Miranda cometió todas las infracciones de tráfico posibles en el camino de vuelta a la Universidad de Montana State, en Bozeman. Detestaba la idea de tener que contar a los voluntarios que había encontrado a Rebecca muerta.

Nick tenía razón. Necesitaban los recursos del FBI si querían dar con el Carnicero. Sin embargo, de todos los agentes del FBI a lo largo y ancho del país, ¿por qué tenía que ser precisamente Quinn Peterson?

Miranda creía haber superado su traición, un episodio ocurrido hacía muchos años. Ahora le agradaba su trabajo, tenía una casa bonita, una familia que la quería y amigos fieles.

Y entonces lo vio a él. En su ser más íntimo, en algún recóndito pliegue de su corazón, que ella creía endurecido desde hacía tiempo contra el amor, supo que todavía lo añoraba.

¿Por qué no habría de portarse ella con la misma distancia y frialdad que él? Estaba decidida a demostrarle que no le importaba en lo más mínimo que hubiera arruinado su carrera, además de romperle el corazón.

Entró en uno de los muchos aparcamientos del campus. Se aferraba al volante con tanta fuerza que los nudillos habían perdido todo su color por el esfuerzo. Con un gesto brusco, dejó el cambio de marchas en punto muerto y apagó el motor. Quiso volver a relegar a Quinn al nicho mental donde había permanecido recluido todos esos años, pero él se le resistía.

Respiró hondo y observó a un grupo de chicas que se dirigía al cuartel general de los servicios de búsqueda en el edificio de la Asociación de Estudiantes. Las seguía un par de chicas. Y luego un grupo de profesores.

Nadie iba solo. Nadie se atrevía ahora que se les había advertido sobre el Carnicero. Sin embargo, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que volvieran a bajar la guardia? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Un año? Miranda no lo olvidaba nunca. El Carnicero vivía con ella cada minuto de cada día, empeñado en perseguirla y atormentarla.

El rector había autorizado el uso de una de las grandes salas de la Asociación Estudiantil para que los voluntarios de los equipos de búsqueda montaran la coordinación de las actividades. Aunque Miranda trabajaba para el departamento del sheriff en la pequeña unidad de Búsqueda y Rescate, no tenían espacio suficiente para instalar a personal dedicado a llamar por teléfono, a fotocopiar octavillas y distribuir mapas. Como había ocurrido durante la desaparición de las otras estudiantes, la universidad les proporcionaba el espacio que necesitaban, cualquier cosa con tal de ayudar. En los momentos trágicos, los alumnos y los profesores estaban unidos.

¿Por qué era necesaria la muerte para que las personas entendieran el valor de la vida?

Habían pasado tres años desde el último asesinato. Desde el último asesinato conocido.

Miranda no podía olvidar a las otras chicas desaparecidas. En esas fechas, un año antes, había sido Corinne Atwell. Nadie había vuelto a verla desde que su coche fuera encontrado en una zanja en la Ruta 191, que daba a la Autopista de Gallatin. ¿Era una víctima del Carnicero? ¿O de otro asesino? O quizás había huido. A Miranda le atormentaba la posibilidad muy real de que Corinne hubiera sido una más de las víctimas del Carnicero y que ahora su cuerpo se estuviera pudriendo en algún lugar de las millones de hectáreas de bosque que había entre Bozeman y Yellowstone, el territorio de caza de este asesino.

Pensamientos como ese, que se apoderaban de su mente, le provocaban insomnio.

¡Chas! ¡Chas!

El látigo restalló una vez, y luego otra, hiriéndola en la carne abierta. Intentó gritar, pero hacía tiempo que ya no le quedaba voz. Y luego quedó abandonada a sus lágrimas silenciosas y al eco de las imploraciones de Sharon.

Sus ruegos no significaban nada para ese monstruo sin rostro que las torturaba. El alivio que sentían cuando él se iba, pronto se convirtió en terror. Se habían vuelto dependientes de él. Él las alimentaba, les daba agua. Si él se marchaba para no volver, ellas morirían, desnudas y encadenadas al suelo en medio de un lugar perdido.

Pero él volvió. Para soltarlas. Y así, ellas desempeñarían el papel de sendas presas en su juego desquiciado. El cazador y las presas.

Dar con el Carnicero era algo más que justicia. Solo él podía contarles a quién había matado. A Miranda le pesaba que ejerciera un control tan palpable sobre el dolor de los vivos.

