Quinn observaba a Miranda desde el umbral de la puerta.

Se estaba viniendo abajo, pálida como un fantasma, y era evidente que estaba tocada. Si la prensa se enteraba de que uno de los miembros del equipo no las tenía todas consigo, toda la investigación podría venirse abajo.

Miranda se aferraba al árbol como si fuera un salvavidas. Él dio un paso adelante, pensando en lo que tenía que decir. Miranda, vete a casa. Cuídate. No puedes ayudarnos si tienes una crisis nerviosa.

Mientras él observaba, ella empezó a recuperar la compostura. Miranda dejó de temblar y se apartó del árbol. Acabaron los sollozos mudos que la sacudían. Se inclinó, respiró hondo y volvió a erguirse.

Y lo miró directamente a los ojos.

Miedo. Se le veía el miedo pintado en la cara, pero no era el terror del que había escapado en la choza. Era miedo de él.

En su interior se debatían la furia y la empatía. Que tuviera miedo de él era inquietante, pero él lo entendía. Después de advertirle sin rodeos que estaba a punto de tener una crisis, no tenía nada de extraño que la relevara de la investigación.

En cuanto él entendió sus miedos, ella los disimuló tras un rostro de piedra.

A Quinn le sorprendió la rapidez con que Miranda volvía tan rápidamente a ser dueña de sí misma. Había visto a veteranos impresionados ante la escena de un crimen especialmente brutal, que tardaban más de cinco minutos en recomponerse. Otros tardaban varios días.

Sin embargo, también era cierto que Miranda había tenido doce años para ocultar sus miedos.

—¿Claustrofobia? —se oyó decir.

Ella asintió, visiblemente más relajada. Inclinó a un lado la cabeza y se encogió de hombros.

—A veces todavía me sucede. No hay ventanas —añadió, al cabo de un instante, en voz tan baja que casi no se oyó.

Aunque parecía tranquila, seguía mirando con ojos vigilantes. Esperando más. Esperando que él le saltara a la garganta. ¿Tanto desconfiaba de él? ¿Qué hiciera algo así mientras ella estuviera indefensa?

—Miranda —dijo él, y se acercó. ¿Qué podía decir para darle seguridad?—. Yo…

El ruido de hombres que bajaban por la ladera del monte lo interrumpió. Vieron a Nick que se acercaba a la barraca con cinco agentes.

—Hemos encontrado tres balas en dos árboles —dijo Nick, mirando de Quinn a Miranda y de nuevo a Quinn. Si se había dado cuenta de la tensión, su expresión no lo delataba.

—El agente forestal está trabajando con mis hombres para cortar los trozos de troncos; los mandaremos al laboratorio en Helena. —Nick se volvió hacia sus hombres—. Dispersaos por el monte hacia abajo a partir de la barraca y tratad de averiguar cómo la trajo hasta aquí. Atentos a donde pisáis, hay que vigilar por si veis cualquier cosa rara. Huellas de ruedas, basura…

—Sí, señor. —Los hombres se separaron.

—Necesitamos un equipo para buscar pruebas —dijo Quinn.

—Así que es aquí —dijo Nick, frunciendo el ceño al mirar hacia la barraca, como si una nube negra pasara por su pensamiento.

—Sin duda, tendremos que coger muestras de sangre y otras. —En las otras barracas encontradas, había recogido algunas pruebas forenses, aunque las muestras de ADN estaban contaminadas por la exposición al aire libre. El asesino no dejaba rastro de semen en las víctimas, ni pelo ni sangre. Utilizaba un condón, aunque no siempre las violaba penetrándolas con el pene.

Quinn miró a su compañera y tuvo ganas de estrangular al cabrón que le había hecho eso. Era un impulso diferente a sus habituales reacciones de ira ante los criminales violentos. Era más fuerte y poderoso.

Era personal.

Ella lo sorprendió mirándola y le sostuvo la mirada. Su rostro pálido era inexpresivo, pero sus ojos estaban llenos de interrogantes.

—Creo que estamos preparados para seguir. ¿Miranda? —preguntó Quinn, queriendo darle la opción de no seguir, aunque dudaba que ella fuera a abandonar ahora.

—Seguid vosotros —dijo ella, lo cual fue una sorpresa—. Yo me vuelvo.

Nick parecía tan sorprendido como Quinn.

—Espera a que llame a uno de mis hombres para que te acompañe —dijo él.

—Maldita sea, Nick. No me voy a perder.

—Miranda —dijo él—. Nadie de mi equipo puede ir solo mientras dure la búsqueda. Deberías saberlo mejor que nadie, puesto que también es una regla tuya.

—Tienes razón. Lo siento —dijo, suspirando—. Es que estoy cansada.

Nick le tocó el hombro y asintió.

—Descansa un poco, Randy. Mañana tendremos mucho trabajo y de aquí a un par de horas habrá que suspender la búsqueda.

—Eso haré. —Esperó a que Nick llamara al agente Booker para que volviera con ella. Miró a Quinn.

