Miranda sentía la tensión en todos los músculos mientras caminaba detrás de Quinn, Nick y los demás por el sendero hasta el claro que habían descubierto el día anterior.
Nick llamó a Pete Knudson, un agente forestal con quien había trabajado a menudo en otras búsquedas. Si encontraban una bala alojada en el tronco de un árbol, cortaba un trozo o talaba todo el árbol con el fin de guardar la bala como prueba.
Tanta tensión le provocaba un dolor de cabeza que le abotargaba el cerebro. Intentó combatirlo tomando tres aspirinas con un trago de su cantimplora. Era fácil achacar el dolor de cabeza a la falta de sueño, a su escaso apetito o a la tensión que significaba un secuestro más del Carnicero. Sin embargo, ella tenía a Quinn por responsable de la mayor parte de su malestar. Su presencia la desconcertaba de manera inesperada.
Durante años se había engañado a sí misma diciéndose que la traición de Quinn en la Academia no importaba. Llegó a la conclusión de que, aunque en ese momento se sentía herida, volvería a Bozeman y llevaría una vida apacible. Después de cuatro años en la Unidad de Búsqueda y Rescate, aceptó el puesto de coordinadora cuando su jefe, Manny Rodríguez, obtuvo un empleo en Colorado. Contaba con un equipo de dos miembros contratados por la unidad y más de una veintena de voluntarios, hombres que confiaban en ella.
—¿Miranda? —dijo Nick, que caminaba a su lado. En su rostro atractivo y curtido, asomó una expresión de preocupación.
—Estoy bien —dijo ella, antes de que él le preguntara.
—Sí —dijo Nick, y lanzó una mirada a Quinn, que iba a la cabeza del grupo.
—¿Qué ha pasado en la autopsia? —Intentó que la pregunta sonara profesional, pero no pudo evitar que le temblara la voz.
—Me he ido antes de que el doctor Abrams acabara, pero ha sido lo mismo de siempre.
—Eso lo sabíamos.
—Siento no haberte contado lo de Quinn —dijo Nick. Habló en voz baja para que nadie más pudiera oírlo.
—Siento haberte gritado ayer. No te lo merecías después de ver a Rebecca en ese estado.
Nick todavía intentaba protegerla del recuerdo de sus siete días en el infierno. No entendía que, aunque ella no pudiera escapar al pasado, el hecho de ayudar en la búsqueda de esas chicas le diera cierto sosiego. Miranda hacía todo lo posible por encontrar al Carnicero. Y, algún día, llegaría el momento de pararle los pies.
Ella quería estar presente cuando llegara aquel día de su captura. Tenía que estar, como si ayudar a atraparlo la fuera a liberar de sus fantasmas y pesadillas.
Nick dejó escapar un largo suspiro.
—¿Pactamos una tregua?
—Nunca me dura demasiado el enfado contigo —dijo ella, y le sonrió. Quería a Nick, pero no como a él le habría gustado.
Lo había intentado. Durante tres años había querido darle su corazón. Quería de verdad amarlo. Pero cuanto más lo intentaba, más difícil era. Con su ex amante tenían una relación libre de amistad, lealtad y apoyo mutuo. Sin embargo, Miranda todavía tenía el corazón roto, y Nick no podía recomponer las piezas.
Miranda miró al único hombre que sí podía.
Quinn se sintió observado. Se detuvo en los límites del claro para orientarse, miró hacia atrás y se encontró con la mirada de ella. Durante una fracción de segundo, creyó ver algo diferente de la rabia en su rostro largo y delgado. Por un momento, vio un destello de deseo en sus ojos oscuros, una necesidad física y una añoranza emocional que él recordaba bien del pasado. Si le hubiera caído un rayo encima no lo habría sacudido con más fuerza. Hizo una mueca y parpadeó.
Aquello que había creído ver ya no estaba. Miranda tenía la boca cerrada, los labios convertidos en una línea rígida, el rostro impasible y la mirada dura, llena de sospechas y desconfianza.
