Capítulo 23

Londres está en silencio y prácticamente vacía. La nieve que cubre las calles se ha vuelto de un marrón grisáceo y sucio. De vez en cuando, un taxi pasa traqueteando por encima de los pedazos de hielo. Las personas junto a las que pasa por las aceras, envueltas en pesados abrigos y con los gorros calados hasta las orejas, caminan con la cabeza baja para evitar tropezarse con las crestas que forma la nieve endurecida. Parece que han cerrado todos los negocios. Ahora todos los días son como un domingo de invierno.

Larry regresa a su habitación de Camberwell y enciende la estufa de gas. Esta arde a baja presión y tarda mucho tiempo en calentar el aire helado. Todo está frío al tacto: las mantas de su cama, sus libros y sus cuadros. Observa el lienzo que comenzó antes de marcharse y en seguida ve que no tiene ni un ápice de vitalidad. Tampoco su habitación, a pesar de su regreso, ha vuelto a la vida.

De repente, siente ganas de ver a Nell.

Llama a la galería de Weingard y le contesta una voz de mujer. La galería está cerrada. No, no sabe dónde está Nell. Le escribe una nota, diciéndole que ha vuelto, y recorre la calle hasta la oficina de correos de Church Street para enviarla. Desde allí, va hasta el pub de la esquina. Es lunes y aún es temprano para el público de la tarde. El Hermit’s Rest está sumergido en un extraño silencio. Se sienta a una mesa junto al exiguo fuego y da pausados sorbos a una pinta de cerveza negra. Piensa en Nell.

Desde su última conversación con Kitty, no deja de darle vueltas a su futuro. Sus sentimientos no han cambiado. Pero ahora ve con más claridad que va a tener que dar ciertos pasos si quiere llevar una vida sin Kitty. De lo contrario, se condenará a sí mismo a una vida en solitario. Una vez más, le asombra la perspicacia de Nell. Es como si lo conociese mejor de lo que se conoce a sí mismo. Lo acusó de no tomar nunca la iniciativa, y tenía razón. Durante demasiado tiempo ha permitido que ciertos acontecimientos que estaban fuera de su control fijasen su rumbo. Pero ha llegado el momento de hacerse cargo de su propia vida.

Se sondea a sí mismo, a solas en el pub. ¿De verdad quiero casarme con Nell? Recuerda su carácter esquivo, sus cambios de humor, su imprevisibilidad, y se echa a temblar. ¿Qué clase de vida sería esa? Pero entonces piensa en no volver a verla jamás y casi grita en voz alta: «¡No! ¡No me dejes!», tan intenso es su deseo de tenerla entre sus brazos.

¿Cuál es la acusación más grave que puede hacerle? Que pasa tiempo con otros hombres. Que les da falsas esperanzas hasta que se enamoran de ella. En otras palabras, que no posee su amor en exclusiva. Pero, ¿qué derecho tiene Larry a su amor en exclusiva cuando él no le ha hecho ninguna promesa? Visto desde el punto de vista de Nell: ella se ha entregado a él en cuerpo y alma, mientras que él se ha reservado gran parte de sí mismo.

«Pero le pedí que se casase conmigo.»

«Pero adivinó mis verdaderos sentimientos. Me conoce mejor de lo que me conozco a mí mismo. Se dio cuenta de que solo quería cumplir con mi deber por lo del bebé. Pero ella no cree en el deber. Exige amor verdadero.»

Al pensar en todo esto, no puede evitar admirarla, y al admirarla, se da cuenta de que sí la quiere, después de todo. Solo es cuestión de liberarse de la última inhibición que lo paraliza. De ofrecerle todo el amor de que es capaz, y ella le devolverá ese amor multiplicado por cuatro y sus miedos se desvanecerán.

¡Qué criatura tan extraña es! Se debe a la verdad. Con ella en su vida, no habrá autocomplacencia ni momentos desaprovechados. Sus días serán intensos, y sus noches, cálidas. Ve su cuerpo desnudo, rosado a la luz de la estufa de gas, y nota en las venas el cosquilleo de gratitud que su cuerpo siente por ella. ¿Acaso es algo insignificante? Algunos dirían que es la base de todo. Si uno encuentra la felicidad con su pareja en la cama, el amor nunca morirá.

