Capítulo 38
—¿Con qué sistema de control presupuestario opera, señor Cornford?
—Perdone —dice Larry—. No le sigo.
Donohue, el joven que lidera el equipo de McKinsey, frunce el ceño y se echa hacia atrás en la silla. Intercambia una mirada con Neill y Hollis, sus colegas. Los tres llevan trajes oscuros y camisas blancas con corbatas oscuras. Los tres son más jóvenes que Larry.
—Compras, transportes, gestión de existencias, contratos de mantenimiento... Todos los aspectos de la gestión de una compañía incurren en gastos, y estos costes hay que gestionarlos. Pero, por supuesto, eso ya lo sabe. —Donohue le muestra una sonrisa tan repentina como radiante. Larry espera a que le digan algo que no sepa—. Simplemente le estoy preguntando qué sistemas tiene implantados, como director de la empresa, para garantizar que sus costes sean lo más bajos posible.
La pregunta molesta a Larry. Donohue molesta a Larry. El equipo de McKinsey & Co, enviado por la empresa madre situada en Nueva Orleans, molesta a Larry.
—Es que no creo —contesta, sopesando sus palabras— que los costes más bajos conlleven siempre el mayor beneficio.
—Pero algún sistema de control de costes tendrá —insiste Donohue.
—Lo llamo «mi plantilla» —dice Larry—. Cada compra la realiza un miembro del personal que sabe lo que hace y que tiene presente el interés de la empresa.
—Ya veo —dice Donohue, tomando nota—. ¿Sería correcto decir que su plantilla no está sometida a supervisión intensiva?
—Podría decirse —asiente Larry—. O podría decirse que confiamos plenamente en nuestro personal.
—¿Y si resultase que alguien abusa de su confianza? ¿Ha ocurrido alguna vez?
—«Ninguno alcanzamos la gloria de Dios», señor Donohue —dice Larry—. La pregunta es: ¿qué hacer al respecto? Podemos instaurar lo que usted llama un sistema de control, que les diga a los trabajadores lo que tienen que hacer, detecte cuando no lo hacen y, supongo, los castigue de alguna manera. O podemos darles un área de responsabilidad y pedirles que decidan cómo trabajar por sí mismos y confiar en que el orgullo que sienten por su trabajo y su lealtad a la empresa los estimulen a conseguir los mejores resultados posibles.
—¿Y si son incompetentes, vagos o corruptos?
—Entonces el fracaso habrá sido mío. Porque no habré conseguido hacerles ver que el bien de la empresa también es su propio bien. Puede que necesitemos un sistema para controlarme a mí.
Donohue intercambia una mirada con Neill y Hollis.
—Creo que está hablando de la ética de la pequeña empresa familiar, señor Cornford —dice—. Lo que podría llamarse el modelo paternalista. Pero Fyffes no es ni una empresa familiar ni —echa un vistazo a sus notas— pequeña. Tienen más de tres mil empleados.
—Sí —dice Larry, con un suspiro—. Tiene toda la razón. Y, por supuesto, si usted y su equipo pueden enseñarnos formas de operar con más eficiencia, las pondremos en práctica con mucho gusto.
—Para eso estamos aquí —dice Donohue.
—Una pregunta, señor Donohue: en todos sus cálculos, ¿incluye una columna que recoja la satisfacción vital del personal de la empresa?
Se produce una pausa.
—Entiendo lo que quiere decir, por supuesto —dice Donohue, por fin—. Pero primero, no hay ninguna forma sencilla de medir algo así. Y segundo, sin beneficios no hay empresa, y sin empresa, no hay satisfacción vital para su personal. O, hablando en plata, van todos en el mismo barco. —Se levanta y Neill y Hollis lo imitan—. Con su permiso, tenemos que ponernos manos a la obra.
Aquella noche, en casa, después de la cena, Larry camina de acá para allá por la biblioteca y da rienda suelta a su frustración con su padre.