Rebecca había sobrevivido ocho días en manos de ese loco, de ese cabrón asesino. Casi había conseguido escapar. Casi.

Pero como había sucedido con Sharon, el «casi» no valía ni una mierda si estaba muerta.

Permaneció dentro del coche un rato, y respiró hondo. Cerró los ojos y hundió la cabeza en los brazos, apoyada en el volante.

Las lágrimas no tardaron en brotar, y la rabia y la frustración que la embargaban fluyeron en hilillos de lágrimas calientes, saladas, que le bañaron las mejillas. Tenía el cuerpo molido después de días de búsqueda incansable, y sentía la tensión tras el reencuentro con Quinn. Los sollozos la hicieron estremecerse en silencio, y de su boca brotaba solo la respiración agitada y desgarrada. Tardó varios minutos en dominar el dolor. Incluso después de recuperar la compostura, le resultaba difícil conservar la calma. Cuando se miró en el espejo retrovisor vio la muerte.

Había visto a siete chicas muertas. Pero todavía quedaban otras nueve jóvenes desaparecidas, y sus restos no eran más que un puñado de huesos esparcidos por el bosque. A los osos y pumas no les importaba demasiado la dignidad humana, ni practicaban los ritos de entierro de la cultura judeocristiana.

¿Por qué a mí?

¿Por qué había sobrevivido ella de entre todas esas víctimas? ¿Por qué la había escogido a ella, para empezar? ¿Por qué Rebecca Douglas o las hermanas Croft? No tenía sentido. No lo había tenido entonces y no lo tenía ahora cuando, al cabo de doce años analizando una y otra vez todo lo que había conducido a su secuestro, todo lo vivido en aquella choza de la tortura de una sola infernal habitación y, después, todo lo ocurrido desde su huida.

Se lo debía a su padre, eso lo sabía con certeza. Si su padre no la hubiera llevado a aquellas expediciones de caza que ella detestaba, jamás habría aprendido a disimular sus huellas ni a engañar al cazador. Ella era la presa pero, a diferencia de los venados o los osos que cazaba su padre, ella era un ser dotado de inteligencia. Podía engañar a su perseguidor, ocultándose y corriendo, corriendo y ocultándose, hasta sumergirse en el río y… Aunque hubiese muerto en el agua gélida, habría vencido.

Él no la habría matado. Ella habría escapado, robándole con ello su trofeo, su premio.

No solo había vencido sino también sobrevivido.

Si Rebecca no hubiera tropezado y no se hubiera roto una pierna, ¿habría sobrevivido? ¿Habría tenido la fuerza necesaria para llegar al camino? Aunque Rebecca no era oriunda de Montana, se había criado en un pueblo de montaña, en Quincy, California. Era un territorio similar y… Los pensamientos de Miranda se perdieron y divagaron lejos de Rebecca.

Quincy. Maldita sea. No podía escapar a él.

Se secó las lágrimas de la cara y volvió a mirarse en el retrovisor. No le extrañaba nada que Quinn la creyera incapaz de seguir participando en la búsqueda. Tenía un aspecto horrible. Había perdido más peso de lo que se podía permitir. No se había detenido ni un momento a pensar en el maquillaje, y su pelo oscuro, aunque estaba limpio, había perdido aquel lustre de antes.

¿En qué pensaba? ¿Por qué habría de importarle lo que pensara Quinn Peterson? Él había destruido el vínculo entre ellos años atrás cuando había dejado claro que, según su juicio, su cordura pendía de un hilo.

Ella le dijo que se equivocaba, pero él no le hizo caso. Y bien, el tiempo le había dado la razón a ella, ¿no? Era un ser humano sin problemas, llevaba una vida normal, y le iba perfectamente bien sin los comentarios de Quinn Peterson.

Ella tenía una responsabilidad, y en ese momento su deber era ordenar a los voluntarios que pusieran fin a la búsqueda. Detestaba tener que hacerlo, pero era una responsabilidad que asumía sola.

Después de un profundo suspiro, dejó la comodidad de su jeep y se dirigió al cuartel improvisado. Había varios estudiantes llamando por teléfono, recibiendo información o dando instrucciones detalladas para contribuir en la búsqueda. Un equipo de voluntarios acababa de entrar antes que Miranda para recoger una sección del mapa que ella misma había trazado.