Una vez se termina la cerveza, con el ánimo levantado por sus propios pensamientos, siente necesidad de compañía. Con algo de suerte, Nell recibirá su nota mañana y estará con él al terminar el día. Tiene muchas cosas que decirle. Pero entre ahora y ese momento, no le apetece estar solo. Podría ir a Kensington a hacerle una visita a su padre. Entonces tiene una idea mejor: va a visitar a Tony Armitage.

Armitage tiene un estudio en Valmar Road, al otro lado de Denmark Hill. Seguramente estará en casa. Larry se abotona el abrigo hasta la barbilla y vuelve a salir a las calles nevadas. Valmar Road no está lejos, pero es un sitio difícil de encontrar. El reloj de una iglesia lejana da las siete cuando llama al timbre superior de la puerta de la calle.

Se abre una ventana y asoma la cabeza de Armitage.

—¿Quién es?

—Larry —dice Larry.

—¡Anda! —exclama Armitage. Y añade—: Bajo.

Le abre la puerta de la calle a Larry.

—Hace una semana que no salgo —dice—. Hace un frío del carajo.

Larry lo sigue y suben varios tramos de escaleras sin enmoquetar hasta las habitaciones que hay bajo el tejado.

—No tengo nada de comer —dice Armitage—. Pero puede que quede algo de brandy.

Su apartamento se compone de una habitación bastante espaciosa con un ventanal orientado hacia el norte, que hace las veces de estudio, cocina y baño, en el que un solo lavabo cuadrado sirve para todos estos fines. Algo más allá, una puerta cerrada da a un pequeño dormitorio. La bombilla eléctrica que ilumina el estudio o bien es de baja potencia, o el suministro eléctrico es débil. A la escasa luz, Larry entrevé una caótica colección de cuadros, la mayoría sin terminar.

—A veces me desanimo —explica Armitage—. Sé exactamente lo que quiero hacer y luego veo lo que he pintado en realidad y me desanimo.

No le pregunta a Larry por qué ha venido. Le ofrece algo de brandy en una taza de té. Larry observa los lienzos.

—Pero tu trabajo es excepcional —dice.

Lo dice en serio. Incluso bajo esta luz insuficiente, ve que los cuadros de su amigo están rebosantes de vida. Mientras los admira, se da cuenta, con una profunda conmoción, del contraste que hay con sus propias obras. Por alguna razón, nunca había sido así de consciente de ello. A lo largo de los últimos dos años, ha ido puliendo su trabajo, pero al mirar los cuadros de Armitage, intuye con una certeza terrible que nunca será un verdadero artista. Domina la técnica lo suficiente como para darse cuenta de cómo Armitage consigue sus efectos, pero al mismo tiempo sabe que es mucho más que técnica. Sobre todo en sus retratos, tiene el don de expresar la delicada complejidad de la vida misma.

—Son excelentes —insiste—. Eres muy bueno, Tony.

—Soy mejor que bueno —dice Armitage—. Soy auténtico. Y por eso me estoy volviendo loco. Todo esto —indica el estudio con un gesto—, esto no es nada. Algún día te mostraré lo que soy capaz de hacer.

Larry da con dos pequeños bocetos de Nell.

—Aquí está Nell —dice. En uno de ellos, la chica mira hacia el artista pero más allá de este, jugando a ser inalcanzable—. Esta expresión es muy propia de Nell.

Ahora se da cuenta de por qué ha venido. Quiere hablar de Nell con alguien.

—Nunca se queda sentada el tiempo suficiente —dice Armitage—. Y además, tiene la piel demasiado lisa. Me gustan las arrugas.

—Creo que me he enamorado de ella —dice Larry.

—Oh, todo el mundo se enamora de Nell —dice Armitage—. Es su función en la vida. Es una musa.

