Capítulo 40
Kitty se adelanta a los demás y las niñas salen corriendo por delante de ella.
—¿Es aquí? —grita Pamela—. ¿Es aquí?
Ed y Larry las siguen. Llevan las cestas con la comida y las mantas. Han dejado el coche aparcado en la carretera de Glynde, al pie de la colina. Están buscando el sitio en el que hicieron el picnic hace diez años.
—No —dice Kitty—. Más adelante. Entre los árboles.
Hace un día dorado de octubre y en todas las direcciones las colinas tostadas se extienden en suave pendiente descendiente hasta la labor de retazos que son los campos rojizos. Kitty está feliz porque ha venido Larry y porque Ed está animado. Mira hacia atrás, colina abajo, y los ve subir lentamente tras ella, riendo juntos, igual que hace tantos años.
—¡Aquí! —exclama Elizabeth—. ¡Lo he encontrado!
La niña se ha parado a un lado del bosquecillo.
—¡Está todo lleno de ortigas! —protesta Pamela—. ¡Puag!
—Un poco más adelante —dice Kitty.
Recuerda exactamente el lugar. No ha cambiado nada. Los árboles se elevan desde la tierra en pendiente, con las hojas de un color más pardo que entonces, pero es que era junio y el verano acababa de empezar. Alcanza a las niñas y les confirma que ese es el sitio.
—¡Lo he encontrado! —dice Pamela.
—¡Mentira! —dice Elizabeth.
Pero no se pelean. También las niñas están contentas, ilusionadas con la idea del picnic y de disfrutar de la compañía de su padre y de la de Larry.
Los hombres se unen a ellas y extienden la manta de cuadros escoceses. Elizabeth se sienta en seguida, justo en el medio. Kitty saca la comida de la cesta y esta es recibida con gritos de placer.
—¡Sándwiches de melaza! ¡Carne!
—Hay cordero frío, cariño.
—¿Puedo tomar sidra, mamá?
—No, Pamela. Hay naranjada.
—¿Estás segura de que aquí es donde estuvimos? —pregunta Larry.
—Completamente segura. Tú estabas sentado allí. Yo estaba aquí y Louisa aquí.
—Pobre Louisa. Me parece de lo más injusto.
—No lo es —dice Ed—. ¿Cuándo se te va a meter en la cabeza que la vida no es justa?
Larry sonríe a Ed.
—¿Cómo dijiste? ¿Por los impulsos y la gloria?
—Algo de una flecha en pleno vuelo —recuerda Kitty.
—¡Vaya por Dios! —exclama Ed—. ¿De verdad hablaba así?
Larry les sirve a todos algo de beber y se levanta para proponer un brindis.
—Mis queridos amigos —dice—. Y las hijas de mis queridos amigos.
Pamela le sonríe desde el suelo.
—Qué gracioso eres, Larry.
—Aquí me tenéis, un ser pobre, desnudo, un verdadero bruto...
—No estás desnudo —dice Pamela—. Estás vestido.
—Calla. Eso lo dijo el Rey Lear en el páramo. Lo ha perdido todo, igual que yo. Ya no tiene trabajo. Ni padre. Ni mujer.
—¿El Rey Lear estaba casado? —pregunta Ed—. Supongo que tuvo que haber una Reina Lear que tuviera a sus hijas. Aunque nunca se habla de ella.
—¡Por el amor de Dios! —protesta Larry—. Aquí estoy, desnudando mi alma, y tú no dejas de interrumpirme.
—Continúa, Larry —dice Kitty.
—Soy la locura misma —dice Larry, agitando la jarra de sidra en el aire—. El hombre sin bienes de fortuna. Ea, lejos de mí, vestiduras extrañas al hombre. —Mira hacia abajo, hacia las niñas—. En la obra de teatro, se quita la ropa llegados a este punto. Pero os ahorraré el espectáculo. Quiero proponer un brindis. ¡Alcen sus copas!
Todos le obedecen.
—Brindo por... ¡la libertad!
—¡Por la libertad! —corean.
Y se disponen a disfrutar del picnic.
—Pero, Larry —dice Kitty—. Siento mucho lo de tu trabajo. Te gustaba mucho.
—Pues ya no lo tengo —dice Larry, con la boca llena de huevo duro—. Se lo llevó el viento.