Nada de eso importaba ya.

Las lágrimas que creía a buen recaudo volvieron a brotar y se apretó el puente de la nariz hasta que consiguió reprimirlas. Ahora no era el momento.

El grito ahogado de una de las chicas devolvió a Miranda a la realidad.

—¡No! ¡NO!

Judy Payne, la compañera que vivía con Rebecca, era la que había llamado a la policía al ver que esta no volvía al piso el viernes por la noche. Judy no había abandonado el centro de búsqueda desde el principio, contestando llamadas, enviando correos electrónicos, imprimiendo miles de octavillas. Ahora, dejó de plegar cartas y se quedó mirando fijamente a Miranda con el rostro desencajado.

—Judy. —Miranda cruzó la sala hasta donde la chica estaba sentada, temblando.

—No, por favor. —Judy buscó en su mirada algo que no fuera la verdad, y unas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Miranda se agachó junto a la simpática compañera de Rebecca y le cogió las manos. Con cada año que pasaba, Miranda creía que sería más fácil. Las búsquedas estaban bien planeadas y ejecutadas, los voluntarios tenían formación y eran competentes, la policía era diligente y actuaba con determinación. Pero las cosas no hacían más que complicarse. Cada vez era más difícil. Cada una de las chicas desaparecidas se llevaba un trozo de su alma a la tumba.

—Lo siento. —¿Qué otra cosa podía decir? «Lo siento» parecía tan fuera de lugar, tan vacío.

Judy se dejó caer en los brazos de Miranda. Esta la abrazó, la meció y le murmuró cosas al oído, palabras que no significaban nada, pero que quizá traerían algún consuelo.

No hacía falta decir nada al resto de la gente en la sala. La reacción de Judy les decía lo que tenían que saber. Las lágrimas brotaron de los ojos de hombres y mujeres que habían tenido la esperanza, por un tiempo, de encontrar a Rebecca con vida.

Karl Keen, un joven asistente, se les acercó. Miranda levantó la mirada y vio que él también tenía los ojos humedecidos. Quiso transmitirle confianza, a él y a Judy y a todos, pero no tenía palabras. El peso del dolor de Rebecca descansaba con toda su carga sobre los hombros de Miranda. ¿A propósito de qué quería transmitirles confianza? ¿De que esta vez la policía lo encontraría? ¿De que esta vez había cometido un error?

Tenía ganas de gritar ante aquella injusticia de ver a otra joven muerta sin que tuvieran ni un solo indicio sobre el asesino.

Se limitó a darle un apretón en el brazo a Karl.

—Yo me quedaré con ella —dijo el chico, y se agachó junto a Judy, que seguía sollozando.

Miranda pestañeó queriendo reprimir sus propias lágrimas mientras veía a Karl que abrazaba a Judy y la llevaba afuera. Por un instante, tuvo ganas de que alguien la abrazara a ella. Que alguien la consolara. Que le dijera que todo se iba a arreglar, aunque no fuera verdad. A veces necesitaba creer en las mentiras.

Pero Quinn había renunciado a ella y ella había dejado que Nick se marchara. No tenía a nadie.

Cuando los dos jóvenes salieron, Miranda se percató de que el resto de los que estaban en la sala la miraban. Se aclaró la garganta y habló, con voz ronca.

—El sheriff Thomas ha descubierto el cuerpo de Rebecca esta mañana a unos seis kilómetros al oeste de Cherry Creek Road y a unos quince kilómetros al sur de la carretera ochenta y cuatro. Los ayudantes del sheriff buscan pistas, pero…

—¿Es el Carnicero?

Miranda se giró para mirar a la persona que la había interrumpido y luego bajó la mirada. Era Greg Marsh, el profesor de biología de Rebecca, un hombre achaparrado y gordo que usaba gafas sin marco.

—No… no puedo afirmarlo, yo… —comenzó a decir.

—Sí que puedes. Tú estuviste ahí —dijo, señalando las botas de Miranda. Ella bajó la mirada y parpadeó. No se había dado cuenta del barro seco adherido a las botas.

—Greg, tú sabes que no puedo decir nada.

—No es necesario que lo hagas —dijo, y salió de la sala.