—¿Qué sabrán ellos de nuestro negocio? Nunca han llevado un negocio. Lo único que saben hacer es sumar numeritos y difundir inseguridad. ¡Dios sabrá el dineral que les pagan! ¿Y qué revelación saldrá a la luz al final? Nos aconsejarán que obtengamos beneficios y no pérdidas.
—Ya hemos pasado por cosas así en el pasado —dice su padre—. En nuestro negocio, hay años buenos y años malos. Una vez volvamos a pagarles buenos dividendos, se acabarán todas estas tonterías.
—Espero que tengas razón. La llegada de Geest cambia las cosas.
—Geest entró en el mercado porque no podíamos satisfacer toda la demanda —dice William Cornford—. Perderemos cuota de mercado, eso es inevitable. Pero hay suficiente para los dos.
—¡Por supuesto que sí! Y por supuesto, nos diversificaremos. Y, por supuesto, modernizaremos la red de distribución. No necesito a ningún consultor para que me diga todo eso.
Su padre sonríe al oírlo hablar.
—Me hace muy feliz saber que estás con nosotros, Larry. No podría haberle cedido el cargo a ningún otro sucesor.
—No te preocupes, papá. No dejaré que violen a nuestra antigua empresa.
—Creo que siempre supe que volverías con nosotros.
Geraldine se asoma a la puerta de la biblioteca.
—Me voy a la cama, cariño —dice—. Buenas noches, William.
Larry le da un beso en la mejilla.
—No te quedes levantado hasta tarde —dice.
De nuevo a solas, William Cornford ve que su hijo vuelve a pasearse por la habitación, nervioso.
—Larry, hace tiempo que quería preguntarte algo —dice—: ¿No sería más fácil para Geraldine y para ti que buscase casa propia en alguna parte?
—Pero esta es tu casa. No podemos echarte de tu propia casa.
—Te la traspasaría.
—No, papá. No quiero que te vayas.
—¿Y qué hay de Geraldine?
—Te tiene mucho cariño. Ya lo sabes.
—Es muy buena conmigo —dice William Cornford—. Siempre es encantadora y atenta. Aunque no estoy muy seguro de que de verdad me aprecie.
—¡Por supuesto que sí! ¿Por qué no iba a apreciarte?
—No lo sé. Seguramente, me preocupo demasiado. Olvida que te lo he mencionado.
Larry se queda en silencio. Ha dejado de andar. Siguiendo el hilo de sus pensamientos, hace una pregunta que hacía mucho que quería formular:
—Papá, ¿por qué nunca volviste a casarte?
—Oh, señor —exclama su padre—. Menuda pregunta.
—Quiero decir: ¿fue por elección?
—Estas cosas son más que nada cuestión de suerte, ¿no crees? Uno no conoce a la persona adecuada. Trabaja mucho. Y acaba gustándole la vida que ha escogido.
—Entonces, ¿no fue porque tu matrimonio fuese... porque no fuese lo que esperabas?
—No, en absoluto. Tu madre y yo nos llevábamos mejor que la mayoría de parejas. Su muerte fue un golpe terrible. Cuando te pasa algo así, recuerdas solo los buenos momentos. Supongo que todo depende de lo que uno espera del matrimonio. Porque no puede serlo todo, ya lo sabes.
Esto lo dice en voz baja, incluyendo las razones de su hijo para abordar el tema.
—No, por supuesto que no —dice Larry.
—La verdad es que tu madre nunca llegó a entender por qué la empresa ocupaba una parte tan grande de mi tiempo. Supongo que a Geraldine le pasará lo mismo.
—No, no creo —dice Larry.
—Bien, entonces. Lo estás haciendo mejor que yo.
—No —dice Larry, en tono cortante—. No es cierto.
Su padre no dice nada más.
—La verdad es, papá —dice Larry, después de una larga pausa—, que mi matrimonio no funciona.
—Siento mucho oír eso.