Quinn se volvió hacia los hombres, se deshizo de la mochila y se quitó la chaqueta. Tomó un trago largo de agua fría de la cantimplora para combatir el calor que la embargaba con solo pensar que Miranda todavía albergara algún sentimiento por él.
La temperatura había alcanzado apenas los siete grados por la mañana, pero el sol ahora tendía un manto cálido sobre aquel campo de árboles nuevos. En circunstancias normales, el tramo que acababan de cubrir sería un paseo estimulante y agradable.
Los agentes de Nick lo miraban con una mezcla de arrogancia y cautela. Obedecer órdenes de un federal era algo que no figuraba en sus manuales, pero él no dejaría que la hostilidad entre los diferentes cuerpos interfiriera con la investigación.
Se aclaró la garganta.
—Veréis los banderines naranjas donde la señorita Moore y yo encontramos las pruebas ayer. Quisiera encontrar la bala que fue disparada, si es posible. —Se volvió para mirar al agente Booker—. El sheriff Thomas dice que usted es el que mejor dispara de todo el departamento.
El agente se enderezó aún más.
—Gané la competición del condado, señor, pero…
—Booker —lo interrumpió Nick—, quiero que vayas hasta ese banderín de allá. —Señaló un punto a unos sesenta metros—, y te sitúes como si estuvieras disparando un rifle de grueso calibre a un blanco en movimiento del tamaño de una mujer de un metro sesenta que va por ese sendero —dijo, y le indicó otro banderín a unos siete metros.
Booker tragó saliva, se ajustó la gorra y miró a Miranda como si estuviera nervioso.
—Eh, sí, sheriff —dijo.
—Luego le cuentas al agente forestal Knudson la trayectoria y encuentras las malditas balas. —Nick se volvió hacia el resto de sus hombres—. Separaos. Ya sabéis qué buscamos. Y si encontráis cualquier cosa, llamad al agente Peterson o a mí. Nada de charlar por walkie-talkie; tenéis que ser minuciosos. La lluvia ha echado a perder nuestras posibilidades de conservar las pruebas, pero puede que tengamos suerte.
Dios sabe cuánta suerte necesitamos ahora, pensó Quinn, mirando el cielo despejado.
Se dirigió hacia donde esperaban Miranda y Nick, al comienzo del sendero.
—… la barraca —decía Miranda cuando se acercó.
—¿Qué?
Ella casi ni le prestó atención.
—Iré en esa dirección para encontrar la barraca —dijo, señalando montaña abajo, más allá de los banderines donde el agente Booker se preparaba con el guardia forestal.
—No sin mí —dijo Quinn. ¿En qué estaría pensando Miranda?
—Nick y yo nos las podemos arreglar sin problemas.
—Yo me quedaré aquí —avisó Nick—. Tengo que estar accesible.
Quinn vio que Miranda se debatía ante la perspectiva de ir de pareja con él nuevamente. Y a él le importaba un comino. Miranda no se alejaría sola. Y si tenía razón al pensar que la cabaña estaba situada cerca del claro, él tenía que acompañarla. Por seguridad y para recoger pruebas.
—De acuerdo —dijo ella, con voz seca, como cansada. Era probable que no hubiera dormido demasiado anoche, como le venía sucediendo desde la desaparición de Rebecca.
Él, desde luego, apenas había dormido en toda la maldita noche, pensando en lo que Miranda había hecho durante los últimos diez años. En cómo había cambiado su vida, y cómo no había cambiado. Preguntándose si había hecho lo correcto en la Academia. No, era lo correcto, pero todo le había salido mal.
Por aquel entonces no supo cómo remediarlo, y ahora la brecha entre ambos parecía mucho más profunda. Quiso darle a Miranda tiempo y espacio mientras intentaba ponerse en contacto con ella, hablar con ella y explicarse. Confiaba en que Miranda acabaría entendiendo que en aquel momento dejar la Academia era la decisión correcta. Pero ella nunca respondió a sus llamadas y le devolvió sin abrir la única carta que él le mandó con un Devolver al remitente.
