Capítulo 37
Louisa ha regresado a casa y se encuentra mucho mejor, pero, con solo una mirada, Kitty se da cuenta de que todavía no ha vuelto a ser la Louisa de antes. El pequeño Billy corretea a su alrededor, agarrándose a sus faldas, pero ella no opone resistencia cuando viene la niñera y se lo lleva para darle la merienda.
—Estoy bien, de verdad —le dice a Kitty—, solo que todo me resulta agotador. Me gustaría pasar todo el tiempo con Billy, pero no puedo. ¿Crees que soy una inútil?
Le dedica a Kitty una de sus antiguas sonrisas traviesas, pero esta termina en una mueca.
—Oh, Kitty. ¿Las niñas también te daban tanto trabajo cuando eran pequeñas?
—Por supuesto —dice Kitty, fiel a su amiga—. Tener un bebé es lo más difícil del mundo.
—Es como si te hubieran sacado las tripas, ¿verdad? Pero ya debería haberme recuperado.
—¿Qué dicen tus médicos?
—No me han encontrado nada malo, lo cual debería alegrarme; pero, por alguna razón, no me anima. Ojalá tosiese sangre o algo. Al menos, así sabría que no es culpa mía.
—Por supuesto que no es culpa tuya.
Louisa está sentada en un sofá, en el salón grande, rodeada de cojines y con una mesita a un lado. La señora Lott le trae una tetera y unos cuantos bollitos caseros. Kitty se ofrece a servirle el té.
—Aun así, me alegro de estar en casa —dice Louisa.
Pero en seguida niega con la cabeza, se muerde el labio y añade:
—No, no es cierto.
De repente, empieza a hablar como una niña asustada.
—Me he vuelto completamente inútil. —Está a punto de echarse a llorar—. En la clínica, me paso el día sentada, sin hacer nada, y por lo menos descanso. Aquí me paso el día sentada, sin hacer las cosas que tendría que hacer, y me siento fatal. ¿Qué me pasa, Kitty?
—Ya se te pasará —le asegura Kitty—. Te pondrás mejor.
—Eres un cielo, Kitty. ¿Te importa que te cuente un secreto?
—Puedes contarme lo que quieras —dice Kitty.
—Me da mucho miedo pensar que tal vez no me recupere nunca.
—¡Oh, tonterías! —exclama Kitty.
—Aunque todo esto tiene un lado bueno. Ahora soy mucho más buena con George. Ha demostrado ser un hombre encantador. Y, por supuesto, adora al pequeño Billy.
—Lo único que te pasa es que estás cansada —dice Kitty, con firmeza—. La gente no deja de ponerse mejor si no hay una buena razón.
—Bueno, eso ya lo he pensado —dice Louisa—. Aunque, en realidad, la mayoría de las cosas ocurren sin razón. Morimos sin razón. No es que sea un castigo ni nada. Es como en la guerra. Todo es casualidad. ¿Recuerdas cuando Ed dijo que creía en la suerte?
—Sí —contesta Kitty.
—Aunque también hemos pasado nuestros buenos ratos, ¿verdad?
—Claro —dice Kitty.
George entra en el salón y se sienta con ellas. A Kitty le resulta maravilloso ver cómo su presencia anima a Louisa. Se sienta a su lado en el sofá y la colma de atenciones.
—Toma otro bollito. Tenemos que cebarte como a un ganso: órdenes del médico. Está mucho mejor, ¿verdad, Kitty? Ya está recuperando los colores.
—Se va a poner bien —dice Kitty.
—En primavera, vamos a ir al sur de Francia —le dice George a Louisa—. A Menton. Billy, tú y yo. Nos sentaremos al sol a mirar las barcas de la bahía, nos pasaremos el día sin hacer nada y nos pondremos bien gordos, los tres.
—¿Eso haremos, George? Me gustará.