—Gracias —dijo, y le tocó levemente el brazo. Un contacto ligero que transmitía más emoción real que cualquier cosa que hubieran compartido desde su regreso a Montana. Y no era rabia. Se sostuvieron la mirada, solo un momento, una tregua mutua. Y algo más. Algo más profundo. ¿Era perdón?

No, él no tenía tanta suerte.

La observó mientras se alejaba con el agente. Mientras barruntaba.

El sol se puso mucho después de la hora de cenar, y ya caía la noche cuando Miranda se dirigió hacia el sudeste, en dirección a la Hostería Gallatin.

No podía dejar de pensar en la reacción de Quinn.

Estaba segura de que él convertiría todo aquello en un escándalo, y que le soltaría frases como «ya te lo advertí». Maldita sea, esperaba que no sintiera lástima por ella. Eso casi sería peor. Miranda no necesitaba ni quería inspirar lástima a nadie. Lo único que quería era un poco de espacio para respirar, un poco de comprensión sin compasión.

Y él se lo había dado. Eso le brindaba una perspectiva nueva de todo.

No quería pensar en Quincy Peterson ni en sus motivaciones. Ahora, no. Al ser expulsada de la Academia, había entendido perfectamente lo que ella era para él. Una carga, un problema, una persona dispensable. Hacer algo inesperado y amable ahora no cambiaba el hecho de que él pensara que ella no podía manejar la investigación sobre el Carnicero.

A pesar de su decisión de olvidar el pasado, este la acosaba con sus recuerdos.

Era el día antes de la graduación y Quinn fue a verla a su habitación. Miranda acababa de recibir los resultados de su examen final y no podía contener su entusiasmo. Se lanzó a sus brazos y lo besó.

¡Dios mío, cómo amaba a aquel hombre!

Él le enredó los dedos en el pelo, despeinándola y le sostuvo la cara muy cerca. Sus labios eran cálidos, firmes, seguros.

Suyos.

No habían hablado de matrimonio, no con esas palabras. La única conversación sobre el tema la había introducido Quinn. Fue antes de que ella se marchara de Montana, justo después de que la admitieran en la Academia, y justo después de que sus escarceos románticos se convirtieran en una relación en toda regla. Habían acordado aplazar la conversación hasta después de que ella se graduara de Quantico.

Miranda nunca había dudado de que aprobaría. Sus resultados le daban la razón.

Tenía una carrera en la que sabía tendría éxito. Un hombre al que amaba con todo su corazón. Alguien que la entendía, que cuidaba de ella y la amaba sin condiciones. Que no la consideraba una mujer estropeada. Alguien que la estrechaba en sus noches de pesadillas, que calmaba su ansiedad con sus manos cálidas y sus tiernos besos. Que le hacía el amor sin reprimirse.

Ahora estaba a punto de graduarse. Su vida volvía a ser suya. Una nueva vida. Entera, completa. Se sentía renacer.

Él la estrechó con fuerza, le besó el pelo. El aroma de Quinn era tan particular: jabón normal y corriente y una pizca de loción para después del afeitado. Algo picante, pero no le embargaba los sentidos. Quinn era guapo, sexy, inteligente y comprensivo.

Y era todo suyo.

—¡Mira! —exclamó ella, con una sonrisa de oreja a oreja, alzando el examen escrito con una puntuación casi óptima.

Él abrió sus ojos de color chocolate.

—Vaya. Has sacado un punto más que mi nota final.

Ella volvió a besarlo y casi dejó escapar una risilla. Casi. Todavía no había aprendido a reír como solía hacerlo, y esas risillas eran tan… inmaduras. Sin embargo, no se había sentido tan feliz en años, desde antes del secuestro.

Nada podía detenerla ahora.

Quinn la cogió de la mano y caminaron por el patio al exterior de las habitaciones. Se cruzaron con un grupo de futuros agentes charlando en corro, gozando de diversos estados de éxtasis y orgullo. Era una bella tarde de otoño en Virginia. El día siguiente prometía un tiempo despejado y una temperatura cercana a los veinte grados. Ideal para una ceremonia de graduación.

Pero aunque cayera un diluvio, Miranda conocería la gloria cuando recibiera su diploma de Quantico, y le asignaran su primera tarea.

Había vencido al Carnicero, y eso parecía una hazaña.

—He hablado con el agente Clark —dijo Quinn, cuando pasaron más allá del patio y siguieron caminando tranquilamente por los senderos alrededor del edificio.

—Ya te lo he dicho, Quinn, nada de tratos especiales en la asignación de tareas. Si me dan lo que yo prefiero, mejor. Si no, ya haré méritos. —Miranda había pedido trabajar en casos de asesinos en serie y ser admitida en el programa de elaboración de perfiles. Su máster en criminología y su licenciatura en psicología eran puntos a su favor, pero nada era seguro.

Ella quería hacerse merecedora de su tarea. No quería que su relación con Quinn influyera en la decisión.

—Lo sé. —Él guardó silencio un momento largo y Miranda sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo. Algo estaba pasando. Quinn no era un gran hablador, pero tampoco le costaba tanto comunicarse. Decía lo que creía y creía en lo que decía. Era la gran diferencia en su relación, puesto que Miranda tenía dificultades para hablar sobre cómo se sentía, o para encontrar las palabras adecuadas.

