Davy Larsen observaba desde una ventana de la planta superior mientras Miranda Moore y un poli rodeaban la casa. Al cabo de un rato, se fueron.

Pero no volvieron a la entrada. Al contrario, bajaron en dirección al prado.

Ryan, uno de su propia sangre, lo había delatado.

¿Cómo podía hacerle eso? ¿Acaso no lo había amado como un hermano mayor? La vida de Ryan era perfecta, la vida que él nunca había tenido. Pero no importaba. No era que estuviera celoso ni nada por el estilo. No.

¿Por qué iba a verla a ella, a Miranda Moore? ¿Para decirle dónde encontrarlo?

Eso no estaba nada bien. No permitiría que le quitaran a esa chica. Ashley le pertenecía, y todavía no había acabado con ella.

La Puta se marchaba. Al cuerno. No la necesitaba.

Ella nunca había entendido. Se quedaba ahí mirando, se excitaba y se agitaba, y nunca lo molestaba cuando él era dueño de la escena. Pero disfrutaba y hacía comentarios en clave.

—¿Te sientes mejor ahora, Davy? —preguntaba después, como si le hablara a un niño.

Él habría querido borrarle de la cara esa expresión de engreída, esa sonrisa de suficiencia. Como si supiera algo que él ignoraba. Le había llegado a robar incluso eso, sus mujeres. Cuando ella miraba, reclamaba una parte de ellas, como si ella fuera la coreógrafa y él una simple marioneta.

Y bien, él había decidido cortar los hilos del titiritero. Finalmente había quedado en reunirse con ella en Missoula esa noche, y de ahí se irían a cualquier parte. Él tuvo que decir que sí. Si le hubiera contado lo que iba a hacer, ella no se habría separado de su lado.

No, esa noche sería la caza. Esa noche sería libre. Reclamaría su premio y seguiría su camino. Mientras durara el verano, podría vivir durante meses de la tierra. Era capaz de caminar incluso hasta California si hacía falta.

Ella nunca lo encontraría. Por fin sería libre.

Y sus cacerías y sus mujeres por fin serían suyas, solo suyas.

Salió de la casa tomando todas las precauciones y se dirigió al prado por el camino más largo. Sabía cómo llegar hasta la chica por un desvío.

Lo primero era lo primero. Seguiría a Miranda Moore. El placer de cortarle el cuello sería sublime. Quiso matarla justo después de que ella escapara, pero La Puta le dijo que no. Como si se alegrara de que una de sus presas hubiera escapado. Se había mofado de él, lo había provocado, y él soñaba con cogerla por el cuello con las dos manos, rompérselo como quien le rompe el pescuezo a un pollo. Crac. Dejarla a la orilla del camino y que los pumas dieran cuenta de ella, mientras los bichos se paseaban por su boca. Se lo tenía bien merecido.

Pero, claro, no hizo nada. En ese momento, no. Siempre había creído que sin ella él no sería nada. Sin ella, él habría muerto hace años. Ella lo había salvado más veces de las que podía contar. Y él le estaba agradecido. Él la amaba.

Ahora la odiaba. Y aquel odio aniquilaba cualquier sentimiento de amor que hubiera albergado por ella.

Se quedó mirando por la cuesta, hacia el barranco más abajo, pensando en el momento de la ejecución. Primero, Miranda Moore y los polis. Después, su chica.

Y luego, su puta hermana.

Desde más abajo en la quebrada llegó el ruido de dos disparos. Su chica. Le estaban robando la chica.

¡La muy puta lo pagaría caro!

Bajó la ladera de la montaña a grandes zancadas. La caza había comenzado.

• • •

—No podemos esperar a Quinn —le dijo Miranda a Booker.

Habían ido directamente al campo del sur con su jeep. Cuando Miranda no vio a Quinn, siguieron hasta la casa.

Nadie abrió.

Intentó nuevamente ponerse en contacto con Quinn, y volvió a salir el buzón de voz. Maldito sea, ¿acaso no tenía llamada en espera?

