Doce años más tarde.

Nick Thomas observó la silueta del menudo cuerpo bajo la lona de color amarillo chillón. Se apretó el puente de la nariz y tragó con tanta rabia que le dejó un amargo sabor de boca. El hedor de la muerte estaba en el ambiente, y Nick se giró para apartarse.

Todavía conservaba en la mente la imagen del cuerpo inerte y descoyuntado de la chica de veinte años, Rebecca Douglas, tal como la había encontrado solo una hora antes.

—¿Sheriff?

Nick alzó la vista y vio que se acercaba su ayudante Lance Booker, un tipo bien plantado, un buen poli, aunque todavía un poco inexperto. Se parecía mucho a él hacía doce años, cuando lo enviaron a inspeccionar la escena de su primer caso de asesinato.

—Dime.

—Jim dice que en la carretera hay un tipo que dice ser del FBI. Quiere que lo dejen pasar. Quincy Peterson.

Quinn. Nick llevaba años sin verlo. Diez años, para ser exactos. Pero mantenían una correspondencia por correo electrónico desde que a él lo habían elegido sheriff, hacía tres años. Después del episodio de las hermanas Croft.

Ahora ya eran siete las chicas muertas. Al menos eran siete los casos de los que ellos estaban al corriente.

—Que lo dejen pasar.

—Sí, señor. —Booker frunció el ceño, pero transmitió la orden por radio. En los asuntos que por regla general caían bajo su jurisdicción, los agentes de policía no miraban con buenos ojos las injerencias del exterior, y normalmente Nick reaccionaba de la misma manera. No mencionó que la visita de Quinn se debía a la llamada que él mismo había hecho la semana anterior.

Nick se giró y se alejó del ayudante y de la lona amarilla, hasta el sendero donde habían encontrado las últimas huellas de Rebecca Douglas. Se agachó junto a una huella de pisada inservible, una huella informe en el lodo que empezaba a endurecerse. Quizá fuera la última pisada de Rebecca. O del asesino. Había llovido casi treinta centímetros en los últimos días, diluvio suficiente para saturar un terreno que acababa de recuperarse de un invierno frío y lluvioso típico de Montana. Las nubes se habían abierto esa mañana, y el cielo era de un azul tan intenso y el aire tan fresco que Nick habría salido a disfrutar del bello día si no lo hubieran llamado a la escena de un crimen.

Cerró los ojos y aspiró el aire limpio y chispeante del valle de Gallatin. A Nick le encantaba Montana, sus enormes espacios y la majestuosidad de sus montañas, sus rápidos y sus verdes valles, sus amplios cielos. La gente también era buena, con los pies bien plantados en la tierra. Se preocupaban por sus vecinos y cuidaban de los suyos. Al recibirse la denuncia de la desaparición de Rebecca Douglas, cientos de hombres y mujeres, incluidos muchos compañeros de la universidad donde había estudiado, se habían echado al bosque a peinar cada palmo de tierra entre Bozeman y Yellowstone.

Nick apretó la mandíbula con furia reprimida. Era gente buena, todos excepto uno. Uno que había matado a Rebecca y a otras seis mujeres en los últimos quince años. Y otras mujeres todavía figuraban como desaparecidas. ¿Encontrarían sus cuerpos algún día? ¿Quizás el feroz clima de Montana o los depredadores habían acabado con sus restos? Nunca olvidaría el día que encontraron los despojos de Penny Thompson; solo un cráneo y unos cuantos huesos desperdigados. La identificaron por la dentadura.

Nick miró a su alrededor. Hacia abajo crecían sobre todo los enormes pinos. Más arriba en el monte, los árboles empezaban a ralear. El camino antiguo por donde había venido estaba flanqueado por una maleza impenetrable y no figuraba en los mapas. Probablemente era un sendero antiguamente utilizado para bajar los troncos y, al parecer, acababa ahí, en un claro natural de unos pocos metros cuadrados. En el borde de aquel claro yacía el cuerpo de Rebecca.

Marcarían la zona con una trama y buscarían cualquier pista que pudiera conducirlos al asesino. Sin embargo, si se trataba del mismo cabrón de siempre, no encontrarían nada. Aquel individuo llevaba a cabo sus crímenes con una meticulosidad tan endemoniadamente elaborada que ni siquiera la única sobreviviente que había habido podía decirles gran cosa. La derrota era un peso difícil de sobrellevar para Nick, pero no se daba por vencido.

A veces, odiaba su trabajo.

Se giró al ver que un vehículo todoterreno se acercaba al claro, lanzando piedras y barro por las cuatro ruedas. El sol se reflejó en el parabrisas y Nick se protegió los ojos para ver llegar a Quinn.