Aquello dolía.
No hizo caso de los recuerdos y volvió a sacar su cantimplora. Bebió un trago largo y dijo:
—Vamos.
Caminaron en silencio, mirando el suelo en busca de pruebas. Cada ciertos pasos verificaban que fueran por el buen camino, gracias a alguna rama rota o a huellas muy marcadas. En un punto, vieron que Rebecca se había caído, no había duda. La prueba era un largo mechón de pelo rubio prendido de una rama, arrancado de cuajo de la cabellera. Quinn colocó un banderín naranja sin decir nada, la fotografió. Cortó la rama y la metió en una bolsa de pruebas con el mechón de pelo.
Cuando acabó, se dio cuenta de que Miranda se había detenido y lo estaba mirando. No, no lo miraba a él sino a algo que estaba más allá. Como si viera algo que no estaba ahí.
El corazón se le aceleró. Le dolía ver que Miranda se ponía en situaciones que la obligaban a revivir lo que le había sucedido. Su angustia era visible. Recordó el momento en que encontró el cuerpo de Sharon, su dolor, su evidente desazón. Miranda era fuerte pero no indestructible.
Le dieron ganas de acercarse a ella y tocarla, estrecharla.
—Miranda —dijo, con voz suave—. ¿Te encuentras bien?
Ella volvió rápidamente su atención a él.
—Estoy pensando —dijo—. Cayó aquí. ¿Por qué? No hay ramas que la hicieran tropezar. Está en el claro. Y él le disparó.
—No se sabe… —dijo él, y se detuvo. Podría ser. Siguió la dirección de su mirada mientras ella caminaba dibujando un lento círculo—. Quizá —dijo—, pero dónde está la prueba.
—Aquí cambió de dirección —murmuró, como si estuviera hablando sola.
—¿Qué?
—No habría seguido en línea recta después de que le disparara. Habría cambiado de dirección, se habría girado, habría hecho algo diferente para que él no pudiera seguirle la pista. —Miranda empezó a caminar dibujando un arco, hacia atrás y hacia adelante, hasta detenerse, a unos quince metros monte abajo, en un ángulo de cuarenta grados en relación con el sendero por donde avanzaban.
—¡Aquí! —dijo, con la voz teñida por la emoción.
Quinn se reunió con ella más abajo. Había otros dos casquillos. Quinn plantó un banderín.
—Tenemos que bajar —dijo ella, señalando hacia una pendiente muy acusada.
—Es muy empinado.
—Sí, pero vinieron por aquí.
Tenía razón. Había un árbol pequeño pisado y roto en la dirección que señalaba Miranda. El límite del claro acababa bruscamente unos quince metros más allá. Quinn detuvo a Miranda cuando llegaron al perímetro.
Doce años antes habían caminado juntos por una pendiente similar para llegar a la cabaña donde Miranda y Sharon habían estado encerradas. Quinn nunca olvidaría el valor de Miranda aquel día.
—¿Estás preparada para lo que podamos encontrar? —preguntó con voz queda.
—Desde luego que sí —dijo ella. Pero cuando Quinn la miró no era rabia lo que brillaba en sus ojos oscuros sino los recuerdos.
¿También ella pensaba en ese día?
Él estiró la mano, queriendo conectar con ella, pero Miranda lo rechazó con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. Él dejó caer el brazo, molesto consigo mismo por haberlo intentado, pero deseando que Miranda no insistiera en llevar sola sobre sus hombros todo el peso del dolor de Rebecca.
Caminaron siguiendo el límite del claro y se detuvieron al cabo de un momento. A Quinn le llamó la atención algo que parecía fuera de lugar.
—Aquí —dijo, y se agachó para examinar las huellas de pisadas en el suelo.
—Vamos.
