El doctor Eric Fields se ofreció para colaborar con la recogida de pruebas en la escena del crimen, así que él y Olivia siguieron a Quinn y a Miranda hasta la carretera donde habían encontrado el vehículo de Nick. Cuando llegaron, ya había una docena de coches de la oficina del sheriff aparcados al borde del camino. Dos agentes dirigían el escaso tráfico y alrededor de la camioneta de Nick habían desplegado la cinta policial.

Quinn dudaba que Nick estuviera todavía con vida, pero no se lo dijo a Miranda.

Se preguntaba qué andaría buscando. ¿Acaso investigaba una corazonada? ¿Por qué había salido sin apoyo o sin dejar que al menos alguien supiera dónde iba? ¿O es que quizá se había encontrado en el lugar equivocado en el momento equivocado?

Sam Harris ladraba órdenes a sus subordinados cuando vio que Quinn y Miranda bajaban del jeep.

—Lo tengo todo bajo control —dijo el ayudante del sheriff al verlos llegar.

—Estoy seguro que así es —dijo Quinn.

El doctor Fields se acercó.

—Sam, me alegro de volver a verte —dijo, y le tendió la mano.

—Doctor Fields. No sabía que había venido. —Harris parecía algo nervioso e impresionado por la presencia del director del laboratorio.

—He acompañado a la doctora St. Martin por otro caso cuando nos hemos enterado de la desaparición del sheriff Thomas he venido para ver si puedo ayudar en algo. Volveremos a Helena en cuanto terminemos aquí y me encargaré de acelerar el análisis d las pruebas. ¿Crees que esto tiene algo que ver con la investigación del Carnicero?

A Quinn no le agradaban demasiado las concesiones que Fields hacía a la vanidad de Harris, pero entonces cruzó una mirada con Fields. El doctor lo miró con una leve sonrisa y Quinn tuvo que reconocer sus dotes de diplomático. En seguida dedujo que Fields era mayor, y más sabio, de lo que aparentaba.

—En este momento, no queremos precipitarnos en las conclusiones, doctor Fields —dijo Harris—. Puede que el sheriff Thomas estuviese investigando alguna pista del caso van Auden. Todavía estamos reconstruyendo su itinerario durante el día de ayer.

—¿Puedo echarle un vistazo a su vehículo?

—Por supuesto que sí. Ahora mismo tengo a los técnicos del laboratorio trabajando en ello. Estoy seguro de que estarán agradecidos de que usted pueda supervisarlos. —Harris acompañó a Fields hasta la camioneta de Nick.

Quinn no pudo evitar una sonrisa.

—No pensé que Fields pudiera manipular a Harris de esa manera. Parece tan… Doogie Hauser.

Olivia rio.

—Eric tiene un currículum impresionante y, entre otras cosas, ha dirigido el laboratorio de criminología de Oklahoma City. Trabajó en estrecha colaboración con nuestra gente después del atentado de mil novecientos noventa y cinco y se siente muy afortunado de contar con nuestra ayuda en su laboratorio. No es habitual que nos acojan con tanta amabilidad.

—Harris es como una piedra en el zapato —dijo Quinn.

—Cuando Nick lo nombró primer ayudante, le dije que tendría problemas —añadió Miranda—. Harris fue su rival en las elecciones.

—Eso lo explica todo.

Los ojos de Miranda se llenaron de lágrimas que no llegó a derramar cuando miró por el camino hacia la camioneta de Nick.

—Quinn, Nick está muerto, ¿no?

—Eso no lo sabemos —dijo Quinn. Lo embargaba la tristeza al verla en ese estado. Le tocó el brazo—. Todavía no sabemos gran cosa. Piensa en positivo.

Ella lo miró, mordiéndose el labio.

—¡Me siento tan impotente!

