—¿Todo el mundo entiende lo que tiene que hacer? —preguntó Nick, después de detallar las responsabilidades del equipo de búsqueda. Las parejas estaban formadas por un ayudante jurado del sheriff del condado de Gallatin o un policía de Bozeman, y un voluntario. Tres de los cuatro polis en activo estaban presentes, algunos preocupados, otros excitados, casi todos tomando a sorbos el café que había enviado el padre de Miranda.
Miranda miró a los hombres y mujeres que componían el equipo de búsqueda. Buscarían pruebas. Casquillos de bala, huellas de pisadas, jirones de ropa. Cualquier cosa que pudiera conducirlos hasta el asesino.
Sorprendió al ayudante del sheriff, Sam Harris, mirándola, y giró la cabeza. No le gustaba aquel hombre que había perdido contra Nick en las elecciones a sheriff hacía más de tres años, seis meses antes de que murieran asesinadas las hermanas Croft. Cuando Nick nombró al ayudante de cincuenta años primer alguacil, Miranda le advirtió que cometía un error. Harris intentaría sabotear todas sus oportunidades. Nick no estaba de acuerdo, y Miranda se guardó sus opiniones.
Era la una y media de la tarde. Les quedaban menos de cinco horas de luz.
Miranda formaría pareja con Cliff Sanderson, un poli de Bozeman que respetaba y que le ayudaba a dar las clases de defensa personal en la universidad. Lo saludó desde lejos al cruzar el claro y él le sonrió, con esos hoyuelos que le quitaban diez años de los treinta que tenía.
—Nick —dijo, cuando se acercó a recibir sus instrucciones— quiero los cuadrantes ce uno hasta ce diez. Sanderson y yo podemos cubrirlos y creo que…
—Tú deberías quedarte aquí —dijo Quinn, cruzándose de brazos.
Ella le lanzó una mirada furiosa, sintiendo que él, con sus ojos oscuros e intensos, intentaba ordenarle que hiciera lo que le mandaba. Miranda no pudo evitar pensar en las muchas veces que había admirado esa intensidad, como si una sola mirada pudiera derretirla como mantequilla en una plancha caliente.
Pero esta vez lo ignoró.
—De la ce uno a la ce diez —repitió. Se cargó la mochila a los hombros y se apretó el cinturón. Llevaba el 45 ajustado a la riñonera para mayor comodidad.
—Llevas un arma —dijo Quinn, con los dientes apretados.
—Tú también —replicó ella sin vacilar, y se arrepintió enseguida de mostrarse ofendida—. ¿Tienes algún problema? —Vaya, ahora recurría al sarcasmo, una señal inequívoca de inseguridad.
Miró a su alrededor. Los polis y voluntarios habían bajado el volumen de la conversación, y su interés se volcaba sobre aquella discusión. Sin embargo, no deseaba ser el centro de atención.
—Nick —dijo, en voz baja.
—Tú vas con Peterson —dijo este, también en voz baja y con mirada esquiva.
—¿Qué? —exclamó ella, olvidándose del público.
—Vas con Peterson o no vas. Puedes coger el cuadrante ce.
Tenía el cuadrante que quería, pero no el compañero. Estuvo a punto de decir que no iría.
Pero eso era precisamente lo que quería Quinn Peterson.
—De acuerdo —dijo, con la mandíbula tensa.
Se dio media vuelta y lo vio. Era él. Elijah Banks. Pelo largo y sucio atado con una tira de cuero, gafas de marco metálico, una cara delgada sobre un esqueleto enclenque. Nunca olvidaría a ese presunto periodista que había convertido su vida en un infierno justo cuando ella creía que su infierno quedaba atrás.
Endureció la mandíbula y se acercó al borde del claro donde estaba Eli, con la cámara al cuello, escribiendo rápidamente quién sabe qué basura en una de sus famosas libretas.
—¡Banks! —Este levantó la vista y sonrió. Miranda se paró justo frente a él, las botas casi tocándose, y le cogió la libreta de las manos. Sin mirar lo que había escrito, rasgó las páginas y tiró la libreta al barro, después de lo cual rompió las páginas en pequeños trozos.
Miranda veía puntos rojos cada vez que pensaba en Banks. Cada vez que veía su patético nombre en el periódico. Cada vez que recordaba los secretos, sus secretos, de los que él había escrito para que todos los leyeran y la compadecieran.