Kitty recoge a Elizabeth de la cocina, donde siempre se esconde cuando visitan la casa de campo, y vuelven a casa atravesando los jardines a pie. A Kitty le hierve la mente de preocupaciones. Louisa era la que siempre les quitaba peso a estos momentos con una carcajada, la prueba viviente de que, incluso cuando la vida te decepciona, se puede pasar un buen rato. Pero ahora parece que los buenos ratos son cosa del pasado.
«Tengo treinta años —piensa Kitty—. No me digas que se ha acabado.»
Se paran junto a la verja de los jardines y Elizabeth alza la cara hacia ella para que la bese.
—Te quiero muchísimo, mi niña —dice Kitty.
Cuando vuelven a la granja, la furgoneta de Hugo está en el patio y Hugo está en la cocina. Su presencia no es bienvenida. Kitty se siente demasiado débil como para hacer frente a sus coqueteos de muchacho.
—¿Qué haces aquí, Hugo? Ya sabes que Ed está fuera.
—Por eso estoy aquí —dice—. Para hablar de Ed.
—No me apetece hablar de Ed.
—Quiero la merienda —dice Elisabeth.
Kitty mira a su alrededor algo distraída y ojea el reloj, intentando calcular cuánto tiempo falta para que Pamela vuelva a casa del colegio. Le gusta encontrarse la merienda preparada sobre la mesa.
—Pronto, cariño.
Elisabeth sale corriendo. Kitty pone a hervir la tetera.
—Tú lo sabes y yo lo sé —continúa Hugo—. Lo que pasa es que nunca lo hemos dicho voz alta.
—¿Que sabemos qué?
—Que Ed bebe demasiado.
—Oh, Dios.
Kitty sabe que debería hacerse la sorprendida, o incluso la ofendida; pero ya no consigue reunir la energía para defender a Ed.
—La verdad es que ya no está en condiciones de realizar su trabajo —dice Hugo.
Kitty se gira para mirar a Hugo, tan serio, tan formal. El niño se ha hecho un hombre.
—No sabía que la cosa era tan grave —admite.
—Recibo llamadas de productores que me dicen que ha llegado horas más tarde de lo acordado o que simplemente no se ha presentado. Tenemos que pedirle a otra persona que compruebe los pedidos que cierra porque ya hemos tenido muchos errores. La semana pasada recibimos un envío de cien cajas de vino rosado que nunca habíamos tenido en existencia. Ed ni siquiera se acordaba de haberlas pedido.
Kitty lo mira, desesperada.
—¿Por qué me cuentas todo esto, Hugo?
—Como presidente de la empresa —dice—, voy a tener que pedirle que se tome algo de tiempo libre.
Presidente de la empresa. Algo de tiempo libre. Y todavía no ha cumplido los treinta.
—¿Es una forma educada de decir que quieres que se marche?
—Eso depende de si consigue poner su vida en orden —dice Hugo.
Kitty no dice nada. La tetera empieza a hervir. La retira del hornillo, pero se queda de pie junto a ella, con una mano apoyada en el asa, mientras el vapor se disipa en el aire.
—Mira, Kitty. Aprecio mucho a Ed. Y le estoy agradecido. Ha trabajado como un esclavo para poner en pie el negocio. Seguramente, tenemos más contactos en los viñedos franceses de provincias que cualquier otro importador. Pero ya no lo hace de corazón. No puedo permitir que dañe la reputación de la empresa. —Hace una pausa, mira hacia abajo y niega rápidamente con la cabeza—. Además, no soporto ver que te hace daño.
—¿Que me hace daño?
—Vamos. Tengo ojos en la cara. Te está matando, Kitty.
—¿Me está matando?
Repite las palabras de Hugo, como una idiota, intentando ganar tiempo. Nada de lo que este le ha dicho la coge de sorpresa, excepto que sea el propio Hugo el que haya abordado el tema. Más que nada, es un alivio oír a alguien decir todo esto en voz alta.
