Capítulo 5
FIONA se quedó un buen rato contemplando las llamas de la chimenea tras marcharse Greg. McTavish y Tiger le hacían compañía. Sabía que era tarde y que tenía que irse a la cama si quería recuperar el sueño perdido, pero a pesar de ello seguía ahí sentada, dándole vueltas y más vueltas a las cosas en la cabeza.
A pesar de haberle asegurado Fiona que no volvería a inmiscuirse en su vida privada si así lo prefería, Greg se había levantado del sillón inmediatamente y había vuelto a su habitación. Fiona no podía dejar de reflexionar sobre su comportamiento.
Sin duda él tenía razón. Era un profesional, sólo estaba haciendo su trabajo.
No sentía ningún interés personal por ella, sólo le interesaban los archivos de su padre. Y el interés que Fiona había mostrado por él era de mal gusto.
Él se lo había dicho con toda claridad.
Greg había definido su posición allí con mucha lógica. Estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para lograr sus propósitos, y luego se marcharía.
Ella no debía molestarlo con preguntas personales.
Fiona llevaba horas repitiéndose ese tipo de cosas, pero el problema era que él y su dolor la preocupaban. No podía dejar de pensar en ello. Greg tenía muchas heridas muy dolorosas en aspectos de su vida que no tenían nada que ver con la enfermedad física. Aún se estaba recuperando, pero se negaba a admitir cualquier tipo de debilidad.
Al poco de marcharse del salón, Greg había sufrido otro ataque de tos.
Fiona le había preparado más té y se lo había llevado a la habitación. Había l amado a la puerta y había esperado a que él contestara.
Lo había oído caminar de un lado a otro, parecía alterado. Al abrir la puerta Greg l evaba la camisa desabrochada. Fiona se esforzó por mirarlo sólo a los ojos.
—Te he preparado té para la tos, te vendrá bien tenerlo en la habitación —
comentó Fiona al entrar.
—Gracias —respondió Greg con voz ronca.
—Si quieres dormir con el pecho cubierto, puedes utilizar cualquiera de las camisas largas del segundo cajón de la cómoda —añadió Fiona.
—¿De quién son?
—Eran de mi padre. Yo también me las pongo a veces para dormir. Son cómodas —contestó Fiona dándose la vuelta para marcharse.
—Espera —rogó él.
-¿Sí?
—No pretendía ofenderte antes.
—No, yo tampoco pretendía ofenderte a ti. Mi pregunta estaba fuera de lugar —contestó Fiona.
—No, no estaba fuera de lugar, el problema es mío —la contradijo Greg—.
No suelo hablar del pasado.
—No tienes por qué hacerlo.
—Gracias por el té —contestó Greg, asintiendo—. Te lo agradezco de verdad.
—De nada.
Fiona esperó a que él cerrara la puerta para volver al salón. Se sentó de nuevo en el sillón y siguió reflexionando acerca de Greg Dumas. No hacía falta que él le contara qué le había sucedido para estar tan dolido. El único afán de Fiona era ayudarlo, aliviarlo. Si su pasado era demasiado amargo como para hablar de él, si se lo guardaba sólo para sí, entonces sin duda ese pasado se cebaría en él, produciéndole dolor emocional, mental, e incluso físico.
Fiona intentó concentrarse en la lectura durante un rato, pero la novela que tanto la había absorbido antes de llegar Greg había perdido todo interés. La vida se había colado en su silenciosa y tranquila vida, inquietándola.
Fiona no sabía qué hacer. Si es que podía hacer algo para ayudarlo, claro.
Había hecho todo cuanto había podido por su salud física, pero jamás trabajaba con el estado emocional de un paciente sin pedirle permiso primero. Y era evidente que Greg no iba a dárselo.
En general Fiona se mantenía alejada de sus pacientes. De otro modo no habría tenido energía para asistirlos a todos. Pero esa vez mantenerse alejada y distante de Greg le costaría trabajo. Por mucho que tratara de justificarse, Fiona se sentía atraída hacia él. Más atraída hacia él de lo que se había sentido jamás por ningún otro hombre. Los caprichos y enamoramientos de adolescente jamás la habían l evado a ninguna parte, en general los hombres encontraban excesivamente extravagante su don para diagnosticar enfermedades. La reacción de Greg ante la mezcla especial de hierbas para el té era típica. Y casi todos los hombres se mostraban cautos ante algo tan extraño y poco familiar.
