Capítulo 19

—Mira lo que he encontrado —le dice Nell a Larry.

En la cesta de la bicicleta lleva seis frascos pequeños de cristal transparente, de los que se usan para guardar medicamentos.

—¿Sabes qué se hace con las botellas? —dice—. Enviar mensajes.

—Por supuesto —asiente Larry.

—Entonces ven conmigo —dice.

Larry empuja la bicicleta hasta la calle y, juntos, recorren Walworth Road, rodean Elephant and Castle y dejan atrás la estación de Waterloo, hasta llegar a la amplia explanada del nuevo puente de Waterloo. Aquí Nell se detiene, más o menos en mitad del puente, y apoya la bici contra el parapeto. Larry hace lo mismo. Hace un bonito día de verano y se queda un momento admirando la vista. Al este, la cúpula de St Paul se eleva por encima de los edificios de la City dañados por las bombas; al sur, tras el meandro que describe el río, están las Cámaras del Parlamento.

Nell saca uno de los frascos, una libreta y un lápiz.

—Bueno, ¿cuál va a ser nuestro primer mensaje? —dice.

—¿De verdad vamos a enviar mensajes en botellas?

—Por supuesto. Yo me encargo del primero.

Anota algo en la libreta, arranca la hoja y se la enseña a Larry. Ha escrito: «Si encuentras este mensaje, tendrás buena suerte durante el resto de tu vida».

—¿No crees que alguien va a llevarse una decepción? —dice él.

—Para nada. La suerte viene a ti si crees en ella.

Aprieta el tapón del frasco y lo tira desde el parapeto del puente hacia el río que hay debajo. Lo ven caer al agua, hundirse y salir otra vez a la superficie, para alejarse girando corriente abajo.

Cogen las bicicletas, cruzan a la orilla norte del río y recorren el Victoria Embankment hasta el puente de Westminster. Una vez más, Nell aparca la bicicleta en mitad del puente.

—Hoy no vamos de bares, sino de puentes —bromea Larry.

—Quiero que sea un día inolvidable —dice Nell.

Saca la libreta y el lápiz.

—«Nada la tierra muestra más hermoso» —recita Larry.

—¿Qué?

—Es un poema de Wordsworth. «Compuesto en el puente de Westminster.»

—Siguiente mensaje. Toma. Te toca.

Le entrega la libreta. Larry intenta recordar el poema.

—«Bello amanecer; mudos, desnudos, barcos, torres, no sé qué ante cielos y campos se prosternan; en el aire impoluto todo brilla.»

—Ya no hay campos —apunta Nell.

—Ni aire impoluto. —Mira las Cámaras del Parlamento, a la orilla del río—. Uno pensaría que todo esto lleva aquí toda la vida, pero Wordsworth no llegó a verlo. No tienen ni cien años. Antes, había otros edificios que han desaparecido.

—Envía el siguiente mensaje.

Larry se lo piensa un momento y escribe: «Si encuentras este mensaje, mira a tu alrededor y disfruta de lo que ves, porque algún día ya no estará aquí».

—Un tanto deprimente, ¿no crees? —dice Nell.

—Así sabrán apreciar lo que tienen.

Enrolla la hoja y la introduce en la botella. Le da el frasco a Nell, pero ella dice:

—Es tu mensaje, lo tiras tú.

Así que lo deja caer desde el puente hasta el río que discurre a sus pies y observa cómo se aleja hasta desaparecer en la distancia.

Se suben una vez más a las bicis y dan la vuelta en torno al Big Ben, bajan por Millbank y llegan a Lambeth Bridge. Los obeliscos que lo flanquean a ambos lados tienen unas piñas encima, según Nell. Según Larry, son piñas de pino.

—¿Por qué iba nadie a esculpir una piña de pino gigante? —pregunta Nell.

—¿Y por qué una piña?

—Las piñas son maravillosas. Son duras y rasposas por fuera y dulces y jugosas por dentro.

Mientras empuja la bicicleta hacia la acera, se le refleja la luz del sol en el pelo. Larry la observa con admiración.

—¿Cómo llegaste a ser tú, Nell? —pregunta.

—¿Qué quieres decir?

—Eres tan abierta, tan inocente, tan... No sé. Nunca dejas de sorprenderme.

—¿Y eso es bueno?

—Muy bueno.

Nell escribe su mensaje y se lo enseña.