Quinn desenfundó su pistola y asintió cuando ella lo imitó con una Beretta de nueve milímetros un poco más pequeña. Nunca olvidaría que Miranda había obtenido el tercer puesto en la competición de la Academia. Era un buen resultado si se tenía en cuenta que habían participado cien personas más.
Pero ella se había enfadado consigo misma por no obtener el primer puesto. La competencia en la Academia era cosa seria, pero nadie la sometía a tanta presión como ella misma.
Miranda respiró hondo y reunió todo el valor posible a medida que se internaban en el bosque. La vegetación se volvió más espesa cuando abandonaron el claro inundado de luz, y el aire, frío y húmedo. El frío le mantenía alto el nivel de adrenalina mientras barría el monte silenciosamente con la mirada en busca de cualquier indicio de movimiento.
En busca del Carnicero.
A medida que se internaban en la espesura, los animales que se escabullían, el graznido de las aves y las botas que aplastaban el suelo cubierto de hojas eran los únicos ruidos. El aire estaba fresco y limpio después de la lluvia, la tierra renovada. Sin embargo, al mismo tiempo, a Miranda le llegó el olor penetrante y desagradable de la podredumbre. Le recordó su propia caída, cuando estaba sucia y tenía frío y le dolía todo.
Quinn se detuvo para mirar el sendero. La ladera del monte era más suave, muy distinta del terreno rocoso de más arriba por donde había escapado Miranda. A Rebecca la habían tenido más cerca de la civilización, a solo unos diez kilómetros a vuelo de pájaro.
Miranda cerró los ojos y respiró hondo para serenarse. Cuando volvió a abrirlos al cabo de un minuto, todo parecía más vivo y brillante. El verde era más verde, el marrón más marrón. Unos potentes rayos cortaban la sombra entre los árboles e inundaban el suelo con manchas de luz. A Miranda le fascinaban los días como ese, después de la lluvia de primavera que dejaba el aire limpio, cuando todo quedaba fresco y nuevo y la culpa que ella sentía por estar viva se desvanecía.
De pronto, un destello llamó su atención.
Un leve reflejo en un techo de zinc medio oxidado. Se quedó mirando, tan concentrada en su descubrimiento que los ruidos del bosque pasaron a un segundo plano. No oía más que los latidos de su corazón. La madera combada y vieja que sostenía el frágil techo no habría podido aguantar la reciente tormenta, pero las apariencias engañan. Aquella cabaña había soportado los duros inviernos de Montana, golpeada por la lluvia y sepultada a medias por la nieve.
—Miranda.
—Allá —dijo ella, saliendo de su ensimismamiento.
Él miró con expresión inescrutable. Sacó el walkie-talkie y apretó la tecla para hablar.
—Sheriff, hemos encontrado una choza. A unos… —dijo, y miró hacia lo alto del monte empinado—, seiscientos metros del borde del claro. Hay una bandera naranja que marca el punto donde nos hemos apartado del campo.
Sonó la estática.
—Entendido. —La voz de Nick, distorsionada por la comunicación, rompió el silencio—. Enviaré un equipo.
—Entendido. Cambio y fuera. —Quinn se metió el aparato en el bolsillo y se volvió hacia Miranda.
Ella alzó el mentón, sabiendo que podía enfrentarse a lo que fuera.
—Vamos.
Miranda siguió a Quinn, lo bastante cerca como para no pasar nada por alto. Los dos se pusieron los guantes de látex para preservar lo que probablemente sería la escena del crimen.
Donde Rebecca había sido violada y torturada.
Miranda cerró brevemente los ojos y luego pestañeó, sorprendida. Tenía lágrimas en los ojos. Ahora, no, se recriminó a sí misma, con su severa voz interior.
Quinn le hizo una seña para que se apartara mientras él inspeccionaba el perímetro de la barraca. Ella obedeció sin rechistar.