—Pues no tienes porqué. Tenemos a dos agentes revisando los archivos en este mismo momento, basándonos en la información que nos ha dado el profesor Austin. Una lista que quedará reducida a unos cuantos nombres. Y dos agentes más que llegan esta noche. Más temprano que tarde, tendremos noticias. Nos estamos acercando, Miranda. Vamos a atrapar a este tío. Lo presiento.

—¿Antes de que mate a Ashley?

—Dios mío, eso espero.

Veinte minutos más tarde, el doctor Fields llamó a Quinn. Se acercaron al coche de Fields.

—¿Han encontrado algo? —preguntó Quinn.

El director del laboratorio dio un golpecito a la bolsa que llevaba.

—Voy a encargarme de las pruebas. Han limpiado el interior a fondo.

—¿No hay huellas dactilares?

—En el volante no hay huellas de Nick ni de nadie más. Ni en el salpicadero ni en las puertas. Harris ha dicho que tenía un testigo, un camionero, el hombre que informó sobre el vehículo abandonado.

—¿Testigo? —Quinn estaba que echaba humo. Harris estaba reteniendo información valiosa. Si se obcecaba en esa actitud, Quinn estaba preparado para asumir la autoridad y detener a ese imbécil por obstrucción a la justicia.

—El testigo no vio a nadie dentro ni alrededor del coche. Venía por este camino a la una y media de esta tarde, siguió en dirección sur por la ciento noventa y uno y se detuvo a comer y echar gasolina, a unos cinco kilómetros de aquí. Lo tiene todo registrado en su libro de viaje. Salió del restaurante a las tres y el todoterreno del sheriff estaba aquí. Dice que casi chocó con él después de tornar la curva. Llamó enseguida para avisar.

—Eso nos da una referencia en el tiempo. Bien. —Quinn intentaba darle un sentido a esa información—. Alguien dejó aquí el coche de Nick. ¿Por qué? Porque quería que lo encontraran. Lo podrían haber dejado en un millón de lugares para que nadie lo viera en días, o quién sabe cuándo. Lo han hecho para distraer —dijo, respondiendo a su propia pregunta.

—A mí me parece razonable —dijo Fields—. Una cosa más. A pesar de que limpiaron el coche, he podido recoger unas muestras de tierra del acanalado del pedal de freno. A primera vista, parece el mismo tipo de arcilla que encontramos en el asesinato de Douglas. Es una muestra pequeña, menos de un gramo. No puedo decir con seguridad si son idénticas hasta hacer unas pruebas, pero creo que por cautela deberíamos suponer que proviene del mismo lugar.

—Lo cual significa que el Carnicero tiene a Nick.

Olivia y el doctor Fields dejaron la escena junto al camino para volver a Helena. Quinn y Miranda volvieron al despacho del sheriff y, cuando llegaron, el agente Booker les pidió que fueran a verlo.

—Tenemos cuatro posibles sospechosos —dijo; sus ojos claros saltaban de un lado a otro, emocionado—. No puedo creer que de todos esos nombres hayamos llegado a esto tan rápido.

—Hay que seguir el rastro de las pruebas —dijo Quinn—. Todos los detalles sirven. —Cogió la lista de manos de Booker, sabiendo que Miranda miraba por encima de su hombro.

—El primer tío —dijo Booker— todavía trabaja en el campus. Mitch Groggins. Es cocinero en la cafetería. Lleva diecisiete años ahí. Tiene cuarenta años. Su madre vive en Green River, Utah.

Quinn asintió, con todo el cuerpo vibrando de expectación. Esa era la lista. El asesino era uno de esos nombres. Lo intuía.

—¿Habéis hablado con su madre? ¿O averiguado si estuvo de visita recientemente?

Booker negó con la cabeza.

—Hemos estado ocupados reduciendo la lista. No hemos tenido tiempo. Lo siento…

Quinn alzó una mano.

—Habéis hecho lo correcto —dijo, y anotó algo en su libreta.

