Capítulo 35

Larry sale de Avonmouth en el último barco que ha sido construido expresamente para la empresa, el TSS Golfito. Durante la travesía, que dura dos semanas, pregunta al capitán sobre todos los aspectos del negocio, en particular sobre la cuestión de cuánto cargamento llevan en los viajes hacia el oeste. A Larry le resulta difícil creer que no se pueda aprovechar el espacio de bodegas de forma más productiva.

—Todo el mundo piensa lo mismo —dice el capitán—, pero si empiezas a ir de acá para allá, recogiendo un poquito de esto y otro poquito de aquello, acabas pagando más de lo que ganas. Transportamos bananas a granel. Para eso están construidos nuestros barcos.

El Golfito dispone de camarotes para noventa y cuatro pasajeros, encajados en mitad del barco, entre las gigantescas bodegas refrigeradas. Hará el viaje de retorno con mil setecientas cincuenta toneladas de bananas.

Uno de los pasajeros, un funcionario colonial que se llama Jenkins, se encarga de disipar cualquier idea incorrecta que pueda albergar Larry acerca de los jamaicanos.

—Son personas encantadoras —dice—, amistosas, felices, una compañía excelente y todo eso. Simplemente, no les pida que se den prisa. Porque no se la van a dar. No estoy diciendo que tengan pocas luces. En absoluto. Más bien, son lo que podría llamarse «tranquilos». Les gusta tomarse la vida con calma.

—Pero nosotros no lo somos. Nos gusta tomarnos la vida con estrés.

—Es una forma de verlo. Trabajamos duro. Nos encargamos de que se hagan las cosas. Construimos ferrocarriles y líneas navieras. Así que acabamos al mando. Pero le diré una cosa, Cornford: si me hubiese criado en Jamaica, yo también me tomaría la vida con calma. Es un clima muy agradable durante la mayor parte del año. Yo creo en la teoría del clima en lo que respecta al Imperio. El tiempo frío te hace activo. Así que son los frescos norteños los que acaban dominando a los dormilones sureños.

—En la India ya no es así.

—Es cierto, pero mire lo que ha pasado en cuanto nos hemos marchado: han empezado a masacrarse unos a otros.

—¿Y no cree que puede que eso tenga algo que ver con nosotros?

—¿Cómo? —pregunta Jenkins, a quien obviamente nunca se le había ocurrido esta idea—. Convivieron felices bajo nuestro mando durante doscientos años.

Larry decide no contarle a Jenkins que estuvo en la India en el momento en que se efectuó la partición. Todavía no ha conseguido entender qué piensa de lo que pasó.

—El asesinato de Gandhi —dice— me dejó muy impresionado.

—Ese tipo vivía en las nubes —dice Jenkins—. ¿Sabe que bebía su propia orina? Y cuidadito: lo mismo pasará aquí tarde o temprano. Dios sabe cómo van a llevar el país sin nosotros.

Cuando la travesía llega a su fin, Larry ya ha tenido oportunidad de hablar con muchos otros de los pasajeros. Todos le dicen lo mismo.

—Debería haber visto Jamaica antes de la guerra. Era un paraíso. Pero ahora todo ha cambiado, por supuesto.

Cuando intenta descubrir por qué, se entera de que no es solo cuestión del daño que los años de guerra le han hecho a la economía de la isla.

—La gente ya no es igual. Con los sindicatos, las huelgas y Bustamante y Manley calentándolos para que se sientan agraviados por todo. La huelga del azúcar del 38, ese fue el día en que murió la antigua Jamaica.

Se encuentran todos en cubierta cuando el barco rodea Port Royal y entra en la bahía de Kingston. El aire es cálido y pesado. El director de Fyffes, Cecil Owen, lo está esperando en el muelle. Es un hombre de complexión fuerte y cara colorada de cincuenta y tantos años, que parece conocer a todas las personas con las que se cruza. Saluda a Larry de manera muy afectuosa.

