Capítulo 31

—¿Casados? —dice William Cornford.

—Bueno, todavía no estamos casados —explica Larry—. Pero vamos a casarnos.

—Bien, bien, bien —dice su padre, asintiendo con la cabeza—. Muy buena noticia. Muy buena noticia. Cookie se va a alegrar muchísimo. Y yo también. Bueno, ¿quién es la chica?

—Se llama Geraldine Blundell. Su hermano fue a Downside, estaba un curso por encima de mí. Así que es una buena católica, como estoy seguro de que te alegrará oír.

—Lo único que me hace falta para estar contento es saber que eres feliz.

—Soy muy feliz, papá. Espera a conocerla. Es muy hermosa y muy especial. Ha estado en la India con su hermano.

—Así que tenemos que darle las gracias a la pobre India, ¿no? Supongo que, cuando te fuiste, no esperabas volver casado.

—Era lo último que tenía en mente.

—Bueno, hijo mío, creo que esto merece un brindis.

William Cornford mira en su biblioteca, examinando las botellas en busca de algo lo suficientemente festivo. Se decanta por un whisky puro de malta.

—Bueno, ya sé que no es asunto mío —dice, concentrando su atención en los vasos—, pero ¿te has planteado de qué vais a vivir?

—Sí, papá —dice Larry—. Soy consciente de que necesito un trabajo.

—Eso me parece a mí también.

William Cornford sigue sirviendo el whisky, pero ahora le tiemblan las manos. Le pasa su vaso a Larry. Sin atreverse a hablar, alza su vaso en un brindis silencioso.

Beben.

—Bienvenido a la empresa —dice por fin, con la voz ronca de la emoción.

La familia Blundell vive en Arundel. La boda va a tener lugar en la iglesia de St Philip. La señora Blundell tiene la esperanza de que vaya el duque de Norfolk, en calidad de conde de Arundel y cabeza de la primera familia católica del condado.

—¿Sabes? También es miembro de la Cámara de los Lores —le dice a Larry—. Como es conde mariscal hereditario, organizó la coronación del rey. Aunque no es que a Hartley y a mí nos importen los títulos en sí. En realidad, lo que nos resulta tan interesante es el peso mismo de la historia.

Geraldine ya ha puesto a Larry sobre aviso acerca de su madre.

—Es una de esas personas que no creen en el fracaso. Lo ve como una falta de estatura moral, creo. Todavía la oigo decirnos cuando éramos niños: «Hacedlo como es debido o si no no lo hagáis».

—Por lo que dices, es una persona aterradora —dice Larry.

Pero Barbara Blundell le coge cariño a Larry desde el principio.

—Espero no parecerte una indiscreta —le dice—, pero eres todo un alivio después del último. Geraldine es la niña de mis ojos. Perdona que no sea imparcial, pero creo que un hombre tendría que buscar muy lejos para encontrar esa combinación de belleza por fuera y belleza por dentro. Se merece a un marido de verdadera fe y abundante fortuna. Y, ya que Bernard Howard solo ha tenido hijas...

Emite una risa aguda y estridente para indicar que es una broma. Bernard Howard es el duque de Norfolk. Larry se inquieta al oír lo de «abundante fortuna», que no parece ir en broma. Pero Geraldine le dice que no se preocupe.

—Mamá sabe que estás empezando. Pero la tranquiliza muchísimo saber que la empresa pertenece a tu familia. Además, le he dicho que tu mejor amigo es un lord.

—¿Te refieres a George? —a Larry le sorprende ver a George convertido en una ventaja—. Su abuelo vendía medicamentos sin receta.

—Un lord es un lord —sentencia Geraldine, sin alterarse.

Inglaterra ha disfrutado de un verano abrasador que se prolonga en un otoño cálido y seco. El pronóstico para la boda, ahora que han fijado la fecha para el sábado 25 de octubre, es bueno.