—El próximo en la lista se licenció un año después de que desapareció Penny Thompson. Solo hacía una asignatura con ella, de biología avanzada, y no vivía en una de las residencias universitarias. Se llama David Larsen. Abandonó la ciudad después de licenciarse y aprobó un máster en biología de la fauna salvaje en la Universidad de Denver. He mirado su expediente y está en nómina en la universidad.

Denver… aquello estaba en el centro de Colorado. Quinn consultó el mapa que les había dejado el profesor Austin. Denver quedaba fuera de la región. Aun así, era probable que un biólogo especializado en fauna salvaje realizara parte de su trabajo al aire libre. Se justificaba un seguimiento para averiguar si hacía trabajo de campo.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Quinn, buscando las hojas de datos en la carpeta elaborada por Booker.

—Treinta y siete.

—Vale. ¿El siguiente?

—Bryce Younger. Treinta y cinco años. Estaba en el primer curso cuando desapareció Penny. Vivían en el mismo edificio del campus, en North Hedges. La Universidad de Montana tenía dormitorios mixtos; ya sabes, los chicos en una planta, las chicas en otra.

—Lo sé —dijo Quinn.

—Así que él estaba una planta por debajo de Penny. Se conocían. Seguían una asignatura juntos. Y luego, mira esto, es originario de Utah. Volvió allí después de licenciarse y trabaja en la construcción. No está casado, no tiene hijos.

En la construcción. Significaba que estaría en buena forma, capaz de neutralizar físicamente a una mujer.

—¿Hay algo que indique que haya venido a Montana recientemente?

—Su empresa de construcción es muy grande, tienen proyectos por todo el oeste de Estados Unidos, entre ellos la construcción del nuevo edificio de ciencias, en Missoula.

La Universidad de Montana en Missoula quedaba a unas dos horas al noroeste de Bozeman.

—El último tipo de la lista tiene cuarenta y cinco años; es un poco mayor que los demás. Brad Palmer. Trabajaba como auxiliar en una de las asignaturas de Penny y se marchó poco después de que ella desapareciera. Habían salido juntos. Tiene pinta de jugador de rugby. Por lo visto, consiguió una beca deportiva para jugar en Stanford, pero se lesionó la rodilla. Se graduó, trabajó de entrenador en el equipo de un instituto. Vino aquí para hacer una licenciatura en ingeniería mecánica. Según el expediente, lo interrogaron varias veces, pero no pudieron acusarlo de nada.

—Pero, mira esto —añadió Booker—. Vive en Grand Junction, Colorado.

Quinn miró su mapa. Ahí estaba, Grand Junction, justo en la línea dibujada por el profesor Austin.

• • •

Miranda escuchaba cómo Quinn tomaba el mando. Tenía que reconocer que sabía hacerlo.

Miró las fotos de los cuatro hombres. Cualquiera de ellos podía ser el Carnicero. Sintió que se le ponía la carne de gallina.

Se quedó sentada en un rincón, absorbiendo las órdenes de Quinn en lugar de escucharlas. Llamó a los dos agentes que esperaban esa noche y los desvió hacia Colorado. Primero a Grand Junction, para comprobar lo del ex novio, y luego a Denver, a investigar al biólogo.

Quinn también llamó a la policía de St. George; les informó de la investigación en curso y les pidió que averiguaran algo sobre Bryce Younger. Mandó a Booker y Zachary a Missouri a investigar al propietario de la empresa de construcción y para saber si Younger había viajado a Montana en las últimas tres semanas. Quinn no dejaba el teléfono, mientras despachaba a los agentes y se preocupaba de mimar la vanidad de Sam Harris, todo a la vez.

Miranda percibía todo aquello desde la periferia. Se concentró en las fotos de la universidad de los cuatro hombres. Se los imaginó, uno tras otro, disparándole a Sharon por la espalda. No podía quitarse de la cabeza la imagen de cada uno de ellos atándola, violándola. Y luego alimentándola con pan y agua, como si fuera un pájaro herido.

