Miranda se despertó tarde. La luz bañaba los tragaluces. Más abajo, en el valle, se había acumulado una niebla gris, pero no tardaría en despejarse.
Prometía ser un día espléndido.
Se dio media vuelta, esperando encontrar a Quinn a su lado. En su lugar, encontró una nota.
Miranda:
No quería molestarte. Me reuniré con Colleen en Big Sky para llevar a cabo un registro rápido de la cabaña. Debería estar de vuelta hacia mediodía, o llamaré si me retraso.
He llamado al hospital. Nick sigue igual, lo cual es más o menos una buena noticia. JoBeth Anderson está despierta y consciente. Ashley ha pedido hablar contigo. Se pondrá bien, gracias a ti.
Quédate en la hostería. Tengo a cuatro agentes vigilando el lugar. Hasta que no sepa qué pasa con Delilah Parker, preferiría tomármelo con cautela.
Te quiero.
Q.
P. S. No camines con la pierna mala. Si tienes que ducharte, que sea rápido.
Miranda sonrió. La semana anterior, sin ir más lejos, habría pensado que la protección policial era una exageración. Pero ese día estaba dispuesta a permitirle a Quinn su paranoia.
Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido. No podía ni imaginarse lo que estaba viviendo Delilah Parker en ese momento, después de enterarse de que su propio hermano era el Carnicero, un violador. Miranda estaba segura de que los temores de Quinn no tenían fundamento. ¿Cómo podía participar una mujer, aunque solo fuera callando, en la violación y tortura de otra mujer?
Era una perversión. Una perversión casi tan indigna como la de David Larsen.
Salió trabajosamente de la cama y se puso de pie. Tenía la pierna herida rígida y le dolía, pero podía caminar sin muletas si iba lentamente. Moverse era el mejor remedio. En realidad, la pierna no le dolía más que la terrible magulladura en el hombro, que se hizo al chocar contra la roca.
Necesitaba una ducha. Se había duchado en el hospital, pero el agua era tibia.
Abrió el grifo y esperó a que el agua se calentara. Deseaba que Quinn estuviera ahí. Se quitó el pijama y se miró en el espejo.
Tenía diecinueve cortes en los pechos, todos de unos tres centímetros de largo. Los había contado. Una y otra vez. Había perdido gran parte de la sensibilidad de los pezones, puesto que los nervios habían sido dañados para siempre. Cerró los ojos. Sintió, como siempre, una profunda indignación ante el reflejo de su escarificación. Las cicatrices que conservaba en tobillos y muñecas por haber estado encadenada, o el corte grande que tenía en el interior del muslo, no le incomodaban ni la mitad que sus pechos heridos.
Se obligó a mirar de nuevo, hasta que la condensación en el espejo ya no le dejó ver su reflejo.
Ahora las cicatrices eran parte de ella. Tenía que dejar de compadecerse de sí misma. Quinn nunca había sentido el rechazo que ella misma sentía. Rabia, sí. Miranda había visto el destello de rabia en sus ojos.
La rabia no le molestaba. La compasión, sí.
¡Se habían acabado los «qué pasaría si»! Ella se sentía cada día más cómoda consigo misma. El Carnicero había muerto. Miranda tenía que enterrar su autocompasión y su rabia. Tenía toda una vida por delante, con Quinn.
Y él la amaba tal como ella era.
Se metió en la ducha caliente y pensó en cómo sería la vida casada con Quinn. Divertida. Un desafío. Emocionante. Frustrante. Ella era una testaruda, y él también. Sin embargo, reconciliarse era parte de la diversión de pelearse, ¿no?
Habían tardado años en volver a encontrarse, y Miranda no quería perder ni un minuto. La boda sería lo más pronto posible. Cuando Quinn volviera a Seattle, ella volvería con él. Seguro que encontraría un empleo en una Unidad de Búsqueda y Rescate en el estado de Washington. En Seattle había ríos y cursos de agua, y las Montañas Cascade. Ella tenía experiencia en todo tipo de terrenos.
Y, por primera vez en más de diez años, pensó en tener un hijo.
Con Quinn.
Cerró el grifo y buscó la toalla que colgaba del gancho fuera de la ducha. No la encontró. Qué raro. Estaba segura de haberla dejado ahí. Habría caído al suelo. Abrió la puerta del todo y salió.
Y se encontró frente a frente con el cañón de una nueve milímetros semiautomática.
Miró a los ojos fríos y desquiciados de Delilah Parker, que no se parecía en nada a la elegante dama de sociedad que había conocido en el pasado.
—¿Qué hacías? ¿Lavarte las manos de la sangre de mi hermano?
Cuando en la cabaña de Miranda no contestaron, Quinn utilizó la radio para hablar con los agentes que custodiaban la hostería.
—He emitido una orden de busca y captura de Delilah Parker —dijo—. Seguro que va armada y es peligrosa. Hay serias pruebas de que ha ayudado a su hermano, David Larsen, a secuestrar a las víctimas.
—Dios mío —dijo uno de los agentes.
—Pasemos revista. Decid nombre y ubicación. —Jorgensen, entrada principal y comprobación del perímetro cada veinte minutos.
—Zachary, entrada principal e interior, aquí.
—Ressler, senderos, granero, aparcamiento, todo despejado.
Silencio. Hasta que habló Jorgensen.
—Walters, reporta tu posición.
Silencio.
Quinn sintió que el corazón se le subía a la garganta.
—¡Ressler, tú y Jorgensen, iros a la cabaña de Miranda, ya! Llamad a todos los huéspedes y empleados al comedor y mantenedlos ahí hasta que os den aviso. Traeré refuerzos. Llegaré en unos diez minutos.
Dio un golpe a la radio.
—¡Maldita sea! —¿Por qué la había dejado sola? Creyó que estaría a salvo. Cuatro polis protegiendo la hostería. Eran pocos los criminales que se atrevían a cargarse a un poli sin más. Más bien, esperaban una oportunidad para colarse sin ser vistos.
Sin embargo, se había cargado a Walters. Delilah Parker había llegado hasta Miranda.
Quinn aceleró la camioneta, tomando las peligrosas curvas a toda velocidad.
Él y Miranda por fin se habían reencontrado. Esta vez no estaba dispuesto a perderla.