Se quedaron sentados meciéndose en el sillón del porche, tomando una copa de vino, mirando las sombras y escuchando los ruidos de la noche. Era casi como antes. Antes de que ella se marchara a Quantico y renunciara a su sueño.

¿Había sido realmente su sueño? ¿O es que huía de algo?

Miranda estaba convencida de que convertirse en agente activa y trabajar en labores policiales (concretamente, se trataba de convertirse en agente del FBI), le daría la fuerza que necesitaba para vencer sus demonios. Creía que si tenía la placa, tendría el valor. Y que sus pesadillas se desvanecerían.

Semanas después del secuestro, temía que el Carnicero viniera a por ella. Que la matara mientras dormía. Que volviera a llevársela a ese lugar perdido y a perseguirla para cazarla como a una bestia. Solía despertarse con un grito ahogado en la garganta y dando patadas como si corriera.

Esa pesadilla se desvaneció, pero otras la reemplazaron. Llamaba a mujeres que habían desaparecido. Gritaba hasta que no le quedaba voz y sentía los pies cansados. Caía en una tumba sin fondo. Caía y caía… hasta que se despertaba bañada en un sudor frío.

No era su seguridad física lo que le preocupaba, sino su estado mental. Mientras el Carnicero siguiera acosando a las mujeres, se adueñaría de sus sueños.

—¿Qué pasará si el Carnicero no es Palmer ni Larsen? —le preguntó a Quinn.

—Tendremos que ampliar la búsqueda. Camioneros, viajantes de comercio, o quizás hemos pasado por alto a alguien de la lista de la universidad. Revisaremos cada interrogatorio, cada nota, volveremos a interrogar a las personas. Olivia está trabajando muy a fondo con esas pruebas, lo han fijado como prioridad. Si hay restos de ADN en una piedra, ella los encontrará.

—Pero necesitamos el ADN de un sospechoso para compararlo.

—Comprendo lo duro que será todo esto para ti.

—Siento que ahora mismo debería estar allá, en el bosque. Buscando a Ashley. Y a Nick.

A Miranda le ardían los ojos y le dolía la cabeza de tanto mirar mapas y registros de propiedad, intentando desentrañar qué había descubierto Nick y dónde había ido.

—Escucha, no quiero que te hagas ilusiones con la suerte de Nick —dijo Quinn, con voz temblorosa. Estaba tan preocupado por la desaparición de Nick como ella.

—No puedo dejar de pensar que está vivo. ¿Si no, por qué el Carnicero dejaría abandonado el coche? Si Nick hubiera muerto, ¿por qué no dejar también el cuerpo? —No lo sé. Quizá temiera que recogiéramos pruebas tras un análisis del cadáver. Si hubo lucha, quizá quedaran en Nick restos de la piel o la sangre del agresor. En ese caso, sería preferible abandonar el cuerpo donde nadie pudiera encontrarlo.

—Y entonces, ¿por qué dejar el vehículo abandonado junto al camino?

—Para distraernos. Nos obliga a dividir nuestros recursos. Si nos centramos en buscar a Nick, ya no estamos buscando a Ashley. Y si encontramos a Ashley, llegaremos al Carnicero —dijo, y se pasó una mano por el pelo—. Pero son solo especulaciones. Aunque el Carnicero nunca ha pretendido burlarse de la policía, quizá sea su manera de decirnos que es más listo que nosotros. «Fijaos. Puedo matar al sheriff y no sois capaces de cogerme».

Sonó el móvil de Quinn y Miranda se puso tensa. Las noticias a esa hora de la noche nunca eran buenas.

Él le apretó la mano y no la soltó. Ella hizo lo mismo.

—Peterson.

Miranda estaba lo bastante cerca para oír la voz de una mujer.

—Soy Colleen. Toby y yo acabamos de visitar a Palmer. Diría que las probabilidades de que sea nuestro hombre son prácticamente nulas. El tipo tiene que comer papilla. Se queda sin aliento con solo caminar del sillón hasta la nevera.

—Mierda.

—Tengo los datos del contacto en su empleo. Palmer dice que lleva varias semanas sin ausentarse ni un día. Está bastante amargado por lo que le sucedió a su novia y no le gusta la policía, pero creo que es inofensivo.

—Me fío de tu intuición. ¿Dónde estás ahora?

—Estamos de camino a Denver. Nos quedan unas dos horas. Por la mañana hablaremos con la jefa de departamento de Larsen. Me llamó ella directamente. Dice que Larsen ha salido a hacer trabajo de campo, pero que puede mandar a alguien a buscarlo.