No había querido volver a ese recuerdo pero, en realidad, ya estaba en él. Intentó sustraerse al dolor pero, una vez rotas las barreras, este la arrasaba con toda su fuerza.

En el fondo, quería volver a casa y dejar a Quinn hacer su trabajo. ¿Qué haría ella en medio de todo aquello? Trabajaba para la oficina del sheriff, pero no era poli. Buscaba a personas perdidas. A veces las encontraba. Pero nunca olvidaría a todas las mujeres que no había encontrado, o a las que había descubierto demasiado tarde.

Ahora, aunque corriera a ocultarse en la comodidad de sus mantas, el Carnicero seguiría rondando. Ashley van Auden seguiría atada al suelo, padeciendo frío y adolorida, segura de que iba a morir y de que no le importaba a nadie, después de llegar a la conclusión de que nadie la salvaría. Nick seguiría desaparecido. ¿Estaría muerto? Por favor, no.

Pero ¿cómo podía estar vivo? ¿Para qué lo mantendría con vida el Carnicero? No lo haría. Lo mataría y abandonaría su cuerpo. Puede que no lo encontraran hasta mucho después de desenmascarar a ese asesino.

Siempre se había preguntado si sería capaz de enfrentarse al hombre que la había atacado. Después de todos esos años, de las pesadillas y los sacrificios, quizá finalmente estaban a punto de echarle el guante.

—Vamos —le dijo Quinn a Miranda.

Ella alzó la mirada. No se había dado cuenta de que la sala se había vaciado, ni de que Quinn estaba ante ella en actitud de espera.

—¿A dónde?

—A la universidad. A hablar con Mitch Groggins. —Quinn miró su reloj—. Acabo de hablar con el encargado de la cafetería. Groggins está de turno hasta las nueve de la noche. Deberíamos poder hablar con él.

—¿Yo? —preguntó ella, parpadeando. ¿Acaso le estaba pidiendo que lo acompañara? ¿Qué se acercara a solo unos metros del hombre que podía ser el Carnicero?

Quinn se la quedó mirando. Su rostro era inexpresivo, pero sus ojos le preguntaban: «¿No has prestado atención en los últimos diez minutos?».

—Supongo que estaba distraída. No sé de qué te serviría.

Miranda quería ir, quería desesperadamente enfrentarse a los cuatro hombres y oírlos hablar. Cerrar los ojos y escuchar la cadencia de sus voces. Sabría quién era el Carnicero porque oía su voz en sus pesadillas.

Quizás había llegado el momento. Si Mitch Groggins era el Carnicero, lo tendrían entre rejas hoy mismo. ¿Por qué vacilaba?

Quinn se sentó a su lado y le cogió las manos. Estaban solos. Todos los demás se habían marchado a cumplir con las tareas asignadas. Miranda no quería sentirse tan inútil, tan asustada, pero no podía evitarlo.

—Estás temblando —dijo Quinn, con voz queda.

—¿Qué pasará si es Groggins? Yo… —dijo, y guardó silencio—. Quizá tú tenías razón.

—¿Perdón?

—Acerca de mí. No estoy hecha para trabajar en el FBI. No sé cómo podré enfrentarme a él sin ponerme a gritar o sin intentar arrancarle los ojos. Siempre había pensado que cuando me enterara de quién era el Carnicero, cuando estuviera entre rejas, podría ponerme delante y escupirle a la cara, decirle que le iban a inyectar veneno y que moriría y se iría al infierno. Y que, de alguna manera, eso me haría sentirme entera de nuevo.

—Miranda, yo…

—Pero —interrumpió ella, porque no quería oír disculpas ni mentiras piadosas que la aliviaran—, ahora que de verdad estamos cerca, ahora que creo por primera vez en doce años que lo vamos a detener, no sé si podré mirarlo a los ojos después de lo que me hizo. —La voz se le quebró y se apartó de Quinn—. Hiciste bien en no dejar que me aceptaran en la Academia.