El todoterreno se detuvo con un frenazo detrás de la camioneta verde oscura de la policía que conducía Nick. Se abrió la puerta del conductor y bajó Quincy Peterson. Dio un portazo y se acercó a Nick a grandes zancadas. Quinn no había cambiado demasiado desde la última vez que lo había visto, y todavía se parecía más a un joven supermodelo que a un veterano con quince años en el FBI. Nick se incorporó y se limpió el polvo de los vaqueros.

—¿Rebecca Douglas? —Quinn señaló el cuerpo tapado con un gesto de la cabeza. Su rostro era inexpresivo, pero en sus ojos ardía la misma rabia y tristeza que sentía Nick.

—Así es. Nos falta la identificación definitiva, pero… —No había dudas de que era la mujer desaparecida. Nick miró a Quinn y frunció el ceño al ver el parche que su amigo llevaba por encima de la ceja izquierda.

—¿Qué es eso? ¿Una pelea en el bar? —inquirió, en broma.

Quinn se tocó el parche como si se hubiera olvidado de que lo llevaba puesto.

—Los últimos días han sido muy movidos —dijo—. Te lo contaré más tarde. —Echó una mirada alrededor—. ¿Cuándo vas a procesar la escena?

—Quería que tú la vieras primero, pero tengo a mis hombres esperando en la carretera.

Nick no sabía bien por qué el federal lo hacía sentirse tan inferior. Quizá tuviera algo que ver con la sobria seguridad con que se desenvolvía, con su habilidad para descartar lo superfluo y siempre llegar al corazón del asunto. O quizá fuera porque él había vomitado hasta las tripas en su primera escena del crimen, y Quincy Peterson no.

O también porque la mujer que Nick amaba estaba enamorada de Quinn.

Fuera lo que fuera, no había nadie en quien Nick pudiera confiar más que en el Agente Especial Quincy Peterson.

Quinn se agachó, se puso los guantes de látex y levantó la lona. Apretó la mandíbula y, al mirar el cadáver, una vena le tembló en el cuello.

Rebecca había sido una chica bella. Ahora tenía el largo pelo rubio enmarañado y endurecido por el lodo seco. Aquella cara alegre, reproducida en miles de octavillas distribuidas por la ciudad, había desaparecido. Estaba hinchada, y su pobre cuerpo sembrado de hematomas tenía ese aspecto grotesco que da la muerte. Las lluvias de los últimos días habían limpiado parte de la suciedad de su cuerpo desnudo, ahora pálido y azulado.

Le habían cortado el cuello, abierto en un tajo profundo con un cuchillo muy afilado, aunque apenas quedaban rastros de sangre, ya que la lluvia los había deslavado y filtrado en el suelo, junto con todo lo que pudiera utilizarse como prueba. El cuerpo mostraba señales de abusos y torturas, se adivinaba en el reguero de heridas de todo tipo y de manchas violáceas. Tenía los pechos como aplastados por una especie de enorme tornillo. Aquellas marcas extrañas habrían pasado desapercibidas para la mayoría de ojos expertos, pero tanto Nick como Quinn habían leído los informes del forense en los otros seis casos de mujeres asesinadas en ese bosque, y ya estaban familiarizados con el modus operandi del asesino.

Quinn retiró la lona para mirar las piernas y los pies de la víctima, algo que Nick también había hecho al llegar a la escena del crimen. La pierna izquierda estaba torcida y rota. Tenía los pies llenos de abrasiones y cortes profundos. De tanto correr descalza.

Era una chica delgada, y tan pálida y vacía. En términos clínicos, su piel demacrada decía a los forenses que Rebecca se había desangrado hasta la muerte. Había muerto rápidamente. Nadie podía sobrevivir mucho tiempo con la carótida abierta de un tajo. Era un triste consuelo después de la semana de terror que había vivido la chica.

Quinn tapó el cuerpo.

—¿Han llamado al forense?

—Llegará a mediodía —dijo Nick, asintiendo con la cabeza—. Estaba en medio de la autopsia de aquel escalador que encontramos en las montañas más al norte hace unos días.

—Y ¿quién encontró el cuerpo?

—Tres chicos… los hermanos McClain y Ryan Parker. Los Parker tienen una hacienda, a unos cinco o seis kilómetros de aquí. Los chicos salieron a caballo a disparar con sus rifles calibre veintidós, conejos, ya sabes. —Se encogió de hombros y añadió—: Es sábado.

—¿Dónde están ahora?

—Un ayudante del sheriff los ha llevado a casa. Les dijo que se quedaran donde los Parker y no se movieran hasta que yo llegara.

Quinn asintió, recorriendo con la mirada la escena que Nick había delimitado con la cinta negra de la policía. Observó el claro, el viejo sendero, los árboles.

