Capítulo 13
Después del asalto de Dieppe, aparecen varios soldados alemanes muertos por disparos en la cabeza, con las manos atadas detrás de la espalda. Se cree que es obra de los comandos. En represalia, el alto mando alemán ordena poner grilletes a todos los comandos retenidos en campos de prisioneros de guerra, hasta nueva orden.
Tras otro asalto en la isla de Sark, aparecen más soldados alemanes muertos, también con las manos atadas. Hitler, encolerizado, emite una orden secreta a la que se le da el nombre de Kommandobefehl. Solo se hacen doce copias. La orden reza:
Hace ya mucho tiempo que nuestros enemigos llevan empleando en su conducta bélica métodos que infringen la Convención Internacional de Ginebra. Los miembros de las unidades que llaman comandos se comportan de una manera especialmente brutal y deshonesta[...] Por tanto, ordeno: de ahora en adelante, todos los hombres que actúen contra tropas alemanas en las operaciones que llaman de comando[...] deben ser aniquilados...
El Kommandobefehl se topa con cierta oposición. El mariscal de campo Rommel se niega a dar la orden a sus tropas por considerarla una infracción del código de guerra. En los campos de prisioneros, su puesta en práctica varía dependiendo del carácter de los distintos comandantes. En el Oflag VII-B, cerca de Eichstätt, los miembros de unidades de comando capturados se ven obligados a llevar grilletes, pero no se les entrega al Sicherheitsdienst, el servicio de seguridad; más por rivalidad entre las distintas unidades que porque se desee salvar a los hombres de su ejecución.
No obstante, cuando la noticia de que el teniente Ed Avenell del Comando 40 de los Royal Marines ha recibido la Cruz Victoria llega a oídos de las autoridades del campo, reaccionan con cólera.
Dos ordenanzas, ellos mismos medio dormidos, despiertan al prisionero de su catre en el Bloque 5 antes del amanecer. Lo sacan, esposado, al patio de armas. Allí, le ordenan que se ponga de pie frente al banco de piedra que se extiende hasta la Lagerstrasse y el bloque de cocinas.
Llega un Obersturmführer de la Kommandantur. Abre una carpeta e ilumina con una pequeña linterna eléctrica las órdenes escritas a máquina que contiene. La luz se refleja sobre el papel, alumbrándole la cara mientras lee la orden en alto. Ed no entiende nada de lo que dice en alemán, pero sabe que así es como se da una orden de ejecución. Cuando se queda en silencio, el Obersturmführer saca una pistola y le ordena que se ponga de rodillas. Así que no va a haber pelotón de fusilamiento.
Ed tiene frío. Aunque su espíritu siente indiferencia, su cuerpo no se resigna. Siente una sequedad en la boca y en la garganta, una oleada de calor y se le aflojan las tripas. Debería cerrar los ojos, pero estos permanecen abiertos, sin ver. Hay cuervos en los árboles sobre la colina, al otro lado del patio de armas. Los oye graznar. La luz del alba empieza a filtrarse en el cielo.
Toma conciencia del dolor agudo que le producen las esposas en las muñecas y se da cuenta de que va a cagarse en los pantalones de un momento a otro. Mataría por un cigarro, o al menos moriría por uno.
Se oye una detonación. El eco del disparo reverbera por el valle. Los cuervos se desbandan y vuelan hacia la luz del día que comienza.
El Obersturmführer vuelve a bajar la pistola y se marcha. Los ordenanzas llevan a Ed de vuelta a su celda.
—Entonces, ¿a qué ha venido todo eso? —le preguntan los demás prisioneros del bloque.
Ed no tiene ninguna respuesta.
Al día siguiente, se repite la pantomima. Lo despiertan antes del amanecer, le leen la orden y disparan al aire. Y lo mismo, al día siguiente. Pero, por mucho que se repita el proceso, el miedo no disminuye. Cada vez que juegan, el juego podría ir en serio. Y en cada ocasión, su cuerpo lo traiciona. Pero su fracaso permanece en secreto. A los ojos del mundo, Ed se mantiene indiferente, magnífico.