Los demás siguieron con la mirada fija en Miranda. Ella necesitaba estar a solas, pero tenía un deber para con los que quedaban en la sala. Aunque estuvieran vivos, ellos también eran víctimas del Carnicero. Sintió que la culpa le roía las entrañas cuando en momentos como ese deseaba fervientemente no sentirse responsable por las víctimas, estuvieran vivas o muertas. ¿Qué podía decir para consolar a Greg, a Judy y a los demás?

Sabía lo que había vivido Rebecca. Y gracias a la prensa, que abundaba en detalles sobre las tragedias cada vez que el Carnicero salía a matar, también lo sabían los demás. No había nada que hacer. Todos sabían que Rebecca había sido torturada, violada y cazada como un animal.

Y todos sabían que a Miranda le había sucedido exactamente lo mismo.

Tuvo que ocultar toda su humillación, el dolor, la rabia contaminada por el miedo que bullía en su interior. Eran muy pocos los que todavía hablaban con ella sobre su secuestro y posterior fuga. Miranda sabía que murmuraban cosas a sus espaldas, pero los ignoraba. Tenía que ignorarlos. Pensar o saber lo que la gente decía de ella le hacía más difícil la tarea de lidiar con sus pesadillas.

Miranda suspiró, aliviada, al ver que los voluntarios, con expresión llorosa se reunían en un rincón, murmurando. No esperaban que ella les hablara, que aplacara su dolor. Que les dijera que todo iría bien cuando sabían que nada iría bien hasta que encontraran al Carnicero.

Miranda fue hasta el mapa que había dibujado de la zona de búsqueda. Había dividido el condado de Gallatin en cuatro cuadrantes, desiguales debido al terreno montañoso. Cada cuadrante estaba dividido en docenas de segmentos.

No habían llegado a cubrir ni dos cuadrantes desde el sábado pasado.

Seis puntos rojos, casi invisibles a simple vista, identificaban los lugares donde habían encontrado los otros seis cuerpos. Con mano temblorosa, sacó un bolígrafo rojo del bolsillo y dibujó un punto en el lugar donde había muerto Rebecca. La séptima víctima. La séptima víctima conocida, repitió para sí.

Miranda no necesitaba los puntos rojos para saber dónde habían encontrado los cuerpos. Tampoco necesitaba los puntos azules para saber dónde las habían visto por última vez. Tenía el mismo mapa, mucho más detallado, en la pared de su estudio en casa. Había pasado muchas noches, demasiadas, sentada en la cama estudiando la topografía, esperando que los puntos, líneas y tramas dibujadas le dijeran algo, cualquier cosa, a propósito de aquel cabrón que se divertía cazando a mujeres.

Sintió un sollozo atrapado en la garganta y se tapó la boca con ambas manos. Volvió su atención al punto situado al sudeste del de Rebecca. Era el punto de Sharon.

Tenía que volver al monte, pero había un problema: que Quinn estaba ahí.

Doce años antes, Quinn había sido su roca, su punto de apoyo. De alguna manera, la había salvado, algo que recordaba solo cuando se lo permitía, cuando estaba sola en la cama, con sus lágrimas como única compañía.

Nunca olvidaría el día en que lo conoció en el hospital. Fue el día después de acompañar a la unidad de búsqueda del sheriff hasta el lugar donde Sharon había sido asesinada.

Aunque él la llevó a lo largo de cinco kilómetros el día antes, ella estaba demasiado perturbada para fijarse en presentaciones formales. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Y le agradeció que no mencionara su ataque de nervios cuando habló con ella, que seguía postrada en la cama del hospital.

No la mimaba como las enfermeras. No lloraba como su padre. No arrastraba los pies, presa de los nervios, como el sheriff Donaldson, que la había interrogado el día anterior.

Quinn Peterson era de granito, un tipo alto, fuerte y firme. Nunca flaqueaba, nunca mostraba compasión en su mirada.

Le dolía todo el cuerpo. Las heridas de los pies le ardían a pesar de los antibióticos y calmantes. Tuvieron que coserle muchas heridas y cortes, y llevaría esas cicatrices hasta el final de sus días. Los médicos le habían salvado los pechos, aunque los cortes eran muy profundos.

Ella estaba viva. Sharon estaba muerta. Las cicatrices de su piel no eran nada comparadas con el dolor incisivo de la culpa destrozándole el corazón.

—No tienes que hacerlo —le dijo el Agente Especial Quincy Peterson cuando Miranda insistió en acompañarlo al lugar donde las había tenido encerradas a ella y a Sharon.