—¿Trabajo de campo? ¿Qué tipo de trabajo?

—El tipo es un especialista en… —dijo, como buscando entre sus notas—… eh, en halcones, creo. Les sigue la pista, hace seguimientos de la reproducción, cosas así. Las instalaciones de investigación están en Craig, pero Larsen trabaja cerca del Monumento Nacional Dinosaur.

—¿Dónde está eso?

—Yo sé dónde está —dijo Miranda.

—Espera un momento, Colleen. —Quinn se volvió hacia Miranda.

—Está en el noroeste de Colorado. A menos de ocho horas en coche de Bozeman. Y cae de lleno en el mapa del profesor Austin.

Miranda no podía dormir. Llevaba horas dándose vueltas y vueltas.

—Esto es ridículo —farfulló, para sí. Echó a un lado el edredón y se calzó las botas.

Quinn había salido a medianoche después de recibir una llamada de Olivia avisándole que la tierra encontrada en la camioneta de Nick coincidía con la tierra de la barraca donde estuvo Rebecca. Además, tenían una huella de pie entera, talla cuarenta y tres, del suelo del vehículo. Nick calzaba un cuarenta y cuatro.

Quinn le había dicho que durmiera un poco. Le hacía falta, y lo deseaba, pero tenía la cabeza hecha un torbellino. Cada vez que cerraba los ojos, le venía el recuerdo de la pequeña foto de Larsen en su expediente universitario.

La sensación era de irrealidad. Ponerle rostro al Carnicero. ¿Sería Larsen? No lo sabía. Ahora le había visto la cara, pero no podía decir con certeza que era él.

Casi le había pedido a Quinn que se quedara a pasar la noche. Se preguntó si acaso él esperaba que ella se lo propusiera. Ahora deseaba haberlo hecho.

La rabia que cultivó durante tanto tiempo parecía haberse disipado en los últimos días. Al ver a Quinn la primera vez, se sintió muy irritada, asombrada y preocupada de que él viera qué ocultaba ella detrás de su fachada de mujer dura. Temía que fuera a cuestionar cada una de sus decisiones, o a censurar todo lo que dijera o hiciera.

Sin embargo, al despertarse esa mañana, no temía lo que él pudiera decir al verla debatirse bajo la tensión de la investigación. Al contrario, tenía ganas de verlo.

Se puso el anorak grueso, enfundó la pistola y abandonó el calor de su cabaña. Se detuvo en el porche, respirando el aire frío. A pesar de estar bien abrigada, se echó a temblar. Esa noche haría unos siete grados. No bastaba para que la pobre Ashley se congelara, pero seguro que desearía estar muerta.

Miranda lo había deseado.

Llegó a medio trote hasta la entrada de los empleados de la hostería. No se permitió a sí misma dudar de su decisión. Subió directamente por las escaleras hasta su habitación y llamó a la puerta.

Quinn abrió. Llevaba unos pantalones de chándal grises y nada más. Miranda se quedó sin aliento al ver su pecho desnudo. Creía haber olvidado lo guapo que era, pero no. Recordaba cada uno de los músculos bien definidos de su cuerpo. Ni un gramo de grasa.

Era tan perfecto ahora como lo había sido a los treinta años.

—No podía dormir —dijo, con la respiración un poco acelerada. El corazón le martilleaba, expectante. Al venir, ella sabía lo que pasaría. Lo que esperaba que sucediera.

Lo necesitaba. Quinn espantaría sus demonios y la haría sentirse protegida. Deseable. Más como mujer y menos como víctima.

—Miranda…

Ella entró y cerró la puerta. Quinn le cogió la mano y tiró de ella.

—No me había dado cuenta de lo mucho que te añoraba —dijo Miranda, con una voz ronca que no parecía la suya.

—Dios mío, cómo te he echado de menos, Miranda —dijo él. Y la besó.

Esta vez, no había nada de timidez en el beso. Quinn le cogió la cara y se entregó a ella. Ella se sintió como si hubiera vuelto a casa.

Nunca había dejado de amarlo. Quinn había tenido una paciencia ejemplar con ella, y le había prestado un apoyo increíble. Le ayudó en todo, incluyendo la recomendación para la Academia aun cuando pensara que no estaba preparada.

Los sentimientos de traición y miedo que experimentaba Miranda fueron barridos por ese cálido beso. Estalló el calor. Ella no quedaría satisfecha con un solo beso. Quería más. Lo quería todo.

Quería que él volviera.