Quinn le cogió el mentón, la obligó a mirarlo. Ella intentó contener las lágrimas, esperando ver en él una mirada de ya te lo había dicho yo. Pero, por el contrario, lo que tenía era la mandíbula apretada y su mirada era de rabia.

—Eres capaz de hacer cualquier cosa que te propongas, Miranda. Nunca he dudado de tu fuerza ni de tu habilidad. Habrías sido una excelente agente del FBI. Solo que en ese momento pensé que querías serlo por motivos equivocados. Que nunca te habrías contentado con que te destinaran a Florida ni a trabajar en la investigación de atracos de bancos o en los casos de corrupción política en Washington D. C. Pensaba que solo te sentirías satisfecha si fueras una agente permanente aquí, en Montana, trabajando en esta investigación.

»Quería que te tomaras un año para que pensaras seriamente en lo que necesitabas en tu carrera. Estabas tan convencida de que podrías dar con el Carnicero en cuanto tuvieras la placa, que todas tus decisiones partían de él, no de ti. Yo estaba muy orgulloso de lo que habías conseguido en la Academia. Y tú también deberías estar orgullosa. No solo fuiste una alumna excepcional allí, sino que has sido un pilar fundamental de la oficina del sheriff aquí.

—Todo lo que he hecho, todo aquello en que me he convertido, ha sido a causa de él. No sé quién soy. —Miranda intentó girarse, pero Quinn no la dejó.

Nunca he dejado de amarte.

Ella no merecía estar con Quinn. Llevaba más de diez años culpándolo a él de lo sucedido en la Academia, cuando lo único que tenía que hacer era mirarse en un espejo para ver a la verdadera culpable.

Los ojos de Quinn se llenaron de emoción.

—Sé muy bien quién eres. Y nunca he admirado a nadie tanto como a ti.

—Yo no…

—Tenemos que irnos. Tú puedes hacerlo. Yo estaré ahí contigo. No dejaré que jamás vuelva a hacerte daño.

Miranda se dio cuenta de que asentía. No sabía si podía creer en él, pero él tenía fe en ella.

Se prometió a sí misma que no lo decepcionaría. Ni tampoco a sí misma.

• • •

Mitch Groggins no era el Carnicero.

Si bien era de una estatura aproximada a su agresor, que Miranda había calculado vagamente entre un metro ochenta y un metro ochenta y ocho, dato que era común a la mitad de los hombres mayores de dieciocho años, Groggins era un hombre delgado. Y no tenía la misma constitución física.

Sin embargo, habían pasado doce años desde que ella viera su silueta.

En cuanto escuchó su voz, un tono agudo y nasal, supo más allá de toda sospecha que no era el Carnicero. No supo si sentir alivio o miedo.

Por otro lado, lo había conseguido. Se había enfrentado a un sospechoso y no le había gritado ni arrancado los ojos. Estaba aterrorizada, pero se plantó ante él y se sintió más fuerte por ello, aunque Groggins fuera inocente.

Quinn estaba preocupado por Miranda mientras conducía su jeep de vuelta a la hostería. No hacía falta que le dijera que estaba cansada, física y emocionalmente. Después de haberse preparado para enfrentar a Groggins como si fuera el Carnicero, y luego descubrir que no lo era, Miranda se sentía vacía. Quinn deseaba ayudarla a recomponerse, estrecharla en sus brazos, ayudarle a encontrar su entereza.

Él sabía que la valentía no la había abandonado. Tenía la esperanza de que ella también se diera cuenta. Conocer a Groggins era el primer paso.

La policía de St. George, Utah, llamó a Quinn a su celular cuando estaban a medio camino de la hostería. Younger, el dueño de la empresa de construcción, se había mostrado beligerante. Sin embargo, el hecho de que estuviera en Utah en ese momento lo situaba al final de la lista, si es que no lo descartaba del todo. Declaró que estaba en su despacho todo el día y la policía local se encargaría de comprobar su coartada.