Aquella barraca destartalada probablemente llevaba décadas ahí. La madera estaba desgastada, casi negra. De hecho, debería estar convertida en un montón de troncos, pudriéndose bajo capas de hojas en descomposición y cubierta de musgo. Pero aunque no parecía muy sólida, estaba bien construida. Una vieja barraca abandonada, como tantas otras.
Hasta que la encontró el Carnicero.
Con una mano, Miranda sacó el mapa topográfico y localizó su posición aproximada así como el camino que había seguido Rebecca.
Sintió que se le revolvían las tripas al imaginar a la pobre chica huyendo por el bosque. No porque su huida acabara en una ejecución, sino porque si Rebecca hubiera escapado unos seis kilómetros en la dirección opuesta habría llegado a un camino de tierra que conducía a una pequeña represa. Quizás habría muerto de todas maneras, pero al llegar al camino habría tenido más posibilidades.
¡Corre! Tienes dos minutos. ¡Corre!
La voz venía de la nada, y Miranda apretó la culata de su arma mientras miraba a su alrededor, luchando contra el pánico con el cuerpo inundado de adrenalina.
Nadie. No había nadie. Su maldita voz, ronca, sádica, la perseguía. Maldito fuera.
Rebecca no había tenido la posibilidad de escoger por donde huir, como le sucedió a Sharon y a ella. Ellas corrían para alejarse en dirección contraria a su secuestrador. Si él estuviera allí, justo al otro lado de esa puerta estrecha, apuntándole al corazón con un rifle, Rebecca habría corrido cerro arriba. Alejándose.
—¿Miranda?
La voz de Quinn era suave pero firme, y ella volvió a recordar que él había sido su apoyo más firme durante los peores días después del ataque. Recordó al joven y prometedor agente del FBI de quien se había enamorado, un hombre entusiasmado con la vida y con su trabajo, combatiendo a los malos. Y durante todo ese tiempo, él le ayudó a recuperar el equilibrio, le dio la fuerza que tanto necesitaba.
Miranda se obligó a mirar con rostro inexpresivo (tenía mucha experiencia fingiendo un interés neutro), y se giró hacia él.
Quinn había madurado. Tenía casi cuarenta años. Ya no se movía de un lado a otro compulsivamente, como si se hubiera obligado a controlar esa mala costumbre, la única que reconocía como tal.
Se mantenía alto y erguido, todavía seguro de sí mismo, inteligente, pero más sabio. Más curtido.
Ya no era el hombre del que se había enamorado. Ella tampoco era la mujer que él había dicho amar. Él había madurado hasta convertirse en el hombre que ella había imaginado.
Sin embargo, seguía siendo el hombre que la había traicionado.
—Estoy lista —avisó, con voz suave.
Él abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. En cambio, asintió con la cabeza y se acercó a la barraca. Aliviada, ella reprimió un suspiro y lo siguió.
Unas rascadas recientes en la madera indicaban que hasta hacía poco la puerta se cerraba con un candado. Quinn tenía su arma lista. Ella también.
Jamás volverían a sorprenderla con la guardia baja.
Quinn empujó la puerta y esta se abrió. Sin llave. La empujó hacia adentro con cuidado, lentamente, mientras se echaba a un lado por sí el asesino estuviera dentro.
Estaba vacía. Miranda sintió un alivio relativo. Tenía unas ganas desesperadas de atrapar a ese tipo, pero temía encontrarse cara a cara con él. ¿Era alguien que conocía? ¿Alguien con quien había ido al colegio? ¿Un cliente habitual de la hostería? ¿Un habitante local? ¿Un extraño?
¿Sería capaz de reconocerlo? ¿Era alguien a quien veía todos los días?
Aquella idea no paraba de rondarle la cabeza. Quizás el Carnicero fuera alguien que ella veía como un amigo.
—¿Miranda?
—¿Qué? —dijo, sobresaltándose. Enseguida se arrepintió de su tono de voz. No tenía por qué comunicarle su agitación a Quinn. Esos demonios que ella combatía eran estrictamente personales.