—Después de todo, no queremos competir con la boda real, ¿verdad? —dice Barbara Blundell, con su aguda risa. La princesa Isabel va a casarse el 20 de noviembre. Y por esta razón resulta que el duque de Norfolk no puede asistir al gran día de Geraldine—. Estoy un poco decepcionada, pero supongo que alguien tendrá que organizar la boda de nuestra futura reina.

La luna de miel va a tener lugar en la casa de la familia Cornford en Normandía, completamente renovada después de la ocupación durante la guerra. Louisa les ofrece su casa para que puedan hacer escala antes de cruzar el canal.

—Van a pasar la noche de bodas con los Edenfield en Edenfield Place —les dice Barbara Blundell a sus amigas—. Después viajarán a la hacienda familiar de La Grande Heuze. —Se recrea en las palabras «Place», «hacienda» y «grande», con un énfasis ligero pero inconfundible.

Larry soporta todo esto de buen grado. Ahora ve a Geraldine en su elemento, anulando discretamente las extravagancias de su madre y asegurándose de que cada eslabón de la cadena de familiares, sacerdotes, invitados y comerciantes que van a representar algún papel en la boda reciba la información correcta. Admira su dominio de los detalles y la confianza que tiene en su propio juicio en todas las cuestiones de buen gusto. Llevará el traje de novia de su madre, que la costurera le va a arreglar para que le quede bien. Larry llevará chaqué. Va a haber cuatro damas de honor de alturas descendentes y dos niños pequeños harán de pajes. Geraldine sugiere que George sería un buen padrino, pero aquí Larry se resiste. Le deja claro que quiere a Ed Avenell.

—No conoces a George —dice—. Ed tiene mucha mejor planta.

Mientras Geraldine se ocupa de los preparativos de la boda, Larry recibe un curso intensivo sobre la empresa familiar, Elders & Fyffes, en todos sus aspectos actuales. Hace poco que la sede principal de Londres se ha trasladado de Aldwych al número 15 de Stratton Street, en Piccadilly. Larry no conoce las nuevas oficinas, pero las caras son las mismas. Vaya donde vaya, se encuentra con rostros alegres y sonrisas generalizadas porque por fin va a incorporarse a la empresa.

—¿Sabes por qué están tan contentos? —le pregunta su padre—. No por tu cara bonita, sino porque esperan que te hagas cargo de la empresa cuando yo ya no esté, y eso quiere decir que las cosas seguirán como siempre.

—Y así será —dice Larry—, si todo marcha como espero.

—Aunque todo está sujeto, por supuesto, a nuestros dueños de Nueva Orleans.

Se refiere a la poderosa United Fruit Company.

—Creí que, básicamente, dejaban que hiciéramos lo que quisiéramos —dice Larry.

—Y así es. Ese fue el acuerdo que alcanzamos en 1902, cuando la empresa estuvo a punto de quebrar y mi padre acudió a ellos en busca de ayuda. Andrew Preston, que era el que llevaba la United en aquellos tiempos, era un hombre de palabra. Pero hace mucho que Preston ya no está. Ahora el tipo que está al mando se llama Zemurray. Es harina de otro costal.

—¿Zemurray?

—Creo que antes se llamaba Zmurri. Ruso, según tengo entendido.

—Y no confías en él.

—Digamos que no me gustaría pillarlo de malas. Pero mientras ganemos dinero para su empresa, creo que nos dejará en paz.

Como parte del proceso de familiarización, Larry visita las principales instalaciones de la empresa. Recorre los embarcaderos de los muelles construidos expresamente para ellos en Avonmouth y en Liverpool. Examina los vagones de tren con control de temperatura construidos especialmente para la empresa y varios de los gigantescos almacenes donde la fruta se mantiene refrigerada en cámaras hasta que está lista para su entrega. Sube a bordo del Zent III, el último buque que ha adquirido la compañía, que fue construido en Noruega y operado por Harald Schuldt, un importador alemán, antes de ser embargado como botín de guerra. La flota Fyffes se compone de catorce barcos, bastante menos de los veintiuno de los que constaba antes de la guerra, pero más que suficientes para el nivel de comercio tan reducido que impera en la actualidad. Examina algunas cifras que demuestran los problemas a los que se enfrenta la empresa debido a la escasez en Jamaica y a las restricciones del gobierno.