—Lo supe en cuanto te puse los ojos encima —dice—. Eres igualito a tu padre, solo que con pelo. ¿Cómo ha sido la travesía?

—Excelente. Muy tranquila.

—Es toda una belleza, ¿verdad?

Observa con satisfacción el espléndido barco nuevo y vuelve a girarse hacia Larry.

—Te alojarás en mi casa, por supuesto.

—No quiero causarte ninguna molestia.

—¿Qué molestia? Soy soltero. Y le estoy agradecido a la empresa. ¡Cuidado, que va a caer una buena!

Un chaparrón repentino hace que todos los que se encuentran en el muelle salgan corriendo a ponerse a cubierto. La lluvia templada baila sobre los adoquines y el aire se impregna de un aroma penetrante y dulzón. Los estibadores negros, a quienes no parece importarles la lluvia, siguen descargando los baúles de los pasajeros del barco que acaba de atracar. Pasan algunos coches, que levantan salpicaduras de los recién creados charcos. Los limpiaparabrisas no dan abasto con la abundante lluvia. Cecil y Larry se mantienen a cubierto bajo el alargado cobertizo de aduanas, esperando a que pase el aguacero.

—El chófer tendría que estar por aquí —dice Cecil—. Seguro que ha visto llegar el barco. Ya nos encontrará.

Aquella noche Larry se encuentra sentado con Cecil en el amplio porche de su casa, bebiendo ron con zumo de lima fresco y contemplando las aguas azul oscuro de la bahía de Hunt. La lluvia de media tarde ha dejado los tejados de la ciudad a sus pies relucientes a la luz del atardecer.

—En el barco me dijeron que antes Jamaica era un paraíso —dice Larry—, pero que todo ha cambiado.

—¿Que ha cambiado te han dicho? —dice Cecil—. ¿Y quién te lo dijo?

—Un tipo llamado Jenkins. Dice que la gente de aquí no es capaz de llevar el país.

—¿Johnny Jenkins? Es un idiota. Llevo treinta años viviendo aquí y me encanta este lugar, pero hay que ver las cosas desde su punto de vista. Los traemos desde África como esclavos. Después los liberamos y les decimos que somos la patria madre y ellos son nuestros hijos y que deben estarnos agradecidos. Luego ganamos un montón de dinero obligándolos a cultivar bananas para nosotros. Y encima nos metemos en una guerra y les decimos que ya no queremos sus bananas. Después de todo eso, tú también querrías llevar las riendas, ¿no te parece? Pero el problema está en que, si te pasas trescientos años diciéndole a la gente que no son más que niños, al final les da miedo hacer nada solos. Nos necesitan, pero no quieren necesitarnos. Así que, ya ves —concluye, con una risita entre dientes—: al final, hemos acabado con una isla llena de niños enfadados.

Larry piensa en la India y en la complicada mezcla de admiración y resentimiento con la que se encontró allí.

—¿Y todo el mundo piensa como tú, Cecil?

—¡Vaya por Dios, no! Con «todo el mundo» te referirás a los blancos, por supuesto.

—Sí, supongo.

—No, no. La mayoría de los hacendados de aquí piensan que los jamaicanos son perezosos, desagradecidos e incapaces siquiera de mear sin que alguien les desabroche los pantalones. Felices hijos de la naturaleza y todas esas paparruchas.

—Así que también los consideran niños.

—En eso consiste el Imperio Británico: haz que los oscuritos trabajen para ti a cambio de nada y luego diles que sois todos una gran familia.

—Hay otros tipos de imperios —dice Larry—. ¿Qué opinión te merecen nuestros propietarios americanos?

—¡Son todos unos gánsteres!

—Entonces ¿nosotros también somos gánsteres?