La única manera de que Younger pudiera volver a Utah desde Montana después de que encontraran la camioneta de Nick era volando. Quinn llamó al FBI y encargó a alguien que buscara en los vuelos con destino o salida desde Las Vegas, el aeropuerto más cercano, a St. George, y que hiciera lo mismo en los pequeños aeropuertos locales.

Volvió a llamar a Colleen Thorne, su compañera de trabajo ocasional, que ya estaba en Grand Junction para ir a ver a Palmer, el novio de Penny Thompson en el momento de su desaparición.

—Ahora Palmer encabeza la lista —dijo, cuando Colleen respondió a la llamada. Le contó lo de Groggins y Younger—. Procura actuar con cautela.

—Eso haré, pero ¿no crees que si es el Carnicero no estará en casa?

—Grand Junction no queda demasiado lejos de Bozeman. Unas diez horas, quizá. Habrá vuelto para no levantar sospechas. Pero si no está, pondremos una orden de búsqueda para interrogarlo.

—Te contaré qué pasa. Estamos a punto de llegar a su casa. También he podido con el rector de la Universidad de Denver —dijo.

—¿Y?

—Está muy dispuesto a echar una mano. Se pondrá en contacto con el director del departamento de biología de la fauna salvaje para averiguar en qué proyectos trabaja Larsen. Seguramente hablaremos con el director y con Larsen mañana por la mañana. Era tarde, así que nos ha costado un poco dar con ellos. Pero tengo la dirección de Larsen, que tiene un pequeño piso cerca de la universidad, y una foto actualizada de su carné de empleado. ¿Quieres que te la mande?

—¿Ahora?

—Lo tengo en mi Blackberry.

Quinn sonrió y sacudió la cabeza.

—Vaya, tecnología punta. Claro, mándamelo a mí correo. Me lo bajaré en cuanto llegue a la hostería.

Colgó y dobló por el camino de la entrada de la hostería. Al mirar de reojo, le pareció que Miranda estaba dormida, aunque sabía que no del todo.

Lo que había dicho en la oficina del sheriff iba en serio, pero sabía que ella no le creía. En realidad, no podía culparla. Miranda llevaba diez años elucubrando las peores fantasías sobre por qué Quinn había hecho lo que hizo. Él intentó explicárselo entonces pero debería haber perseverado. La amaba, y no debería haber renunciado a ella ni pensado que entraría en razón por sí sola.

Ella tuvo miedo, y estaba preocupada y enfadada. Aunque hubiese visto la verdad en aquel momento, era demasiado testaruda como para reconocerlo.

Sin embargo, parte de su fuerza residía en esa tenacidad. Su inquebrantable determinación le ayudaba a sobrevivir. Era la base de su carácter, la motivación necesaria para seguir adelante cuando lo tenía casi todo en contra.

A él le fascinaba ese rasgo de ella.

Al mismo tiempo, Miranda era una mujer insegura en lo que se refería a sus propios puntos fuertes y sus temores, y también, en cuanto a que el miedo le ganara la partida. ¿Cómo convencerla de que sabría perseverar? ¿Cómo explicarle que ser un agente del FBI no anularía su miedo?

Quinn se detuvo en la entrada y quitó la llave del contacto.

—¿Miranda?

—¿Sí? —preguntó con voz cansina.

—¿Has oído mi conversación con Colleen?

—Sí.

—¿Quieres que hablemos de ello? ¿Tienes alguna pregunta?

—Ninguna pregunta. —Miranda calló y abrió los ojos—. Espero que sea uno de ellos, Quinn. Si no, habremos vuelto al comienzo.

—Es uno de ellos.

—¿Es la voz de la experiencia la que habla? —preguntó ella, con un amago de sonrisa.

