Capítulo 2

FIONA se despertó al oír que su invitado sufría un ataque de tos. Miró el reloj y vio que eran casi las cinco de la madrugada. El té le había proporcionado unas horas de descanso, que era lo que más necesitaba.

Aunque no estuviera dispuesto a admitirlo. No, el señor Greg Dumas estaba convencido de que podía seguir su viaje.

Fiona se incorporó y bostezó. El necesitaba beber más infusión de la mezcla de hierbas que le había preparado. Le bajaban la fiebre, lo descongestionaban, y le calmaban la tos. Se levantó, se puso una bata y bajó a la cocina. Mientras preparaba la mezcla recordó.

Desde que era adolescente sabía que lo que quería hacer en la vida era ayudar a sanar a los demás. Había ayudado a su padre en la clínica incluso después de que él se jubilara, ya que muchos vecinos mayores insistían en que fuera él quien los tratara. Tanto era su interés, que su padre había insistido en que asistiera a la universidad para estudiar Medicina, cosa que Fiona había hecho.

Pero Fiona había abandonado la universidad decepcionada y defraudada.

Apenas había aprendido algo acerca de nutrición, medicina preventiva o remedios naturales, que en su mayor parte daban tan buen resultado como los fármacos, sólo que con menos efectos secundarios. Fiona había conversado largamente con su padre acerca de los distintos tipos de medicina y, finalmente, había asistido a cursos de nutrición y remedios naturales en lugar de terminar la carrera.

Al morir sus padres, Fiona había abandonado los estudios y había buscado un lugar retirado en el que poder asimilar la pérdida. Había llegado a Glen Cairn mientras exploraba las Highlands y, dejándose l evar por el instinto, había buscado por allí una casita de alquiler.

La cabaña de madera era exactamente lo que necesitaba. Estaba lo suficientemente cerca del pueblo como para llegar andando, pero al mismo tiempo estaba aislada. Jamás se había arrepentido de mudarse allí.

Al extenderse por Glen Cairn el rumor de que era una experta en medicina, la gente había comenzado a consultarle. Y ayudar a los demás le había servido a Fiona para superar poco a poco la pérdida. Jamás le había contado a nadie, sin embargo, por qué se le daba tan bien hacer diagnósticos. En primer lugar porque nadie la creería. Y, en segundo lugar, porque no quería que la consideraran una loca tal y como había ocurrido en Craigmor.

Lo cierto era que Fiona veía halos de color radiantes alrededor de todas las personas. Con el tiempo había aprendido a interpretar el significado de esos colores. Muchos de ellos eran síntoma de una enfermedad concreta, pero otros eran simplemente indicativos de ciertas emociones. Era imposible explicar con palabras lo que veía.

De niña creía que todo el mundo veía esos colores y sabía lo que significaban.

Y estaba convencida de que su padre establecía los diagnósticos de sus pacientes basándose en ellos. Sin embargo, al crecer, había descubierto que era la única que los veía. Y después de ser objeto de las burlas y risas unas cuantas veces, había aprendido a guardar silencio.

Fiona utilizaba su don, sus conocimientos y su experiencia para diagnosticar a los enfermos. Y se valía de remedios caseros preparados con hierbas cultivadas por ella misma, linimentos, ungüentos y masajes para curarlos.

Fiona sirvió una taza del preparado, dejó que se enfriara un poco y lo l evó a la habitación de invitados. Tras l amar a la puerta sin obtener respuesta, entró. Encendió una lamparita junto a la puerta y observó a su invitado.

Tenía las mantas enrolladas a la cintura, el pecho al descubierto. Estaba tumbado boca arriba con el rostro contra la pared.

—Te he traído té.

Él giró lentamente la cabeza hacia el a y hacia la luz. Parecía incapaz de enfocar la vista. Fiona lo tocó y descubrió que estaba ardiendo. Sacudió su hombro y añadió:

—¿Puedes incorporarte un momento, por favor?

Él parpadeó. Abrió los ojos por segunda vez y preguntó:

—¿Qué quieres?

—Que te bebas esto —contestó Fiona sentándose al borde de la cama y tendiéndole la taza.