—Creemos que la respuesta puede estar en volver a las Canarias —dice William Cornford—, que es donde empezó la empresa.

—La bodega es bastante modesta —observa Larry.

—Da más problemas de lo que vale —asiente su padre—. Nuestros barcos están construidos como cargueros especializados.

—Aun así —dice Larry—, no está de más que le echemos un vistazo.

La conversación sobre el tonelaje y la mancha de la hoja le resulta familiar a Larry de las charlas que ha mantenido con su padre durante las comidas. Incorporarse a la empresa le resulta sorprendentemente fácil, y pronto se siente cómodo en las oficinas de Stratton Street. Empieza a entender por qué la empresa se ha convertido en la familia de su padre.

Su padre, que toma nota de todo esto con cierta complacencia, le dice:

—¿Te das cuenta? Naciste para esto.

El día de la boda, brilla el sol. George llega en un magnífico Rolls Royce antiguo, acompañado de Ed, Kitty y Pamela.

—¿De dónde demonios has sacado el coche? —exclama Larry.

—Era de mi padre —explica George—. Solo lo saco en ocasiones especiales. Consume demasiada gasolina.

Barbara Blundell está encantada.

—Me encanta que la aristocracia haga ostentación —dice.

Louisa se ha quedado en casa porque no se encontraba bien. Kitty le cuenta los detalles a Larry en un susurro.

—Aún es muy pronto para estar seguros, pero ¡cree que quizá esté embarazada!

El embarazo de Kitty ya está muy avanzado.

—Es maravilloso.

—De ser cierto, es un milagro —dice Kitty. Y, cogiéndolo del brazo para apoyarse en él, se aleja en busca de un lugar en el que puedan hablar a solas—. Me alegro muchísimo por ti, cariño. Mereces tener familia propia. ¿Geraldine es todo lo fantástica que deseo que sea?

—Si te digo que es todo lo contrario de Nell en todos los sentidos —dice Larry—, ya te haces una idea.

—Aunque me gustaba la honestidad de Nell. Siempre decía lo que pensaba.

—Oh, Geraldine es honesta. Pero también tiene sentido de la moral, y Nell no lo tenía. Ya lo verás cuando la conozcas. Es una mujer con valores.

—¿Y te hace feliz?

—La adoro —dice Larry—. Cuanto mejor la conozco, más cuenta me doy de lo perfecta que es.

—Es imposible que sea demasiado perfecta para ti —dice Kitty—. Te mereces lo mejor.

Ed, con su frac, su chaleco gris y la corbata blanca, está todo lo guapo que había prometido Larry. El padre de Geraldine, que es mayor, más bajito y más rechoncho, parece casi decrépito a su lado.

—Enderézate, Hartley —le dice su mujer—. No te encorves.

—Así que viene otro en camino —le dice Larry a Ed.

—Llegará a mediados de diciembre, según me dicen —asiente Ed—. Un regalo de Navidad anticipado. —Mira a su alrededor, al ajetreo de los preparativos de última hora—. Una boda por todo lo alto, por lo que veo.

—Así es Geraldine —dice Larry—. O, mejor dicho, su madre.

Rupert Blundell camina de acá para allá, embutido en su chaqué y con aspecto incómodo, sonriendo pero sin alternar con los demás.

—Pareces desconcertado, Rupert. ¿Tan mal te parece?

—¿Eso parezco? Pues es sin querer. Una gran ocasión. —Fija los ojos en Ed—. Ese es Ed Avenell, ¿verdad?

—Sí, por supuesto. Ven a saludarlo.

Larry conduce a Rupert hasta donde está Ed y estos se estrechan la mano y dicen que sí, que se acuerdan el uno del otro; pero resulta evidente que Ed no tiene ni idea de quién es Rupert.

—Rupert sirvió con Mountbatten —explica Larry.

—Enhorabuena por la Cruz Victoria —dice Rupert.

El padre de Rupert se une al grupo, en busca del plácido refugio de la compañía masculina.