—Te está robando la vida. Eres una mujer hermosa y buena y tan... tan llena de luz. Y ahora es como si él te hubiera atenuado. Está dejando que se desvanezca tu luz. No te da nada, Kitty. Eso tienes que verlo. Te está robando el alma, porque a él ya no le queda.
Kitty se muerde el labio inferior para reprimir las lágrimas. Lo que dice se ajusta tan exactamente a lo que siente que le da miedo.
—Pero lo quiero —susurra.
—Pero no te conviene. Eso tienes que verlo.
Los ojos le rebosan de lágrimas. Hugo se levanta de un salto y la abraza.
—Ya sabes lo que siento por ti —dice—. Lo has sabido desde el principio.
—No, Hugo...
—¿Por qué no? ¿Acaso no tienes derecho a vivir?
Es demasiado para Kitty. Empiezan a fluir las lágrimas y, mientras llora, él la besa; al principio, como para secarle las lágrimas, y luego, en la boca. Ella no lo aparta. Se le ha agotado la resistencia. Además, es agradable sentirse deseada y en brazos de un hombre, aunque solo sea por un momento.
Oyen un estrépito en la puerta. Kitty se gira. Ahí está Pamela, inmóvil en el umbral, mirándola fijamente.
Kitty se aparta de Hugo y se enjuga los ojos.
—Y ni siquiera les he preparado la merienda a las niñas —dice.
—Hola, Pamela —dice Hugo.
Pamela no dice nada. Elisabeth, que viene detrás de su hermana, le da un empujón para entrar en la cocina.
—Tengo un hambre —dice— que me muero.
—Cállate, mona —dice Pamela, con los ojos todavía fijos en su madre.
—¡No pienso callarme! —protesta Elizabeth—. ¡Y no me llames «mona»!
Ahora Kitty se ha puesto en movimiento y ha empezado a sacar el pan, la mantequilla, la miel, la leche y las galletas.
—Mona, mona, mona —se burla Pamela.
—Ya basta, Pamela —dice Hugo.
—Tú no eres mi padre —contesta la niña.
—¡Dile que no me llame «mona»! —grita Elisabeth, tirando de las faldas de su madre.
—Ya sabes que no le gusta, Pamela —la regaña Kitty.
—¿Por qué siempre te pones de su lado? —De repente, Pamela está furiosa—. ¿Por qué siempre soy yo la que no lleva razón? ¿Por qué me odias?
—No te odio, cariño.
Kitty se siente sobrepasada. Todo esto es demasiado. Siente ganas de sentarse y llorar hasta que no le queden lágrimas.
—Ya sabes que no me gustan las galletas Rich Tea, así que ¿por qué las compras? —Pamela intuye la debilidad de su madre y ataca con toda la crueldad de una niña de siete años que se cree en posesión de la verdad—. No sé ni para qué vuelvo a casa. La comida siempre es horrible o aburrida. Nunca comemos tartas con glaseado, como Jean, ni batido de chocolate. Ojalá viviera en casa de Jean y la madre de Jean fuera mi madre.
—¡Pamela! —dice Hugo, en tono brusco—. Ya basta.
Pamela fija sus ojos ardientes en él.
—Oh, sí —dice—. Ya basta.
Sale al recibidor y la oyen subir corriendo las escaleras.
Kitty continúa con las tareas automáticas de cortar en rebanadas el pan, untarlo de mantequilla y llenar los vasos de leche.
—Será mejor que te vayas, Hugo —dice—. Yo hablaré con Ed.
—¿Estás segura? —dice Hugo—. ¿No quieres que vaya a ver cómo está Pamela?
—No. No haría más que empeorar las cosas.
Sirve la merienda para Elisabeth.
—Aquí tienes, mi niña. ¿Quieres que te unte la miel?
—Ya lo hago yo —dice Elisabeth, contenta. Y, mientras saca una cantidad exagerada de miel del tarro, añade—: Yo no quiero vivir en casa de Jean. Quiero vivir aquí.
Kitty va a buscar a Larry a la estación de Lewes. Durante el camino de vuelta, pregunta por Geraldine, que está pasando una semana en Arundel con sus padres.