Eli alzó las manos y dio un paso atrás.
—Oiga, eso que acaba de destruir es de mi propiedad. —Esa maldita sonrisa falsa nunca se le borraba de la cara.
—¿Quién ha sido el imbécil que te ha dejado entrar? La escena del crimen tiene el acceso prohibido. —Miró a su alrededor, molesta con el revuelo que estaba causando, pero incapaz de reprimirse—. Has llegado y has entrado como si estuvieras en casa, ¿eh?
Nick le tocó el codo, como pidiéndole que lo dejara, y luego se situó entre ella y el reportero y dijo:
—Eli, tienes que irte.
—Sheriff —replicó este, con un tono burlón y condescendiente que Miranda despreciaba—, ¿admites que esta mañana el hijo del juez Parker ha encontrado el cuerpo de Rebecca Douglas?
—Sabes que no puedo admitir nada hasta que se haya identificado el cuerpo. —Nick sentía la tensión junto a Miranda. Joder, ¿cómo era posible que la prensa se enterara tan rápido?
—Entonces, ¿han encontrado un cuerpo?
Miranda tenía ganas de gritarle a Eli Banks, decirle que Rebecca no era un cuerpo sino una persona. Pero eso era lo que él quería. Una reacción. Miranda se tragó la rabia y se giró bruscamente, solo para encontrarse cara a cara con Quinn. Él la cogió por el codo para que no tropezara.
Ella lo miró, sorprendida.
—No vale la pena —murmuró Quinn.
Miranda no dijo palabra. Tampoco habría podido. Encontrarse tan cerca de Quinn la desconcertaba. Cuando él la miró, fijamente, con la familiaridad de un amante, ella no pudo evitar recordar que, hacía mucho tiempo, ella lo había amado, y que él la había amado a ella.
Al menos eso era lo que le había dicho.
—Vamos —dijo finalmente, y pasó a su lado. Ahora respiraba más tranquila.
Nick vio que Miranda se marchaba con Quinn y se volvió hacia Eli.
—Es mi investigación, Eli —dijo—. Estás violando la prohibición de pisar la escena del crimen. Haré una declaración esta noche.
—Genial. Después de que el periódico haya cerrado los titulares. Buen plan. —Sacó otra libreta de su pequeña mochila y la abrió—. ¿Por qué no me ahorras el lío de tener que escribir acerca de tu escasa cooperación y me das la información que sabes que tendrás que compartir conmigo más tarde?
Nick se mordió el interior de la boca para abstenerse de decir algo que de ninguna manera querría ver reproducido en letra de imprenta.
—No puedo confirmar que el cuerpo de una mujer joven encontrado esta mañana sea, efectivamente, Rebecca Douglas. El cuerpo no ha sido identificado todavía, y ahora esperamos la llegada del forense para un análisis y posterior identificación.
—Pero ha sido el Carnicero, ¿correcto?
—El informe del forense debería ser concluyente para la confirmación de esa posibilidad.
—Venga, Nick. Seamos francos. Tú sabes que el Carnicero tenía a Rebecca Douglas en su poder.
—No me presiones, Eli. Recuerdo que los padres de las hermanas Croft se enteraron de la muerte de sus hijas por los malditos periódicos.
Eli tuvo el acierto de mostrarse avergonzado.
—Vale, oficiosamente. Te juro que no escribiré nada hasta que el forense lo confirme.
—No conseguirás nada, Eli. Ya conoces el viejo dicho. A quien te engaña una vez… —Tres años antes, Nick le había proporcionado un retazo de información, cuando encontraron a las hermanas Croft. Nunca volvería a confiar en ese capullo después de haber visto su declaración confidencial en el periódico.
—Venga, Nick —insistió Eli—. Una cita. Una cita para el periódico y esperaré como un niño bueno hasta que hagas la declaración esta noche.
—Agente —dijo Nick mirando a Booker—. Saque a este hombre de mi escena del crimen.
Elijan Banks le había frotado con sal cada una de sus heridas, empezando por la publicación de una foto del momento en que la subían a un helicóptero, doce años antes, después de sobrevivir a duras penas de su salto al río Gallatin. Lo que para ella había sido una experiencia aterradora, humillante y destructiva, a él le había hecho merecedor de un premio en algún innoble concurso periodístico. Peor aún, la foto fue publicada en los grandes periódicos de todo el país.