Greg se mostraba más que cauto. Había construido una muralla protectora tan gruesa alrededor de su persona, que posiblemente nadie podría atravesarla. Fiona se preguntaba si esa Jill a la que él había mencionado tenía algo que ver con el hecho de que él hubiera construido esa muralla. ¿Le había hecho ella tanto daño que Greg era incapaz de perdonarla?
La conmovía pensar en el dolor de Greg, lo cual era prueba suficiente de que no se estaba manteniendo apartada de él. Debía controlarse, se dijo. Él se marcharía en unos días, desaparecería de su vida tan repentinamente como había l egado.
Fiona apagó las brasas y la luz y subió las escaleras. Tiger y McTavish la siguieron. Una vez en la cama trató de relajarse. Tiger se acurrucó a sus pies. McTavish se estiró en la alfombra junto a la cama. Fiona suspiró lamentándose y cerró los ojos.
A la mañana siguiente el desayuno estaba listo cuando Greg entró en la cocina. Fiona sólo notó su presencia cuando él comentó:
—Huele a café, el aroma me ha despertado.
Fiona se dio la vuelta y lo miró. Él se había lavado la cara y se había peinado, pero no se había afeitado. Llevaba vaqueros y un jersey, ropa perfectamente corriente. ¿Por qué, entonces, le latía el corazón con tanta celeridad?
—Buenos días, ¿qué tal estás? —preguntó ella sin sonreír.
—Mejor que en mucho tiempo, ya no me duele el pecho. Tengo la cabeza despejada y estoy listo para trabajar.
Fiona asintió y le sirvió el desayuno.
—Pues a desayunar, luego te enseñaré dónde están los archivos.
Nada más sentarse, Greg olió el café y comenzó a dar sorbos, sonriendo de placer.
—Gracias —dijo Greg nada más terminar la taza con un suspiro.
—De nada —contestó ella, sentándose enfrente.
El silencio se alargó, así que Greg dijo:
—Anoche hablaba en serio. Espero sinceramente no haberte ofendido.
—Te gusta mantener tu intimidad, y yo lo respeto.
—No, pero jamás se me ha dado bien hablar de mí mismo —contestó Greg sacudiendo la cabeza en desacuerdo.
—A poca gente se le da bien.
—Pues yo conozco a media docena de personas que podrían demostrarte lo contrario —alegó Greg, soltando una carcajada.
Fiona terminó el desayuno y se l evó el plato al fregadero. Poco después sintió la presencia de Grez cerca y se dio la vuelta. Él estaba detrás de Fiona con el plato en la mano. Ella recogió el plato.
—Gracias.
Pero en lugar de apartarse, Greg se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos, diciendo:
—Eres muy buena cocinera, ¿te lo había dicho alguien?
Greg trataba de entablar conversación. Aquella mañana casi parecía de buen humor.
—Gracias otra vez, es que me encanta comer — contestó ella ruborizada.
—Pues no parece que estés gorda —dijo él, mirándola de arriba abajo.
Fiona trató de no ruborizarse más, pero fue inevitable. Detestaba tener aquella tez tan pálida, resultaba imposible disimular. Siguió fregando sin hacer caso.
—Vas a acabar borrándole las flores de tanto restregar —comentó Greg divertido.
Fiona sintió que las mejillas le ardían. Dejó el plato en el escurreplatos y se secó las manos.
—Te enseñaré dónde están los archivos —dijo sin mirarlo.
Fiona tomó la llave colgada de una escarpia y salió sin mirar siquiera si él la seguía. El viento le volaba los cabellos. Atravesó el cultivo de plantas medicinales del jardín, abrió el garaje y entró. Tenía un trastero en la parte trasera. Entonces oyó a Greg tras ella. Sin volverse, añadió:
—Como puedes ver, aquí no hay electricidad. Te sugiero que lleves las cajas a casa. Toma, ésta es la llave —añadió volviéndose hacia él—. Yo estaré fuera casi todo el día. La señora Tabor está embarazada de pocos meses, y tiene problemas. Le prometí que iría a verla y a resolver sus dudas. Es su primer hijo. No sé cuánto tardaré.
Greg alargó la mano, y ella dejó caer la llave. Sin esperar respuesta, Fiona salió del garaje y se marchó como si se la l evara el diablo. No quería alentar la amistad entre los dos. Era demasiado sensible a Greg y a sus encantos como para permitirse saborear, además, su amabilidad.