—No, es mi intuición. Escucha la tuya.

—De acuerdo —dijo ella, y fue a abrir la puerta.

—Deja que te acompañe hasta tu cabaña —dijo él.

Ella asintió y lo besó suavemente en la mejilla.

—Gracias.

• • •

Santo Dios, ¿cuándo acabaría aquello?

Mucho rato después de que el sol se llevara el poco calor que proyectaba sobre esa barraca oscura y húmeda y se hubiera retirado por la noche. Mucho después de que el primer aullido de un coyote cortara la profunda quietud. Mucho después de que Ashley dejara de llorar en su sueño, Nick permanecía despierto, esperando.

El Carnicero volvería. Y él nada podía hacer para proteger a Ashley.

Nunca habría imaginado que la noche pudiera ser tan insoportable.

Cada vez que intentaba aflojar las cuerdas de las manos, estas se tensaban más y tiraban de los pies, a los que estaban atadas. Nick estaba aplastado contra la pared, y Ashley seguía en el centro de la pequeña habitación. Por fin dormía, por fin tenía un poco de paz después de un día de angustias que no cesaban.

Cuando se le despejó un poco la cabeza, Nick le pidió a Ashley que se arrastrara hasta él e intentara deshacerle los nudos. Pero ella estaba encadenada al suelo y no podía moverse. Y cada vez que él intentaba acercarse, las ataduras se apretaban.

Nick intentaba asegurarle que encontrarían una manera de salir. Quería convencerla de que sus hombres y el FBI estaban a punto de descubrir la identidad del asesino.

Pero ¿cómo sabrían dónde mirar? Nick no sabía quién era el Carnicero, solo que merodeaba por la propiedad de los Parker. Podía ser un amigo, un inquilino o un empleado de Richard Parker. O, quizás, un intruso. O el propio Richard Parker.

¿Seguiría Quinn sus huellas? ¿Vería lo que él había visto? No era demasiado probable. Mientras subía hacia las tierras de Parker, él mismo creía que se había lanzado tras una pista falsa. El hecho de haber nacido y crecido en el sudoeste de Montana le permitía entender algunas cosas sobre las tierras y los registros de propiedad, pero más gracias a la perspectiva de la historia y de la experiencia que al seguimiento de pruebas sólidas.

Saber que tenía buena intuición no lo hacía sentirse mejor. Iba a morir. Y Ashley tendría que soportar las horribles vejaciones, y luego sería cazada y degollada.

Tenía que encontrar una manera de salir de ahí.

Las criaturas de la noche de repente se callaron, como si de pronto se percataran de la presencia de un depredador más grande y peligroso. Nick aguzó los oídos. Alguien se acercaba a la barraca.

Al cabo de un momento, se giró la cadena de la puerta y resonaron los eslabones. Nick sintió que Ashley se despertaba de golpe.

—No —gimió—. Otra vez, no.

—Tranquila —dijo él, con voz ronca.

—No, ¡tranquila, no! ¡No puedo estar tranquila!

En la barraca hacía un frío penetrante, pero cuando la puerta se abrió y el viento de la noche llegó hasta él como un manto gélido, se estremeció. Por primera vez, se dio cuenta de lo helada que debía estar Ashley.

La puerta se cerró. El Carnicero no dijo palabra.

Nick oyó el claqueteo de algo metálico, y Ashley lanzó un grito de dolor.

—¡Basta! ¡No le hagas daño!

Nick le hablaba al violador mientras intentaba zafarse de sus cuerdas. Ashley no paraba de gritar, y luego comenzó a sollozar, hasta que un grito horrible rasgó el silencio de la noche.

El violador hablaba, tal como había dicho Miranda. Alguna palabra suelta… mía, para siempre…, con gruñidos y el ruido de un gran esfuerzo.