No soportaba a ese hombre. Sin embargo, a veces sospechaba que no lo detestaba porque llevara a cabo su trabajo de la manera más repugnante posible, sino porque con solo verlo le recordaba el día más horrible de su vida, que él había inmortalizado en una instantánea.
El sol se había puesto tras las cumbres del Gallatin.
Miranda estaba entumecida, pero la repentina zambullida en esas aguas heladas le recordó que tenía frío. Mucho frío.
Sharon estaba muerta. Él le había disparado en la espalda. Y ahora iba tras ella.
¡Corre, Miranda, corre!
Rodó monte abajo hasta que pudo cogerse de un pequeño árbol. El río estaba ahora más cerca. El ruido de los rápidos se percibía como un zumbido ininterrumpido que dejaba un eco en el flanco de la quebrada.
¿Dónde estaba él? ¿Estaba cerca? ¿La tenía en la mira de su rifle?
No se atrevía a mirar atrás. Si lo veía, temía quedarse paralizada, como un ciervo encandilado por los faros de un coche. Y a él no le importaría que se detuviera. La mataría y dejaría su cuerpo allí tirado para que se lo comieran las bestias carroñeras, picoteada por buitres, carne de pumas…
¡No! ¡Basta!
Sharon.
No quería dejar atrás a Sharon, pero Sharon estaba muerta, y el asesino la habría matado también a ella si se hubiera quedado a su lado.
Cuando le quitó las cadenas que la mantenían clavada al suelo, pensó que sin duda la mataría. Estaba muy débil. Él les traía agua y pan duro para comer, las alimentaba después de violarlas. Primero a Sharon.
Luego a ella.
¡Basta!
Pero no podía parar. El cúmulo de imágenes la perseguía mientras corría, tropezando en su carrera monte abajo, siguiendo la llamada del río.
Si sobrevivía, volvería a donde estaba Sharon. Tenía que volver. No podía abandonarla a la intemperie, en medio del bosque. Sharon se merecía más que eso.
Era su mejor amiga.
De pronto, la pendiente se hizo más pronunciada. Miranda intentó parar, pero el impulso que llevaba la empujó hacia delante. Cayó de rodillas y comenzó a rodar. El río y la humedad, el rugido del agua. Y luego empezó a caer… y caer…
Fue una pura cuestión de suerte que acabara en el agua y no sobre las rocas. Sentía frío mientras corría montaña abajo. Nada la había preparado para el agua helada del río. Tocó las rocas y el fondo arenoso.
Estaba a punto de ahogarse.
Después de todo lo que había vivido, iba a ahogarse en el río, el río que, según le había dicho a Sharon, debía llevarlas a la salvación.
Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, se impulsó hacia arriba desde el fondo y la corriente la lanzó violentamente hacia delante, como a una muñeca de trapo.
Alcanzó la superficie, buscó aire. Se dejó flotar, dejando que el agua la transportara corriente abajo, luchando para evitar que la engulleran los violentos rápidos.
Acércate a la orilla. Te bastará con llegar a la orilla opuesta, lejos de él, y asirte a algo. A cualquier cosa.
Un recodo del río le dio una oportunidad. Se cogió de las raíces de unos árboles que le arañaron la cara. Sus manos resbalaron, y las raíces quedaron atrás.
Estaba tan débil. Quizá morir ahí sería lo mejor. No quería recordar. ¿Cuánto tiempo las había tenido cautivas? Al menos seis días. ¿Siete? ¿Ocho? Había perdido la noción del tiempo, de los días y las noches.
¿Quién los llevaría hasta donde Sharon?
Chocó contra una roca y gritó de dolor, pero enseguida se percató de que ya no se movía. La corriente seguía queriendo empujarla, llevársela río abajo. Pero ella se cogió con fuerza de la roca y, finalmente, pudo ver dónde estaba.
A un metro a su izquierda vio un álamo caído con una parte del tronco en el agua. Las ramas actuaban como recogedores de deshechos y convertían la orilla en un dique natural.
A un metro de la orilla.
Había corrido kilómetros por el bosque, bajando el monte y la había arrastrado el río. Ahora podía moverse un metro más.