Greg la observó marcharse. Hubiera deseado no haber respondido de una manera tan rotunda a la pregunta de Fiona la noche anterior. Como mínimo debía haberse mostrado diplomático. Sabía que la había ofendido y que su respuesta era inexcusable. Por mucho que se hubiera disculpado.
Fiona era la primera mujer de la que él era consciente como mujer desde la muerte de Jill. La primera mujer a la que veía realmente como mujer.
Aquella mañana, nada más levantarse, había decidido dejar de engañarse y admitir que ella lo atraía. Había estado soñando con ella esa noche, cosa que lo había alterado. Había tratado de olvidar ese sueño y creía haberlo conseguido. Hasta entrar en la cocina esa mañana y verla.
Su cuerpo había reaccionado instantáneamente. Deseaba hacer realidad el erótico sueño de la noche anterior. Y eso lo había sobresaltado. Desde la muerte de Jill, no había vuelto a sentir deseos de hacer el amor con ninguna mujer. Estaba convencido de que jamás conocería a ninguna que lo atrajera tanto como Jill. Y de pronto descubría que estaba equivocado. El problema era que no sabía qué hacer. Él era sólo un invitado en casa de Fiona, aunque estaba absolutamente decidido a pagarle su estancia. Y de ninguna forma estaba dispuesto a aprovecharse de el a.
Greg había logrado finalmente controlar su respuesta física ante ella, concentrándose en demostrarle su gratitud. Fiona no sólo lo había acogido en su casa, sino que además lo había curado.
Nada más despertarse esa mañana, Greg se había dado cuenta de que se sentía mejor de lo que se había sentido en muchos meses. Y quería agradecérselo a Fiona. Pero un simple vistazo a la expresión de su rostro esa mañana había bastado para desanimarlo. Ella no parecía en absoluto interesada en nada de lo que él tuviera que decir.
Merecía la frialdad de Fiona. Había sido un maleducado. Pero echaba de menos su amabilidad y su amistad, sus insistentes consejos acerca de su salud, su adorable sonrisa.
Greg miró a su alrededor en aquella habitación mal iluminada. La puerta del garaje golpeaba repetidamente la pared, azotada por el viento. Y por la forma en que el cielo se llenaba de nubes, no lo habría sorprendido que acabara l oviendo.
Greg observó las cajas. Ninguna tenía marca de algún tipo. Por supuesto, tampoco le habría servido cualquier marca. Sólo le servirían las fechas. Y
seguramente los expedientes no estaban ordenados por fechas. Los médicos guardaban expedientes sobre un solo enfermo durante años, toda la historia clínica del paciente. Pero sin duda en aquellas cajas habría algo acerca de Moira, Douglas y las trillizas. Era extraño, sin embargo, que nadie en Craigmor recordara el nacimiento de trillizas.
Greg recogió dos cajas y las l evó a la casa. McTavish lo saludó al l egar a la puerta de la cocina. Greg estaba convencido de que Fiona se había marchado, aunque no sabía por qué. No se había llevado el coche, que seguía en el garaje. Greg se preguntó a qué distancia estaría Glen Cairn.
Llevó las cajas al salón, y allí descubrió que Fiona había encendido la chimenea. Dejó las cajas en el suelo y volvió a salir. Después de otros dos viajes, decidió que bastaba por ese día. Salió una última vez y cerró el garaje.
Antes de entrar en casa comenzó a chispear. Greg no perdió el tiempo y entró en casa. Pero ¿y Fiona? Esperaba que se hubiera l evado un impermeable.
—Ah, Fiona —la saludó Timothy McGregor al entrar en la frutería—. He echado mucho de menos esa sonrisa tuya, espero que no hayas estado enferma.
—Eso jamás, Timmy —contestó Fiona—, sólo estaba ocupada. Seguro que has oído hablar de mi invitado sorpresa y de la cantidad de avisos de personas que se han puesto enfermas de repente. Espero que este invierno no sea demasiado crudo.
Fiona comenzó a elegir frutas y verduras sin dejar de charlar.
—Sí, últimamente he oído muchas historias acerca de ti, pero no he podido creerme ninguna —sonrió Timothy—. Unos dicen que es tu hermano, otros, que es tu primo. Otros están convencidos de que es tu novio desde hace años, y dicen que por eso no has querido salir con nadie de aquí.
—Es increíble, ¿verdad? —asintió Fiona—. No tienen ninguna base para hacer suposiciones, pero a pesar de todo corren los rumores.
—Pero ¿de quién se trata, si puede saberse?