«Si encuentras este mensaje, sal y haz eso que llevas toda la vida deseando hacer, pero que te da miedo.»

—¿Y si el tipo en cuestión quiere robar un banco?

—¿Quién te dice que será un hombre? Puede que sea una chica. Tal vez quiera besar al chico del que está enamorada en secreto.

Y besa a Larry, allí en el puente de Lambeth.

—Ahora ya no es ningún secreto —dice Larry.

Se siente animado, feliz como hacía tiempo que no lo era. El juego de Nell hace que todo lo bueno parezca posible, y todo lo malo, muy lejano.

Deja caer la botella al agua.

Continúan hacia delante, dejando atrás la Tate y el puente de Vauxhall («demasiado feo») por el terraplén hasta el puente de Chelsea. Aquí, sobre las farolas que montan guardia, en vez de piñas o piñas de pino hay galeones dorados. Al otro lado del río, se eleva el inmenso bloque de la central eléctrica de Battersea. Dos de sus cuatros chimeneas derraman humo negro en el cielo de verano.

Nell le da la libreta a Larry.

—Te toca.

«Si encuentras este mensaje —escribe Larry— empieza a creer que la felicidad existe, porque ahora mismo soy feliz.»

—Es precioso, Larry —dice Nell—. Quiero que seas feliz.

Tira la botella río abajo y ve cómo se aleja bajo el puente del ferrocarril.

Nell ha vuelto a coger la libreta y está escribiendo algo.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunta Larry—. ¿Al puente de Albert?

—Ya basta de puentes.

Mete el mensaje en la botella sin mostrárselo a Larry y lo empuja hasta el fondo.

—Ahora tengo que irme, cariño —dice.

—¿Irte? ¿Adónde?

—Simplemente, tengo que irme.

Le da la botella.

—El último es para ti.

Le da un beso, se monta en la bicicleta y se aleja pedaleando por Chelsea Bridge Road.

Larry afloja el tapón e intenta sacar el rollo de papel, pero el cuello es demasiado estrecho. Perplejo y algo irritado, observa la botella, preguntándose qué hacer. La hoja de papel que hay dentro se ha desenrollado en parte, así que aunque consiguiera agarrarla a través del cuello, se rasgaría al intentar sacarla. La única solución es romper el frasco.

Lo agarra por el cuello y le da un toquecito contra el bordillo de la acera. Lo sacude con más rapidez. Por fin, le da un fuerte golpe y el frasco se hace añicos. Recoge el papel de entre los relucientes fragmentos de cristal, lo desenrolla y lee.

«Si encuentras este mensaje, quiero que sepas que no espero nada de ti y que solo quiero que sigas siendo feliz. Estoy embarazada. Te quiero.»

Larry se levanta y nota que se le baja la sangre a los pies. Su primera reacción es salir corriendo detrás de Nell. Pero se da cuenta de que no sabe adónde ha ido y jamás la encontrará. Así que empuja lentamente la bicicleta hasta el final del puente, luchando contra un desorden de emociones.

Más que nada, siente miedo. No es un temor en concreto, sino una especie de pánico. Los acontecimientos se están desarrollando más allá de su control. Fuerzas desconocidas se ciernen sobre él. Y luego, a través del pánico, como una neblina que disipa el sol, siente un orgullo intenso y casi cegador.

«Voy a ser padre.»

La idea es tan inmensa que lo abruma. Lo llena de alegría y de miedo al mismo tiempo. La responsabilidad es demasiado grande. Esto lo cambia todo.

«Voy a tener esposa e hijo.»

¡Una esposa! Le resulta casi imposible imaginarse a Nell en ese papel. Pero, por supuesto, tienen que casarse.

«Entonces, ¿ya está? ¿Ya tengo la vida organizada?»

En el mismo momento en que se le viene la idea a la cabeza, sabe que esta no es la vida que está destinado a llevar. Pero si no es esta, ¿cuál, entonces? ¿Cuál es ese sueño de futuro que sabe que acaba de perder para siempre?