Entiende que no quieren matarlo, sino desintegrarlo. O quizá solo sea un pasatiempo para los aburridos oficiales del campo. Se rumorea que se hacen apuestas en la sala de oficiales: tantos días antes de que se derrumbe, tantos cigarros contra uno. Uno desea que su vida tenga un valor, y su muerte, un sentido; pero al final todo es un juego.
El héroe no se derrumba. O, al menos, no se ve desde fuera.
En diciembre de 1943, cuando lleva casi quinientos días de prisionero, le quitan las esposas.
En abril de 1945, cuando lleva casi mil días de prisionero, por fin termina la guerra.
Se rumorea que el ejército americano está al otro lado del Rin y avanza rápidamente. El comandante del campo convoca una marcha de todos los prisioneros a primera hora de la mañana y les anuncia que, por su seguridad, van a trasladarse al este, a Moosburg. A los prisioneros oficiales se les entregan raciones mayores de lo habitual y comienzan a marchar en orden por la carretera, en dirección a Eichstätt. Cinco Thunderbolts de las fuerzas aéreas estadounidenses ven la columna y, tomándolos por tropas alemanas, bombardean en picado a los prisioneros. Durante treinta minutos los barren con las ametralladoras, haciendo caso omiso de los brazos que les hacen señas. Mueren catorce oficiales británicos y cuarenta y seis resultan heridos. Los supervivientes regresan al campo.
Ed Avenell forma parte del grupo encargado de enterrar a los muertos.
—Típico —dice uno de sus compañeros—. Eso sí que es dar la vida por la patria.
Ed no dice nada. Hace mucho tiempo que ya no dice nada.
Aquella noche, vuelve a formar la columna y marchan hacia el suroeste, al amparo de la oscuridad. Al amanecer, duermen en un granero. Al anochecer, reanudan la marcha. Día y noche se oyen aviones norteamericanos que surcan el cielo. Cuando atraviesan Ernsgaden y Mainburg, cae una llovizna fina y helada. Los prisioneros están cada vez más débiles. A lo largo de los siete días y noches siguientes, cuatro hombres mueren durante la marcha. El octavo día llegan al Oflag V, el gigantesco campo de Moosburg. Aquí, más de treinta mil prisioneros de todos los rangos y nacionalidades están hacinados juntos. Aquella noche hay una tormenta eléctrica y se rumorea que Baviera está negociando una paz independiente. Se oyen los cañones americanos. Se dice que el Séptimo Ejército está muy cerca, en Ingolstadt. Cuatrocientos prisioneros se aprietan en cada barracón. Las raciones son lastimosamente escasas.
A la mañana siguiente, el comandante del campo va en busca de un oficial norteamericano de rango lo suficientemente alto como para recibir su rendición. Al mediodía, el campo queda liberado. Los liberadores son la Compañía C, Batallón de Tanques 47, 14.ª División Acorazada, Tercer Cuerpo del Tercer Ejército estadounidense. Enarbolan la bandera estadounidense y les dicen a los prisioneros, que prorrumpen en vítores, que empezarán a evacuarlos en Dakotas, en grupos de veinticinco hombres, en cuanto puedan habilitar una pista de aterrizaje.
Ed sonríe al oír la noticia y aspira una larga calada del cigarro norteamericano que le han dado, con la vista fija en la distancia.
—Todavía no nos vamos a ninguna parte, muchachos —dice.
El primer día de mayo, cae una nevada en el campo. Corre el rumor de que Hitler ha muerto. Los hombres están demasiado cansados y hambrientos como para que les importe. Ahora lo único que quieren es volver a casa.
El 3 de mayo los transportan a Landshut en camiones de seis ruedas. Las casas frente a las que pasan tienen banderas blancas en las ventanas. En Landshut, instalan a los ex prisioneros de guerra en pisos vacíos, seis por habitación, y les dan raciones K del ejército estadounidense. Aquí les toca esperar una vez más.