—No al nivel de la United. Porque ellos son los que más saben del tema, eso hay que reconocérselo. ¿Te han contado alguna vez cómo consiguió Zemurray que nombrasen a Bonilla presidente de Honduras? Un yate, una caja llena de rifles, tres mil cartuchos y un matón apodado «Ametralladora» Maloney. ¡Qué tiempos aquellos!

Larry se relaja en el aire cálido de la tarde, cansado después del largo viaje y aletargado por el ron. Una lagartija marrón se escabulle por el suelo del porche a sus pies y desaparece por un lateral. Las buganvillas florecen en todo su esplendor sobre las laderas bajo la casa. Mientras observa la escena, pasa un colibrí y se queda suspendido en el aire brevemente frente a sus ojos.

—Ahí lo tienes —dice Cecil—. Toda una bienvenida a la jamaicana.

El pájaro tiene un cuerpecillo diminuto de un verde brillante y un largo pico rojo. Mientras Larry lo observa, brinca hacia adelante y hacia atrás en el aire y después se aleja revoloteando en dirección a las flores moradas.

—Esto es el paraíso, Cecil.

Sentado en ese porche, Larry se da cuenta de que se encuentra a gusto, más a gusto de lo que se había sentido en muchos meses. Decide no analizar este descubrimiento. Basta con disfrutarlo mientras dure.

* * *

Cecil lo lleva a hacer una visita a las plantaciones. Muchas han sido golpeadas por el mal de Panamá, un hongo que ataca las raíces de los bananos. Larry descubre que se está llevando a cabo un vigoroso programa para arrancar las plantas Gros Michel enfermas y reemplazarlas con la variedad Lacatan, resistente al mal de Panamá. Ve cómo los trabajadores de las plantaciones cortan los pesados troncos de los bananos verdes y los acarrean hasta los puntos de recogida, que se encuentran muy lejos. Les pregunta por el trabajo, pero consigue sacarles muy poca información.

—Creen que los despedirás si se quejan —explica Cecil.

—No voy a despediros —dice Larry.

—Despedirlos no es nada —dice Cecil—. En Guatemala, los de la United les disparan si se quejan.

Se echan a reír al oírlo.

—Ni tampoco voy a dispararos, os lo prometo. Pero me interesa saber si pensáis que la compañía os trata de manera justa.

Se encogen de hombros y miran hacia abajo, a la dura tierra.

—Es un trabajo —dice uno de ellos.

Los otros asienten con la cabeza, mostrándose de acuerdo.

—¿Y podríais conseguir un trabajo mejor?

—Hoy, no.

—¿Pero quizá algún día?

Todos asienten cautelosamente con la cabeza, mirándolo para ver si se enfada.

—Algún día Jamaica será independiente —dice Larry—. ¿Creéis que todo será mejor entonces?

Se encogen de hombros y permanecen en silencio.

—Vamos, Joseph —dice Cecil—. Normalmente tú no tienes pelos en la lengua.

—Bueno, señor —dice Joseph. Acaricia con la mano la fruta que cuelga del tronco de banano que tiene a su lado—. No veo que la gente como yo se haga rica.

—Entonces, cuando llegue la independencia —dice Larry—, nos pediréis que nos marchemos.

La sugerencia es recibida con enfáticas negaciones de cabezas.

—¿Que Fyffes se vaya de Jamaica? ¡Nunca!

Mientras recorren con estrépito las carreteras llenas de surcos de la isla en el jeep de empresa de Cecil, con la cálida brisa alborotándole el pelo, Larry pone en práctica la idea que lleva semanas tomando forma en su mente. Describe su visión de una empresa en la que todos y cada uno de los trabajadores se sientan valorados.

—No va a suponer ninguna diferencia —dice Cecil—. Seguirán igual que siempre.

—Pero ¿por qué? Si les aumentamos los sueldos y les damos más ayudas, cambiarán.

—Aceptarán con gusto todo lo que les des, pero hay gente que no deja de repetirles que nos estamos haciendo ricos a su costa todos los días. Se sienten cómodos con esa insatisfacción. No sabrían sentirse contentos con su suerte.