—Sí, tengo que hacerlo, agente Peterson —dijo ella cuando salieron del hospital—. Tengo que acompañarlo.

No podía pensar en su dolor. Ahora, no. Era capaz de cualquier cosa para encontrar al hombre que había asesinado a Sharon, porque su mejor amiga estaba muerta y ella estaba viva.

Si eso significaba volver al cuchitril asqueroso, húmedo e infestado de ratones donde había permanecido encadenada siete días infernales, lo haría.

—Te entiendo —dijo él, y ella le creyó. Todos los que hablaban con ella daban la impresión de querer serenarla, pero aquel hombre no tenía esas intenciones—. ¿Crees que podrías llamarme Quinn? Agente Peterson suena demasiado formal.

—De acuerdo.

Ella señaló la zona en el mapa y se adentraron en coche hasta donde pudieron, para luego seguir a pie, aunque quedaban casi cinco kilómetros.

¡Ojalá hubieran corrido en la otra dirección! Habrían llegado a un camino. Era solo un sendero, pero lo era. ¿Acaso eso habría cambiado su destino? ¿Sharon estaría viva todavía?

—Le dije que teníamos que separarnos —murmuró Miranda cuando se quedó a solas con el agente Peterson… Quinn.

—Fue una buena idea.

—Sharon se negó. Estábamos tan asustadas que no lo discutimos. Y… —dijo, y guardó silencio.

—Sigue.

—No entendíamos por qué nos soltaba. Hasta que vimos el arma. Entonces entendimos con toda claridad que quería cazarnos como a animales. Creo que ni siquiera pensamos en ello y, desde luego, no hablamos de ello. No teníamos tiempo. Nos dijo que echáramos a correr.

—¡Corred, corred!

—Y las dos sabíamos perfectamente lo que pretendía hacer. Éramos presas malheridas —dijo, riendo con una mueca amarga.

Durante el trayecto, Quinn permaneció a su lado. Le hizo preguntas discretas y certeras. Nunca dijo que lo sentía. Nunca intentó serenarla. Nunca le dijo que debería haber hecho algo diferente, como había hecho ella millones de veces, interrogándose sin parar durante las setenta y dos horas transcurridas desde que la encontraran en la orilla del río Gallatin.

Miranda los condujo directamente a la barraca destartalada perdida en medio del bosque, en Montana, diez kilómetros hacia el oeste del río donde ella había saltado para escapar. Se quedó mirando las tablas podridas que parecían demasiado débiles para aguantar el techo de aluminio corrugado. Miranda se había fijado en el exterior de la barraca solo un momento breve, antes de que ella y Sharon echaran a correr. Sin embargo, el interior había quedado grabado en su memoria.

Miranda no pudo entrar. Se quedó sentada en el suelo, llorando.

Quinn entró. La gente del sheriff recogió las pruebas que él señalaba. El sheriff Donaldson estaba a punto de jubilarse, y quería coger al asesino de Sharon; que su detención fuera el broche de oro de su carrera, así que escuchó los consejos del agente del FBI llegado el día antes.

Después, Quinn se sentó en el suelo junto a ella.

—Te vas a ensuciar ese bonito pantalón —fue lo único que atinó a decir. Desde luego, Peterson no iba vestido como para salir a la montaña, pero no parecía importarle que sus elegantes zapatos quedaran rayados y sucios.

—Encontraré a ese tío. Te prometo que pagará por lo que os ha hecho, a ti y a Sharon.

Ella lo miró, buscando la pena en sus ojos, o el asco, o el desagrado. Lo único que vio fue fuerza, compasión y rabia.

—Haré todo lo que pueda para ayudar.

Al final, a pesar de la angustia que Miranda sintió al volver a la choza, a pesar de la búsqueda en el bosque, después de encontrar los restos de la que, según todas las sospechas, era la primera víctima del Carnicero, no lograron encontrar al asesino. No tenían pistas que los orientaran. Escasas pruebas, y ni un solo rastro. Ningún sospechoso.

Dos meses después, a Quinn lo llamaron de vuelta a la oficina de Seattle. Ella pensó que no volvería a verlo, y eso le dolió, porque lo apreciaba mucho.

Se equivocaba. Quinn volvió un mes más tarde, solo para verla a ella.

Fue entonces cuando comenzó a sanar de verdad.