—Se llama Greg Dumas, y está revisando los archivos de mi padre. Busca información para una clienta suya que vive en Estados Unidos —explicó Fiona.
—¿Y qué información busca?
—Ese es el problema, que no lo sabe. Consiguió dar con la pista de la adopción de su clienta hasta llegar a mi padre, pero no conoce el apellido de los padres naturales. Eran trillizas, y eso es lo que más me extraña. Yo jamás he oído hablar de tril izas en Craigmor, y una cosa así sería un gran acontecimiento. No creo que pasara desapercibido. Le mostré dónde estaban los archivos de mi padre, y ahora está revisándolos.
—¿Y cuánto tiempo piensa quedarse?
—Hasta que encuentre lo que busca, supongo — contestó Fiona.
—Pues ten cuidado, no vaya a acostumbrarse a tus maravillosos platos y se quede demasiado tiempo —bromeó Timothy.
—Lo tendré —rió Fiona—. Quizá deje que se me queme algo de vez en cuando.
Fiona abandonó la tienda con una sonrisa. Timothy había sido una de las primeras personas que había conocido al ir de visita a Glen Cairn la primera vez. Había sido él quien le había indicado dónde había una agencia inmobiliaria, y poco después Fiona había encontrado la cabaña de madera.
Timothy había comprendido perfectamente que ella no quisiera hablar de sus padres. Sólo después de mudarse a Glen Cairn dos años atrás, Fiona había comenzado a superarlo.
Al principio había sido incapaz de asimilar la pérdida pero ¿a quién podía resultarle fácil asimilar algo así? Quizá por eso Greg no hablara de su pasado. Quizá su pérdida fuera excesivamente dolorosa como para mencionarla siquiera. Fiona estaba dispuesta a respetar sus deseos y no hacer más preguntas, pero a pesar de ello sentía una gran curiosidad por saber más cosas de él.
Tras visitar a la señora Tabor y a otros pacientes, Fiona volvió a casa con el paraguas cerrado. Había llovido, pero el cielo se había despejado. Al anochecer habría una bonita puesta de sol. Fiona se paró a contemplar el paisaje de las Highlands. Bien mirado, había escogido un precioso lugar para superar su dolor.
Suspiró contenta y siguió caminando. Tenía ganas de cenar algo caliente.
Había comido fruta y pan y queso que le había dado uno de sus pacientes. De pronto se preguntó qué se habría preparado Greg. Había olvidado decirle que podía disponer de la cocina como quisiera.
El cielo estaba oscuro cuando l egó a casa. Salía luz de la ventana. De pronto le pareció muy agradable volver a casa y encontrarse con alguien esperándola.
Fiona pensó por un momento qué sentiría de no tener que irse sola a la cama.
Y recordó los breves instantes de intimidad con Greg. Aquella noche había descubierto un nuevo mundo, había despertado a un mundo de sensual placer. Y jamás volvería a ser la misma.
Pero era mejor no seguir pensando en un desconocido que jamás sería suyo, y pensar en cambio en la cena que iba a preparar.
Greg dejó de revisar archivos a media tarde. No quería inmiscuirse en asuntos privados, así que leía sólo lo indispensable de cada informe. A media mañana se había preparado café, y a medio día un sándwich. A esas horas volvía a calentar el café. Una vez listo, se l evó la taza al salón y miró la hora. Eran casi las ocho en Queens. Tina estaría a punto de marcharse a la cama. Llevaba casi una semana sin hablar con ella, era hora de llamarla.
Utilizaría su tarjeta de crédito telefónica. Helen contestó enseguida.
—Espero no interrumpirte —comentó Greg. i
—¡Greg!, ¡cuánto me alegro de oírte! Espera un momento, ¿quieres?
Helen llamó a Tina, que inmediatamente se puso al teléfono.
—Perdona que te haya interrumpido, pero Tina lleva días insistiendo en hablar contigo — añadió Helen.
—¡Papi, papi, papi! —gritó Tina—. ¿Cuándo vuelves a casa, papi? ¡Te echo de menos! ¡Tengo miles de cosas que contarte!
—¿En serio?, ¿y por qué no me las cuentas ahora?
—Ah, bueno, hoy he llevado un vestido nuevo al colegio porque iban a hacernos una foto.
—¿Sí?, ¿y cómo es que no me lo habías dicho? — preguntó Greg.
—Porque nos lo dijeron ayer o algo así, no sé.
—La profesora mandó una nota el viernes —puntualizó Helen por otro aparato telefónico.
—Sí, eso, el viernes —repitió Tina.