—Geraldine está bien —le dice Larry.
Pamela y Elisabeth saludan a Larry con gritos de alegría y se pelean por sentarse en su regazo. Kitty las mira con una sonrisa.
—A veces pienso que te ven más a ti que a Ed.
—Es un amor interesado —dice Larry, rebuscando en su bolsa de fin de semana—. A ver, ¿qué tenemos por aquí?
Saca dos paquetitos de dulces galletas de mantequilla de Normandía.
—¡Y las bananas! —exclama Elisabeth.
—¿Bananas? —dice Larry—. ¿Qué bananas?
Sus regalos siempre son muy esperados y siempre son los mismos. Saca un racimo de bananas maduras de la bolsa y se las da a las niñas. Estas se retiran a darse un atracón.
—¿Cómo van las bananas? —dice Kitty, refiriéndose a su trabajo.
—La cosa está difícil —dice Larry—. Mi padre acaba de decidir jubilarse, así que ahora voy en el asiento del conductor.
—Es maravilloso, ¿no?
—Como te decía, es difícil. Después de tantos años de tener el mercado prácticamente para nosotros solos, parece que está a punto de salirnos competencia seria: una empresa holandesa que se llama Geest.
—¿Gest? ¿Cómo «gesto»?
—Casi.
—Hace años que estabas deseando ponerte al frente de la empresa, Larry. Ahora podrás hacer realidad todas esas cosas con las que soñabas.
—Sí, esa es la parte más emocionante. —Mira a su alrededor—. Supongo que Ed está fuera.
—Como siempre. Quería hablarte de eso. Después, cuando las niñas estén en la cama. Oh, Larry, me alegro muchísimo de que hayas venido.
Al dormitorio de invitados que está situado sobre la cocina lo llaman «la habitación de Larry» porque, siempre que viene, con o sin Geraldine, duerme allí. Está en la habitación, colgando la poca ropa que ha traído para el fin de semana, cuando oye unos golpecitos en la puerta.
—¡Pasa! —dice.
No entra nadie. Larry abre la puerta. En el pasillo se encuentra a Pamela, que parece no estar muy segura de si quiere entrar o salir corriendo.
—¿Pamela?
La niña gira a izquierda y derecha sobre los dedos de los pies e inclina la cabeza hacia uno y otro lado, pero no dice ni una palabra.
—¿Quieres hablar conmigo?
Asiente con la cabeza, rehuyéndole la mirada.
—Pues pasa, entonces.
Entra en la habitación. Larry cierra la puerta. Consciente de que quizá le resulte más fácil hablar si no la mira, sigue colgando la ropa.
—Larry —dice la niña, después de un rato—, ¿crees que mamá nos abandonaría?
—¿Que si os abandonaría? —dice Larry—. No, nunca. ¿Por qué ibas a pensar una cosa así?
—¿Las madres a veces abandonan a sus hijos?
—No, cariño. Casi nunca.
—Judy Garland se ha divorciado. Y tiene una niña pequeña.
—Pero no ha abandonado a su hija, ¿verdad? Y además, las estrellas de cine no son como nosotros.
—Entonces, ¿mamá nunca se iría con otro hombre?
—No, Pamela, nunca. —La niña ha conseguido intrigar a Larry—. ¿Por qué me preguntas todo esto?
—No puedo decírtelo.
—Entonces díselo a tu madre. A ella puedes decírselo.
—¡No! —dice Pamela—. ¡Nunca podría decírselo!
—Pammy, ¿qué pasa? ¿Te has metido en algún lío tonto?
—¡No es ninguna tontería! Tú no lo sabes. Pero yo lo sé muy bien.
Larry se da cuenta de que quiere decírselo, pero se resiste por miedo a las consecuencias.
—¿Y si te prometo no decírselo a nadie, si me lo cuentas?
—¿A nadie, nadie?
—A nadie en el mundo.