—Menudo lío —dice, con un suspiro—. A veces pienso que ojalá fuera cuáquero.

—¡Miraos a los tres! —exclama Larry—. Cualquiera pensaría que estáis esperando turno en la consulta del dentista.

—Perdona —dice Hartley Blundell, enderezándose—. ¡Atención! ¡Listos para saludar!

Ed sonríe. Valor ante el fuego enemigo.

—Te lo agradezco muchísimo —le murmura Larry a Ed cuando tiene oportunidad—. Esta es tu idea de una pesadilla, ¿verdad?

—No me gustan demasiado las aglomeraciones —admite Ed—. Pero es que te aprecio mucho.

Llegado el momento, se acercan a la iglesia en un convoy de coches. El padre de Larry viaja con la madre de la novia, que lo deleita con anécdotas sobre su íntima amistad con el duque de Norfolk.

—Cuando juega en el equipo de críquet del pueblo, su mayordomo hace de árbitro, y cuando lo eliminan, y siempre lo eliminan en seguida, su mayordomo levanta la mano y anuncia: «Su Excelencia ya no está en juego».

William Cornford muestra su aprecio con una sonrisa cortés.

—Las diferencias de clase no quieren decir nada para mí —confiesa Barbara Blundell—. Acepto a las personas tal y como son. Pero me encantan las tradiciones curiosas que existen en las grandes casas. Le dan color a la vida.

La iglesia de St Philip, igual que la catedral de Westminster y el Sagrado Corazón de Nueva Delhi, es un edificio moderno concebido según un estilo antiguo; en este caso, el gótico francés. Mientras Larry espera frente a la reja del altar a que llegue la novia, no puede evitar pensar en los católicos ingleses y sus iglesias y lo extraño que resulta que una fe que se define como arraigada en la tradición tenga que llevarse a cabo en edificios modernos. Por supuesto, en Francia o en Italia todo es distinto. Allí las evocaciones de los santos resuenan por los pasillos flanqueados por pilares que una vez recorrieron esos mismos santos. Piensa en lo mucho que adora su padre las catedrales francesas. Y entonces, sin razón aparente, piensa en lo extraño que es estar casándose.

«¿Por qué estoy dando este paso?»

Se formula la pregunta no porque tenga dudas, sino porque, de repente, se da cuenta de que no conoce la respuesta. Desde el momento en que tomó a Geraldine entre sus brazos y le manchó el vestido blanco de sangre, supo que era esto lo que tenía que ocurrir. La cuestión nunca se le presentó como una decisión. Desde el principio, ha representado una solución a sus dudas de futuro: dudas de amor, de sexo, de clase, de identidad y de otros muchos tipos, y todas van a quedar resueltas en este único acto. Va a convertirse en marido. Va a formarse una idea más clara de ese reino envuelto en la niebla que se extiende frente a él: su vida de adulto.

El órgano empieza a tocar la marcha nupcial. Geraldine entra en la iglesia con el vestido de su madre y del brazo de su padre. Tiene un aspecto frágil, solemne y hermoso. Comienza la misa nupcial.

Los recién casados pasan esa noche en Edenfield Place. Louisa aparece solo un momento, con la cara muy pálida, para disculparse por su ausencia, y se retira a su dormitorio. George, a ratos orgulloso y a ratos temeroso de su condición, resulta ser un anfitrión un tanto despistado. Los novios se retiran temprano al dormitorio principal de invitados.

Ambos están agotados. La cama que los espera tiene cuatro recargados postes amarillentos que sostienen un alto dosel de madera tallada y unas cortinas de un tejido floral en tonos azules y rosas. El inmenso armario tiene un panel central de espejo en el que se ven reflejados, sonrientes e inseguros.

—¿Te importa que use el baño yo primero? —dice Larry—. Me pondré el pijama ahí dentro.

Entiende que a Geraldine le dé pudor desnudarse delante de él. Se toma su tiempo en el baño. Cuando vuelve, se encuentra a Geraldine de pie justo donde la dejó, solo que ahora lleva puesto un camisón blanco de seda. La seda acentúa las curvas de su cuerpo.