—Está igual de feliz que después de la desmovilización —dice Ed—. Es porque ha conseguido escapar de Geraldine.
—¡Eddy! —lo reprende Kitty.
—Sabes que no la soportaba —dice Ed, sin avergonzarse.
—Geraldine fue —dice Larry, meneando un tenedor en el aire—. Geraldine es. Geraldine será.
Kitty se echa a reír.
—Ahí quedó Geraldine.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer ahora? —dice Ed—. ¿Rascarte la barriga, como los ricos?
—Para nada —contesta Larry, indignado—. No soy lo suficientemente perezoso. De hecho, ni siquiera soy lo suficientemente rico. Buscaré trabajo. Le ofreceré al mundo el sudor de mi frente.
—¡Puag! —dice Elizabeth, y mira a Pamela para ver si lo ha entendido bien.
—Bueno, te voy a dar una idea —dice Ed—. Seguramente Kitty te habrá contado que mi labor en la compraventa de vinos parece haber llegado a su fin natural. Así que, ¿por qué no te haces cargo de la empresa? Podrías comprar mi parte. Yo me quedo con el dinero, y tú, con el trabajo.
—¿Cuándo se te ha ocurrido este plan, Ed? —pregunta Kitty, sorprendida.
—Cuando Larry nos contó que lo habían despedido.
—No sé nada de vinos —dice Larry.
—Básicamente, son como las bananas —dice Ed—. Solo que se cultivan en Francia y tardan más en madurar.
—Bueno, supongo que podría planteármelo —dice Larry—. Pero, ¿qué piensas hacer tú?
—Oh, ya encontraré algo.
—Larry —dice Pamela, que se le ha sentado sobre el regazo—. ¿Es verdad que ya no estás casado con Geraldine?
—Pronto dejaré de estarlo —dice Larry.
—¿Eso quiere decir que puedes casarte conmigo? Cuando sea mayor, por supuesto.
—Supongo que sí.
—Tienes que esperar a que cumpla los dieciséis. Solo faltan nueve años.
—Pero, Pammy, ¿no estaré hecho un viejo pellejo para entonces?
—A lo mejor —dice Pamela—. Podemos decidirlo entonces.
—Sí, creo que será lo mejor.
—¿Y qué pasa conmigo? —pregunta Elizabeth—. ¿Con quién puedo casarme?
—Puedes casarte con Hugo —propone Ed.
—No —dice Pamela—, a Hugo también lo quiero para mí.
Todos se echan a reír, menos Elizabeth.
—Siempre hace lo mismo —dice—. Siempre se queda con todo.
Una vez han comido todo lo que les apetecía del picnic, se tumban sobre la manta a ver pasar las nubes. Kitty está tumbada entre Ed y Larry, con Elizabeth medio encaramada encima.
—Deberíamos subir a la cima del monte Caburn —dice.
—Id tú y Ed —dice Larry—. Igual que la última vez.
—¿Te gustaría? —pregunta Kitty, girando la cabeza para sonreírle a Ed.
—Por supuesto —contesta Ed.
—Yo también voy —dice Pamela.
—¡Y yo! —exclama Elizabeth.
—No —dice Larry—, quiero que todas las que se van a casar conmigo se queden aquí y practiquen.
—¿Que practiquen qué? —pregunta Pamela, con recelo.
—A estar casadas —dice Larry—. Yo te digo cosas que tienes que hacer y tú me dices que no.
Su broma es bien recibida. Las dos niñas se quedan con Larry. Ed y Kitty suben la colina. Mientras se alejan, oyen cómo comienza el juego.
—Empiezo yo —propone Larry—. Pamela, hazme una taza de té.
—¡No me da la gana! —grita Pamela, encantada.
Siguen subiendo hasta quedar fuera del alcance de sus voces.
—Tienes un amigo que vale un tesoro, Ed —dice Kitty.
—Lo sé —asiente Ed.
Caminan hasta el final de la larga cuesta, bajan la empinada ladera del barranco que hay más arriba y vuelven a ascender una vez al otro lado, hasta llegar a la cima. Allí se quedan, uno al lado del otro, cogidos de la mano, y contemplan la inmensa vista que se extiende hasta el mar.
—¿Te acuerdas? Los jardines estaban llenos de barracones —dice Kitty.
—Y la bahía, llena de barcos —contesta Ed.