—¿Y cómo era el vestido? —preguntó Greg.
—Muy bonito. Abuelita lo eligió para mí. Es rojo y verde.
—Es escocés —explicó Helen.
—Escocés —repitió Tina—. Abuelita dice que es como la ropa que l eva la gente que vive donde estás tú.
—Ah, de tela escocesa. Estoy ansioso por verte con él —comentó Greg.
—Abuelita me ha hecho fotos para que me veas. ¿Cuándo vuelves, papi?
Hace muchas semanas que te fuiste.
—No lo sé, cariño —contestó Greg—. Estoy buscando una información para una clienta, y tengo que quedarme aquí hasta que la encuentre.
—Ah... pero dijiste que sólo tardarías unos días, papi, y llevas ya mucho tiempo allí —continuó Tina.
—Lo sé, mi niña, a mí también se me está haciendo muy largo —contestó Greg aclarándose la garganta—. Ya es hora de que te vayas a la cama, ¿no?
—Sí. Abuelito ha dicho que me va a leer un cuento igual que haces tú —dijo Tina.
—Bien por Abuelito. Te quiero, cariño. Dile a Abuelita que se ponga,
¿quieres?
Tina dejó el auricular y Greg habló con Helen: —Lamento que esto esté l evándome más tiempo del esperado —se disculpó Greg.
—Oh, Greg, ya sé que habrías vuelto si hubieras podido. Tina se está portando muy bien. Excepto porque ha traído una nota de la profesora diciendo que habla demasiado en clase, como siempre.
Los dos se echaron a reír.
—¿Qué tal el caso? —preguntó Helen..
—Para ser sinceros, cada día estoy más desanimado. Al principio, después de tener tan mala suerte con el abogado, creí que lo solucionaría todo en unos días, pero ya ves que no. Fui a Craigmor a buscar a un pariente del médico que asistió al parto.
—¿Y no lo encontraste? ¡Vaya, qué mala suerte! —exclamó Helen.
—Sí, encontré a su hija, pero es demasiado joven y no sabe nada.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Helen.
—Ahora estoy en casa de la hija del médico, que ya no vive en Craigmor. Por eso tardé tanto en encontrarla. Luego caí enfermo, pero por suerte ella me curó.
—¡Vaya!, ¡menos mal! ¿Es que es médico?
—No lo sé muy bien, pero desde luego lo que me ha dado ha surtido efecto
—contestó Greg.
—Lo lamento, ya te he dicho muchas veces que trabajas demasiado. Gracias a Dios que has encontrado a alguien para cuidarte.
—Amén.
—Bueno, no te preocupes por nosotros —continuó Helen—. Estamos bien, y estoy convencida de que encontrarás lo que buscas antes o después. Eres un hombre muy tenaz.
—Sí, eso dijiste cuando quisiste convencerme de que no me casara con Jil
—contestó Greg echándose a reír.
—¡Cómo te gusta sacarlo a relucir! —exclamó Helen—. Te encanta oírme decir que estaba en un error.
—En realidad no estabas en un error, Helen —la contradijo Greg, serio—. De no haberse casado conmigo, Jill estaría aún viva. Deberíamos haberte escuchado.
—Eso no es cierto, Greg. No puedes controlar a todos los criminales de la ciudad.
—No, pero debería haberlo pensado antes.
—Por favor, basta ya. Deja de torturarte. No puedes cambiar las cosas. Al menos tenemos a Tina. Y, a propósito, tiene que contarte otra cosa más antes de irse a la cama.
—De acuerdo, pero primero quiero que anotes un número de teléfono que voy a darte por si necesitas localizarme. Trataré de llamarte más a menudo.
Greg le dictó el número, y luego Tina estuvo contándole más cosas del colegio. Cuando por fin terminó, Greg se despidió de ella:
—Papá te echa mucho de menos, cariño mío. Hagamos como si estuviera allí y te diera un abrazo muy fuerte, ¿de acuerdo?
Fiona no pretendía escuchar la conversación. Había entrado por la puerta de la cocina para dejar las frutas y verduras, y entonces había oído la voz de Greg. Al principio había creído que había alguien con él. Al oírlo decir que de no haberse casado con él Jill seguiría viva, Fiona se había quedado perpleja en medio del pasillo. Después de eso había sido incapaz de marcharse y no seguir escuchando. Pero sólo al oírlo decir cuánto echaba de menos a su hija, Fiona había comprendido el enorme peso que l evaba sobre los hombros.