—¿Ni a mamá ni a papá?
—A nadie. Palabrita del niño Jesús.
—Pero tienes que hacer el gesto —dice Pamela.
—¿Qué gesto?
—Palabrita del niño Jesús.
Larry hace la señal de la cruz.
—¡No, así no! —Pamela se lo demuestra, juntado las manos frente al delgado pecho—. Así.
Larry obedece. Se hace un silencio. Y entonces Pamela rompe a llorar y farfulla unas palabras confusas que Larry no consigue entender.
—Ven aquí, cariño —dice con ternura, abriéndole los brazos—. Susúrramelo al oído.
Ella le acerca los labios a la oreja y susurra.
—Vi a mamá besando a Hugo.
Larry gira a la niña para poder mirarla a la cara.
—¿A Hugo?
Pamela asiente con la cabeza, sorbiendo con la nariz.
—¿Estás segura?
Otro asentimiento de cabeza.
—¿Dónde?
—En la cocina. Al volver del colegio.
—Seguramente se estaban dando un abrazo de amigos.
—¡No! ¡Fue un beso en la boca!
Larry no dice nada. No sabe muy bien qué pensar. No sabe muy bien qué siente.
—No me crees.
—Sí —contesta—. Te creo.
—Pues ya lo ves. No me he metido en ningún lío.
—No —dice Larry—, aunque puede que sea un lío de todas formas.
Durante lo que queda del sábado, la confesión de Pamela ocupa la mente de Larry. Sabe que tiene que hablar del tema con Kitty, pero no sabe cómo. Cree que la promesa que le hizo a Pamela queda anulada por la seriedad del asunto. Está claro que Kitty tiene problemas. Aparte de Louisa, que no se encuentra nada bien, él es su mejor amigo. ¿A quién más podría confesarle algo así?
Durante todo el día, sus pensamientos vagan entre Kitty, Ed y Hugo para volver otra vez al principio, dejándose a un lado solo a sí mismo y lo que siente por Kitty. Aunque lo ha mantenido bajo control e incluso ha intentado negarlo durante tanto tiempo, no se atreve a abrir la habitación secreta en la que ha escondido el amor que siente por ella. Kitty está casada con su mejor amigo. Él también está casado. Las cosas son como son y hay que vivir con ellas.
Pero, ¿con Hugo?
No tiene sentido. Tras la puerta cerrada, espera el grito secreto: «¿Por qué con Hugo y no conmigo?». Solo que sabe que no puede ser con él.
Pero, ¡con Hugo!
Una escena contada por una niña, un beso que tal vez nunca ocurrió, han alterado el frágil equilibrio con el que lleva tanto tiempo conviviendo. Los viejos reproches vuelven para mofarse de él.
«He sido demasiado débil. He tenido demasiado miedo. Ojalá hubiera hablado hace mucho. Ojalá hubiera exigido lo que me correspondía. Ojalá hubiera sido un hombre.»
El que no llora no mama.
Llega la noche. Kitty mete a las niñas en la cama y supone que ya están dormidas. Ahora empieza a charlar libremente y le habla de Ed, de sus ausencias y de su problema con la bebida. Mientras habla, Larry mira su hermosa cara y se pregunta: «¿Es posible que haya buscado consuelo en otra parte?».
—Hugo estuvo aquí el otro día —dice Kitty—. Me dijo que quiere que Ed se tome algo de tiempo libre. Ya ves que la cosa es grave.
«Hugo estuvo aquí el otro día.»
—¿Y qué piensas decirle? A Ed, quiero decir.
—No lo sé, Larry. No sé qué hacer con Ed. Sabe que no me gusta nada que beba. Así que ahora, por supuesto, lo hace en secreto. Pero hay algo que odio aún más que la bebida. ¿Por qué es tan infeliz? ¿Acaso le he fallado? ¿Qué es lo que he hecho mal? Me tiene a mí y tiene a las niñas. Jamás le he pedido que haga algo que no quisiese hacer. No le pido ni coches de lujo ni abrigos de pieles. Soy una buena esposa para él, ¿verdad? Sabe que lo quiero. Y es cierto: lo quiero. A veces sabe ser muy cariñoso y pienso que lo he recuperado, al antiguo Ed. Pero entonces es como si se cerrase una puerta y yo me encontrase a un lado y él al otro, con su infelicidad.