La nieve se convierte en lluvia y los vientos son demasiado intensos como para que despeguen los aviones. Los prisioneros de guerra que llegaron antes tienen preferencia, y lo mismo ocurre con un grupo de setecientos indios. Les prometen doscientos aviones que enviarán desde Praga, pero solo llegan setenta.
El 7 de mayo por la mañana, que en casa celebran como el Día de la Victoria en Europa, a Ed le llega el turno en el aeródromo y embarca a primera hora de la tarde. El Dakota aterriza en St Omer, en el norte de Francia, donde lo lavan y despiojan. Al día siguiente, unos Lancasters de la RAF llevan al contingente británico a la base aérea de Duxford, cerca de Cambridge. Ya han pasado veinticinco días desde que abandonaron el campamento y dos años, ocho meses y veinte días desde que Ed salió de Inglaterra.
Envía dos telegramas, uno a sus padres y uno a su mujer. Un ordenanza de repatriación reconoce su nombre en la lista de prisioneros y se lo dice al mando de la base, un comandante que aparenta muy poca edad.
—Me han dicho que le han concedido la Cruz Victoria —dice el comandante.
—Sí —contesta Ed—. A mí me han dicho lo mismo.
—Es un honor tenerlo aquí. ¿Puedo hacer algo por usted?
—No, gracias, señor. Saldré para casa a primera hora de la mañana.
—Buen trabajo —dice el jefe de escuadrón, dándole la mano—. Un trabajo cojonudo.
Kitty llega temprano a la estación de King’s Cross, agarrando con fuerza a Pamela de la mano. Pamela tiene poco más de dos años y ya anda bien, pero la enorme estación de tren la intimida. Kitty lleva puesto su vestido más bonito de antes de la guerra bajo un abrigo de lana gris marengo. Hace un día fresco de primavera.
—Papá —dice Pamela, señalando a un hombre que atraviesa el vestíbulo.
—No, ese no es papá —dice Kitty—. Cuando sea papá, te lo diré.
Lleva preparando a Pamela desde que recibió el telegrama. Quiere que diga: «Hola, papá», y que le dé un beso.
Hay otras mujeres esperando, recorriendo ansiosamente los andenes con la mirada. Una lleva un ramo de flores. Kitty piensa que a Ed no le gustaría recibir flores, aunque en realidad no lo sabe. En las cartas que le ha escrito, le ha contado todas las noticias; sobre todo le ha hablado de Pamela, de lo guapa que es y de lo adelantada que está. Le ha dicho a Ed que se han ido de casa de sus padres y que ahora viven en Edenfield, gracias a su amiga Louisa. Es un sitio en el que estar hasta que él vuelva a casa y puedan tener su propio hogar.
Las cartas que Ed le ha escrito desde Alemania han sido extrañas. Escribe sobre lo absurdo de la vida que lleva y de lo irracional de la naturaleza humana, pero nunca habla de su estado de ánimo. Ni pregunta por su hija. Las cartas siempre terminan con un «Te quiero». Pero no han logrado acercar a Ed y a Kitty.
—Era de esperar —le dice Louisa por las noches, cuando se quedan hablando hasta las tantas—. Pasasteis tres semanas juntos hace casi tres años. Será como volver a empezar desde cero.
—Sé que tienes razón —admite Kitty—. Pero es la persona más importante de mi vida, aparte de Pamela. Me paso casi todo el tiempo pensando en él.
—Mi consejo es que no te hagas demasiadas ilusiones.
Kitty no sabe ni qué siente mientras espera en King’s Cross. Lo único que quiere es que termine todo esto. Lleva tanto tiempo deseando este momento que ahora que se acerca le da miedo.
—Hola, papá —le dice Pamela a un joven piloto que está en el andén.