—Estás preciosa —dice.

Geraldine sonríe y se acerca al baño de puntillas. Larry apaga la luz del dormitorio y deja encendida una lámpara de noche. Se mete en la cama. Las sábanas de lino están frías.

Geraldine vuelve y se queda parada, sin saber qué hacer, en mitad de la habitación.

—¿Prefieres que apague la luz? —dice Larry.

—Quizá —contesta—. Probemos.

Larry apaga la lámpara de noche. La habitación se sumerge en una oscuridad total. La oye acercarse a la cama y buscar a tientas el cabecero. Se mete bajo las sábanas, sin apenas desordenarlas, y se tumba a su lado sin tocarlo. Larry oye su respiración.

—¿Estás cansada? —dice.

—Un poco —contesta.

Larry extiende el brazo derecho hacia ella y se encuentra con una cadera recubierta de seda. Geraldine se sobresalta.

—Hola —bromea Larry.

—Hola.

—¿Tienes frío?

—Un poco —dice.

—¿Por qué no dejas que te dé calor?

Se pone a su lado y, no sin cierta torpeza, la estrecha entre sus brazos. Ella se acurruca, tumbada sobre un costado, con la cabeza en el hueco que forma el hombro de Larry y las rodillas apoyadas contra sus muslos. Larry le acaricia suavemente la espalda para aliviarle la tensión de los músculos.

—Todo esto es muy nuevo, ¿verdad? —dice.

—Sí —susurra.

La besa y ella responde de inmediato, como alguien que está decidido a demostrar que está dispuesto. Las manos que la acarician bajan de la espalda recubierta de seda hasta la curva de su trasero. Ella se mueve un poco para liberar una mano y le acaricia el hombro y la nuca a Larry. En silencio, en la oscuridad, se tocan el uno al otro en lugares seguros.

Entonces, la mano izquierda de Larry asciende por su espalda hasta llegar al cuello y la mejilla y baja por su garganta, por encima de los cordones de encaje del camisón, hasta su pecho. Recorre el seno con los dedos con mucha delicadeza, palpando la protuberancia del pezón bajo la seda. Bruscamente, ella deja de acariciarlo.

—¿Te importa? —dice.

—No —susurra ella—. Debes hacer lo que quieras.

Recorre su cuerpo con la mano hasta llegar hasta las rodillas encogidas y las presiona con suavidad, haciendo que estire las piernas. Ella no ofrece resistencia, pero Larry nota que está nerviosa. Durante un rato, se limita a acariciarla, empezando por la mejilla, pasando sobre el pecho y bajando hasta la cadera. Mientras lo hace, descubriendo solo por el tacto las líneas de su cuerpo esbelto, empieza a excitarse.

Ahora, deja que su mano vague hasta acariciarle la pierna, algo más abajo. Sus dedos palpan la tela del camisón y tiran de ella hacia arriba, hasta conseguir tocar la piel desnuda del muslo que hay debajo.

—Ahí estás —dice—. La Geraldine de verdad.

Geraldine se queda quieta, temblando ligeramente. Larry le sube un poco más el camisón.

—¿Por qué no te lo quitas? —susurra.

Obediente, se incorpora en la cama y se saca el camisón por la cabeza. En cuanto se lo ha quitado, vuelve a meterse bajo las sábanas.

Él vuelve a tomarla en sus brazos y la besa. Cada paso que da es un experimento de resultado incierto. Excitado, se da cuenta de que ella está dispuesta a cooperar con sus deseos.

Pero entiende que debe ir poco a poco.

—¿Quieres que me quite el mío también?

—Si quieres —dice, con la voz sofocada bajo las sábanas.

Él también se incorpora y se quita la parte de arriba del pijama. Después, se afloja los pantalones y se los baja, quitándoselos de una patada al final de la cama. Ahora, desnudos como están, vuelve a acercarla a sus brazos y siente la piel de Geraldine contra la suya. Cambia la posición de la cadera para que su erección quede junto a su cuerpo.