A Nick se le saltaron las lágrimas. De puro odio. Rabia. Impotencia. Oyó el entrechocar de las carnes desnudas mientras el Carnicero violaba a Ashley y usaba algo metálico para pincharla. Sus pechos.

Él había visto las cicatrices de Miranda. Ahora sabía cómo le había infligido las heridas.

¿Cómo había sobrevivido Miranda a una tortura tan brutal? ¿Para luego convertirse en la mujer fuerte y valiente que era? La venda que no lo dejaba ver había caído. Entendió que Miranda era más que una víctima, más que una superviviente.

Era la vencedora.

Ashley volvió a gritar y a sollozar. El silencio casi absoluto del Carnicero era más desconcertante que si lo hubiera oído gritar obscenidades. Como si al guardar silencio se quisiera demostrar algo a sí mismo.

Nick no supo cuánto tiempo el Carnicero siguió torturando a Ashley. Era como si no se percatara de la presencia de él. Ignoró todas sus súplicas, maldiciones y acusaciones. Al final, salió. Y cerró la puerta con la cadena. Ashley permanecía en silencio.

¿La habría matado?

No, no haría eso. La necesitaba para la caza. Quizá se hubiera desmayado. Escuchó aguantando el aliento hasta que tuvo la seguridad de que respiraba.

Nick quería consolar a la chica, pero no sabía qué decir. ¿Qué podía decir él para borrar el dolor y la humillación de lo que Ashley acababa de vivir?

Decidió prepararse mentalmente para la huida. Quizás el Carnicero viera como un desafío cazar al sheriff. Nick tenía que idear algún tipo de manipulación psicológica para convencerlo de que lo soltara.

Disparas a mujeres jóvenes por la espalda. ¿No eres lo bastante bueno para cazar a un hombre?

Las mujeres son fáciles. Lloran y tropiezan y te suplican misericordia. ¿Qué hay de deportivo en eso? Si me sueltas, no podrás alcanzarme. Así veremos si das la talla.

Si podía provocar al Carnicero para que se decidiera a cazarlo, quizá le diera a Ashley una verdadera oportunidad para escapar. Tenía que convencerla para que corriera en la dirección contraria.

Y que no mirara atrás.

• • •

La Puta le advirtió que no usara más la cabaña en caso de que el poli le hubiera contado a alguien a dónde se dirigía. La Puta creía que seguía mandando.

A él no le importaba dormir al aire libre. Tenía un saco de dormir para bajas temperaturas, una manta térmica y café caliente que había comprado en una gasolinera después de dejar a su chica.

Era difícil concentrarse en ella con ese maldito poli al lado que no callaba. Pensó en matarlo y acabar de una vez… Igual, al final lo mataría. Aunque la idea de cazar a un poli lo entusiasmaba. Sería una presa difícil. Incluso puede que tratara de atacarlo.

Pero el poli perdería, desde luego.

Estoy en la mejor forma posible.

Se puso a cavilar sobre cómo atar algunos cabos sueltos. La Puta le dijo que no podía tener a Miranda Moore. Eso cambiaría. La Puta ya no mandaba.

Mataría a la que consiguió escapar. Qué duro había sido. Lo perseguía hasta en sus sueños. Ahí donde veía su foto, había una pesadilla en ciernes. Él no recordaba toda la pesadilla, solo que se despertaba empapado en sudor, todavía viva la imagen de ella cortándole el corazón de un tajo para luego devorarlo, mientras él miraba.

Y entonces se transformaba en su madre.

Se dio cuenta de que luchaba contra su saco de dormir. Se obligó a relajarse. No pienses en ella. Ella estaba muerta, acabada. Eso estaba bien. ¿Por qué habría de pensar en su madre?

Era Miranda. Ella era la culpable de que volvieran los malos recuerdos. La que se había escapado.

La Puta no dejaría que la matara, pero a él ya no le importaba. Si insistía, también le cortaría el cuello.

Quizá lo hiciera de todas maneras.