Greg se apoyó en un codo y tomó la taza, bebiéndose todo el té de una vez como si estuviera sediento. Después, sin decir una sola palabra, le devolvió la taza y se dejó caer en la cama.

Fiona sonrió divertida ante el cambio de actitud. Quizá se sintiera excesivamente enfermo como para preocuparse. Se levantó, se acercó a una cómoda y sacó una larga camisa de un cajón.

—Toma, ponte esto... no debes enfriarte.

Greg abrió los ojos y frunció el ceño.

—Tengo calor, no necesito ropa.

—Acepta mi consejo, es importante que mantengas el pecho caliente.

Greg volvió a fruncir el ceño, pero se incorporó y se puso la larga camisa sin decir una palabra. Su mirada era elocuente. Después se dejó caer sobre la cama, le dio la espalda y añadió:

—Apaga la luz cuando salgas.

Parecía muy molesto porque hubiera interrumpido su sueño. No sabía nada acerca de su invitado, pero era evidente que, como paciente, se mostraba difícil. Fiona encendió la luz de la mesilla, apagó la otra lamparita y volvió a la cocina a por el ungüento que pensaba darle en el pecho. McTavish la siguió y la esperó en el dintel de la puerta de la cocina.

—Sí, ya lo sé, también a ti te he despertado. Vuelve a la cama, yo iré enseguida.

El perro subió las escaleras hacia el dormitorio como si la hubiera entendido. Y quizá fuera así. Fiona volvió a entrar en el dormitorio de invitados sin hacer ruido y dejó otra taza de té sobre la mesilla, tomando asiento al borde de la cama. Él seguía tumbado boca arriba, tenía los brazos extendidos.

Fiona tocó su frente y comprendió que tenía que bajarle la fiebre. Su sistema inmunológico luchaba sin descanso, necesitaba ayuda. Sin duda el señor Dumas tenía por norma forzar su cuerpo más allá de sus límites, y eso resultaba desastroso cuando pillaba una infección. Apenas le quedaba energía suficiente para combatir la enfermedad. Fiona tomó el ungüento. Él se estiró y giró la cabeza hacia ella.

—¿Jill? —murmuró—. Te he echado tanto de menos...

Greg tomó su mano y la acercó a su cuerpo. Fiona tuvo que tumbarse a su lado y apoyar la cabeza en su hombro para evitar perder el equilibrio y caer encima de él.

—Señor Dumas, tengo que bajarte la fiebre, y además voy a darte un masaje con ungüento en el pecho para aliviar la congestión.

Fiona se apartó de él y tomó la taza de té, pero él no le soltó la mano.

—¿Jill? —volvió a murmurar, confuso.

—No, soy Fiona.

Fiona apartó la mano y deslizó todo el brazo por debajo de su nuca para incorporarlo. Él abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos enseguida sin reconocerla. Fiona le acercó la taza a los labios.

—Te prometo que esto te ayudará con la tos y la fiebre —aseguró ella.

Greg se bebió todo el té de un tirón. Nada más terminárselo, ella volvió a posar su cabeza en la almohada. Luego se untó las manos con el ungüento, le levantó la camisa y comenzó el masaje. Inmediatamente sintió una descarga de energía subirle por la mano y el brazo. Aquello la pil ó desprevenida.

Greg Dumas era un hombre fuerte a pesar de la enfermedad. O, al menos, el efecto que producía en ella era fuerte. Fiona trató de concentrarse en el masaje, procurando dárselo con serenidad. Aunque ella no la sentía.

Él sonrió sin abrir los ojos. Eso la puso nerviosa. Fiona trató de darle el ungüento suavemente, deseaba acabar con esa parte del tratamiento cuanto antes. El pecho de Greg era ancho y musculoso, tocarlo le producía una extraña sensación en su interior. Una sensación que no estaba acostumbrada a sentir.

Fiona cubrió de ungüento todo el pecho y retiró la mano de debajo de la camisa. O, al menos, lo intentó, porque nada más hacerlo él se la agarró.

—Ahora debes descansar —dio ella con toda la calma de que fue capaz —.

Trata de dormir unas cuantas horas más.

Él abrió los ojos y la miró un momento antes de decir:

—Me dormiré si te quedas conmigo.