Aturdido, se sube a la bicicleta y echa a pedalear por Chelsea Bridge Road, en la dirección que ha tomado Nell. Entonces se da cuenta de que ha debido de planearlo todo al detalle. Ideó el juego de los mensajes en botellas como una forma de darle tiempo de hacerse a la idea a solas. Siente una repentina oleada de amor. ¡Qué chica tan extraordinaria! Es mucho más madura de lo que sería de esperar a sus años y comprende por lo que él está pasando. Sabe que tendrá sus dudas sobre si comprometerse a un futuro con ella. Así que se marcha y lo deja solo. Esto lo conmueve profundamente. A pesar de estar a la deriva en este ancho mundo, Larry le importa lo suficiente como para no echarle sobre los hombros una carga mayor de la que puede soportar.

En este momento, pedaleando detrás de un autobús mientras este sube trabajosamente por Sloane Street, solo siente amor y gratitud por ella. Pero cuando gira a la izquierda en Knightsbridge y recorre el lado sur del parque, empiezan a venírsele a la mente otras preocupaciones. ¿Cómo va a mantener a una esposa y un hijo? ¿Dónde van a vivir? ¿Y qué pasa con su sueño de ser pintor?

En este momento, se da cuenta de adónde va. Ha tomado el camino a casa. Guiado por instintos más profundos que el pensamiento consciente, en este momento de crisis vuelve a la casa donde se crió. No tiene sentido: no puede esperar que su padre le resuelva el dilema. Acude a casa en busca de refugio.

Así que toma por Kensington Church Street y sube la cuesta de Campden Grove. A estas horas, su padre estará en la oficina, por supuesto, al otro extremo de la ciudad; pero Larry tiene llave. Entra en la casa, empujando la vieja bicicleta tras de sí, y se queda en el recibidor. Miss Cookham, el ama de llaves, sube desde el sótano para ver quién es.

—Hola, Cookie —dice Larry—. Me apetecía pasar a echar un vistazo.

—¡Señorito Lawrence! —se sonroja de la alegría—. ¡Dichosos los ojos! ¡Lo que hay que ver! Me han dicho que ahora es un artista famoso.

—No tan famoso —dice Larry.

Se sorprende al ver lo mucho que le alegra que le den la bienvenida de esta manera y lo mucho que lo tranquiliza la sombría casa.

—¿Le traigo una taza de té? ¿Tal vez un trozo de tarta?

—Sería maravilloso. ¿Cómo estás, Cookie?

—Tranquila, como se suele decir. Su padre no tardará en llegar.

Larry se sienta en la sala que hay en la parte trasera del tercer piso, que antiguamente era la habitación de los niños y luego se convirtió en su estudio. Era aquí donde se retiraba cuando volvía a casa durante las vacaciones para dibujar o, simplemente, para observar el fuego en la chimenea. Aquí se escondió el día que su padre le dijo que su madre se había ido al cielo. Tenía cinco años.

Cookie llama a la puerta y entra con una bandeja.

—Solo tengo bizcocho —dice—, y más sencillo de lo que me gustaría, pero ya sabe cómo están las cosas. Nadie diría que hemos ganado la guerra.

—Gracias, Cookie. Eres un ángel.

Se queda de pie y lo mira, sentado en su viejo sillón junto a la estantería.

—Es un placer volver a tenerlo en casa, señorito Lawrence.

Una vez a solas, Larry bebe el té y come el bizcocho y se da cuenta de que no consigue obligarse a sí mismo a enfrentarse a la situación. Cada vez que se propone decidir qué hacer, sus pensamientos se van por las ramas y no puede evitar recordar sus días de escuela. Ed Avenell, cuya familia vivía en el norte, siempre se quedaba con él al principio y al final de las vacaciones, al ir y volver de la escuela. Todavía lo ve, encogido en el suelo frente al fuego, metiendo cosas entre los carbones para ver cómo ardían. A Ed le encantaba quemar cosas: lápices, soldaditos de juguete, cajas de cerillas. A veces se quemaba haciendo experimentos, pasando la mano por entre las llamas hasta que quedaba recubierta de hollín.

Oye la sacudida de la puerta principal al cerrarse y percibe la voz de su padre en el recibidor. Le llega el parloteo agitado de Cookie. Su padre estará cansado. Seguro que le apetece lavarse y cambiarse después de un día en la oficina y luego disfrutar de un whisky en la biblioteca mientras hojea el periódico de la tarde.

Larry baja las escaleras para saludarlo. No ha visto a su padre desde que volvió de Jamaica.

—¡Larry! ¡Qué agradable sorpresa!

Sus ojos muestran una alegría sincera. Como siempre, al volver a casa, a Larry le sorprende comprobar lo mucho que sigue formando parte de este mundo, que en su mente ya ha dejado atrás.