—No creo que quiera ser una musa.

—Por supuesto que sí. Si no, ¿por qué se rodea de artistas? Así es como se liga uno a una chica.

Larry se echa a reír. Tony Armitage, con apenas veintiún años, cuyos rizos alborotados no hacen más que acentuar su cara aniñada, está muy poco convincente en el papel de libertino bohemio.

—¿Cómo demonios ibas a saberlo tú? Si acabas de salir de la escuela.

—No tiene nada que ver con la edad. Tenía siete años cuando descubrí que tenía talento. Y quince cuando me di cuenta de que llegaría a ser uno de los grandes. Oh, no me malinterpretes: sé que todas estas son obras mediocres de aprendiz. Pero dame cinco años más y ya no te reirás.

—No me río de tu trabajo, Tony —dice Larry—. Me ha dejado asombrado. Pero no sé si estoy preparado para verte como una fuente de sabiduría sobre el sexo opuesto.

—Oh, las chicas. —Habla en tono desdeñoso. Es evidente que no le interesa el tema.

—¿Es que no te importan las chicas?

—Sí, a su manera. Hasta cierto punto. Uno tiene que comer y todas esas cosas.

Larry no puede evitar reír otra vez. Pero la inquebrantable convicción que tiene este joven de su propio valor lo ha dejado impresionado. Podría ser la arrogancia injustificada de la juventud, pero Larry se inclina por darle la razón. Y es completamente consciente de que a él le falta esa confianza en sí mismo.

—Me temo que yo me meto en muchos más líos con las chicas que tú —dice—. O, por lo menos, con Nell. —Y, siguiendo un impulso, decide contarle más—. ¿Te ha dicho que le pedí que se casase conmigo?

—No. —Armitage parece sorprendido—. ¿Por qué?

—Porque quería casarme con ella. Y porque estaba embarazada.

—¿Nell te dijo que estaba embarazada?

—Ya no lo está. Tuvo un aborto. Supongo que no debería contártelo. Pero ahora ya se encuentra bien.

—¿Nell te dijo que había tenido un aborto?

—Sí.

En ese momento, Larry se da cuenta de que Armitage lo mira de una manera extraña.

—¿Y tú la creíste? —pregunta.

—Sí —dice Larry—. Sé que Nell puede parecer un poco rara a veces, pero lo que no haría jamás es mentir. Está obsesionada con la honestidad.

Armitage mira fijamente a Larry. Deja escapar una ronca carcajada. Larry frunce el ceño, molesto.

—¡Que Nell nunca miente! —exclama Armitage—. Si no hace más que mentir.

—Perdona —dice Larry—, pero no creo que la conozcas tan bien como yo.

—Pero Larry —insiste Armitage—. ¡Te dijo que estaba embarazada! Es el truco más viejo del mundo.

Y vuelve a reírse.

—¿Un truco para conseguir qué, exactamente?

El tono de voz de Larry ahora es frío.

—Para conseguir que te casases con ella, por supuesto.

—Se lo ofrecí. Y ella se negó.

Para Larry, esta es la prueba irrefutable de la integridad de Nell. Pero para su sorpresa, Armitage no se altera.

—Oh, es muy lista, esta Nell nuestra. Debe de haber intuido que no eras una apuesta lo bastante sólida.

—Lo siento, Tony. No veo las cosas como las ves tú, eso es todo. No debí haberte hablado de asuntos privados.

—¿Privados? También probó el truco del embarazo con Peter Beaumont, ¿lo sabías?

Ahora es Larry el que se lo queda mirando fijamente.

—Peter se lo tragó de cabo a rabo. Pero Nell decidió mantenerlo en reserva. Para cuando vengan las vacas flacas, como dice ella.

—No lo entiendo.

Larry ha empezado a hablar en voz baja. Por primera vez, Armitage se da cuenta de que no es ninguna broma.

—¿No lo sabías? —dice.

—Por lo visto, no.

—No es mala chica. En realidad, es fantástica. Pero no tiene un duro. Tiene que cuidar de sí misma.