—Nunca he olvidado lo que dijiste.
—¿Qué dije?
Mira el río serpenteante y Newhaven, algo más allá.
—Dijiste que el río fluye sin cesar. Y que por fin se encuentra con el mar y puede descansar.
—Bueno, supongo que es verdad, en cierto modo.
Observan en silencio las colinas que se extienden hasta el mar. Los dos están pensando que aquí fue donde se besaron por primera vez, mecidos por la cálida brisa.
—Siento que no hayas sido feliz —dice Kitty.
—No es culpa tuya —dice Ed—. Soy como soy.
—No puedo evitar pensar que es culpa mía.
Ed la abraza y sonríe para ella, como hacía el antiguo Eddy.
—Eres mi ángel hermoso —dice—. Y te quiero muchísimo.
—Yo también te quiero, mi amor.
—Lo que más deseo en este mundo es que seas feliz.
—Eso no importa —dice ella—. Además, ahora soy feliz.
—¿Me besas?
—Por supuesto —dice.
Ed la besa. Y, mucho después de que se termine el beso, sigue estrechándola contra sí, con la cabeza apoyada en su hombro y los ojos cerrados.
Una vez de vuelta en la granja, y después de descargar el coche, Ed saca su vieja bicicleta.
—Voy a dar una vuelta —dice.
Sigue la carretera de Newhaven y atraviesa el adormilado Seaford, baja la larga pendiente hasta Cuckmere Haven y sube por la otra cara, poniéndose de pie sobre los pedales, hasta coronar la alta cresta que hay sobre Friston. Después vuelve a bajar hasta el bosque para ascender una vez más, ya cansado. A medio camino, se baja de la bicicleta y empieza a empujarla. Una vez en la cima, vuelve a subirse al sillín y baja pedaleando hasta Birling Gap. Es un paseo largo y el sol va descendiendo lentamente en el cielo a sus espaldas, proyectando su sombra por delante de la bicicleta. A partir de Birling Gap, el camino discurre sin pavimentar a lo largo de la cima del acantilado hasta llegar a Beachy Head. Aquí desmonta y empuja la bicicleta por la hierba cortada al ras. Deja la bicicleta en el suelo, se quita la chaqueta y, tras hacerla una bola, la mete en la cesta de la bicicleta. En el bolsillo del pecho de la chaqueta lleva dos cartas.
Se para y mira a su alrededor. A sus espaldas, tiene las suaves ondulaciones de las colinas; ante sí, el mar, agitado por el viento, que es de un marrón amarillento cerca de la costa y de un azul grisáceo más allá. Junto al borde del acantilado, hay una estructura baja de ladrillo, los restos de una atalaya Lloyd’s de vigilancia de barcos, que ahora se ha convertido en un mirador. Han instalado bancos de madera dentro de las paredes octogonales. Sobre la pared exterior, hay una nueva placa de metal.
En este acantilado y en las colinas circundantes, durante los años de la Segunda Guerra Mundial, entre 1939 y 1945, los hombres y mujeres de las Fuerzas Aliadas lucharon por defender su país.
La placa se ha colocado en honor al Real Cuerpo de Observadores, la RAF, el Cuerpo Auxiliar Femenino de la Fuerza Aérea, la Home Guard y la Defensa Antiaérea.
Esta placa también conmemora el épico asalto de Dieppe de 1942, que en parte fue controlado desde una estación de radar situada sobre este acantilado. Beachy Head se encuentra en paz una vez más. Pero la entrega y el patriotismo de los que lucharon en estas colinas en el momento de mayor sufrimiento de la historia de Gran Bretaña jamás serán olvidados.
La placa lleva la fecha del 16 de octubre de 1949.
Ed la lee con una sonrisa burlona y continúa andando. Sigue el borde del acantilado hasta un punto en el que el terreno del color de la tiza forma un saliente irregular. Se para un momento y mira hacia abajo, donde está el faro rojo y blanco. El oleaje bate suavemente su base de hormigón. La marea está alta y el mar empuja contra los pies de los grandes acantilados blancos, ciento cincuenta metros más abajo. Alza la vista y mira el mar, que se extiende hasta el horizonte envuelto en bruma. Allá, en alguna parte, está Dieppe y la playa en la que pensó que moriría, pero no murió.
«Beachy Head se encuentra en paz una vez más.»