—¿Te quedas a comer?

—Me apetece una copa —dice Larry—. Y una buena charla. Pero tengo que volver en bicicleta.

—¡Ah, la vida de artista! —dice su padre, sonriendo—. Dame diez minutos.

Larry entra en la biblioteca y coge el periódico de la tarde que acaba de traer su padre. Lee un poco sobre la conferencia de paz de París y vuelve a soltarlo. La habitación está tan impregnada de la presencia de su padre que vuelve a sentirse como un niño pequeño. Aquí, todas las tardes durante las largas vacaciones del colegio, se sentaba en el que siempre fue su sillón especial, una butaca baja tapizada de terciopelo rojo oscuro, y su padre le leía en voz alta. Leyeron Las minas del rey Salomón, El mundo perdido y La Isla del Tesoro, del que a su padre le gustaba decir que era el mejor cuento jamás contado.

«¿Y yo también voy a ser padre?»

William Cornford vuelve y les sirve a ambos un trago de whisky escocés. Durante un rato hablan de Jamaica y de las dificultades que les ha causado la requisa de la flota durante la guerra.

—Ya hemos recuperado el Ariguani y el Bayano, pero por ahora solo el Ariguani está haciendo viajes regulares. Andamos muy escasos de espacio. Estoy en negociaciones para comprarle cuatro barcos al ministerio. El gobierno está haciendo todo lo posible por aumentar las importaciones de alimentos en otras divisas aparte del dólar. Pero va a tardar lo suyo. Lo más importante es que no he tenido que despedir a casi nadie de la plantilla.

—Por lo que veo —dice Larry—, nadie se marcha nunca de la empresa.

—No, si puede evitarlo —dice su padre—. La gente crece en sus puestos. Empiezan como pequeños esquejes y terminan siendo verdaderos robles.

Larry sabe que él también debió de haber sido un esqueje y que ya debería haberse convertido en un roble en la empresa familiar. Su padre, al darse cuenta de que sus palabras podrían entenderse como una crítica, cambia de tema.

—Bueno, dime —continúa—: ¿Qué tal va tu exposición?

—Solo quedan dos días —dice Larry—. Después, tendré el dudoso placer de poder reclamar mis obras.

—¿Y luego?

—Es una pregunta interesante.

—¿Y? —una sola sílaba, pronunciada en tono bajo, neutral.

—Ha ocurrido algo. No sé muy bien qué hacer.

Hasta este momento, Larry no se había dado cuenta de que ha venido a pedir consejo a su padre. Cree saber lo que este va a decirle: sus fuertes convicciones religiosas le dejan muy poco margen. Así que, ¿por qué molestarse en sacar el tema?

«Porque, haga lo que haga, quiero tener la aprobación de papá.»

Esto también le sorprende. Por lo visto, para sentir que ha hecho lo correcto, necesita la bendición de su padre. Este hombre cansado que está sentado bebiendo whisky escocés, con la cara arrugada y bronceada, que le devuelve la mirada, pensativo, representa todo lo que es justo, bueno y correcto. En esto consiste ser padre.

«¿Cómo voy a poder estar a su altura?»

—Hace tiempo que tengo novia —dice—. Se llama Nell. Trabaja para un marchante de arte. Es una chica muy poco convencional, muy liberal, muy independiente.

Hace una pausa y se pregunta si su padre habrá entendido adónde quiere llegar. A medida que habla, va perdiendo confianza. Le parece que lo que está a punto de decir demuestra que ha sido ridículamente irresponsable.

«¿Por qué no tomé precauciones para evitarlo? Porque Nell me dijo que ya se había encargado ella. Pero nunca le pregunté por el tema. No tengo ni idea de qué método usó. Me daba demasiada vergüenza y fui demasiado egoísta como para insistir. Visto racionalmente, como lo verá mi padre, mi comportamiento ha sido una especie de locura.»

—El caso es que —continúa— tengo un problemilla con ella. Supongo que ya te haces una idea.

Se da cuenta de que es incapaz de pronunciar las palabras necesarias. Se avergüenza demasiado. Pero aquí está, por voluntad propia, contándole a su padre lo suficiente para que pueda sacar sus propias conclusiones.

—Ya veo —dice.