—¿Le dijo a Peter Beaumont que el niño era suyo?

—Sí.

Larry se siente cansado y confuso. Se pasa una mano por la frente y se da cuenta de que está sudando.

—Entonces, ¿de quién era el niño?

Armitage le sirve a Larry lo que queda del brandy y lo obliga a aceptar la taza.

—No había ningún niño, Larry.

—¿Que no había niño?

—Ni tampoco embarazo. Ni aborto.

—¿Estás seguro?

—Bueno, uno nunca puede estar seguro de nada con Nell. Pero estoy bastante seguro. A mí me vino con el mismo rollo, pero me reí de ella.

—¿A ti?

Larry bebe el brandy, vaciando con avidez la taza.

—Mira, viejo —dice Armitage—: ya veo que todo esto te ha dado un palo muy gordo. ¿De verdad ibas en serio con Nell?

—Sí —dice Larry—. Eso creo.

—Empiezo a darme cuenta de que he metido la pata.

Larry no puede contestar. Siente calor y se sonroja de vergüenza, pero por debajo hay una pena mucho más profunda que está esperando su turno.

—A mí también me gusta mucho Nell —dice Armitage, intentando arreglar las cosas, con torpeza—. Supongo que no me importa que intente cuidar de sí misma, porque yo hago lo mismo. Todos nos las apañamos lo mejor que podemos.

—Pero mentirme... —Larry aún apenas puede creerlo—. Lo primero que me dijo fue: «Nos decimos la verdad». No dejaba de hablar de la verdad.

—Así es como funciona, ¿no lo ves? —dice Armitage—. Los ladrones ponen sus objetos de valor a buen recaudo. Los tramposos te explican las reglas del juego.

—Dios mío —dice Larry—. Me siento tan estúpido.

—¿Lo pasaste bien con ella?

—Sí —dice Larry, con un suspiro.

—En eso no hay nada de estúpido.

Larry niega con la cabeza y pasea la vista por la habitación. Ahí están todos los cuadros de Armitage. Y también los dos bocetos de Nell.

—Ves con más claridad que yo, Tony —dice—. Por eso eres mejor artista.

—Oh, vamos. No tires piedras sobre tu propio tejado.

—No, es cierto. La gente habla del talento como si fuese un regalo de los dioses, como ser guapo. Pero yo creo que tiene mucho que ver con el carácter. Tú tienes el carácter adecuado, Tony, y yo, no. Ves con claridad y crees en ti mismo. Tienes razón: serás uno de los grandes.

—Y tú también, Larry. ¿Por qué no?

Larry vuelve la espalda a los impresionantes cuadros para mirar al chico que los ha pintado.

—Has visto mi trabajo —dice—. Sabes que nunca seré como tú.

—¿Por qué no ibas a serlo? —dice Armitage. Pero Larry lo ve en sus ojos. Él no es Nell. No puede mirarle a la cara y mentir.

—Gracias por el brandy —dice Larry—. Y gracias por las verdades del barquero. No lo he pasado bien, pero tenía que saberlo. Ahora me voy a poner mi vida en orden.

Armitage baja con él hasta la calle. En el exterior, las farolas se han apagado y la única luz sobre las aceras heladas es la que se derrama de las ventanas tapadas con cortinas. Larry vuelve a su habitación andando, sin darse cuenta del frío. Se siente avergonzado, dolido, furioso y perdido.

Cuando vuelve a su habitación, reúne todos los cuadros y los envuelve en una manta que coge de la cama. Hay más de treinta, la mayoría bastante pequeños, pero uno o dos de un tamaño incómodo. Saca el fardo a la calle y sube por The Grove hasta llegar a Church Street. Tiene la idea vaga de ir caminando hasta el río, pero cuando pasa un taxi, lo para. El taxi lo deja en el extremo sur del puente de Waterloo. Lleva el fardo hasta el medio del puente y lo desenvuelve junto al parapeto. Uno a uno, tira sus cuadros al río y ve cómo la corriente los arrastra lentamente.