Habla rápidamente, pero sin perder la calma. Hace mucho que superó la fase de incoherencia y lágrimas. Larry entiende que lo que oye es el ciclo de pensamientos que no hace más que darle vueltas en la cabeza.
—Por supuesto, me culpo a mí misma. ¿Cómo no iba a culparme? Pero estoy tan cansada de todo, Larry; no puedo más. Y hay algo peor: a veces, me enfado. Me enfado con Ed. ¿Por qué nos hace esto? ¿Por qué no se da cuenta de lo maravillosa que podría ser su vida? ¿Por qué no se da cuenta de lo infeliz que me hace?
—Creo que de eso sí es consciente —dice Larry.
—Entonces, ¿por qué no hace nada para remediarlo?
—No lo sé —admite Larry—. Pero de una cosa estoy seguro: no es culpa tuya. Sé que Ed diría lo mismo. Es algo que lleva dentro.
—¿Qué? —dice Kitty, examinándole la cara como si fuera a encontrarlo escrito allí—. ¿Qué es lo que lleva dentro? ¿Por qué?
—Creo que él lo llamaría «la oscuridad» —dice Larry—. Yo no lo entiendo. Pero ha estado ahí desde que lo conozco.
—¿Incluso en la escuela?
—Oh, sí.
—Ojalá hablase conmigo de ello.
—Creo que el problema es —dice Larry, escogiendo con cuidado las palabras— que cree que ya te ha fallado. Y se siente tan culpable que no quiere echarte otro peso más sobre los hombros. Te quiere tanto que debe de ser toda una tortura para él saber que te está haciendo infeliz. Creo que intenta alejarte de su infelicidad. Como si fuera una enfermedad contagiosa, ¿entiendes? Se ha puesto en cuarentena.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—No lo sé —dice Larry—. Supongo que podrías buscar consuelo en otra parte.
—¿En otra parte? ¿Dónde?
—En Hugo, quizá.
—¿En Hugo? —Kitty se echa a reír ante lo absurdo de la idea—. ¿Por qué Hugo, precisamente? —Y entonces lo intuye—: Te lo ha dicho Pamela.
Por la expresión de su cara, se da cuenta de que ha dado en el clavo.
—¡Oh, Dios! Debí haber hablado con ella. Es que no sabía cómo explicárselo. Al pobre Hugo hace años se le metió en la cabeza la idea de que está enamorado de mí, y cuando me estaba contando lo de Ed y lo de que va a tener que dejar de trabajar, me disgusté y lloré un poco y él me besó. Pamela acababa de volver del colegio y nos vio. ¿Qué te ha dicho? ¿Está muy disgustada? Oh, qué idiotas somos todos.
—Tiene miedo de que vayas a abandonarla y a marcharte con Hugo.
—¿Marcharme con Hugo? ¡Si es un niño! Es todo una fantasía suya. No, jamás me marcharía con Hugo.
—Es lo que le dije yo.
Aun así, un dulce alivio le corre por las venas y le hace cosquillas en la piel. Ni él mismo se había dado cuenta del miedo que había sentido al enterarse de lo del beso.
—Y además, yo no besé a Hugo. Él me besó a mí.
—¿Y qué piensa él de todo esto?
—Oh, todo bien. Seguimos siendo buenos amigos. Simplemente le dije que dejara de hacer el tonto. Está tan acostumbrado a su jueguecito de amor no correspondido que creo que casi se sintió aliviado de que las aguas volvieran a su cauce.
«Su jueguecito de amor no correspondido.» Hugo no es el único.