—¿Qué pasa? No me digas que Rowan o Liv no han aprobado. —No era posible. Las dos estaban tan centradas en los estudios y ponían la misma dedicación que ella. Eran sus primeras amigas desde la muerte de Sharon. Y al cabo de la primera semana, su relación se volvió más de hermanas que de compañeras de habitación.

Quinn negó con un gesto de la cabeza.

—Hablamos de ti.

—Oh, ¿tú y el agente Clark habéis hablado de mí? —Intentó que su voz sonara ligera y despreocupada, pero sintió que la tensión le agarrotaba la espalda y las mariposas le aleteaban en el vientre. Algo muy malo estaba pasando.

—El doctor Garrett se reunió con Clark ayer por la mañana. Estaba… eh… un poco preocupado por tu segunda prueba psicológica.

—Garrett es un capullo arrogante —dijo Miranda, y se metió el pelo detrás de las orejas. La mano le temblaba y quiso disimularlo.

—Sí, bueno. Clark le escuchó. Están preocupados por ti. Creen que necesitas un poco más de tiempo.

Los dos sabían a qué se refería. El tiempo. El tiempo se había convertido en un enemigo.

—Hace dos años que ocurrió aquello, Quinn. ¿Qué decía, concretamente, el puto perfil?

Miranda se detuvo y lo miró. Cuando él rehuyó su mirada, ella supo, supo que estaba jodida.

—Que tienes una personalidad obsesiva, y eso podría nublarte el juicio y poner en peligro las vidas de tus compañeros agentes.

—¡Eso es mentira! Y tú lo sabes. No pueden… ¿Qué dices? La cara de preocupación de Quinn le arrancó toda esperanza del corazón y entonces Miranda se dio cabalmente cuenta de lo que ocurría. Su vida volvía a acabar.

—¿Qué ha pasado? Maldita sea, Quinn, ¿qué ha pasado? Él habló con voz neutra.

—Clark me preguntó qué pensaba. Le dije que necesitabas un año más.

Ella odió las lágrimas que brotaron en sus ojos. No pudo hacer nada por impedir que le bañaran las mejillas. Sentía un peso como un plomo en el corazón y le faltó la respiración.

—¿Qué?

Él intentó cogerle la mano pero ella se apartó.

—Randy…

—¡No me llames así! —Enfadada con su propia debilidad, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, pero enseguida cayeron más.

Quinn dio un paso atrás.

—Tienes el ingreso asegurado en Quantico el año que viene. Y aprobarás con todos los honores, ya verás…

—¡Ya he aprobado con todos los honores! —dijo, mirándolo a través de sus lágrimas—. A ti… te ha preguntado a ti. ¿Por qué no me has defendido?

—Necesitas más tiempo. —Quinn hablaba en voz baja y la miraba fijamente—. Miranda, has pasado por la universidad y has hecho tu máster a toda velocidad, no has hecho nada por ti misma. Tienes que saldar cuentas con el pasado para poder enfrentarte al futuro. No estoy seguro de que los motivos que tienes para ser agente del FBI sean los correctos.

—Ahórrate la jodida psicología barata. Eres tú… tú eres el que piensa que me vendré abajo. Que… que no puedo hacer mi trabajo. Que te jodan. Yo creía que… que tú precisamente me entendías…

Y echó a correr.

Miranda sacudió la cabeza y se frotó la sien, devolviendo el recuerdo al lugar que le correspondía. Enterrado. No se había percatado de que aquellos pensamientos estuvieran tan a flor de piel hasta que sintió la humedad en los ojos. Pero ¿por qué se sorprendía? En cuanto había visto a Quinn el día anterior los años se desvanecieron.

Durante un año luchó consigo misma por la idea de volver a Quantico. Ignoró a Quinn, segura de que no haría más que recurrir a lugares comunes inútiles para explicarle hasta el cansancio por qué necesitaba darse un tiempo. Ella no quería oír sus razones. Quinn no la había apoyado en el momento de la verdad. Él había cuestionado sus motivaciones, y luego había insistido en decirle que no era nada personal.

Al contrario, no podía ser sino personal.

Quería volver a Quantico, pero una cosa la retenía.

El miedo. Un miedo profundo que le helaba los huesos con solo pensar que el psiquiatra pudiera tener razón, no solo en que estuviera obsesionada con el Carnicero sino que, si algún día lo encontraba, sufriría de verdad una crisis nerviosa.

La caza del Carnicero la mantenía centrada y cuerda. Pero cuando la caza llegara a su fin, ¿dónde estaría ella? Cuando al asesino lo atraparan y lo castigaran, ¿qué haría ella? No tenía nada más.

El vacío de su vida la sacudió como un golpe en el bajo vientre.

Parpadeó. De pronto se dio cuenta de que había llegado a la hostería. El jeep estaba aparcado, pero el motor seguía en marcha. Lo apagó y respiró hondo. Estaba turbada.

Había olvidado lo mucho que amaba a Quinn. Después de haber dedicado tanto tiempo a pensar en su traición, se había olvidado que un día había querido —y planeado— pasar el resto de sus días con él.