—Parece que llegó a través de esos arbustos, más allá —dijo Nick, y señaló el lugar—. Le he echado un vistazo pero todavía no he bajado por el sendero.

—Si a eso se le puede llamar sendero —dijo Quinn, frunciendo el ceño ante la espesura de la vegetación—. Echaré una mirada rápida mientras llamas a tu equipo. ¿Cuántos hombres tienes?

—En este momento, tengo a una docena de mis hombres, y vendrán otros más tarde, además de un especialista en escenas de crimen. Necesitaré voluntarios, si queremos hacerlo bien.

—De acuerdo. Cuantos más ojos, mejor, pero nada de listillos. No queremos que nadie se dedique a hacer chapuzas.

Quinn le puso una mano en el hombro a Nick.

—Ya sé que esperabas que el muy cabrón la palmara después de que encontraron a Ellen y a Elaine Croft. Siento no haber venido personalmente en esa ocasión, pero la agente Thorne es buena. Habría encontrado alguna cosa.

Nick estaba de acuerdo, pero seguía sintiendo la misma impotencia. El Carnicero era el único cabrón que se había salido con la suya durante su mandato como sheriff.

—Han pasado tres puñeteros años. Tres años desde la última vez que mató. Y no teníamos nada en aquel momento, ni pistas, ni sospechosos.

—Y hay más chicas desaparecidas. —Quinn no tenía por qué recordárselo. Las chicas desaparecidas se le aparecían a Nick en sus sueños.

—Ha sido lento, pero estamos recogiendo pruebas —siguió Quinn—. Tenemos casquillos, balas, una huella digital parcial en el medallón de Elaine Croft. Lo cogeremos. —Quinn se giró y Nick lo vio alejarse por el sendero. Hablaba con tanta seguridad. ¿Por qué él no habría de sentirse igual?

Volvió a mirar por última vez el cuerpo de Rebecca Douglas. Al menos tendría un entierro decente. Para su familia, sería un punto final. Pero no para él.

Pensó en Miranda.

Se dirigió a su furgoneta. Ya había ordenado que todos los agentes disponibles se dirigieran a aquel lugar. Y entonces oyó el ruido familiar del jeep rebotando en los baches del accidentado camino. No tenía que mirar el vehículo para saber quién se acercaba.

—Maldita sea.

El jeep rojo se detuvo bruscamente detrás del coche de alquiler de Peterson. Casi antes de detenerse, Miranda Moore bajó de un salto y, sin que el lodo fuera obstáculo para sus pesadas botas, se acercó a grandes zancadas. El ayudante Booker fue hacia ella, pero Miranda le lanzó una mirada furiosa mientras, sin detenerse, se ponía un anorak rojo sobre su camisa negra de franela. En cualquier otra situación, Nick habría sonreído al ver cómo se apartaba Booker.

Miranda fijó sus penetrantes ojos azules en él.

A Nick se le aceleró el corazón y sintió un retortijón en el estómago. Ojalá hubiera tenido más tiempo para prepararse para su inminente llegada. De haber sabido que se dirigía hacia allí, se habría mentalizado para el enfrentamiento.

—Miranda —dijo, al ver que se acercaba—, yo…

—¡Maldito seas, Nick! —dijo ella, dándole con el índice en el pecho—. ¡Maldita sea! —Nada intimidaba a Miranda. Aunque era alta para ser mujer, al menos un metro setenta y cinco, él le sacaba quince centímetros y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Lo normal sería que él la intimidara a ella, que cualquier hombre le diera miedo después de lo que había vivido pero, al final, no había de qué sorprenderse. Miranda era una superviviente nata. No dejaba que se notara su miedo.

—Miranda, iba a llamarte. No estaba seguro de que fuera Rebecca. No quería que tuvieras que volver a pasar por lo mismo.

En sus ojos oscuros vio que no le creía.

—A la mierda con eso. ¡A la mierda contigo! Me prometiste que llamarías. —Pasó a su lado y se acercó a la lona. Se quedó mirando el cuerpo cubierto. Tenía los puños cerrados con fuerza y hasta los hombros le temblaban de la tensión.

Nick quería detenerla, protegerla de tener que ver otra chica muerta. Sobre todo quería protegerla de sí misma.

Y ella siempre había dejado claro que no quería la protección de Nick.

Miranda hizo un esfuerzo por controlar su ira. No debería haberle gritado a Nick, pero ¡joder! Él se lo había prometido. Hacía siete días que buscaban a Rebecca, mientras las pesadillas le impedían dormir las pocas horas de sueño que se concedía. Nick le había prometido que sería la primera en saberlo cuando la encontraran.

Ni ella ni Nick confiaban en encontrar a Rebecca con vida.