—Tal vez debería consultar a los de McKinsey. —Suelta una risa amarga—. Podrían establecer un sistema de control para hacer que mi matrimonio sea más eficiente.
—¿Estás completamente seguro de que no prefieres que me vaya?
—No, papá. Tampoco serviría de nada. Las cosas han ido demasiado lejos.
Mira el reloj que hay sobre la repisa de la chimenea.
—Tengo que subir al dormitorio.
Se gira y ve el rostro conocido de su padre, tan lleno de amor como siempre, con aspecto de no saber qué decir ni qué hacer. Entonces se da cuenta de que su padre ha estado ahí toda su vida, una presencia constante que lo ha cuidado y protegido. Hubo un tiempo en que lo único que deseaba era no convertirse en su padre, no llevar la vida que él había llevado. Le parecía, en la arrogancia de su juventud, que no tenía un sentido más profundo. ¿Qué más le daba al mundo que se vendiesen unas cuantas bananas más o menos? ¿Qué clase de propósito vital era ese? Pero ahora ve las cosas de otra manera. No solo porque se haya incorporado a la empresa. Ahora cree que todas las esferas de la vida pueden darle significado, si se viven como es debido. Que hay tanta nobleza en llevar una vida buena entre bananas como en el estudio de un artista. Y que su padre ha llevado una vida buena.
—Buenas noches, entonces, hijo mío —dice William Cornford, dándole un apretón en el hombro.
Larry piensa que le gustaría abrazar a su padre, pero no da el paso. Piensa que le gustaría decirle algo, algo del estilo de: «Te admiro muchísimo, papá. Y todo lo bueno que haya en mí te lo debo a ti». Pero no están acostumbrados a este tipo de conversaciones y no le salen las palabras.
—Buenas noches, papá —dice.
El informe de McKinsey & Co sobre Fyffes recomienda el cierre de las setenta y cuatro filiales actuales y que estas sean sustituidas por nueve instalaciones modernas y estratégicamente colocadas. Propone que se reduzcan los trece departamentos existentes a cinco y que se ejecute rigurosamente un sistema de control presupuestario unificado en toda la empresa. En general, el informe identifica un ahorro posible de un impresionante 39% de los costes de funcionamiento actuales, en gran medida por medio de lo que llama el «cese del personal sobrante».
Larry presenta el informe ante la junta de empresa en Stratton Street.
—Calculo —dice Larry— que si aceptásemos este informe tal y como está, tendríamos que despedir a más de mil de nuestros empleados. No es el estilo de Fyffes. Me niego.
La junta le aplaude. Invita a sus colegas a que colaboren con él en la creación de un nuevo informe.
—Si los costes son demasiado elevados, podemos reducirlos. Si hay exceso de personal en algunos departamentos, podemos recolocar a esos trabajadores. Pero tanto vosotros como yo sabemos que este negocio es cíclico y que sería una locura perder personal experimentado, personal que nos hará mucha falta más adelante, simplemente porque nos encontramos en un punto bajo del ciclo. Y hay otro aspecto que también debemos plantearnos: estos trabajadores que nos aconsejan que despidamos son hombres que han entregado sus vidas laborales a la empresa, hombres que la han conducido al éxito. Tienen familias. Todos los conocemos. Son amigos nuestros. Mido el éxito de Fyffes no solo por los beneficios que obtenemos, que varían de año en año, sino también por el bienestar de las familias que mantienen nuestra empresa. Han confiado en nosotros. Y no pienso decepcionarles.
La junta vuelve a aplaudir.
Invitan a Larry a presentar su respuesta ante la dirección de la empresa madre en Nueva Orleans.
Jimmy Brunstetter lo saluda como a un viejo amigo.
—Hace demasiado tiempo que no nos vemos, Larry, demasiado tiempo. Pienso sacarte esta noche. Te voy a invitar a una cena para quitarse el sombrero. Ahora, ve a refrescarte y haz lo que tengas que hacer, porque estoy muy ocupado.
Larry ha traído su informe y lo lleva en la mano.