—Sé que lo que he hecho está mal —dice Larry—. Es decir, ya sé que vas a decirme que, según la Iglesia, he pecado. Y es cierto.

—¿La quieres? —pregunta su padre.

Su pregunta lo coge de improviso. Vacila un momento antes de responder.

—Sí —dice.

—¿Quieres casarte con ella?

—Eso creo —dice Larry—. Está todo muy reciente. Estoy confuso.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinte. Casi veintiuno.

—¿Qué le has dicho?

—Nada. Me dio la noticia y salió corriendo. Creo que quería darme tiempo para pensármelo antes de tomar una decisión. No es la clase de chica que quiere que me case con ella solo por las apariencias.

—Quiere estar segura de que la amas.

—Sí.

—Y no estás seguro.

Le lanza a su padre una mirada breve. ¿Tan evidente resulta?

—No lo sé. Puede que lo esté. No estoy seguro. No estoy seguro, si sabes a lo que me refiero.

William Cornford asiente con la cabeza. Sí, sabe lo que quiere decir Larry. Observa a su hijo con atención.

—Tienes razón en cuanto a lo de la Iglesia —dice—. La postura de la Iglesia está completamente clara. Lo que has hecho está mal. Pero a lo hecho, pecho. Y, según la Iglesia, tu deber ahora también está completamente claro.

—Sí —dice Larry—. Soy consciente de ello.

—Pero el matrimonio es para siempre. Hasta que la muerte os separe.

—Sí —asiente Larry.

Su padre estuvo casado hasta que la muerte los separó. Nueve años y, entonces, llegó la muerte. Esos nueve años se han cristalizado hasta formar un monumento sagrado. El matrimonio perfecto.

—¿Podrás hacerlo, Larry?

—No lo sé —admite Larry—. ¿Cómo lo supiste tú? ¿Lo sabías?

Su padre asiente lenta y enfáticamente con la cabeza. Sin palabras. Nunca ha hablado de su difunta esposa. Jamás ha vuelto a mencionar su nombre desde que murió, excepto en sus oraciones. «Que Dios bendiga a mamá, nos proteja desde el cielo y nos mantenga a salvo hasta que volvamos a encontrarnos.»

«Protégeme ahora», piensa Larry, con ganas de llorar.

—No soy tu sacerdote —dice su padre—. Soy tu padre. Quiero decirte algo que no puede decirte la Iglesia. Si no quieres de verdad a esta chica, harías mal en casarte con ella. Estarías condenándoos a los dos y a vuestros hijos a una vida de infelicidad. Por lo que me dices, ella lo entiende muy bien. No quiere a un marido que esté con ella por cumplir con su deber. Por supuesto, pase lo que pase, debes apoyarla. Pero si te casas, cásate por voluntad propia. Cásate por amor.

Larry es incapaz de hablar. Con cada palabra que pronuncia su padre percibe la intensidad del amor que este siente por él. Puede que emplee el lenguaje de los imperativos morales, pero lo que de verdad le preocupa es la felicidad de su hijo. En esto es en lo que consiste ser padre. Está dispuesto a dejar a un lado incluso sus creencias más profundas por el bien de su hijo.

—No arruines tu vida, Larry.

—No —dice Larry—. Es decir, si no la he arruinado ya.

—Pero si crees que puedes quererla de verdad... Entonces, bien.

Larry busca la mirada de su padre. Siente tantas ganas de abrazarlo y de notar cómo sus brazos lo estrechan con fuerza. Pero hace años que no se abrazan.

—Y también está el lado práctico del asunto —añade—. Dices que tengo que apoyarla y, por supuesto, tienes razón. Pero no es tan sencillo.

—Doy por hecho —dice su padre— que esto del arte no ha resultado ser demasiado lucrativo por ahora.

—Por ahora, no.

Ahora su padre le dirá que es justo lo que veía venir cuando tuvieron la gran discusión antes de la guerra. Que ha malgastado su juventud con sueños absurdos. Que ahora tiene que hacer frente a las responsabilidades.

—Pero, ¿es tu pasión?

—¿Perdona?

—Pintar. El arte. Es tu pasión.

—Oh, sí.

—Lo dices con mucha seguridad.

—Me preguntas si mi pasión es la pintura, papá. De eso estoy seguro. Es lo único que quiero hacer. Pero no estoy seguro de nada más. No estoy seguro de tener el talento suficiente. No estoy seguro de poder ganarme la vida pintando.