Tenía que hacerlo. Por Sharon.
Miranda respiró hondo y reunió sus fuerzas. Se inclinó hacia el dique. Uno, dos.
Tres.
Pataleó y ahogó el grito que quiso escapar de su garganta al creer que había perdido el asidero en las ramas.
Lo consiguió. Chocó contra el dique y no lo soltó. Lentamente, salió del río. Tan lentamente que creía que moriría de hipotermia. En la luz muriente del día tenía la piel de color azul. Quizás era azul.
No supo cuánto tardó en salir del agua.
Dos horas después, la encontró el equipo de rescate.
Miranda se secó la cara humedecida por las lágrimas, recriminándose por dejar que le afectara la frívola actitud del reportero, por hacerla recordar el día en que ella vivió y Sharon murió.
—Miranda, ¿quieres hablar? —le preguntó Quinn.
Casi había olvidado que le seguía los pasos.
—No.
Por Rebecca, Miranda estaba dispuesta a soportar la compañía de Quinn. Los muertos se merecían justicia y, por mucho que le pesara, tenía que reconocer que Quinn era un tipo muy eficiente en su trabajo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó, con tono preocupado.
—Estoy bien. —Miranda tuvo que recordarse que a él no le importaba.
Hubo un tiempo en que sí le importaba. Al menos eso creía ella.
No recordaba en qué momento el respeto y el aprecio que le tenía por su actitud decidida se convirtieron en sentimiento amoroso. No había sucedido de la noche a la mañana.
Él la escuchaba sin tratar de tranquilizarla. Al contrario, la estimulaba y, a pesar de que pasaban los días sin que dieran con el asesino de Sharon, Miranda tenía la sensación de haber logrado algo.
Tuvo que pasar un mes después de que retiraran a Quinn de la investigación por falta de pistas y sin que él pudiera hacer nada más, para que Miranda empezara a sospechar que albergaba sentimientos románticos hacia el agente del FBI. En realidad, no se había dado cuenta de que lo añoraba hasta que él apareció por la hostería. Era un sábado por la mañana y habían pasado tres meses desde el secuestro.
—Hola.
Nada la habría sorprendido más que ver a Quinn Peterson entrar en el salón donde estaba ella sentada a solas, mirando por la ventana hacia el gigantesco cañón más abajo.
—Agente Peterson… quiero decir, Quinn. No sabía que vendrías —dijo, y el corazón le latía con fuerza—. ¿Tenéis información? ¿Lo habéis encontrado?
Él negó con la cabeza.
—No hay nada nuevo. No teníamos gran cosa con que trabajar.
—Lo sé. Solo que esperaba… —dijo Miranda, y suspiró—. Y, entonces, ¿por qué has venido?
Él no paraba de moverse, y parecía menos seguro de lo habitual.
—Quería… quería verte a ti.
A ella se le aceleró el corazón. Pam-pam. Pam-pam. Le martilleaba en los oídos, y Miranda estaba segura de que le había entendido mal.
—¿A mí?
—No he parado de pensar en ti.
—Oh. —Aquello sonaba como una estupidez.
—Sé que esto es inapropiado. Solo dime que me vaya y no volveré a molestarte.
No quiero que te vayas.
No sabía qué hacía, pero en ese momento tuvo la certeza de que si el agente Peterson salía de su vida lo lamentaría para siempre.
—No quiero presionarte, Miranda. —Se sentó frente a ella e hizo ademán de cogerle la mano, pero no la cogió.
—No te tengo miedo —dijo ella, mirando su mano. Quizás estuviera asustada. Solo un poco.
Y entonces lo miró a los ojos y vio empatía, preocupación y afecto, pero no vio compasión.
Compasión, nunca. Ella le cogió la mano y se la apretó.
—Iremos poco a poco.
—De acuerdo.
Por primera vez desde el secuestro, Miranda tuvo la sensación de que se pondría bien. Con el tiempo, lo conseguiría.
Y lo había conseguido, a pesar de Quinn Peterson.
Ahora debía concentrarse en lo importante, seguir los últimos pasos de Rebecca Douglas. Su pasado con Quinn Peterson era precisamente eso, pasado.
La tarea exigía observar a su alrededor en busca de ramas o plantas quebradas recientemente, jirones de ropa, cualquier cosa que ayudara a recrear la huida de Rebecca. Cualquier cosa que los llevara hasta el hombre que la había cazado como un animal para luego degollarla.