—Tal vez quieras echarle un vistazo.
—Claro, claro que quiero. Solo que ahora llego tarde a la reunión por la que cancelé otra reunión por haber llegado tarde a esa, ¿me sigues?
Y se aleja trotando, dando pequeños saltitos y fumando mientras se dirige a toda prisa al ascensor. Su asistente se ocupa de Larry.
—El señor Brunstetter ha reservado una mesa en el Broussard para las siete de la tarde, señor Cornford. ¿Puedo hacer algo más por usted?
El Broussard, en pleno corazón del Vieux Carré, es verdaderamente magnífico. Las paredes están recubiertas de espejos con recargados marcos dorados. Una estatua de Napoleón ocupa el puesto de honor.
—He conseguido una mesa en el patio —dice Jimmy Brunstetter, que llega quince minutos tarde—. ¿Te están cuidando bien?
—Un servicio excelente, gracias —dice Larry.
El patio está cubierto de glicinias, el aire de la tarde es cálido y el ambiente es relajado aunque ostentoso. Da la impresión de que Brunstetter conoce a todo el mundo, sobre todo al propietario y chef, Joe Broussard.
—Bueno, Papa —le dice Brunstetter—, tengo un visitante VIP que ha venido desde Inglaterra y vamos a dejar el pabellón muy alto, ¿verdad?
—Tú mismo lo has dicho —contesta el chef, con una sonrisa radiante.
Brunstetter se encarga personalmente de elegir lo que va a tomar Larry.
—Ostras fritas. ¿Has probado alguna vez las ostras fritas? Pues entonces no has vivido. Así que tomarás las ostras a la Broussard, morirás e irás al cielo. Vamos a ver... oh, por supuesto, entrecot a la criolla; no te lo puedes perder. ¿Has probado alguna vez la cocina criolla? Pues entonces no has vivido. ¿Qué vas a beber? Deja que te diga una cosa, amigo: si pides un brandy Napoleón, ¿sabes lo que hacen? Lo sacan de la cocina y todos los camareros cantan La Marsellesa. La primera vez, te hace gracia; pero después es un fastidio, para serte sincero. Pero si te apetece... ¿no? A mí tampoco.
—¿Cuál es el vínculo con Napoleón? —pregunta Larry, por cortesía.
Brunstetter lo mira como si estuviese loco.
—Este sitio es francés —dice—. Joe Broussard es francés. Y Napoleón era francés, ¿verdad?
—Sí —asiente Larry—. Eso creo.
La comida es deliciosa. Van y vienen dos platos y aún no han mencionado el motivo del viaje de Larry.
—¿Te has enterado de que Sam se ha jubilado? —pregunta Brunstetter.
—Sí —dice Larry—. ¿Cómo es el nuevo jefe? Espero poder conocerlo.
—Un buen hombre. Un buen hombre. Pero Sam era otra cosa. Va a ser difícil estar a la altura.
—Entonces ¿voy a reunirme con él mañana? Porque en tu oficina no estaban seguros.
—¿Reuniones? ¡No me hables de reuniones! Mi vida entera son reuniones. Pero, mira: por los placeres de la vida, ¿verdad? ¿Qué te parece si pedimos el brandy, pero sin los camareros cantarines?
—Le di una copia del informe a tu asistente —dice Larry—. ¿Puedo estar seguro de que se lo hará llegar al presidente?
—No te preocupes por eso. No te preocupes por nada. Hoy vas a recibir el tratamiento VIP. Lo estás pasando bien, ¿verdad? Toma un cigarro. ¿Te apetece algo dulce? Tienen unos creps rellenos de queso fresco y nueces de pecán al brandy y bañados en sirope de fresa que lo único que tienes que hacer es abrir la boca. Morirás e irás al cielo.