Él iba a decir algo, pero calló. Empezó a examinar minuciosamente el interior.
En la barraca, de una sola habitación de dos metros y medio por cuatro, solo había un colchón manchado y mugriento en medio del suelo de madera ennegrecida. Sangre seca mezclada con tierra. El techo era de madera y zinc, inclinado para impedir que lo destruyera la nieve. La ropa de Rebecca estaba en un rincón. Los vaqueros, el jersey amarillo y el anorak azul con que la habían visto por última vez.
No estaban ni el sostén ni las bragas.
Miranda se fijó en el olor. Era el olor del miedo pegado a las paredes, como si el terror de Rebecca hubiera quedado impreso para siempre en la madera oscura y musgosa.
No, el miedo no olía. Era el sudor seco, el olor vago y metálico de la sangre, lo que empapaba su olfato al respirar, desplazándose hasta su lengua, haciéndole sentir el sabor cobrizo del terror, antes de que sus pulmones y su corazón se llenaran de penosos recuerdos.
El sexo. El sexo brutal y doloroso.
Tengo mucho frío, Randy.
Miranda miró a su alrededor, segura de haber oído a Sharon que le hablaba.
No era Sharon, sino su fantasma.
La habitación sin ventanas se encogió. Era como si las paredes latieran, como si respiraran. Como si reptaran hacia ella, cada vez más cerca… y el miedo sí olía. El aroma empalagoso de su propio terror, su mortalidad, tiraban de ella hacia abajo, la estrangulaban.
Randy, tengo frío. Vamos a morir.
No vamos a morir. No te des por vencida. Encontraremos una manera de escapar.
Nos matará.
¡Basta! Deja de hablar de esa manera.
Rebecca estuvo sola. Sin alguien que la apoyara. Nadie con quien hablar, con quien llorar, a quien hacer promesas. Sola. Sin saber cuándo volvería él, cuándo la volvería a montar. Cuando cogería las tenazas frías como el hielo para apretarle los pezones hasta que ella gritara.
¡Aaaayy!
Los gritos de Sharon le resonaban en los oídos, le golpeaban como un martilleo en la cabeza.
Ella sería la siguiente.
Las paredes respiraban y se combaban. Se acercaban, poco a poco, cada vez más…
Empezó a temblar descontroladamente cuando oyó los gritos y sollozos de Sharon. Él guardaba silencio. Un silencio enfermizo. Pero Miranda sabía que volvía a violar a Sharon, oía el golpeteo asqueroso de su carne contra la de ella, chas, chas, chas, sobre su piel. El grito cuando él le retorcía los pezones con las tenazas…
Sí, ella sería la siguiente.
Las paredes se le echaron encima, como si quisieran chuparle la vida. Miranda se llevó la mano a la boca y salió corriendo de la choza, tropezó entre las ramas, hasta que encontró un árbol. Se apoyó en el tronco, intentando reprimir el terror que amenazaba con volverla loca.
Quinn tenía razón. Te vas a hundir.
No. No. ¡No!
Respirar hondo. Respirar para limpiarse. Los olores del sudor, de la violación infame y de la sangre se fueron desvaneciendo, reemplazados por la fragancia fresca de los pinos, la tierra húmeda y las hojas podridas. La savia pegajosa.
Inspirar. Espirar.
El corazón se le calmó y los latidos en el cuello perdieron su frenética pulsación. Abrió los ojos y se quedó mirando el árbol en que se había apoyado.
Abrazadora de árboles, pensó, y se dio cuenta de que reprimía una sonrisa.
Se separó del árbol, se secó las manos en los vaqueros e hizo acopio de coraje, recuperando la compostura.
Respira, Miranda. Respira.
Se incorporó y volvió a la choza, dispuesta a intentarlo una vez más. Lucharía contra la claustrofobia que se había convertido en su rémora desde aquella semana en el infierno, hacía doce años.
Quinn se la quedó mirando y ella aguantó la respiración.