Aunque debido a la lluvia de la noche anterior y al terreno escarpado, casi se daba por sentado que aquel día no tendrían éxito la esperanza era algo que Miranda nunca perdía. Gracias a la esperanza podía seguir, día a día, año tras año, cada vez que se producía un secuestro o un asesinato. La esperanza de que encontrarían al Carnicero y de que, al final, triunfaría la justicia.
Si perdía la esperanza, también perdería el juicio. Entonces Quinn sacudiría la cabeza con gesto de suficiencia y diría:
—Tenía razón.
—Yo iré por la izquierda —avisó Miranda, librándose de sus cavilaciones—. Tú ve por ahí. —Señaló el lado opuesto del estrecho sendero.
—Para —ordenó él.
Ella se volvió a mirarlo. Habían recorrido un trecho bastante largo del monte, y ya no había nadie cerca; las voces se perdían a sus espaldas.
Maldita sea, qué guapo era con su pelo trigueño y su mandíbula fuerte y angulosa. Hasta la curvatura ligeramente torcida de su nariz era sexy. Pero no iba a dejar que su atractivo físico torciera su decisión.
—¿Qué? —preguntó, con los dientes apretados.
—Tú no das las órdenes, Miranda. Yo estoy aquí, se supone que oficialmente, para ayudar al sheriff en su investigación. No puedo permitir que empieces a dar órdenes.
—A ver si aclaramos una cosa, agente Peterson —dijo ella, con rostro inexpresivo—. Puede que seas el gran agente federal que ha venido a salvar a los imbéciles del campo, pero no cometas el error de pensar que aquí tienes algún poder real. Yo he vivido y trabajado aquí, y aquí tengo mi hogar. Esta gente de aquí me obedece a mí. Confían en mí. No me eches encima tu rango porque convertirás tu vida en un infierno.
Una expresión de rabia le cruzó el rostro y apareció aquel tic familiar en su mandíbula. Pero Miranda vio en sus ojos que él sabía que tenía razón. Bien. Iba a volver al rastreo cuando una mano la cogió y la hizo girarse.
Ella lo obligó a soltarla con un movimiento del brazo.
—No me toques —dijo, con la voz enronquecida. El corazón le latía demasiado fuerte. Recordaba cómo era tocarse con Quinn. Sus caricias atrevidas y sus largos besos. Se sentía arder con el recuerdo de lo explosivos que eran cuando estaban juntos. De cuánto lo había amado. De cómo él hizo añicos su confianza, su esperanza y su corazón.
Tardó mucho tiempo en dejar que alguien la tocara. Volvió a sentirse cómoda con el contacto físico pero, aunque hubieran pasado doce años, si alguien la tocaba cuando no se lo esperaba, su miedo era palpable.
Odiaba al Carnicero, que le había robado tantas cosas.
Quinn la miró con cara de sorprendido y retrocedió un paso.
—No hagas amenazas que no estás dispuesta a cumplir —dijo, y su tono de voz se parecía al de ella—. No te pelearás conmigo, porque deseas que se haga justicia tanto como yo. Quizás incluso más.
Se quedaron mirándose. Ella detestaba su manera de escudriñarla con su mirada inteligente, como si pudiera leerle el pensamiento, ver directamente en su alma herida. Se enderezó y no rehuyó la mirada.
—Como profesional de la búsqueda y rescate, tu ayuda es muy valiosa —siguió él—, por ahora. Pero si creo, aunque no sea más que por un momento, que tu comportamiento no es profesional o que podría poner en peligro esta investigación, pediré que te releven.
A Miranda le tembló la mandíbula. Ardía de ganas de responder pero se dio media vuelta para controlar su agitación. No era su amenaza lo que la molestaba sino, más bien, el hecho de que él siguiera pensando que ella se derrumbaría. Durante años, Miranda había experimentado ese mismo miedo casi paralizante en el momento de despertarse. Tuvo una imagen de sí misma desmoronándose cada noche cuando cerraba los ojos.
Pero perseveró. Había vivido diez años sin hundirse bajo el peso de sus miedos. No podía dejar que las dudas de Quinn debilitaran su determinación.