Miranda respiró hondo. En la montaña la cobertura de la telefonía móvil era un desastre. Ella tenía llamada en espera y la mitad de las llamadas iban directamente al buzón de voz porque las torres de repetición recibían señales confusas. Tampoco ayudaba en nada el hecho de que el tiempo estuviera empeorando. La mañana clara y luminosa se había convertido en una palidez grisácea que cubría toda la faz de la montaña. Esperaban una tormenta fuerte, pero el mal tiempo no debía empezar hasta la noche. Miranda confiaba que así fuera.

Quinn no tardaría en llegar. Ella sabía que vendría. Pero ¿era una buena idea esperar? Entre el tiempo que empeoraba y el hecho de ignorar el paradero de David Larsen, estaba en juego la suerte de Ashley.

Miranda intuía que estaba cerca. Tenía que intentarlo. Si Ashley moría ese día en la parte de la quebrada llamada Barranco de la Roca, sin que ella echara una mirada, nunca se lo perdonaría.

Además, Lance Booker estaba con ella. Era un buen poli y, además, un hombre fuerte. Eran dos contra uno. Y Larsen no sabía que la policía le venía pisando los talones. El elemento sorpresa era una ventaja añadida.

—Ashley está allá abajo. Lo sé —dijo Miranda—. Pero si él siente la presión de la policía, podría matarla y huir. Ahora mismo.

—Tenemos que llegar a ella antes de que eso suceda. No podemos esperar a Quinn ni a mi unidad. —Miranda había llamado para que todos los efectivos suspendieran la búsqueda en su zona y acudieran a ese punto, no sin antes advertirles que debían tener cuidado.

—Tienes razón —concedió Booker.

Ella respiró lentamente. No estaba segura de lo que habría hecho si Booker no hubiera querido acompañarla en su descenso del Barranco de la Roca. Pero querían seguirle los pasos a Larsen, tenían que hacerlo mientras aún tuvieran luz de día.

Sacó su mapa topográfico y lo plegó hasta tener el Barranco de la Roca y el área circundante a la vista. Se lo metió en el bolsillo y miró por la pendiente del monte. Vio las hojas revueltas y la tierra por donde Larsen había subido y saludado a Ryan.

—Aquí —le señaló a Booker; el corazón le latía con tanta fuerza que temía que el agente oyera su miedo.

¿Era capaz de hacerlo? ¿Sabiendo que podía encontrarse cara a cara con su agresor?

¿Cómo no iba a ser capaz? Si esperaba aunque no fueran más que diez minutos, Larsen podría llegar antes donde estaba Ashley y asesinarla.

Y ¿si Ashley ya había muerto? Pero no, Miranda intuía que seguía viva. Era demasiado temprano para salir a cazarla. Larsen era un engreído. Le gustaba tenerlas el tiempo suficiente para quebrarlas. Para debilitarlas, de manera que no tuvieran ni una posibilidad de sobrevivir a la caza.

A Miranda no la había quebrado. No la había matado. Ella había escapado, y ahora iba a robarle su presa. Ashley.

Llamó a Charlie, el jefe de su unidad.

—Booker y yo vamos a rescatar a Ashley.

Siguió las huellas de Larsen. Este había subido en zigzag para no correr el riesgo de caer. Algunas partes eran peligrosas. Si comenzaba a resbalar, no podría parar hasta chocar contra un árbol.

El Barranco de la Roca era una quebrada estrecha de unas ochocientas hectáreas que cortaba la montaña con un arroyo estacional. Las formaciones rocosas eran un fenómeno geológico increíble. Miranda lo había visto en sus visitas con la clase del profesor Austin. El descenso era peligroso, aunque ellos esa vez escogieron una zona más fácil para bajar, en la cara este más distante de la quebrada. Pero para llegar allí, tendrían que dar un rodeo de casi una hora en coche.

Bajar por ese lado era la manera más rápida de llegar al fondo de la quebrada.

Llevaban unos quince minutos bajando la ladera sin ayuda de cuerdas. Ni ella ni Booker cruzaron palabra porque no podían. Miranda ya había llegado a la conclusión de que, en su estado actual, a Ashley le sería imposible escalar esa ladera. Eso las obligaría a salir por el camino más largo, lo cual significaba varios kilómetros por el lecho del río durante muchas horas.

Quizá corriendo.

Ahora veía el fondo de la quebrada.

—Booker —dijo, y señaló hacia abajo—. Tenemos que encontrar otra manera de bajar.