—Pero es tu pasión.

—Sí.

—Eso es algo poco común, Larry. Es un don de Dios.

Bruscamente se levanta del sillón y se acerca al escritorio en el que guarda los documentos privados. Durante unos instantes, rebusca entre los papeles, consultando las páginas de sus libros de contabilidad.

—Te propongo lo siguiente —dice—: Te aumentaré la asignación en cien libras anuales. Y pagaré el alquiler de un piso apropiado para esta señorita. Si quieres o no vivir con ella y en qué términos, es asunto tuyo. ¿Qué te parece?

—¡Oh, papá!

—Intento ser práctico, Larry. No me corresponde a mí juzgarte.

—Creí que ibas a decirme que me pusiese a trabajar en la empresa.

—¿Qué? ¿Como castigo? La empresa no es ninguna colonia penal. Si alguna vez te decides a trabajar en ella, debe ser por voluntad propia.

—Como el matrimonio.

—Sí. Exactamente igual.

Le ofrece la mano. Larry la coge y la estrecha con fuerza.

—Ya me dirás qué decisión tomas.

Mientras cruza Londres en bicicleta de regreso a casa, Larry vuelve a sentirse dividido entre emociones encontradas. La generosidad de su padre lo ha dejado asombrado e inseguro. Ahora se da cuenta de que fue a casa para que le recordasen cuál es su deber. Incapaz de tomar una decisión él solo, recurre a las instituciones que sustentan su vida: la familia, la escuela, la Iglesia, para que le aprieten las tuercas. Pero, en vez de eso, sale de casa de su padre más libre y más fuerte que cuando llegó y, por tanto, también más solo y con una carga más pesada.

¿Cómo es que otros toman esta decisión tan fácilmente? ¿Cómo pueden estar completamente seguros? Piensa en Ed y en Kitty. Se habían visto dos veces (¡dos veces!) antes de que decidieran casarse. En aquel momento, no le sorprendió: ¿por qué iba el amor a necesitar más de un instante? Y, además, durante una guerra nunca hay tiempo y solo un futuro muy incierto. Pero en cuanto se declara la paz y el futuro se extiende ante ti con todos los años que te quedan, ¿quién sabe con seguridad lo que quiere?

«Así que —piensa— puede que el obstáculo sea precisamente esa necesidad de certeza.» Si es imposible sentir certeza absoluta, entonces ¿por qué esperarla? Puede que la decisión de casarse sea solo una decisión provisional, tomada en base a la información limitada de que uno dispone en el momento, y que se tarden años en llegar a sentir completa certeza. Si ese es el caso, lo único que se necesita para poner en marcha el proceso es algo de presión externa. ¿Y qué presión externa más tradicional que un bebé en camino? En algunos países, un hombre y una mujer no se comprometen hasta que la chica no se queda embarazada, ya que esa, y no el sexo, es la finalidad del matrimonio.

Pero ¿qué hay del amor?

Sin dejar de debatir consigo mismo, enfila la calle en la que vive y allí se encuentra a Nell, sentada en los escalones, esperándolo. Se levanta de un salto, con una sonrisa de oreja a oreja en la cara.

—¡Adivina! —dice—. He estado con Julius. ¡Dice que se han vendido todos tus cuadros!

—¡Vendidos! ¿A quién?

—A un comprador anónimo. ¿No es maravilloso? ¡Alguien te está coleccionando! ¡Como a un artista de verdad!

—Me dejas sin habla.

—Es una buena noticia, ¿verdad?

A medida que va asimilando la noticia, lo invade una alegría repentina. Sus cuadros son apreciados. Alguien ha pagado dinero por ellos. No hay respaldo más gratificante. Las palabras le salen gratis al que las pronuncia. Pero nadie paga dinero de verdad si no va en serio.

Apoya la bicicleta contra la pared y coge a Nell en brazos. Ella está exultante, y es todo por él. En estos momentos de crisis personal, solo piensa en él.

—Estaba deseando decírtelo. Aquí te he esperado, sentada en los escalones, sola.

—Es una noticia estupenda —dice—. No me lo puedo creer.

La besa allí mismo, en los escalones.

—Tenemos que celebrarlo —dice Nell.

—Sí, pero, ¿qué hay de tu mensaje?

—Oh, eso —dice—. ¿Te las apañaste para sacarlo de la botella sin romperlo?