Ella se tensa de la sorpresa. Por primera vez, Larry se pregunta cuánto sabe y qué espera.

—No pasa nada —murmura—. No pasa nada.

Poco a poco, el cuerpo de Geraldine se relaja junto al suyo. La acaricia con pases largos y lentos, por todo el cuerpo, y, tímidamente, ella empieza a devolverle las caricias.

Larry le coge la mano y se la coloca sobre su erección, deseando que conozca esa parte de él y que no sienta miedo. Le desplaza la mano hacia arriba y hacia abajo y ella se permite a sí misma excitarlo de esta manera tan simple. Pero cuando él retira la mano, ella deja de moverse.

Larry le acaricia los muslos y le pasa la mano por el montículo sedoso donde sus muslos se encuentran.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —susurra.

—Un poco —dice ella.

Por la forma en que lo dice, Larry se da cuenta de que no lo sabe. Sigue acariciándola, pensando que es muy valiente al someterse a esta experiencia desconocida. La besa.

—No pasa nada —dice ella—. Debes hacer lo que quieras.

Así que este es su sacrificio, y lo hace por amor a él. Pero, en cuanto lo desconocido se vuelva conocido, dejará de ser un sacrificio. Se convertirá en un placer compartido.

El cuerpo desnudo de Geraldine junto al de él empieza a tener su efecto natural. Desea con todas sus fuerzas tenerla aún más cerca. Pero quiere que sepa lo que va a pasar. Así que le acaricia los muslos con la mano y, separándolos un poco, busca a tientas el lugar donde la va a penetrar.

En cuanto sus dedos empiezan a explorar, ella vuelve a tensarse. Larry retira la mano y, volviendo a coger la mano de Geraldine, hace que le acaricie la erección.

—Cuando hagamos el amor —dice—, esto entrará dentro de ti. —Le coge la mano y se la coloca entre los muslos—. Aquí dentro. Dentro de ti.

Por un momento, ella no dice nada. Después, en voz muy baja, pregunta:

—¿Cómo?

—Simplemente, es así. Entra.

—¿Eso es lo que quieres?

—Así es como funciona —explica él—. Así funciona el amor.

—¿En eso consiste el amor? —pregunta Geraldine.

—Oh, mi amor. ¿Es que tu madre no te ha dicho nada?

—Me dijo que hiciese todo lo que me pidieras. Me dijo que mi regalo de bodas para ti era el regalo de mi cuerpo.

—Y lo es. Lo es. Y el mío para ti, también.

—Entonces tenemos que hacerlo, mi amor —susurra—. Solo tienes que decirme qué quieres de mí. Ahora te pertenezco.

Su sumisión lo conmueve profundamente. Y también lo excita. La idea de que puede ordenarle que le dé placer como desee lo excita.

Desplaza el cuerpo hasta quedar tumbado encima de ella y, poniéndose en posición, empieza a presionar para penetrarla. Geraldine, que ahora entiende sus intenciones, abre las piernas, pero, al mismo tiempo, contiene el aliento. Él le acerca la punta, intentando no hacer ningún movimiento brusco, consciente de que al principio podría sentir dolor. Pero no consigue progresar.

Empuja con algo más de fuerza. De su experiencia al hacer el amor con Nell, sabe que su cuerpo debería rendirse y abrirse a él, pero esta vez no nota que ceda. El cuerpo de ella es suave y excitante, casi demasiado excitante, pero no lo deja entrar.

—¿Tengo que hacer algo? —pregunta ella.

—No tengas miedo —contesta.

Siente ganas de decir: «Ábrete a mí, dame la bienvenida, quiéreme». Pero entiende el miedo que debe de estar pasando y sabe que debe ser paciente. Al mismo tiempo, el deseo, la simple hambre de satisfacción, aumenta en su interior, y siente ganas de entrar en ella por la fuerza antes de que sea demasiado tarde. Empuja con más fuerza y Geraldine emite un jadeo entrecortado. Entonces lo invade una oleada de culpa.