—¡No! —exclama Kitty, en tono demasiado brusco—. Cuando sea papá, te lo diré.
Pamela es consciente de la regañina. Su linda cara se retuerce en una mueca que Kitty conoce bien, con los ojos desenfocados y los labios haciendo pucheros.
—Papá —dice, señalando a un hombre mayor que está sentado en un banco.
Le grita a un mozo que empuja un carrito:
—¡Papá! ¡Papá!
Aparece un soldado corriendo, sin aliento.
—¡Hola, papá! —grita Pamela.
—¡Para ya! —dice Kitty—. ¡Para ya!
Se resiste a las ganas de darle una bofetada a la niña.
—Papá —dice Pamela, esta vez en voz muy baja—. Papá, papá, papá.
Solo la silencia la llegada del tren. La inmensa locomotora se detiene poco a poco con un suspiro y la fascina con su respiración y su potencia; parece que esté viva. Se abren las puertas del vagón y un torrente de pasajeros invade el andén. Kitty mira sin ver, temerosa de que Ed no venga en ese tren después de todo; temerosa de que no vaya a volver a casa; temerosa de que vaya a volver.
Recuerda el día en que lo esperó en el muelle de Newhaven después de la primera operación abortada contra Dieppe. Los hombres bajaban en fila india de los botes en plena noche y ella lo buscaba y no lo veía. Y de repente, lo tuvo delante. Al recordar ese momento, su amor por él estalla en su interior y desea muchísimo, con todas sus fuerzas, volver a estrecharlo en sus brazos.
Pamela intuye que ha perdido la atención de su madre. Tira de la mano que sostiene la suya y dice:
—A casa. A casa.
Junto a ellas pasan oleadas de personas que se han bajado del tren. Casi todos son hombres de uniforme. Hay demasiados, sus rostros parecen difusos en el aire impregnado de vapor y el ruido de las botas al pisotear el andén amortigua el rumor nervioso de los reencuentros.
Pamela empieza a llorar. Se siente ignorada y siente pena de sí misma. Al mismo tiempo, está muy ilusionada. Sin dejar de lloriquear en voz baja, agarra con fuerza la mano de su mamá, intuyendo que, cuando llegue el momento, ese momento misterioso y maravilloso para el que han venido, lo notará en el cuerpo de su madre.
Kitty respira hondo. Ed está ahí; lo sabe, aunque todavía no lo ha visto. Examina las caras que avanzan en dirección a ellas y lo encuentra. Él no la ha visto aún. Está muy delgado y parece muy triste. Lleva la cabeza descubierta y un gastado uniforme de combate, con un petate al hombro. Es como el hombre de la fotografía, solo que más mayor, más real, más sabio. Desprende un aire de nobleza que Kitty no sabía que poseía.
«Amor mío —se dice—. Has vuelto a mí.»
Ahora Ed la ve y se le ilumina la cara. Echa a andar más rápidamente, con un brazo a medio levantar, casi saludando. Kitty levanta una mano tímida en respuesta.
Se acerca a ella y, sin mediar palabra, la estrecha en sus brazos. Kitty lo aprieta contra su cuerpo, soltándole la mano a Pamela para entregarse a él por completo. Tiene el cuerpo tan delgado que se le notan todos los huesos. Él la besa suavemente, como si le diera miedo romperla, y ella le devuelve el beso, acercando la cara a la de su marido. Después, Ed se pone en cuclillas para saludar a la hija que no conoce.
—Hola —dice.
Pamela le devuelve la mirada en silencio. Kitty le acaricia la cabeza desde arriba.
—Dile hola a papá, cariño.
Pamela sigue sin decir nada.
—No digas nada —dice Ed—. ¿Para qué?
Extiende el brazo y le acaricia la mejilla con la mano. Y se levanta.
—Vámonos —dice.
—Ya lo tengo todo planeado —dice Kitty—. Vamos a coger un taxi hasta Victoria.
—¡Un taxi! Debemos de ser ricos.