Hoy ha sido feliz por primera vez desde hace meses; tal vez años. Es algo.
Corre una brisa ligera proveniente del mar. Aspira el aire impregnado de sal. Vuelve a sentirse joven y fuerte. El sol de finales de la tarde reluce sobre el agua, formando un camino luminoso que conduce, con interrupciones, hasta el horizonte.
«Vive la vida como una flecha en pleno vuelo.» Cómo debe de estar riéndose Rex Mundi, el rey del mundo. Unos cuantos pasos y será libre.
Camina rápidamente hacia el borde y salta. Mientras cae, sin dejar de acelerar, extiende los brazos como para ralentizar su caída. A mitad del descenso, su cuerpo golpea contra el acantilado, lacerándole el costado y dándole la vuelta. Ya cerca del fondo, su cuerpo, que no para de agitarse, vuelve a golpear el acantilado. Así, se precipita para reunirse con las blandas aguas y las duras rocas.
La carta que va dirigida a Larry dice:
Querido Larry. Lo siento, pero no puedo más. He hecho todo lo que he podido para que Kitty y las niñas queden en buena situación. Créeme: he trabajado como un verdadero esclavo. El negocio va bien. Supongo que la mayoría de la gente no lo entenderá, pero creo que tú tal vez sí. Me conoces desde hace mucho tiempo. La verdad pura y dura es que hace mucho que la vida se ha convertido en una tortura para mí. No sé por qué. La oscuridad siempre está ahí, esperándome. Intento mantenerme alejado del resto de la gente. Sé que mi infelicidad es una carga que los hace desdichados. Al final, esta es la única manera que se me ha ocurrido de mantenerme alejado para siempre. Y, querido amigo, no te enfades conmigo por escribir lo que estoy a punto de decirte. Quiero que sepas que estoy haciendo lo poco que puedo para compensarte. Sé que quieres a Kitty y que la has querido desde el principio. Creo que ella también te quiere, aunque eso no significa que me quiera menos. Siempre he sabido que podías hacerla feliz y que yo nunca lo conseguiré. En mi egoísmo, me aferré a ella durante demasiado tiempo. Pero ahora que sé que eres libre para estar con ella, tengo que marcharme. No sientas pena por mí. Alégrate por mí. No tienes ni idea de cuántas veces he soñado con este momento. Gracias, amigo mío, por tu infinita bondad. Eres un buen hombre y más valiente de lo que yo lo seré jamás. Quiere mucho a Kitty y a las niñas de mi parte. Sé que lo harás mejor de lo que yo lo hice jamás. Adiós, querido amigo. Ya no tengo miedo a la oscuridad. Descanso por fin.
La carta destinada a Kitty dice:
Mi único amor. Quererte ha sido lo único bueno que he hecho en mi vida. Y sentirme querido por ti ha sido todo un milagro para mí. Pero tenemos que vivir cada uno nuestra vida. Ya no quiero arrastrarte al infierno conmigo. No creas que tu deber es salvarme. Sé cuánto daño te he hecho. Y ya no puedo poner remedio. Así que decido marcharme. Mi único amor, eres joven y hermosa y tienes toda la vida por delante. ¿Por qué vivir en la oscuridad, conmigo? No hago todo esto por ti, sino por mí, para por fin ser libre. Pero ahora, tú también serás libre. Amor mío, sé que me quieres. Lo he sabido desde el principio. Pero sé que también quieres a Larry. No es ninguna vergüenza. ¿Quién podría no querer a Larry? Ahora que él también es libre, puedo marcharme. Quiere a Larry, cariño, porque merece tu amor, y recuérdame y quiéreme a mí también. Puedes estar segura de que por fin he encontrado descanso. No me odies por abandonarte. No te enfades. Simplemente, di: «Hizo todo lo que pudo y, cuando no pudo hacer más, se echó a dormir. Dales un beso a las niñas de mi parte. Diles que si de verdad hay un cielo, las estaré esperando. Diles que me marcho con la cabeza alta, en plena carga en esa playa mortal, todo un héroe de guerra. Diles que las querré por toda la eternidad. Como te querré a ti. Si volvemos a vernos, será en un lugar en el que se sabrá todo y tú me perdonarás. Buenas noches, amor mío. Me quedaré dormido en tus brazos y dejaré de sentir dolor.