Quinn se apartó, la miró y frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Qué pasa? Nada.

—¿Y esto? —dijo, y le secó las lágrimas de la mejilla. Ella no se había dado cuenta. Quinn se besó los dedos húmedos, y luego la besó en la mejilla.

—Miranda, llevo tanto tiempo deseando que vuelvas a mí.

Ella le cogió la mano, le besó la palma y la guardó cerca de su boca.

—Me he dado cuenta de una cosa estos últimos días. Tú tenías razón. Yo quería ingresar en el FBI por motivos equivocados. Creía que la placa me daría el valor necesario. Que sería un escudo contra el miedo con que vivía cada día.

—Miranda, eres la persona más valiente que he conocido. Nunca has necesitado una placa para confirmarlo.

—Eso lo entiendo ahora. Pero no sé si mañana tendré el valor si tú no estás. Si Larsen es de verdad el Carnicero, no sé cómo voy a enfrentarme a él.

—No tienes que hacerlo.

Ella asintió.

—Sí que tengo que hacerlo. Iba a decir que no sé cómo voy a enfrentarme a él, pero lo haré. Me demostraré a mí misma que puedo hacerlo. Pero será más fácil si te tengo a mi lado.

Quinn la atrajo lo más cerca posible, envuelta como estaba en sus capas de ropa.

—Miranda, estaré ahí en todo momento.

—¿Me puedo quitar el anorak?

Quinn sonrió y la besó en la frente al tiempo que le ayudaba a quitarse la chaqueta. Y el jersey. Y la blusa, hasta que se quedó en camiseta y vaqueros. Era evidente que Quinn quería comérsela. Ella se sintió arder bajo su mirada.

Se apoyó en la punta de los pies y lo besó.

Él le sostuvo la cara con las manos y la besó una y otra vez, como queriendo compensar todos los besos que se habían perdido a lo largo de los años. ¿Cómo era posible que ella hubiera renunciado a todo ese afecto? Con cada beso, volvía a sentir esa cálida intimidad que habían compartido, además de la paciencia de Quinn, su apoyo. Y la primera vez que hicieron el amor.

De sus labios escapó un gemido y él la llevó suavemente hasta la cama.

—Eres muy bella, Randy —murmuró, y sus labios le dejaron un reguero de besos en el cuello, hacia abajo y luego hacia arriba. Ella se estremeció, como sacudida por ligeras descargas eléctricas que le recorrían la columna.

Miranda lo atrajo, tirando de él, para besarlo con todas sus ganas, pero él se demoró con ligeras caricias, paseando los dedos lentamente por sus brazos, por encima de sus pechos, y luego de vuelta. Una sensación tan seductora que a ella le entraron ganas de quitarle el pantalón del chándal.

Pero estaba disfrutando de cada delicioso instante. Había pasado mucho tiempo, demasiado tiempo.

Ella se estiró y le acarició la espalda. Él la miró con sus ojos oscuros, y le tembló la mandíbula, tal era su deseo contenido.

—Miranda, ¿estás segura?

Ella asintió, se irguió a medias y lo besó.

Quinn quería hacerle el amor. Ahora.

Habían pasado más de diez años desde la primera vez y, en aquella ocasión, él sabía que ella no lo había disfrutado. Miranda quería acabar lo más rápido posible, como si quisiera demostrarse algo a sí misma. Que ella le confiara su cuerpo y alma convirtió aquello en una experiencia vibrante, y él nunca la presionó. Pero a medida que evolucionaba la relación y Miranda se encontraba más cómoda con él en la cama, sus sesiones de amor se volvieron apasionadas y calientes.

Ahora, el contacto de sus dedos despertaba en él el mismo fogoso deseo. Y, a juzgar por cómo ella se acoplaba a él, la estaba tocando justo donde más le gustaba.

Quinn le quitó los vaqueros y la delgada camiseta.

La primera vez que vio las cicatrices que el Carnicero le había dejado en los pechos, no pudo disimular una rabia animal. Miranda lo interpretó como una señal de rechazo, y él tardó días en hacerle entender que no era eso.

Miranda era bella, con sus cicatrices y todo. Él la había convencido de su sinceridad y su amor, pero cada vez que dejaba ver sus pechos, se ponía tensa.

Él los besó. Suavemente. Amorosamente. No se detuvo demasiado en su torso, sabiendo que ella no se sentía del todo cómoda. Lo recordaba todo de Miranda. Estaba más delgada y se le notaban las costillas. Ojalá hubiera estado a su lado para asegurar que comiera lo debido y se mantuviera sana. Sin embargo, sus músculos eran duros y fibrosos. Tenía mejor forma física ahora que cuando quiso ingresar en la Academia, pero eso no lo sorprendió.