—¿Por qué iban a ser tan distintos de nosotros?

—¿Quién dice que son distintos de nosotros? Demonios, yo mismo me siento insatisfecho. Auméntame el sueldo y dame más ayudas si quieres.

A Larry le cae bien Cecil. Le da la impresión de que es un hombre que se siente cómodo consigo mismo. Mientras comparten la cena y Larry observa el placer con el que disfruta de la comida, vuelve al tema de la empresa de sus sueños.

—Simplemente, tiene que haber una forma de que las personas cooperen para sacar adelante un negocio, igual que cooperan en un regimiento o en un equipo de fútbol. En el que todo logro es el logro de todos. ¿Por qué existe esta idea de que lo que gana un hombre otro lo pierde?

—Porque hay hombres que son más ricos que otros.

—No estoy de acuerdo. Creo que todo el mundo entiende que haya diferencias entre los sueldos. No esperan que todos reciban lo mismo por su trabajo. Saben que algunas personas son más listas o más trabajadoras o tienen más responsabilidades que otras. No todo el mundo quiere ser jefe. Pero lo que quiere todo el mundo es sentirse respetado y valorado en su trabajo. Quieren sentirse orgullosos de su empresa y saber que la empresa se siente orgullosa de ellos. Quieren que los conozcamos como individuos, no que los compremos y vendamos como ganado. Quieren que su trabajo dé sentido a sus vidas.

Cecil mira a Larry, sentado al otro lado de la mesa, con una expresión desconcertada pero afectuosa.

—Se nota que de verdad crees en lo que dices.

—¿Y por qué no?

—Bueno, te enfrentas a la naturaleza humana, ¿no te das cuenta? Porque en el fondo, la gente es una mierda.

—¿Tú eres una mierda? Porque te garantizo que yo no lo soy.

—Eres un buen hombre, Larry Cornford. Igual que tu padre. Que Dios te bendiga. Rezo porque no te hagan demasiado daño.

Larry se despide de Cecil Owen y navega desde Kingston hasta Nueva Orleans en un barco de la Gran Flota Blanca. Ahora Nueva Orleans es la sede central de la United Fruit Company. Dado el puesto que Larry ocupa en Fyffes, y por estar destinado al liderazgo a pesar de su falta de experiencia, su padre creyó necesario que conociese al presidente de la empresa madre, el legendario Sam Zemurray. Pero cuando Larry se presenta en la cuidada sede central de la United en St Charles Avenue, se encuentra con que le han concertado una cita para conocer a un vicepresidente de la empresa que se llama James D. Brunstetter.

—Llámame Jimmy. Me alegro de conocerte, Larry. Apreciamos mucho a tu padre, como estoy seguro de que sabrás. No es de los que buscan dinero rápido, pero el dinero lento también es dinero, ¿verdad?

Brunstetter es un hombre achaparrado de unos sesenta y tantos que fuma como un carretero y habla muy rápido.

—Así que has estado en Jamaica. ¿Llegaste a conocer a Jack Cranston, nuestro principal agente en la isla? Te caería bien Jack, a todo el mundo le cae bien Jack. Bueno, ¿qué edad tienes, Larry?

—Tengo treinta y dos años, señor.

—Bueno, yo no estaba aquí cuando tu abuelo llegó a un acuerdo con Andy Preston, pero, según tengo entendido, el trato era el siguiente: respaldadnos, dejadnos en paz y ganaremos dinero para vosotros. ¿Tú también lo entiendes así?

—Lo entiendo exactamente así.

—Entonces, nos llevaremos bien. En los negocios hay una sola regla: no dejes de ganar dinero. De ese modo, nadie te molestará. Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres echarles un vistazo a nuestras instalaciones? ¿O echarles un ojo a los muelles?

—Me encantaría.