Se quedó mirando la lona amarilla en medio de los tonos marrones de la tierra y respiró hondo, con la garganta enardecida por la rabia y un miedo frío como el hielo. Tenía los puños tan apretados que las uñas llegaron a hincársele en las palmas de las manos. Sabía que era Rebecca Douglas, pero tenía que verlo con sus propios ojos, tenía que obligarse a ver a la última víctima del Carnicero. Para hacerse más fuerte, para tener valor.

Para la venganza.

Enfundó sus largos dedos en los guantes de látex, se arrodilló junto a la mujer muerta y tocó el borde de la lona.

—Rebecca —dijo, con un susurro de voz—. No estás sola. Te lo prometo, lo encontraré. Pagará por lo que te ha hecho.

Tragó saliva, vaciló un momento y luego retiró la lona para ver a la chica en cuya búsqueda había invertido veinte horas al día durante la última semana.

Al principio, Miranda no vio la cara hinchada, el cuello rebanado o las múltiples heridas lavadas por la lluvia. La imagen de la chica de veinte años en el recuerdo de Miranda era bella, como lo había sido cuando estaba viva.

Candi, su mejor amiga, decía que Rebecca tenía una risa contagiosa. Se preocupaba por las personas que no tenían nada y, una noche a la semana, acudía como voluntaria para leer a los enfermos en el hospital de Deaconess, según había informado su tutor en la universidad, Ron Owens. Según Greg Marsh, su profesor de biología, Rebecca era una estudiante con excelentes notas en todas las asignaturas.

Rebecca no era una persona perfecta. Pero durante el tiempo que duró su desaparición nadie había hablado de las historias menos agradables.

Y nadie las repetiría ahora que había muerto.

Mientras la miraba, la imagen de Rebecca que había guardado tan cerca de su corazón durante las horas de búsqueda se fue transformando ante sus ojos hasta quedar convertida en un cuerpo descoyuntado.

—Eres libre —dijo—. Por fin libre.

Sharon, lo siento tanto.

—Ya nadie puede hacerte daño.

Se inclinó y le tocó el pelo, apartó un mechón a un lado y le cogió la mejilla en el cuenco de la mano.

Conserva la calma.

Repitió su mantra. ¿Cuántas veces tendría que pasar por lo mismo? ¿A cuántas chicas tendrían que enterrar? Había creído que con el tiempo sería más fácil. Pero si no lograba contener sus emociones en un reducto cerrado y protegido, temía que los interminables éxitos del Carnicero y su incapacidad para detenerlo acabarían pesándole hasta hundirla.

Muy a su pesar, Miranda volvió a cubrirle la cara con la lona. El gesto de cubrir el cuerpo le recordó a las otras chicas que habían encontrado. Le recordó a Sharon.

La mañana en que Miranda los condujo hasta el cuerpo de Sharon era tan fría que ella no dejaba de tiritar bajo la media docena de capas que llevaba puestas. Quiso volver el día después de ser rescatada, pero no le permitieron salir del hospital. Al intentar caminar sin ayuda, sus pies heridos le fallaron.

Estaba demasiado atontada para llorar, demasiado cansada para discutir. Hizo un mapa del lugar recordando todo lo que pudo, pero el equipo de rescate no logró encontrar a Sharon.

Miranda no soportaba la idea de que el cuerpo de su amiga quedara expuesto a la intemperie una noche más. A merced de osos pardos, pumas y buitres. Por eso, a la mañana siguiente, a pesar del dolor de los pies, condujo al equipo de rescate y a la policía al lugar donde yacía Sharon. Tenía que verla por última vez.

Puede que todavía estuviera sumida en un estado de shock. Fue lo que dijo el médico. Pero caminaba con ayuda. Sabía dónde había caído Sharon, jamás lo olvidaría. Los condujo hasta el sitio, y ahí la encontraron. Tal como había caído abatida por el disparo del asesino.

El silencio llenaba el aire, como si las aves y otros animales lloraran la pérdida junto a los seres humanos. Ni siquiera soplaba el viento de la primavera. Ni una sola hoja del bosque se movió mientras los demás comprendían por fin lo que habían vivido Miranda y Sharon.

El repentino graznido de un águila rasgó el silencio y se levantó una suave ráfaga de viento.

El paramédico cubrió el cuerpo de Sharon con una lona de color verde chillón mientras el equipo del sheriff comenzaba la búsqueda de pistas. Miranda no podía apartar la vista de la lona que cubría a Sharon, muerta, reducida a un bulto bajo un plástico. ¡Era aberrante e inhumano!

Solo entonces Miranda se había derrumbado y llorado amargamente.

Un agente del FBI la acompañó los cinco kilómetros de vuelta al camino. Se llamaba Quincy Peterson.