—Es una ocasión especial.
Pamela corretea, obediente, al lado de su madre, lanzando miradas curiosas al extraño de vez en cuando. No entiende que es su padre, ni siquiera sabe qué quiere decir eso. Pero, desde el mismo momento en que vio cómo abrazaba a su madre y notó que esta le soltaba la mano para devolverle el abrazo, se rindió ante él. En un instante, se ha convertido en el ser más poderoso de todo el universo. Cuando se arrodilló ante ella y fijó en ella sus solemnes ojos azules, supo que lo único que desearía en la vida de ahora en adelante es el amor y la admiración de este magnífico extraño.
En el taxi, Kitty deja de temblar y se vuelve más habladora.
—Estás muy delgado, cariño —dice—. Te voy a cebar.
—Por mí, encantado.
—No sé qué preguntarte primero. Hay tanto de que hablar.
—Mejor, no hablemos de ello —dice.
—Dime qué es lo que quieres. Dime qué tengo que hacer.
—Nada de nada —contesta—. Solo ser mi guapa esposa.
Pamela se inclina hacia Ed por encima de su madre y le dice, con su voz aguda y clara:
—Hola, papá.
Louisa ha conseguido improvisar una cena de celebración sorprendentemente lujosa. Hasta hay un pollo asado y George contribuye con una botella de Meursault, una de las pocas que no se bebieron los canadienses.
—Tenemos que darle la bienvenida a nuestro héroe —dice Louisa.
Ed se retira a las habitaciones en las que viven Kitty y Pamela, un dormitorio, un vestidor y un aseo situados encima del comedor. Se relaja con un baño caliente y se pone la ropa que le ha prestado su anfitrión. Aquí no hay nada que le pertenezca.
—No sabía qué otra cosa hacer —dice Kitty.
—Es perfecto —dice Ed—. Seré un hombre nuevo.
Preparan una cama para Pamela en el vestidor. Kitty se sorprende al ver que la niña acepta la expulsión del dormitorio de su madre sin protestar. Ed viene a darle un beso de buenas noches a la hora de irse a la cama. No parece esperar nada de ella, lo cual fascina a Pamela. Después de darle el beso, le acaricia la mejilla con un dedo, como hizo cuando se encontraron por primera vez. En ese momento, posa la mirada sobre ella y casi parece sonreír.
A la hora de la cena, brindan por su regreso a casa con el suave Borgoña.
—Hay un periodista que quiere hablar contigo —dice Kitty—. Quiere que le cuentes la historia de tu Cruz Victoria.
—Bueno, pues no se la pienso contar —contesta Ed, en voz baja.
—¡Pero si todos estamos orgullosísimos de ti! —dice Louisa.
—Todo eso no son más que tonterías —dice Ed—. Dejémoslo estar, ¿de acuerdo?
Comen a la luz de las velas, en el comedor. Los efectos de la ocupación militar son evidentes en todos los rincones de la casa, pero al resplandor cálido de las velas es como si la guerra nunca hubiese ocurrido. Ed, que acaba de bañarse, y que lleva una camisa recién lavada que le queda ancha sobre el delgado cuerpo, atrae todas las miradas. Su rostro, demacrado por los años que ha pasado en prisión, posee la belleza austera de un santo medieval. A los demás les da la impresión de que solo está presente a medias en su mundo. Una parte de él se ha marchado a un lugar al que no pueden seguirlo.
Aquella noche descansa en brazos de Kitty, pero no hacen el amor.
—Necesito tiempo —le dice.
—Por supuesto, cariño. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Por la noche, mientras Kitty duerme, se levanta de la cama y se tumba a dormir en el suelo. Por la mañana, al encontrarlo allí, Kitty le pregunta si preferiría tener su propia habitación.
—Solo durante una o dos noches —dice él—. Hace mucho tiempo que no puedo estar solo.
Kitty no lo mira a la cara cuando él responde y se esfuerza por mantener un tono de voz despreocupado.