Larry se da cuenta de que Kitty sigue el hilo de sus pensamientos. ¿Cómo no iba a hacerlo? Se conocen desde hace muchos años.
—¿Cómo está Geraldine? —dice, aunque ya le preguntó en el coche y entonces él le contestó: «Geraldine está bien».
—Geraldine y yo —le dice esta vez— somos igual de infelices que Ed y tú. Somos una pareja distinta con problemas distintos, pero la infelicidad es la misma.
La cara de Kitty muestra compasión, pero no sorpresa.
—Ya me pareció, en Francia.
—Procuramos mantener las apariencias. Pero prácticamente ahora llevamos vidas separadas.
Kitty se inclina por encima de la mesa y le coge la mano.
—¿Cómo lo sobrellevas? —dice.
—Trabajo. Si uno quiere, el trabajo puede ocuparle todo el día.
—Como a Ed.
—Ed está furioso consigo mismo. Lo peor de mi situación es que yo estoy furioso con Geraldine. Aunque sé que no debería. Casi entiendo por qué es como es. Y siento pena por ella. Pero, más que nada, estoy furioso con ella. Se niega a realizar ese acto tan sencillo que hace que un matrimonio sea posible. Se niega a quererme.
—¿Quieres decir lo que creo que quieres decir?
—Dormimos en habitaciones separadas.
—Oh, Larry.
—Me avergüenzo de mí mismo por permitir que me importe tanto. Pero así es.
—Oh, Larry.
—Así que, de un modo u otro, los dos hemos metido la pata con nuestras vidas, ¿verdad?
Kitty sigue acariciándole la mano y mirándole a los ojos.
—Tú eras la mujer a la que quería —dice.
Ahora le parece muy fácil decirlo.
—Lo sé —contesta ella.
—¿Lo has sabido siempre?
—Sí —dice—. Eso creo.
—Pero tú quieres a Ed. Aunque no sabe cómo ser feliz.
—A veces pienso que por eso lo quiero.
—Así que, si hubiera sido un poquito más infeliz, ¿puede que te hubieras decidido por mí?
—Seguramente —dice, sonriendo.
—Nunca es demasiado tarde para empezar.
Hace una mueca de tristeza.
—Eres un amor, Larry.
—No seas demasiado buena conmigo. Creo que no podría soportarlo.
—Podría haber sido feliz contigo —dice Kitty.
—Bueno, ahí lo tienes —dice—: lo que pudo haber sido.
Kitty sigue mirándolo y Larry ve tanto amor en sus ojos que no quiere que ninguno de los dos diga nada más. Este momento le resulta tan dulce que no le pediría nada más a la vida si pudiera durar para siempre.
Entonces, Kitty dice:
—Si Hugo puede besarme, no veo por qué tú no. Te conozco desde hace mucho más tiempo.
Larry se levanta de su lado de la mesa y se acerca al de ella. Kitty se pone de pie y acerca la cara a la suya, tímida pero deseosa, como una niña pequeña. Él la besa, al principio con mucha delicadeza. Después la atrae hacia sus brazos y se besan como ha deseado besarla desde la primera vez que la vio, hace diez años.
Y así, por fin, se separan.
—No puedo evitarlo —dice Larry—. Siempre te he querido y siempre te querré.
—Qué bueno eres, Larry. No me pidas que lo diga. Jamás haría algo que pudiera hacer daño a Ed. Y lo sabes.
—Por supuesto.
—Pero esto —le acaricia los brazos, sonriéndole, refiriéndose a haber reconocido su amor—, esto hace que todo parezca más fácil.
—Para mí también.
Y así es. No puede cambiar nada. Sus circunstancias hacen que sea imposible que haya algo más entre los dos. Pero todo ha cambiado. Larry se siente liviano y feliz. A partir de ahora y hasta el día en que él o Kitty mueran, nunca estará solo.
—Ahí quedó —dice Kitty. Pero se la ve mucho más feliz—. Lo que pudo haber sido. Y ahora volvamos a lo que es.