.

Cuando ella trató de quitarle los zapatos, Greg se sentó en la cama y se descalzó con torpeza. Fiona se acercó al borde opuesto y abrió la cama.

—Creo que, por esta noche, estarás cómodo.

Greg se despertó en ese instante y preguntó:

—¿Qué me has puesto en el té? Tú eres la causante de esta sensación de mareo que tengo, ¿verdad? — continuó con la fuerza de una última descarga de adrenalina—. ¿Quién diablos eres?

Una vez más Greg comenzó a toser.

—Hablaremos mañana por la mañana, señor Dumas. Aquí estarás a salvo.

Descansa —contestó Fiona en voz baja, dirigiéndose a la puerta.

Fiona apagó la luz y cerró la puerta, abandonándolo en la oscuridad.

Greg se quedó sentado, preguntándose cómo era posible que hubiera acabado en aquel dormitorio y qué le había dado ella para adormecerlo.

Sentía como si le pesaran los brazos. Greg hizo un último esfuerzo y se quitó el resto de la ropa mojada, excepto los calzoncillos.

Temblaba incontrolablemente debido al aire helado de la habitación, así que se acurrucó y se tapó con las mantas, sintiéndose inmediatamente reconfortado. Bien, lo más sensato era quedarse allí a pasar la noche, pero después insistiría en que ella le indicara la dirección para seguir buscando a la verdadera Fiona MacDonald. Ése fue su último pensamiento antes de quedarse dormido.