—Daré el paseo contigo. El embarcadero de Thalia Street está a un tiro de piedra. Coge el sombrero, jovencito.

Jimmy Brunstetter camina igual de rápido que habla. Cuando por fin llegan al embarcadero, Larry está sudando profusamente debido al calor húmedo.

El embarcadero de la United tiene tres veces el tamaño del muelle de Fyffes en Avonmouth. Ve filas de hombres que caminan uno detrás de otro, cada uno con un tronco de banano al hombro, formando un torrente incesante entre el barco y el almacén. Hay dos barcos atracados y los están descargando por medio de grúas especializadas.

—¿Sabes cuántos troncos importamos todos los años? —pregunta Brunstetter—. Veintitrés millones. ¿Has oído hablar de Chiquita Banana? Seguro que sí. Ahora les ponemos pegatinas a los plátanos, a todos los racimos, con la marca Chiquita.

—Mi abuelo hizo lo mismo con la pegatina azul de Fyffes, en el 29.

—¡Muy bien! Así que os adelantasteis a nosotros. Bien hecho.

Entran en el almacén de tránsito, donde reina un fresco agradable. A todo lo largo de los interminables pasillos, se extienden soportes de los que cuelgan troncos con bananas verdes hasta donde alcanza la vista.

—Ahí lo tienes —dice Brunstetter—. De ahí es de donde viene el dinero. ¿Quieres saber cuál es el secreto de nuestro éxito? El control. Pregúntale a Sam, te dirá lo mismo. Control. Control en cada fase del proceso. Control durante la plantación, el cultivo, el transporte, los envíos y la venta. ¿Y cómo se hace uno con el control? Haciéndote el dueño. Hay que ser el dueño de las plantaciones, los trenes, los barcos y los muelles.

—El dueño de los países —apunta Larry.

Brunstetter deja escapar una carcajada.

—¡Lo has entendido! Hay que ser el dueño de los países. ¡Tienes toda la razón! Solo que no lo hacemos a la manera de los británicos, con vuestro imperio. No lo vamos pregonando por ahí. Porque, de esa manera, todo el mundo te odia. No, dejamos que los locales se encarguen de todo. Lo único que les pedimos es que lo hagan a nuestra manera.

—Eso tengo entendido —asiente Larry.

Antes de volver a casa, Larry escribe dos cartas, una a Ed y a Kitty y otra a Geraldine, aunque sabe que llegarán a Inglaterra solo unos pocos días antes de su regreso.

Este viaje me ha enseñado muchísimo sobre este negocio tan extraño en el que ando metido, y me he dado cuenta de que muchos de sus aspectos son muy poco edificantes. La idea general parece ser que, siempre que algo te haga ganar dinero, automáticamente ese algo es bueno. Y no deja de tener su lógica: todos necesitamos dinero para vivir, así que ganarlo es bueno lo hagas como lo hagas. Pero cuanto más lo pienso, más me parece que el mundo de los negocios ha perdido el norte. No solo de pan vive el hombre. Ya oigo a Ed soltar un gruñido. Pero no hace falta meter a Dios en esto para darse cuenta. Es obvio. Necesitamos pan para mantenernos con vida, pero el pan no es aquello por lo que vivimos. Y lo mismo pasa con el dinero. No es un fin, sino un medio. El objetivo que todos perseguimos es la buena vida. Así que ya ves, Kitty: al final, resulta que todas nuestras conversaciones sobre la bondad sí eran importantes. Incluso en el difícil mundo de los negocios, la bondad importa. Es el corazón mismo de la buena vida. Para seros sinceros, no estoy muy seguro de lo que quiero decir con esto; estoy intentando entenderlo mientras escribo. ¿Qué tiene que ver la bondad con la buena vida? Supongo que lo que yo llamo «buena vida» es una vida feliz y, al mismo tiempo, valorada. Todos deseamos creer que nuestra existencia tiene un propósito. Y no creo que podamos creerlo si llevamos una vida en la que todas nuestras comodidades provienen del sufrimiento de otras personas. Así que necesitamos creer que, en el fondo, somos buenos; que estamos de parte de los ángeles, como suele decirse, para llevar una buena vida. Y sí, también necesitamos dinero. Así que el objetivo de los negocios debe ser ganar dinero bueno. En cuanto una empresa empieza a distinguir entre sus beneficios y su moralidad, toda la iniciativa pierde el sentido. Uno podría decir, como san Agustín: «Voy a ser malo durante veinte años y después, cuando tenga suficiente dinero, me haré bueno». Pero durante esos veinte años habrás envenenado tu mundo y perdido el alma. Sí, Ed, ya sé que tú no tienes alma. Pero tienes corazón y vives rodeado de personas a las que quieres. Kitty, díselo tú. El amor es bondad. El amor consiste en que las personas sean buenas unas con otras.

