No quiero morir.

Respiraba en breves interludios y con la boca abierta, intentando tragar aire y soltarlo entre violentas arcadas. Tragar. Soltar. Concentrarse. ¡Corre, Miranda, corre! Pero en silencio. Pie izquierdo, pie derecho. Pie izquierdo. ¿No era ese el título de uno de esos libros infantiles del doctor Seuss? Casi se le escapó una risilla histérica, pero la reprimió. En silencio. Sobre todo, respirar en silencio.

Miranda hizo una mueca al oír el ruido a sus espaldas. Eran los sollozos de su amiga. Sharon, ¡cállate! Tenía ganas de gritar. Te oirá. ¡Nos matará!

Corrió más rápido, a pesar de que Sharon se iba quedando cada vez más rezagada. Empezaba a oscurecer. Quedarían unas dos horas, como máximo, para que cayera la noche.

Si no alcanzaban el río, él las encontraría.

No quiero morir. Soy demasiado joven. Por favor, Dios mío. Solo tengo veintiún años. ¡No moriré! Aquí, no, y no de esta manera.

La vista se le nubló con el sudor que le bañaba la frente y le caía sobre los ojos. No se atrevía a secarse la cara por miedo a perder el equilibrio en aquel terreno rocoso. Los pies descalzos le dolían con cada pisada, pero estaban tan fríos que solo las rocas más punzantes hacían mella en su entumecimiento. ¡Mira por donde pisas! Un solo paso en falso y te romperás la pierna y él te encontrará.

Un eco distante pero familiar llegó a sus oídos. Quería detenerse y escuchar, pero no se atrevía a disminuir la marcha. Después de recorrer otros treinta metros, supo darle un nombre a aquel ruido.

¡Agua! ¡Agua que fluía!

Tenía que ser el río. Se lo había prometido a Sharon, que el río las conduciría a la libertad. Dio gracias en silencio al profesor Austin y a sus tediosas clases de geología. Sin ellas, no habría sabido hacia dónde correr, ni habría reconocido las señales que indicaban la cercanía de un río. Después de todos los kilómetros que ella y Sharon habían recorrido, seguro que ahora lo conseguirían.

De pronto, oyó un chillido a sus espaldas. Miranda se detuvo ante el grito de sorpresa de Sharon, y se giró con el corazón en un puño. En el suelo estaba su amiga, tendida, medio oculta por la maleza, sollozando de dolor.

—¡Levántate! —la urgió Miranda, atenazada por el pánico.

—No puedo —sollozó Sharon, con la cabeza enterrada en la hojarasca.

—Por favor —imploró Miranda, que no quería volver sobre sus pasos. Miró por encima del hombro hacia la libertad. El agua estaba a poca distancia.

Volvió a mirar a Sharon y se mordió los labios. Él seguía ahí, en alguna parte. Si ella se detenía a ayudar a su amiga, las mataría a las dos.

Dio un paso hacia el río. La culpa la detuvo, sintió que le escocía en la espalda. Sabía que sola podía salvarse.

—Sigue —dijo Sharon.

Miranda apenas oyó esa única palabra. Abrió los ojos, atónita ante lo que implicaba.

—No, sin ti, no. ¡Levántate!

Por un instante, Miranda no supo si Sharon no la había oído porque no quería o por la distancia. Y entonces la chica rubia se fue incorporando lentamente hasta quedar a cuatro patas. La mirada aterrorizada de Sharon se cruzó con la de Miranda. Por favor, Sharon, por favor, pensaba Miranda. Se nos acaba el tiempo.

Sharon se cogió de un árbol pequeño y se puso de pie.

—Vale —dijo—. Vale.

Miranda dejó escapar un suspiro de alivio y Sharon dio un tembloroso paso adelante. Se giró hacia el río, hacia la libertad.

¡Tchac-tchac!

El disparo dejó un eco en el bosque. El batir de alas y los graznidos de los pájaros espantados rompieron el silencio. Ante los ojos de Miranda, el pecho de Sharon quedó abierto y desgarrado. Un rojo intenso, oscurecido por las sombras del crepúsculo, se derramó sobre el blanco sucio de la blusa. En ese momento entre la vida y la muerte, Miranda vio cómo la expresión de sorpresa de Sharon se convertía en dicha. En alivio.

La muerte era preferible al sufrimiento.

—¡Sharon! —Miranda se tapó la boca, y en la mano le quedó el gusto y el olor de la tierra podrida. En el aire flotaba el olor cobrizo de la sangre. El pecho se le sacudió en un sollozo mudo al ver que Sharon se derrumbaba.

Corre.

Aquella voz. Se le heló la sangre al oír esa voz grave, seca y sin inflexiones. El mismo pulso carente de emociones que había demostrado cuando las alimentaba y les daba de latigazos, cuando las sometía a sus tocamientos o cuando las violaba.

Se echó a temblar incluso antes de reconocer su silueta. Vestía un pantalón de camuflaje y un abrigo oscuro. Estaba de pie entre los árboles, el rostro semioculto por la gorra y el cielo que se oscurecía. ¿A cien metros? ¿A sesenta? ¿Más cerca? No conseguiría llegar. Y moriría.

El grito que el hombre lanzó resonó como un eco por toda la montaña. Dio un paso adelante y se acomodó el rifle. Apoyó la culata en el hombro.

Miranda echó a correr.