El día siguiente es muy frustrante para Larry. Espera en su hotel, pero no recibe ningún mensaje. Llama a la oficina de Brunstetter, pero lo único que descubre es que este no va a ir por allí en todo el día. Llama a la oficina del presidente para confirmar que ha recibido su informe y le aseguran que se están ocupando del asunto. Abandonado a su propia suerte, reacio a caminar por las calles con el sofocante calor, se queda en la habitación del hotel y piensa en Kitty. Piensa en que la besó y que le dijo que la quería y las pequeñas frustraciones del día desaparecen de inmediato. Es algo tan importante y ha salido tan bien que ahora lo único que puede hacer es permanecer callado, agradecido, en su presencia.
Al final, como no consigue sacarse a Kitty de la cabeza, le escribe una carta. Todas las cartas que le ha escrito han sido cartas de amor, pero es la primera vez que habla abiertamente sobre lo que siente.
No sé cómo empezar esta carta. Escriba lo que escriba, me parecerá o bien demasiado flojo para expresar lo que siento o demasiado presuntuoso. ¿Qué soy yo para ti? Alguien que lleva diez años queriéndote y que solo te ha besado una vez. Alguien que quiere pasar el resto de su vida contigo y sabe que es imposible. Menudo desastre es todo esto. ¡Un desastre ridículo pero maravilloso que me llena de felicidad! Aunque todo esté mal, lo único que siento es felicidad. Supongo que, de ahora en adelante, llevaremos vidas de culpabilidad y subterfugios, pero no importa. Resulta que no me importa ni nada ni nadie, excepto tú. Supongo que así es como se cometen los crímenes pasionales. Como verás por el papel en el que escribo, estoy en un lujoso hotel de Nueva Orleans. Me invitan a deliciosas cenas y tengo un coche y un chófer para llevarme adonde quiera. Pero lo único que quiero es a ti. Siento ganas de decirle al chófer: «Lléveme con Kitty». Y un inmenso coche americano recorrería el camino que lleva a tu casa como una exhalación y te subirías al asiento trasero conmigo; un asiento amplio, mullido y largo y...
No termina la carta. Ni tampoco la envía. Sabe que no puede involucrar a Kitty en una doble vida que tendría que ocultarle a Ed. Pero la guarda por si alguna vez llega el momento en que pueda enseñársela.
Al día siguiente recibe un mensaje de Jimmy Brunstetter. Quiere reunirse con Larry a las diez de la mañana.
Al llegar, Larry ve que Brunstetter tiene el informe de McKinsey sobre el escritorio, pero no ve ni rastro de su propio informe. En la habitación hay otro hombre que le presentan simplemente como «Walter». Esta vez Jimmy Brunstetter va directamente al grano.
—Así que los chicos de McKinsey hicieron un buen trabajo, ¿verdad? Estamos bastante satisfechos con sus conclusiones. Aquí mismo tienes el futuro de tu empresa, Larry. ¿Has visto las últimas cifras? Lo de Geest nos ha cogido por sorpresa, ¿no?
—Tienes razón —dice Larry—. Pero, potencialmente, el mercado es lo suficientemente grande para los dos.
—Potencialmente. —Brunstetter mira a Walter—. A nosotros nos gusta más «realmente». —Le da un golpecito con el dedo al informe de McKinsey—. Y esto es «realmente».
Antes de salir de Londres, Larry se decidió a no dejar ver lo que en realidad pensaba del informe de McKinsey. Después de todo, lo había pagado la United.
—El informe hace un excelente análisis de los costes —dice—. Pero no tiene en cuenta la cultura de nuestra empresa. Verás que en mi informe proponemos otro enfoque.
—Eso está bien, eso está bien —dice Brunstetter. Una vez más, le da un golpecito al informe de McKinsey—. El presidente y la junta han suscrito este.
—¿Suscrito? No entiendo.
—Se pondrán en práctica las recomendaciones de este informe.
—¿Cómo que se pondrán en práctica? Perdona, Jimmy, aquí hay un malentendido. No acepto las conclusiones de McKinsey y mi junta tampoco.
—Supongo que no lo dirás en serio, Larry.