Quinn estaba orgulloso de ella. De que hubiera trabajado tanto para llegar donde estaba. Y ¿ella creía que le faltaba valor? Miranda era la encarnación misma del valor.

Miranda aguantó la respiración mientras Quinn le pasaba la lengua, demorándose en el vientre, y sintió las ondas maravillosas que le recorrían el cuerpo, calentándola desde el interior. Quinn le mordió las braguitas con los dientes y tiró de ellas hacia abajo, de modo que su lengua podía jugar con ella y provocarla, acercándose cada vez más, sin tocarla, a aquel rincón donde ella anhelaba sentirlo explorar. Con manos firmes, Quinn la desnudó, acariciándola con la mirada.

—Eres muy bella —repitió, y volvió a inclinarse para besarle el muslo.

—Hazme el amor —dijo ella, con tono apremiante. Lo quería ahora.

Más que oírlo, sintió un chasquido de su boca en el interior del muslo, y la boca de Quinn bajó hasta su rodilla, su gemelo, dejando una huella de besos y calor.

Le besó los pies y ella tembló. Sintió lenguas de fuego que comenzaban a arder en su centro. En más de un sentido, la paciencia de Quinn era admirable, pero en ese momento ella lo quería dentro. Haciéndole el amor.

—¡Quinn! —dijo, en un susurro ahogado.

Él siguió besándole las piernas, dejando hilos de fuego. Miranda jamás tenía frío en los brazos de Quinn. Estaba caliente, se convertía en material combustible.

Alargó una mano hacia abajo, intentando atraerlo hasta su boca, donde pudiera hundirse en él, convertirse en un todo con él. Pero Quinn le separó las piernas y con los pulgares dibujó pequeños círculos por todas partes, excepto ahí, en el lugar preciso donde ella lo anhelaba.

—Quinn, estoy preparada —dijo, gimiendo y arqueando la espalda.

—Lo sé —murmuró él, pero no hizo nada para acelerar sus primeras caricias.

Era como si quisiera volver a reconocerla por entero. Había pasado tanto tiempo en el pasado tocando, acariciando y besando cada centímetro de su piel. Ella echaba en falta esa atención, su tierno afecto y su fogosa pasión. Mientras Quinn exploraba su cuerpo, le volvió un alud de recuerdos de todo lo bueno que habían compartido. Él aceptó su cuerpo maltrecho y la ayudó a volver a quererse. La hacía sentirse cómoda consigo misma.

Quinn se acercaba, más… y más… hasta que ella se arqueó, expectante. Él no la decepcionó. En cuanto acercó la boca a su entrepierna, ella se dejó ir en un orgasmo. Una purga caliente y rápida que la dejó jadeando como si le faltara el aire. Él le acarició los muslos, la espalda, haciéndola subir, luego bajar.

Le besó el interior de los muslos, el ombligo, el vientre, los pechos, hasta llegar al cuello.

Ella se deslizó por encima de él hasta quedar a horcajadas.

—¿Qué? —preguntó él. Su sonrisa maliciosa quedó iluminada por el fulgor de la lámpara en la mesa. Sin embargo, su actitud relajada contradecía la de su cuerpo, rígido, temblando bajo ella. Quinn la deseaba a ella tanto como ella a él.

Lo necesito.

Miranda dejó de lado sus necesidades. No sabía qué pasaría después de esa noche. No quería pensar en el amanecer y en la dura realidad que traería consigo. No quería pensar en Quinn volviendo a marcharse, ni en ella volviendo a quedarse sola. Lejos de él.

Había que aprovechar el tiempo que tenían ahora. Volver a descubrir una pequeña fracción de lo compartido en el pasado. Fingir que nada había sucedido en los últimos diez años que pudiera separarlos.

Miranda lo besó, y sus manos lo acariciaron como él la había tocado a ella. Quinn la estrechó con fuerza, hasta que los cuerpos se acoplaron el uno al otro. Ella se apartó un momento y le quitó los pantalones. Esto era lo que ella quería. Una unión completa.

La paciencia de Quinn empezaba a agotarse. Deseaba desesperadamente hacerle el amor. Ahí donde el sexo y el amor se funden en un todo. La miró bajo la luz tenue de la lámpara, con su pelo largo y oscuro cayéndole por la cara. Parecía una mujer salvaje de ojos grandes y luminosos. Su satisfacción después de darle placer se convirtió rápidamente en urgencia, y ahora gimió cuando ella le acarició la entrepierna y apretó con suavidad.