Greg ya no parecía malhumorado. En lugar de ello parecía un hombre muy viril, seguro de lo que quería. Y en ese momento la quería a ella en su cama.

Fiona jamás se había visto en una situación semejante. Para empezar, nunca había tenido que cuidar de un hombre sin tener a su familia al lado. Y, en segundo lugar, jamás había esperado que un paciente mostrara un interés personal por ella.

—No creo que sea buena idea —contestó ella al fin en voz baja.

Seguramente él no tenía ni idea de lo que decía. Y lo más probable era que tampoco después se acordara. Pero, mientras tanto, Fiona no sabía qué hacer.

Greg tomó la decisión por ella, tirando de su mano hasta que Fiona cayó en la cama encima de él. Con una enorme sonrisa que hizo aún más atractivo su rostro, la abrazó y añadió:

—Así sí dormiré.

Aquel hombre tenía más fuerza de la que ella esperaba. Fiona no estaba segura de poder soltarse sin luchar. Y lo más increíble de todo era que él no le daba miedo a pesar de que jamás se había acercado tanto a ningún hombre.

Fiona trató de relajarse, esperando que él la soltara. El té que acababa de tomar le haría efecto en unos minutos, y se quedaría dormido. Greg giró la cabeza hacia el a y comenzó a besarle el cuello.

—Mmm... ¡qué bien hueles! —murmuró.

Fiona se quedó helada, incrédula. Él lamió el lóbulo de su oreja, haciéndola estremecerse. Deslizó la mano por debajo de su bata y camisón y comenzó a acariciar su pecho desnudo. Fiona reprimió un gemido. Él murmuró satisfecho y siguió acariciándola, excitándola. Una ola de placer inundó todo su cuerpo.

Entonces Fiona sintió miedo. No podía permitirlo. Él se sentiría terriblemente violento cuando lo recordará. Tanto como ella. Greg mordisqueó el lóbulo de su oreja y lo lamió.

—Señor Dumas... tienes que descansar —dijo ella conteniendo el aliento.

Greg no le hizo caso, siguió besando su cuello y la curva de su hombro y diciendo con un murmullo ronco:

—Quédate conmigo. Te he echado tanto de menos, cariño... Algunas veces, incluso, creí que moriría de pena. Pero ahora estás aquí. Quédate conmigo y deja que te haga el amor.

Finalmente el té le hizo efecto y Greg dejó caer la mano. Fiona tragó y trató de calmarse. Luego, lentamente, se levantó de la cama y lo observó con una mezcla de incredulidad y deseo. Era un deseo inesperado, un deseo que jamás antes había experimentado. Sentía un deseo casi irreprimible de apartarle los sedosos cabellos del rostro enfebrecido.

Pero sabía que no debía dejarse l evar por el impulso. Fiona salió del dormitorio antes de que la tentación fuera demasiado fuerte. Se apresuró a la cocina a prepararse un té que la calmara.

Minutos después, mientras bebía, Fiona pensó que Greg no sabía lo que hacía. Le había subido la fiebre muy rápidamente nada más meterse en la cama, y eso no era buena señal. Estaba preocupada. Por eso recogió los remedios naturales, incluyendo el ungüento y el té, y volvió a la habitación de él. Tenía que vigilarlo de cerca.

Nada más entrar, Fiona se lo encontró moviéndose incansablemente en la cama. Musitaba palabras sin sentido. Mencionó a Jil unas cuantas veces, estaba convencido de que ella estaba allí. Hablaba con ella, le rogaba algo.

Tenía que bajarle la fiebre. Por eso, tras haber preparado una mezcla de hierbas más fuerte, se sentó al borde de la cama de nuevo y lo llamó:

—Señor Dumas... por favor, bébete esto.

Fiona deslizó el brazo por debajo de su cabeza y lo hizo incorporarse, acercándole la taza a los labios. Él se lo bebió todo sin derramar nada. Luego ella se apartó. Sabía que no podría conciliar el sueño con él en ese estado.

Por eso se sentó en un sillón en un rincón. En cuestión de minutos McTavish apareció ante la puerta del dormitorio. La observó unos segundos, se acercó, y se tumbó en el suelo junto al sillón.

Fiona se tapó con una manta y esperó a que le bajara la fiebre.