Walter está tomando notas.
—Dame un año —dice Larry—. En mi informe verás cómo tengo pensado hacer frente a las cuestiones que aborda el informe de McKinsey.
—¿Llevarás a cabo los despidos?
—Haré todo lo que sea necesario.
—Vamos, Larry. Somos viejos amigos, no nos andemos con tonterías. Fyffes tiene que despedir al menos a la mitad de sus empleados. Y lo sabes. Yo lo sé. ¿Estás dispuesto a hacerlo?
—No creo que sean necesarios recortes a una escala tan radical —dice Larry—. La empresa disfruta de buena salud. Dentro de un año volveremos a obtener beneficios.
Brunstetter se gira hacia Walter.
—¿Qué opinas tú, Walter?
—La pregunta es muy sencilla —dice Walter. En cuanto empieza a hablar, Larry se da cuenta de que es abogado—. La junta de la empresa madre exige que se pongan en práctica las conclusiones del informe en su totalidad. Señor Cornford, ¿está usted dispuesto a hacerlo o no?
—Por supuesto que no —contesta Larry—. He venido a hablar del informe. He venido a hablar del mejor futuro posible para Fyffes. Después de todo, nací y me crié en esta empresa. Mi abuelo la fundó. Mi padre la condujo al éxito. Creo que puede decirse que sé más de cómo funciona Fyffes que McKinsey o su junta de empresa.
—Bueno, ahí tienes el problema —dice Brunstetter—. Acabas de poner el dedo en la llaga, Larry: naciste y te criaste en la empresa. Puede que haya llegado el momento de introducir sangre fresca.
—¿Sangre fresca?
—La pregunta es muy sencilla —repite Walter—. ¿Piensas poner en práctica las recomendaciones de este informe o no?
—¿Por qué iba a hacerlo? —no puede evitar decir—. Es corto de miras, está plagado de errores, mal planteado y lo único que le preocupa son los beneficios.
—A nosotros nos preocupan los beneficios, Larry —dice Brunstetter.
—La empresa es más que sus beneficios.
Los dos americanos reciben esta afirmación con un silencio.
—La pregunta es muy sencilla —dice Walter, tenaz.
—¡No! ¡No lo es! —Ahora Larry está furioso—. Es muy compleja y hay muchas maneras de seguir adelante. No pienso aceptar que estos tijeretazos injustificados sean forma de llevar una empresa.
Se hace otro silencio.
—¿Debemos entender —dice Walter— que estás presentando tu dimisión?
En ese momento Larry lo entiende por fin. Quieren echarlo.
—No —dice—. Fyffes es mi familia. ¿Cómo dimite uno de su propia familia?
Mira a un hombre y después al otro. Se da cuenta de que el que lleva la sartén por el mango es Walter.
—¿Me estáis diciendo que si no accedo a poner en práctica este informe me echaréis?
—¿Debemos entender —repite Walter— que estás presentando tu dimisión?
—Necesito tiempo para pensármelo.
—No, señor —dice Walter.
—¿Nada de tiempo? ¿Me pedís que elija entre los empleos de mil trabajadores de mi empresa y mi propio empleo?
A eso no contestan.
Larry se echa a reír.
—Parece que la pregunta es muy sencilla, después de todo —dice—. Ya os habéis decidido. Queréis echar a la mitad de la plantilla. La única pregunta que queda es si me echaréis a mí también.
Se gira y mira por la ventana, sin ver la calle que hay más abajo, no queriendo mirarles a la cara.
—Creo que esta estrategia es un tremendo error —dice—. No puedo dirigir la compañía sobre una base como esta. Si la cortedad de miras y la avaricia de los caballeros de la United Fruit Company van a destruir tantas vidas, que destruyan la mía también. Habéis decidido hundir una buena empresa. Como capitán, decido hundirme con mi barco.
—¿Debemos entender —repite Walter— que estás presentando tu dimisión?
—Sí —dice Larry—. Es lo que debéis entender.