Miranda quería compartir sus luchas, pero temía que él utilizara sus confidencias como excusa para apartarla de la investigación. Él había utilizado en su contra todo lo que le había contado antes de lo sucedido en Quantico, todos sus miedos e inseguridades, y se había visto obligado a expulsarla de la Academia por su necesidad imperiosa de querer hacer justicia. Miranda había aprendido la lección. No le daría a Quinn más argumentos que pudiera utilizar en su contra más tarde.
Prefirió guardar silencio. No se había venido abajo hace doce años y no tenía intención de venirse abajo ahora.
—De acuerdo, agente Peterson —dijo, con voz neutra. Se alejó por el sendero, concentrada en el suelo y en la vegetación, concentrada en Rebecca. Oyó que Quinn le seguía los pasos por la derecha. Lo oyó farfullar algo pero no lo entendió.
Ojalá se haya mosqueado, pensó.
Avanzaron con cuidado. Miranda llevaba el mapa. Solo hablaban para señalar alguna prueba potencial, y Quinn fotografiaba y etiquetaba cualquier cosa que fuera remotamente relevante.
A casi un kilómetro de donde habían encontrado a Rebecca, Quinn señaló cuatro huellas profundas en el lodo.
—Aquí se debió caer —dijo, y tomó una foto del lugar.
Miranda miró las huellas e imaginó a Rebecca desnuda, temblando de frío y pánico. Y de esperanza. Porque sin esperanza, no habría intentado escapar.
Miranda cerró los ojos. Si estuviera sola en ese momento, habría retrocedido en el tiempo y recordado las veces que se cayó ella. Cada vez se decía que no podía seguir. Cada vez volvía a levantarse porque tenía la esperanza de salvarse.
—Miranda —dijo Quinn, con voz queda.
Abrió los ojos enseguida. De todas las personas imaginables, Quinn no debía ser testigo de cómo ella revivía el pasado. Sabía demasiadas cosas acerca de ella, de lo que había vivido. Con el tiempo, llegó a creer que por eso la había expulsado de la Academia. Quinn temía que perdiera la chaveta en medio de una operación y pusiera en peligro al equipo y a sí misma, si de pronto se quedaba atrapada en una de sus pesadillas.
Tenía que guardarse sus temores.
—Estaba lloviendo —siguió Miranda, antes de que Quinn interrumpiera su reflexión—, y él tenía que seguirla por detrás. El ruido de la tormenta le dificultaría oírla, así que no se alejaría mucho de ella. —A diferencia de cuando las perseguía a Sharon y a ella, pensó. En esa ocasión él corría en una trayectoria paralela a la suya.
—Es probable que tengas razón —dijo Quinn, mirándola con una expresión rara.
Ella no quiso ver en esa expresión nada bueno ni malo, y volvió su atención al mapa. Trazó una pequeña marca roja ahí donde Rebecca había caído.
—Mira este terreno —dijo, y se notaba excitada, a pesar de la presencia de Quinn.
Quinn miró por encima de su hombro y ella trató de no respirar junto a ese olor demasiado masculino que todavía le era familiar.
—¿Este punto? Esto es una montaña.
—Sí, pero aquí —dijo ella, señalando—, hay un claro. Esta zona fue talada hace muchos años, pero volvieron a plantar. Hará unos ocho o diez años. Estos árboles todavía son pequeños. Este sendero desemboca en el claro, así que creo que venía desde aquí. Pero dio vueltas y vueltas y no corrió en línea recta. Estaba demasiado asustada, y no pensaba con claridad. —Sacudió la cabeza, queriendo librarse mentalmente del miedo de Rebecca—. Pero nosotros podemos coger un atajo y llegar al claro en menos de treinta minutos.
—No —dijo Quinn, sacudiendo la cabeza—. Nos quedamos en el camino que siguió Rebecca. Estamos buscando pruebas.
Ella apretó los puños, frustrada, y se giró para encararlo.
—Podemos volver por el camino que tomó ella, pero estoy convencida de que cruzó el claro. Por eso él sabía dónde estaba. Con la lluvia y la escasa visibilidad, no podía arriesgarse a darle demasiada ventaja. Y el terreno habría sido más un obstáculo para ella que para él, puesto que iba descalza.
La emoción de Miranda iba en aumento a medida que todo se aclaraba en su cabeza.