Puede que haya perdido de vista algo. Hace un calor de mil demonios y estoy sudando como un cerdo. ¿Sudan los cerdos? O mejor, digamos que estoy sudando como un caballo. Y puede que se me esté ablandando el cerebro. Pero aquí tenéis mi confesión. Estoy ilusionado. Porque veo una manera de utilizar algo tan mundano como la venta de bananas para darles buena vida a varios miles de personas. Estoy seguro de que la empresa crecerá a lo largo de los próximos años. ¿Y si la utilizásemos para hacer el bien? Estamos acostumbrados a pensar que ganar dinero es tarea del demonio. Pero yo quiero reclamarla para Dios. Supongo que, ahora, ambos sonreiréis con resignación. «Pobrecillo Larry, no puede ni cruzar la calle sin buscar un propósito más elevado.» Es cierto, lo admito. Quiero verle sentido a mi vida. Pero lo mismo hacéis vosotros con las vuestras. Y lo mismo hace todo el mundo. Y eso es lo que queremos que nos proporcione nuestro trabajo; más que el dinero y más que el estatus. Tenemos hambre de significado.

Bueno, ya me he extendido demasiado. Llegaré a casa dentro de dos semanas y cuatro días. Os echo de menos a los dos y estoy deseando volver a veros. Dadle a Pamela y a Monk un beso a cada una de mi parte, los dos igual de grandes. Me da la impresión de que nunca pasamos suficiente tiempo juntos. ¿Por qué no pasáis el verano, vosotros dos y las niñas, en nuestra casa de Normandía? En serio, pensáoslo. Tenemos previsto pasar todo el mes de agosto allí.

Y a Geraldine, le escribe:

Mi amor. Solo faltan algo más de dos semanas para volver a estar contigo y, para cuando leas esta carta, quedarán solo unos cuantos días. Nueva Orleans es hermosa, exuberante, sucia, calurosa y está medio loca, o eso creo. La ciudad es como una fruta demasiado madura a punto de reventar. Ahora conozco nuestra empresa madre, pero me parece que no es muy buena madre. Lo único que me dicen es que tengo que ganar dinero. Por extraño que te parezca, este sitio me recuerda a la India. Aquí hay la misma luz, energía y bullicio; pero bajo la superficie, también hay salvajismo. Espero que hayas recibido mi segunda carta desde Kingston. No he recibido noticias tuyas desde Jamaica, así que supongo que me remitirán tus últimas cartas a casa. He tenido la idea de invitar a Ed y a Kitty y a sus hijas a La Grande Heuze este agosto. Será toda una alegría tener a niños correteando por la casa, ¿no te parece? Estoy deseando volver a casa para poder tenerte en mis brazos. Me da la impresión de que llevo fuera media vida y que, cuando llegue a Inglaterra, todo el mundo estará arrugado, encorvado y tendrá noventa años; todos excepto tú, mi amor, porque te mantienes siempre joven y tu belleza nunca se marchita.