Prólogo

28 de noviembre de 1978

—Lo sé, lo sé —murmuró el doctor James Mac-Donald—, las contracciones son cada vez más rápidas y dolorosas —añadió en dirección a la chica tendida sobre la camilla de su consulta—. Lo estás haciendo bien, muy bien.

Aquella chica se había presentado en su consulta en plena noche. Estaba helada, coma un viento gélido por las Highlands de Escocia. El médico no la había visto jamás, pero al ver que estaba de parto la había hecho entrar a pesar de la hora. Su mujer, Margaret, estaba junto a ella, le limpiaba el sudor de la frente.

—Todo saldrá bien —comentó Margaret con cara de preocupación.

Tenía mucha fiebre. James le había dado la medicación más suave posible, la única que podía darle sin perjudicar a los bebés que estaban a punto de nacer. Su estado recomendaba ingresarla en un hospital, pero no podía moverla hasta que no hubiera dado a luz. Iba a tener trillizas, le había dicho ella.

—¿Cómo te llamas, preciosa? —preguntó James a la chica.

—Moira.

—Ah, Moira, ¿y dónde está tu marido?

Moira sacudió la cabeza y se echó a l orar, contestando:

—Está muerto. Vi a su hermano matarlo y huí. Tenía que salir corriendo antes de que me matara a mí también.

—Bueno, ya no tienes nada de qué preocuparte, querida. Estás a salvo con Meggie y conmigo —la tranquilizó James — . ¿Cómo se llama tu marido?

—Douglas, pero, por favor, no ponga su nombre en el certificado de nacimiento. Si lo hace, su hermano nos encontrará y nos matará —rogó Moira.

—Tranquila, aquí estás a salvo. Tú y tus bebés. Descansa todo lo que puedas.

Creo que esas niñas están deseando salir al mundo.

—Son prematuras —informó Moira—. Mi médico me dijo que quería que pasara las dos últimas semanas de embarazo en el hospital, iba a ingresarme la semana que viene.

Moira gimió de dolor ante otra contracción. James MacDonald había ejercido la medicina en su ciudad natal, Craigmor, durante más de treinta años. Se había enfrentado a muchas situaciones críticas, pero la de aquella noche era particularmente difícil.

La joven, que a su juicio no debía de tener más de dieciocho años, sufría una severa infección pulmonar, además de estar embarazada de trillizas.

Tras varías horas de parto, nacieron tres diminutas niñas perfectamente sanas. Margaret las lavó, las pesó, las arropó y finalmente las acostó a las tres en la misma cuna.

—Has tenido tres niñas preciosas, Moira —comentó James aliviado—. Tres bel ezas, igual que su madre,

Moira trató de sonreír y cerró los ojos. Había cumplido su tarea, sus hijas habían nacido sanas y salvas. James la trasladó al dormitorio de invitados para que se recuperara mientras Margaret cuidaba de los bebés. Antes de quedarse dormida, Moira tomó a James de la muñeca con increíble fuerza, a pesar de su lamentable estado, y dijo:

—No permitas que él encuentre a mis hijas. Jamás debe encontrarlas. Las mataría —añadió con ojos febriles — . Por favor, no dejes que las encuentre.

—Tú y tus hijas estáis a salvo, Moira. Debes descansar y recuperarte. Tú misma cuidarás de ellas en cuento te pongas bien.

Moira lo miró. Sus ojos reflejaban un inmenso dolor.

—Amaba a Douglas tanto, que no quiero seguir viviendo sin él —susurró Moira.

—Tienes tres preciosas hijas de las que cuidar, Moira —insistió James con suavidad—. Ellas te necesitan.

—Por favor, búscales un buen hogar. Prométemelo —volvió a susurrar Moira

—. Prométeme que protegerás a mis hijas.

—Eres tú quien debe protegerlas, Moira —contestó James alarmado —

Tómate tu tiempo, te recuperarás y podrás...

James dejó de hablar al darse cuenta de que Moira había perdido la conciencia. Jamás la recuperó. Era como si estuviera cansada de vivir y de luchar, y al final se rindiera. Le había dado a sus hijas la oportunidad de vivir, pero a partir de entonces serían James y Margaret quienes decidirían qué hacer con su legado. El legado de Moira. Ni siquiera sabían su apellido.