No podía respirar. Sentía un enorme peso sobre el pecho, un peso que le impedía llenar de aire los pulmones. Tosió, y eso le produjo un terrible dolor.

Algo le ocurría. El ataque de tos continuó, robándole el poco aliento que le quedaba. Alguien murmuró algo a su lado. Unas suaves manos le calentaron el cuerpo, humedeciéndole la camisa y haciéndolo temblar.

—¿Jill? —preguntó Greg en susurros.

—Soy Fiona. Bébete esto... te sentará bien.

Greg sintió que un cálido líquido entraba por su boca y le suavizaba la garganta. Se relajó y dejó que aquel bálsamo le refrescara la boca seca.

Fiona. Había oído ese nombre antes. ¿Conocía a alguna Fiona? No, que él recordara.

De pronto se acordó. Sí, buscaba a una tal Fiona, pero no recordaba para qué. Sin embargo sabía que era importante. Tenía que encontrarla. Era el único modo de volver a casa. Tina lo necesitaba. Jill lo necesitaba.

No, era demasiado tarde para ayudar a Jill. No podía hacer nada para salvarla. Jill estaba muerta. Y la culpa era suya.

Sí, estaba pagando el precio por no haberla salvado. Había sido condenado a las llamas del infierno para toda la eternidad. Sentía las l amas ardientes en su cuerpo, impidiéndole respirar. Se había preguntado más de una vez si el infierno era real, y por fin sabía que sí existía. Era muy doloroso. Las llamas lo consumían.

Había una joven que no dejaba de ir a verlo, de ofrecerle bebidas, de comprobar su temperatura. Hubiera debido sentirse violento. No conocía a aquella chica, pero tampoco le importaba. ¿Qué había hecho el a para estar en un lugar como ése? Algo muy malo, se dijo Greg. Estaba cansado, demasiado cansado como para preguntarle qué había hecho.

De vez en cuando veía imágenes de un dormitorio extraño. A veces la luz era tan fuerte, que le hacía daño en los ojos. Otras veces entraba la luz del sol por la ventana. En ocasiones ese extraño dormitorio estaba a oscuras, sólo veía sombras moviéndose. Apenas transcurrían unos minutos entre unas visiones y otras. Pero con luz o sin ella, las llamas de aquel infierno no dejaban de consumirlo.

Greg vio el arma. Le indicó a Jill que saliera de la tienda antes de que aquel estúpido joven punk le disparara con su revólver del 38.

¿De dónde había salido el otro hombre armado? A esas alturas el coche de la policía debería haber estado ya allí.

Una ráfaga de balas rompió el escaparate, zumbando a su alrededor. Tenía que detener al hombre que disparaba. Tenía que comprobar que Jill estaba bien.

Sangre. Mucha sangre.

—¡Dios mío, Jill! —susurró él con voz rota.

—Estás soñando, estás a salvo. Tienes que recuperarte, descansa.

Oía una voz serena.

-¿Tina?

—Fiona. Tranquilo, no voy a abandonarte. Deja que te haga efecto la medicación, lo estás haciendo bien. Aquí estás a salvo.

Por supuesto que él estaba a salvo, era a Jil a quien no había sabido proteger.

Fiona sabía que aquella noche se produciría la crisis. Habían pasado tres noches desde la llegada de su visita, y el a no se había despegado de su lado.

Sólo se había tomado unos cuantos descansos para comer y lavarse. Cuando él dormía, Fiona echaba unas cabezaditas en el sillón. Greg tenía algún que otro momento de lucidez, pero inmediatamente volvía a caer en una pesadilla que lo perseguía.

Fiona había perdido la noción del tiempo. Medía las horas por las friegas de agua fría que le daba para bajarle la fiebre. ¿Sonaba la tos algo menos congestionada?, ¿respiraba mejor? No estaba segura. Sólo sabía que no podía dejarlo solo.

Por fin, entre las cuatro y las cinco de la madrugada del cuarto día, la fiebre bajó. Greg se quedó entonces profundamente dormido con un sueño reparador.

Fiona estaba exhausta. Subió las escaleras hacia su dormitorio agarrándose a la barandilla y se dejó caer en la cama. Se quedó dormida de inmediato.