—Él ha pasado por aquí —dijo Booker.

—Pero él venía subiendo. Podía usar su impulso para subir, asiéndose de los árboles. Son casi cien metros hasta abajo. Y los últimos quince metros son todo roca. Es demasiado peligroso. —A lo largo de los años Miranda había visto a varios miembros de su equipo lesionarse intentando subir y bajar superficies planas.

A Booker no se le veía muy contento.

—Puede que tengamos que alejarnos mucho para encontrar un lugar mejor.

—Parece más fácil por allá. Luego volveremos hacia atrás al llegar abajo. Pero tenemos que darnos prisa. No sabemos cuándo va a volver.

Miranda se giró y comenzó a caminar en paralelo a la quebrada. La tierra mojada debajo de la gruesa capa de pinaza hacía difícil avanzar. Más abajo, el aire estaba más frío, y no ayudaba en nada que ahora se hubiera nublado. Casi como si esperara esa señal, una gota gorda de lluvia le cayó en la cara.

—Vigila —le dijo a Booker—. La pinaza se vuelve resbaladiza con la lluvia.

—Miranda, he vivido aquí toda mi vida. Conozco la montaña.

—Perdón —farfulló ella.

Booker la miró sonriendo.

—Bajemos por aquí —dijo, señalando una pared que no parecía mucho más fácil que el trozo que acababan de dejar atrás. Mucha pinaza, unos pocos árboles caídos, rocas que sobresalían aquí y allá. Y una bajada abrupta.

—¿Estás seguro? —preguntó ella, mirando hacia donde se dirigían. No se veía ningún lugar mejor.

—Totalmente. ¿Ves cómo al final la pendiente es más suave? Solo hay quince o veinte metros difíciles.

—De acuerdo. —Miranda no estaba tan segura, pero entonces le cayó otra gota en la cara. Se les estaba acabando el tiempo.

Booker bajó primero. Ella ponía el pie donde él pisaba, con el cuerpo casi pegado contra la pared para no perder el equilibrio.

De pronto, Booker empezó a resbalar al ceder el terreno bajo sus pies. Capas y capas de tierra suelta incapaz de soportar su peso. La semana seca después de las lluvias había dejado el suelo húmedo, pero suelto.

—¡Lance! —exclamó. Booker intentó controlar la caída pero cada vez resbalaba más rápido, hasta que empezó a rodar.

Y cayó al fondo de la quebrada. Medio cubierto de ramas y polvo, se quedó inmóvil.

Miranda bajó el monte arrastrándose lo más rápido posible. Era más fácil ahora que ya no quedaba tierra suelta.

—Lance, ¿te encuentras bien?

Vio que se giraba, pero cuando llegó al fondo del barranco, jadeando, era evidente que estaba mal.

—¿Qué ha pasado?

—Creo que me he fracturado una costilla. Podría estar rota.

Miranda sintió los latidos del corazón con tal fuerza que pensó que le estallaría el pecho. Estaban en el fondo del barranco. Solos. Y el Carnicero volvería a alguna hora de esa noche.

Tenía que sacar a Booker de ahí, pero no había manera de subir la ladera. Y quedaban unos ocho kilómetros por la quebrada hasta el otro lado. Quizá lo conseguirían, si paraban de vez en cuando.

Y ¿qué pasaría con Ashley? ¿Cómo podía abandonarla estando tan cerca? El Carnicero iba a volver.

—Ve a buscarla —dijo Booker, como si le leyera el pensamiento—. Yo estaré bien.

—No voy a dejarte solo. Es una de mis reglas… Cuando tu compañero cae, te quedas hasta que llega la ayuda.

—Estas son circunstancias especiales. —Booker se sentó, haciendo una mueca de dolor—. Iré contigo hasta que encuentre un lugar donde esconderme.

Miranda lo ayudó a incorporarse, imitando sin darse cuenta su mueca de dolor.

—Te pondrás bien, Lance. Pero si te cuesta respirar, no te muevas. Puede que tengas una costilla rota, y un movimiento repentino te podría perforar el pulmón.

—Ahora me duele un poco menos.

Empezaron a retroceder siguiendo el lecho rocoso del río hasta que volvieron a encontrar las huellas de Larsen. Sin embargo, con las rocas era difícil ver de dónde había venido antes de empezar a subir la ladera.