—No corrió mucho rato. No podía. Él no se habría arriesgado a ello, porque estaba oscureciendo y la lluvia arreciaba. Lo cual significa que la barraca está cerca. ¡Tiene que estar cerca!
Quinn se la quedó mirando un rato largo. ¿Acaso se mostraría contrario a su hipótesis? Miranda no podía creerlo. Conocía esas tierras como la palma de su mano; sabía cómo pensaba el Carnicero. Sabía que vivía para la caza más que para la violación. Sin embargo, a ninguna de ellas les había dado una gran ventaja. Dos minutos. Les había dicho a Sharon y a ella. Dos minutos, y se convirtieron en presas a abatir.
Estaba a punto de exigirle a Quinn que demostrara que su plan era mejor. Confiaba en su propia experiencia y formación para fundamentar su punto de vista. Y él dijo:
—De acuerdo.
Antes de que cambiara de parecer, ella sonrió.
—Sígueme —dijo. Se apartó del estrecho sendero y cortó a través de árboles y malezas.
Por experiencia, Quinn sabía que era probable que Miranda tuviera razón. Era un razonamiento válido y confirmaba que, al menos en lo que se refería a la búsqueda, ella sería más una ayuda que un estorbo.
El aire estaba más frío, húmedo y oscuro en medio del bosque. El olor a humedad que manaba de la tierra después de la tormenta hizo pensar a Quinn en la vida y la muerte, como si el bosque hubiera renacido, lavado por la lluvia.
Si encontraban la cabaña donde el Carnicero había encerrado a Rebecca, puede que encontraran pistas que los condujeran hasta él. Durante años había sido muy escurridizo; no se podía deducir que siguiera un patrón en sus secuestros, pero sí que actuaba en primavera. Abril, mayo y junio.
Doce años antes no habían detectado un patrón de comportamiento. Cuando Miranda y Sharon fueron raptadas, el mes del año no tuvo una relevancia especial. Sin embargo, en su investigación del secuestro de las hermanas Denver, la compañera de Quinn, Colleen Thorne, se dio cuenta de que el dato de que actuaba en la primavera era evidente. Todas las víctimas del Carnicero habían desaparecido en primavera.
Habían consultado con Hans Vigo, el principal experto del FBI en perfiles psicológicos, y este declaró que la estación tenía una importancia especial para el asesino, o que algo en su trabajo o vida personal le impedía matar el resto del año.
Quizá fuera simplemente una cuestión de conveniencia. La temporada de caza en Montana se abría sobre todo en los meses de otoño. En primavera sería menos probable un encuentro accidental con alguien porque los cazadores autorizados no salían en busca de presas. Sin embargo, la clave de la psicología de este asesino en concreto, dijo Vigo, era que necesitaba ejercer un control total. Cuando Quinn preguntó por qué renunciaba a ese control dando a las víctimas tiempo para escapar, Vigo le recordó que las mujeres no controlaban en absoluto su situación. Estaban desnudas, heridas, debilitadas por una dieta a base de pan y agua, y la ventaja de dos minutos no era más que una treta. Podía alcanzarlas con facilidad, guardando una distancia suficiente para que la víctima pensara que podía escapar y, cuando se cansaba de la cacería, entraba a matar.
—Es el único aspecto de la vida que puede controlar —sentenció Vigo—. Recordadlo. Cuando lo encontréis, veréis que no controla en absoluto su vida ni su trabajo.
Eso quería decir que de pequeño el asesino habría estado sometido a un padre o madre dominante y maltratador. Los malos tratos eran a la vez físicos y mentales, y si él se resistía, el castigo por su desobediencia era severo. Era probable que en algún momento de la infancia lo hubieran encerrado, quizás en un cuarto pequeño, o que lo hubieran maniatado.
Tendría un empleo donde no mantendría demasiado contacto con las personas. Superficialmente, funcionaría con normalidad y no habría señales del severo trastorno que sufría, pero no le iría bien en situaciones en que tuviera que estar en contacto constante con personas.
El Carnicero no controlaría demasiado la orientación de su profesión, pero eso sería sobre todo culpa suya. Se vería relegado a trabajos de menor categoría debido a su incapacidad para relacionarse con las personas en un contexto cotidiano. Quizá tuviera una tarea repetitiva, en una fábrica, donde se repetían las tareas, lo cual le provocaría una gran frustración, puesto que aquel hombre poseía una inteligencia superior a la media. Era posible que trabajara al aire libre, por ejemplo, en la construcción, moviéndose de obra en obra sin establecer vínculos estrechos con los compañeros de trabajo.