«¿Qué derecho tengo a anteponer mi propio placer al suyo? Tenemos todo una vida por delante. Puedo permitirme esperar un día más.»

Se baja de su cuerpo y se tumba boca arriba, a su lado.

—¿Ya lo has hecho? —pregunta.

No puede contener una breve risa.

—No, mi amor —dice—. Pero no importa. Los dos estamos cansados. Ya habrá otras noches.

Ella se queda tumbada junto a él, en la oscuridad. Después de un rato, Larry cree que se ha quedado dormida. Pero cuando por fin dice algo, se da cuenta de que ha estado llorando en silencio.

—Lo siento —dice.

—Mi amor, mi amor, cariño. No es culpa tuya.

—Soy una estúpida, una ignorante —dice—. Pero mejoraré, te lo prometo. Seré una buena esposa.

—Eres una buena esposa, mi amor. La mejor del mundo. Ya lo verás: pronto, todo saldrá bien. Es culpa mía: no debería tener tanta prisa. Pero si la tengo, es porque te quiero y te deseo muchísimo.

—Yo también te quiero muchísimo —dice Geraldine.

Después se besan, vuelven a ponerse la ropa y se disponen a quedarse dormidos. Larry permanece despierto hasta muy tarde. Geraldine se queda quieta y en silencio a su lado, y no está seguro de si duerme o no.

A finales de octubre, Normandía está invadida de una luz dorada. Geraldine, fascinantemente hermosa, busca la cercanía de Larry, le sonríe, lo toca, inclina la cabeza de cabello suave contra su hombro. Los trabajadores franceses de La Grande Heuze se enamoran de los recién casados y los sirven con esmero y ternura. Geraldine intenta hacerlo lo mejor que puede con los criados, sin dejar de reírse de su escaso francés, dándoles las gracias con sonrisas e inclinaciones de su bonita cabeza.

Qu’elle est charmante —se dicen unos a otros—. Vraiment bien élevée, cette petite madame Cornford.

Por la noche, hacen progresos, hasta cierto punto. Ahora Geraldine entiende perfectamente lo que se espera de ella y se declara dispuesta a hacer todo lo que quiera su marido; pero su cuerpo no obedece a su voluntad. A la tercera noche, Larry empieza a pensar que está siendo demasiado cauteloso y que lo que necesita es un ataque más directo. Se lo explica a Geraldine y esta acepta su análisis, diciendo, igual que siempre: «Si crees que es lo mejor...». Pero cuando ponen en práctica la teoría, sufre una violenta reacción. Empieza a respirar con jadeos rápidos y poco profundos y casi se desmaya. Alarmado y lleno de remordimientos, Larry abandona el ataque de inmediato y se pasa el resto de la noche acunándola en sus brazos. Cuando se quedan en la cama hasta muy tarde a la mañana siguiente, los criados se sonríen unos a otros y susurran:

Qu’il est doux, l’amour des jeunes.

Durante el resto de los días de su luna de miel, Larry trata a su joven esposa con mucha delicadeza y ella le demuestra todavía más cariño físico que antes. Solo hablan abiertamente del tema una vez.

—Todo va a salir bien, ¿verdad, mi amor? —pregunta Geraldine.

—Por supuesto —contesta Larry—. Solo es cuestión de darnos tiempo.

—¿No te he decepcionado demasiado?

—¿Cómo ibas a decepcionarme?

Él extiende el brazo sobre la mesa del desayuno y ella le coge la mano entre las suyas. Se sonríen, mirándose a los ojos.

—Te quiero muchísimo, mi amor —dice Geraldine—. Estoy muy orgullosa y muy feliz de estar casada contigo. Te prometo que yo también te haré feliz.

—Ya me haces feliz —dice él.

En muchos sentidos, es la mujer perfecta. Y, por supuesto, aún es joven; solo tiene veintidós años. Aunque resulta fácil olvidarlo al ver la formidable eficiencia con la que organiza su vida y las de los que la rodean. Que su cuerpo sea joven y temeroso no debería ser ninguna sorpresa. Todo saldrá bien tarde o temprano.