—No. Tuve que destrozarla.

—Ya decía yo.

—No debiste salir corriendo.

—¿Ah, no?

La tiene abrazada y ella mira hacia arriba y le sonríe. Es graciosa y muy guapa, sus cuadros se han vendido y brilla el sol y, de repente, le parece muy fácil.

—Cásate conmigo, Nell.

Ella no deja de sonreírle, pero no dice nada. No es así como deberían ir las cosas.

—¿Nell? Te he hecho una pregunta.

—Oh, ¿así que era una pregunta?

—Quiero que te cases conmigo.

—Tal vez —dice—. Me lo pensaré.

—¿No quieres?

—Tal vez —repite—. No estoy segura.

—¡No estás segura!

—Bueno, solo tengo veinte años.

—Casi veintiuno.

—Pero te quiero, Lawrence.

—Entonces no hay problema —dice.

—Es que no estoy segura de ser la mujer que te conviene.

—¡Por supuesto que lo eres! —Oírla expresar sus dudas lo libera de las suyas—. Eres perfecta para mí. Eres buena conmigo, nunca dejas de sorprenderme y me haces feliz. ¿Cómo iba a vivir sin ti?

Entonces Nell le dedica una mirada de lo más extraña, como si le dejase entrever por primera vez su parte secreta, la parte temerosa y vulnerable. Su mirada le dice: «Prométeme que no me harás daño».

—Verás —dice—: para las chicas, es distinto.

—¿Qué quieres decir?

—Tú tienes la pintura, vas a ser alguien en el mundo y te dedicarás a las cosas que hacen los hombres. Pero para nosotras solo están el marido y los niños. No hay nada más. Así que tenemos que hacerlo perfecto.

Vuelve a sentarse en los escalones. Él se acomoda junto a ella y le coge la mano.

—Entonces hagámoslo perfecto los dos juntos —propone.

—No tenemos que decidir nada hoy, ¿verdad?

—No, si no quieres —dice él.

—La verdad es que no sé qué quiero —admite.

Larry está desconcertado.

—Pero creí que...

No completa la frase. De repente, le parece una tontería.

—Creíste que todas las chicas quieren casarse y que son los hombres los que necesitan un empujoncito.

—Dijiste que querías casarte.

—Y quiero —dice Nell—. Pero solo como es debido.

—¿Y cómo es eso?

—Mis padres están casados —dice—. Pero no son felices. A veces, creo que se odian. No quiero acabar así.

—Pero si dos personas se quieren... —dice Larry.

—Supongo que ellos pensaban que se querían. Al principio. Me parece que uno nunca lo sabe del todo. Nunca se puede estar completamente seguro.

Ahora lo mira muy seria y le acaricia la mano al hablar. A Larry empieza a darle vueltas la cabeza. Sus palabras y sus caricias se contradicen: ¿Lo quiere o no?

—Pero, Nell —dice, sin poder contenerse—: ¿Qué hay del bebé?

—¿Quieres decir que deberíamos casarnos por el bebé?

—Bueno, es una razón, ¿no crees?

—Así que, si no hubiera habido un bebé, ¿no habrías querido?

Larry se siente acorralado. Tiene ganas de contestarle: «Puede que no te lo hubiera pedido tan pronto, pero te lo habría propuesto más adelante». ¿Es cierto? Intuye la fuerza cegadora de su honestidad y se siente avergonzado.

—Lawrence, mi amor —dice, apretándole la mano—. Te quiero muchísimo. No nos construyamos una jaula. No podría soportar pensar que te sientes atrapado. Querámonos como nos queremos ahora y dejemos pasar los días. Así nunca tendremos que mentirnos el uno al otro.

En ese momento, Larry la ama más que nunca. «Es como una niña que siempre dice la verdad», piensa. ¿De dónde sacará una pureza tan instintiva? Es una palabra extraña con la que describir a una chica que le entrega su cuerpo con tanta generosidad, pero él intuye su pureza interior; una inocencia que no es falta de experiencia ni puerilidad. A veces, cuando Nell lo mira con sus ojos solemnes, comprende que es mucho mayor y ciertamente mucho más madura de lo que él jamás podrá llegar a ser, aunque lleve ocho años más en el mundo. De alguna manera, Nell nació con la verdad por delante.

—Si eso es lo que quieres —contesta.

—Y si es lo que tú quieres —dice ella, en voz baja.