—Espera —dijo él. No quería perder el control enseguida. Quería hacerle el amor, sostenerla. Tomárselo con parsimonia. Pero si ella lo cogía así, no sería capaz de controlarse.

—Creo que no —dijo ella, con una sonrisa levemente provocadora.

Él cometió el error de mirar y la vio inclinándose entre sus piernas para cogerlo en su boca en toda su plenitud. Sus labios carnosos lo rodearon y la combinación de verla y sentir su boca caliente y su lengua húmeda chupándolo le hizo temblar la polla y lo excitó hasta el punto de no retorno.

Miranda.

La levantó lentamente hasta que pudo besarla en la boca.

—Quiero hacer el amor contigo —susurró.

—Si —respondió ella, respirando junto a su oreja.

Quinn llevaba diez años soñando con esto. Estrechar a Miranda en sus brazos, hacerle el amor. Casi parecía un sueño. Jamás había pensado que podrían recuperar lo perdido.

No quería dejarla nunca. No quería seguir perdiendo el tiempo.

Dejó que ella llevara el ritmo. Igual que la primera vez, dejó que ella decidiera cuándo y hasta dónde y con qué cadencia.

Ya tendrían tiempo para más en el futuro.

Qué increíblemente sexy era Miranda cuando abrió las piernas y lenta, casi dolorosamente, lo dejó hundirse en ella. Tenía el pelo convertido en una melena de rizos salvajes, los párpados semi caídos y la boca entreabierta. Era una maravilla. Quinn resistió las ganas de aumentar el ritmo al que se movían y acabar al instante, aunque también quería seguir para siempre.

Miranda respiraba entre jadeos, dejando que Quinn la penetrara hasta el fondo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hiciera el amor, pero su primer orgasmo ya había allanado el camino.

—¿Estás bien? —murmuró.

Ella lo miró desde arriba, deleitándose con el afecto profundo que veía en su expresión. Él estiró la mano y le acarició los brazos.

—Sí —dijo ella—. Llevo mucho tiempo esperándote.

Sin prisas, ella se movió encima de él. Arriba y abajo, disfrutando de cada sensación, ascendiendo juntos hacia el orgasmo final. Ella lo sintió tensarse por debajo, mientras seguían moviéndose, cada vez más excitados. El puro goce de fundirse nuevamente con Quinn la llevó al clímax.

—Dios mío, cómo te amo —dijo Quinn, con la voz ronca, teñida por la emoción y la lujuria—. Córrete conmigo.

Aquellas dos palabras la excitaron tanto y le provocaron un orgasmo tan intenso como el contacto de sus cuerpos. A él se le endurecieron los músculos, tiró de ella hacia abajo y se convirtieron en uno solo, unidos en un vínculo que el tiempo había vuelto tan frágil. Sin embargo, al igual que una goma elástica, recuperaron su elasticidad en cuanto volvieron a encontrarse.

Ella no quería que Quinn se marchara de nuevo.

Se dejó caer contra su pecho, sintiéndose más relajada que después de una hora de baño caliente. Sus extremidades se habían vuelto líquidas, y se acurrucó en el hueco de su hombro. Él la envolvió en sus brazos, la acarició y ella se abandonó a su calidez y su fuerza.

—Te amo, Miranda.

Plegada contra él, apoyando la cabeza sobre su hombro, Miranda suspiró. Ella también lo amaba. Tenía ganas de decírselo. Quería recuperar todo lo que tenían antes de Quantico. Ojalá no hubiera viajado nunca a la Academia. Si se hubiera quedado en Montana, las cosas habrían sido muy diferentes. Miranda habría vivido los últimos diez años sintiéndose amada y protegida, como se sentía en ese momento.

Quizá fuera un sinsentido pensar así. Pero a lo mejor podrían reconstruir lo suyo. Cuando atraparan y condenaran a David Larsen, tal vez pudiera volver a compartir algo con Quinn.

Deseaba intentarlo. Pero ahora… estaba tan cansada… Se le escapó un bostezo.

Quinn se dio cuenta de que Miranda se había quedado dormida al sentir que todo su cuerpo se fundía enteramente con él.

Tiró del edredón para abrigarse y se la quedó mirando mientras dormía. Parecía estar en paz, y él se alegró de poder darle una noche de sueños serenos.

Apenas le tocó el pelo, le acarició la mejilla. Ay, cómo amaba a esa mujer.