—Mira a tu alrededor, Lance. ¿Ves algo que indique por dónde pasó? —Las gotas de lluvia eran ahora una llovizna nebulosa. Era agradable, pero pronto empeoraría la visibilidad.

—Allá —dijo Booker, señalando hacia el otro lado del arroyo, donde esa parte de la quebrada estaba flanqueada por espesos matorrales.

En efecto, vieron un arbolillo quebrado.

Podría haber sido un oso o un puma. Pero era el único rastro que tenían, y lo siguieron. Por las huellas de las pisadas que vieron al adentrarse en el bosque, era evidente que por ahí había pasado un depredador bípedo.

—¿Vas bien?

—Por ahora, sí.

Aun así, avanzaban más lentamente de lo que Miranda hubiera querido. Sacó su radio y llamó a Charlie para comunicarle su situación. Charlie llevaba diez años trabajando en la unidad de búsqueda y tenía más experiencia que Miranda. Aunque distorsionada por la estática, era agradable oír su voz. El equipo de Charlie estaba a diez minutos del rancho de los Parker.

Eso significaba que tardarían al menos una hora en llegar al fondo de la quebrada.

—Charlie, cambio y fuera.

—Entendido, toma…

—Espera.

La había visto. La barraca.

—¿Miranda?

—Está aquí. Creo que he encontrado a Ashley. Voy a comprobarlo.

—Hazlo con precaución.

—Eso haré —dijo ella, y tragó saliva—. Fuera.

La destartalada construcción de madera estaba como combada por el paso del tiempo y por los inviernos fríos y húmedos de Montana. El techo de zinc tenía trozos oxidados pero, a diferencia de la barraca de Rebecca, esta tenía al menos una ventana.

Miranda gritaba en silencio por todos los poros de su cuerpo.

—¡Ten cuidado! —Podría estar ahí. David Larsen, el Carnicero.

—Miranda —susurró Booker. Estaba justo detrás de ella. Había palidecido y sudaba copiosamente.

—Tienes que sentarte —dijo ella, en voz baja.

—No puedo. ¿Qué hacemos si está adentro?

—Me servirás de apoyo.

Desenfundaron sus armas. A Miranda no le temblaban las manos, y eso la sorprendió, aunque tenía erizados todos los pelos de la nuca.

Sosteniendo el arma con ambas manos, se acercó con cautela a la barraca. Booker le hizo una señal para que fuera por un lado mientras él iba por el otro. Ella señaló la ventana. Él asintió con un gesto de la cabeza y ella se situó por debajo, intentando controlar su respiración. Estaba casi jadeando, sintiendo un miedo desbocado y a flor de piel.

Ahora no. Por favor, ahora no. La vida de Ashley dependía de ella. Si fallaba…

No. No podía fallar. Y no fallaría.

Lentamente, se asomó para mirar dentro del cuartucho. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, vio a una mujer desnuda atada sobre un colchón inmundo en medio del suelo. Su pelo rubio parecía negro de suciedad y sangre.

Sharon.

El dolor, la rabia y la humillación volvieron como una ola que la sacudió y la hizo caer de rodillas. Oh, Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has creado a este monstruo?

Pero aquella chica no era Sharon. Era Ashley. Y Ashley la necesitaba.

Y ¿si ya estaba muerta?

Miranda respiró hondo y se incorporó. Volvió a mirar por la ventana. Mientras escudriñaba la oscuridad, vio que el pecho de la mujer subía y bajaba. Estaba viva. Quizás había un Dios, después de todo.

Y entonces Miranda vio que Ashley no estaba sola.

Estaba a punto de disparar al hombre a través de la ventana. Se encontraba tendido junto a Ashley, como disfrutando de la violación recién consumada. Le dispararía, le cortaría los huevos y se los metería hasta la garganta. Dominada por el odio y la rabia, levantó la pistola.

Se detuvo cuando vio brillar algo metálico. Intentó verle la cara, pero era imposible. Estaba inmovilizado, atado con cuerdas, con las manos y los pies detrás de la espalda.

Era un cuerpo familiar. Pelo oscuro, camisa beige.

¡Era Nick!

Y ¡estaba vivo!