—Por supuesto —dice.
* * *
A partir de ese día, Ed pasa las noches en el dormitorio que hay al otro extremo del pasillo. Durante el día, da largos paseos solitarios por las colinas.
Kitty había hecho planes para su regreso. Quiere que vivan todos juntos en su propia casa. Louisa les da la idea de alquilar una de las granjas situadas en los terrenos de Edenfield. Desde la muerte de Arthur Funnell, el inquilino de Home Farm se ocupa de labrar las tierras que pertenecen a River Farm y la casa ya no está ocupada. El alquiler sería simbólico. Pero por ahora Kitty no le dice nada de esto a Ed. Es como si aún no hubiese vuelto del todo de la guerra.
Cuando están a solas, intenta conseguir que hable del tiempo que pasó en los campos de prisioneros.
—¿Qué te hicieron, Ed?
—Poca cosa —contesta—. Algunos de los otros chicos lo tuvieron mucho más difícil que yo.
Poco a poco, Kitty se hace una idea del tiempo que pasó en cautividad. Le habla del hambre y del frío, pero como si ninguno de los dos le hubiese molestado demasiado. Parece que por lo que más sufría era por la falta de movimiento.
—¿Te refieres a estar encerrado en una celda?
—No, no estábamos encerrados. Pasábamos la mayor parte del tiempo en blocaos. Pero las esposas me ponían de mal humor.
—¿Esposas?
Intenta mostrárselo, extendiendo los brazos y separando las muñecas unos treinta centímetros.
—Tampoco es que me tuvieran encadenado a la pared. Pero te sorprendería la cantidad de cosas que no se pueden hacer cuando uno está esposado. Y también resulta difícil dormir por las noches.
—¿Cuánto tiempo te pasaste esposado?
—Algo más de un año.
—¡Un año!
—Cuatrocientos once días.
Pronuncia la cifra con una sonrisa irónica, como si le diese vergüenza reconocer que llevaba la cuenta.
—Pero las esposas no te matan —añade.
Una noche, a Kitty la despierta un grito repentino. Sabe que proviene de la habitación de Ed. Va a buscarlo y se lo encuentra de pie en mitad del dormitorio, con los ojos muy abiertos, aún medio dormido. Al verla aparecer, se despierta del todo.
—Perdona —se disculpa—. Dios, lo siento mucho.
Kitty lo sienta en la cama y lo abraza. Él se acurruca junto a su cuerpo, temblando.
—Solo ha sido una pesadilla —dice Ed.
—Mi amor. —Le besa la mejilla húmeda de sudor frío—. Mi amor. Ahora estás a salvo, en casa.
Cuanto más descubre Kitty el mucho daño que le han hecho, más lo quiere. Aquel grito en mitad de la noche la une mucho más a su marido que cualquier palabra de amor.
Kitty lo observa cuando él no se da cuenta, deseosa de formar parte de lo que le ocurre. En estos tiempos, se oyen muchísimas historias sobre los hombres que vuelven a casa después de la guerra y de lo difícil que les resulta adaptarse. El consejo siempre es el mismo: dadles tiempo. Kitty está dispuesta a darle todo el tiempo del mundo, siempre que tenga la seguridad de que la sigue queriendo. A menudo, cuando su mirada distante se posa sobre ella, ve que a Ed se le ilumina la cara de felicidad. Y una vez, al besarla antes de retirarse a su cama solitaria, le dijo:
—Si no hubiese sido por ti, habría dejado que me matasen.
Un gran consuelo es que quiere mucho a Pamela, y ella a él. Muchas veces, la niña se queda sentada en su regazo una hora entera, abrazándolo con fuerza, con la cara enterrada en su pecho. Nunca hablan. Sencillamente, se quedan sentados, Ed rodeando el cuerpecito de su hija con los brazos, en alguna de las habitaciones vacías y llenas de ecos de la enorme casa, y se olvidan del mundo.