Nunca habían encontrado un sospechoso. Cada vez que desaparecía una estudiante de la Universidad de Montana State, interrogaban a sus novios, ex novios y profesores de facultad, para luego descartarlos como sospechosos. El asesino era un hombre dotado de una fuerza física superior a la normal, una gran paciencia y un conocimiento exhaustivo del territorio entre Bozeman y la frontera norte del Parque Nacional de Yellowstone. Sabía dónde se encontraba cada cabaña en el bosque, cada barraca abandonada, todos los lugares donde podría tener cautivas a una o dos mujeres durante una semana para torturarlas y violarlas cuando le viniera en gana.
Ninguno de los hombres que habían interrogado mostraban ese perfil.
Quinn admiraba a Miranda por su manera de procesar mentalmente la información. Y, desde luego, nunca había dudado de su inteligencia. Lo suyo era una combinación de sentido común, conocimientos e intuición que, la mayoría de las veces, la orientaba en la dirección correcta.
Se mordió la lengua. No quería reconocer que aún sentía algo por Miranda. Joder, si pensaba en ella sin parar. En sus momentos más flojos, entre la medianoche y el amanecer, era cuando su decisión de no pensar en ella flaqueaba y entonces la recordaba como era, su sabor, cómo le sonreía cuando él la estrechaba.
No sabía cuándo se había enamorado de ella. Cuando la visitó aquel primer sábado después de que la investigación sobre el Carnicero se suspendiera por falta de pruebas, sabía que volvería a Montana cada vez que tuviera un momento libre. Pasaba con ella al menos un fin de semana al mes. No la presionaba, no podía hacerlo, pero juntos tejieron un vínculo que él jamás había soñado encontrar.
Incluso ahora, diez años más tarde, se daba cuenta de que nunca había cortado lo que los unía. Todavía se sentía atraído por Miranda. ¿Por qué la había recomendado a la Academia, de entrada? Si le hubiera aconsejado que esperara, que se diera un tiempo para definir sus opciones profesionales, que pensara en lo que quería de verdad, todo lo que vino después se podría haber evitado.
Y quizá todavía estarían juntos.
Había creído durante mucho tiempo que ella volvería a él. Su amor, pensaba, era indestructible.
Se equivocaba. Ella nunca lo buscó, ni quiso escuchar sus motivos y, en cambio, había acudido a Nick.
Quinn decidió no pensar en sus frustraciones. No tenía sentido pensar en lo «que-habría-pasado-si…». Había tomado la decisión más difícil de su vida, hacía diez años y ahora tenía que vivir con las consecuencias.
Dejó que Miranda abriera la marcha. Aunque le costara reconocerlo, se sentía un poco incómodo con el hecho de no ver el cielo. Estaban rodeados por sombras y resultaba difícil saber en qué dirección iban. Él estaba casi seguro de que avanzaban en dirección noreste. Pero ese «casi» podía hacer que se perdieran.
Tenía que confiar en que Miranda sabría cómo sacarlo de aquel laberinto.
Pasaron cuarenta minutos, y Quinn estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando, de pronto, llegaron a un claro inundado por la luz del sol, lo cual era alentador.
Hasta donde llegaba la vista, crecían los pinos ponderosa, de diez a quince metros de altura, a intervalos regulares. La excitación de Miranda era palpable.
—Sígueme —dijo, con gesto de impaciencia—. Encontremos el lugar donde desemboca el sendero y regresemos.
Siguieron por los bordes del claro y encontraron el sendero a unos cincuenta metros.
Quinn se inclinó para examinar unas huellas profundas en la tierra. La marca alargada en el suelo indicaba que Rebecca se había caído de rodillas. Un pequeño árbol había quedado doblado. ¿Habría conseguido incorporarse?
Ahora Quinn sabía que el asesino había pasado por ahí. El bosque era demasiado espeso para seguir a su víctima, a menos que hubiera seguido por el mismo sendero que ella. Tomó fotos de las pruebas y luego alzó la mirada.
Miranda había desaparecido.