Capítulo 18
Larry Cornford está arrodillado junto a su padre en la iglesia de los Carmelitas de Kensington Church Street, murmurando las conocidas palabras en latín. A su alrededor, oye las voces apagadas de los demás fieles procedentes de los abarrotados bancos. Delante, frente al altar, de espaldas a ellos y ataviado con una túnica verde, tienen al sacerdote.
—Beato Michaeli Archangelo, beato Joanni Baptistae, Sanctis Apostolis Petro et Paulo, omnibus Sanctis et tibi, Pater...
Los nombres son como amigos que conoce de toda la vida. En el momento justo de la oración, forma un puño con la mano y se golpea el pecho en signo de contrición.
—Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.
No siente culpa, solo una familiaridad profunda y tranquilizadora. La forma de la misa nunca varía, y su misterio lo ha acogido desde la infancia. Puede que los edificios cambien, que los sacerdotes vayan y vengan; pero el ritual siempre se desarrolla de la misma manera. Cuando llega el momento de la consagración (Haec dona, haec munera, haec sancta sacrificia illibata) y el sacerdote se inclina en sagrado secreto frente al altar, haciendo la señal de la cruz sobre el pan y el vino (Benedixit, fregit, deditque discipulis suis dicens, Accipite et manducate ex hoc omnes, hoc est enim corpus meum), y se arrodilla y eleva la hostia y el monaguillo hace sonar la campanilla, en ese momento, siempre vuelve a experimentar la admiración que sentía de niño y se sabe en presencia de lo sobrenatural. El niño al que enseñaron a ver en cada misa un milagro verdadero que se repite una y otra vez, la presencia real, la llegada de Dios entre los hombres; ese mismo niño sigue vivo en Larry hoy, cuando el sacerdote eleva la hostia y el aroma del incienso se extiende por los bancos.
Más tarde ocupa el lugar detrás de su padre en la cola para comulgar y recibe la hostia, fina como el papel, sobre la lengua. Siente cómo el Dios vivo se deshace en su boca. Sabe que, según la letra de la ley, ha cometido un pecado mortal y no debería comulgar; pero su Dios y su Iglesia son misericordiosos. Larry es un católico muy moderno, educado por monjes progresistas que le enseñaron que Dios ama un corazón generoso y una mente honesta más que el cumplimiento de las reglas. Vuelve a su lugar en el banco y, arrodillado con la cabeza entre las manos, reza por aprender a servir a Dios por medio de la profesión que ha elegido.
Después de la misa, vuelve con su padre a la espaciosa casa de Candem Grove y comparte con él un tardío desayuno. Su padre le habla de la empresa y de las dificultades que esta atraviesa. Va a hacer un viaje a Jamaica dentro de poco para encargarse de los problemas sobre el terreno.
—Me temo que nos enfrentamos a una escasez de suministro bastante grave —dice—. En parte, es por la temporada de huracanes. Pero también hemos tenido un mal brote de mancha de la hoja.
—Creí que el Tilapa había llegado a Avonmouth con las bodegas llenas.
—Y así fue, gracias a Dios. —Su padre toma un sorbo de café y suspira—. Pero donde recolectamos esas bananas, ya no queda gran cosa. Nos estamos planteando seriamente empezar a importar de Camerún. Y, además, creo que ya es hora de llegar a un nuevo acuerdo con el ministerio.
—¿Sigues encargándote de los almacenes del ministerio?
—Ciento veinte en total. Son demasiados, por supuesto. Pero lo cierto es que el ministerio sigue operando como en tiempos de guerra.
—¿Vas a ver a Joe Kiefer cuando estés en Kingston?
—Joe ya se ha jubilado. Me alegro de que te acuerdes de él, Larry. Se lo diré.
William Cornford dedica a su hijo, que está sentado frente a él a la mesa del desayuno, una mirada melancólica.
—¿Sabes? La casa de Normandía vuelve a estar habitable —dice—. ¿Por qué no vienes conmigo este verano? Sería un buen lugar para pintar.
—Me gustaría —dice Larry.
—¿Qué tal van las cosas? —se limpia la boca con la servilleta—. Lo de pintar y todo eso.
—No sé decirte exactamente cómo me va —explica Larry—, pero me esfuerzo todo lo que puedo. Me temo que no tengo ninguna venta que mostrarte. Ni cifras que demuestren mis progresos.
—Claro que no. Pero ¿eres feliz?
—Sí, papá. Muy feliz.
Su padre sonríe.
—Entonces, bien. De eso se trata, ¿no?
Larry le dice a su padre que está feliz porque este lo mantiene y quiere devolverle parte de su inversión. Pero la verdad es más complicada. Empieza a descubrir que el trabajo que ha elegido (lo llama «trabajo» siguiendo el ejemplo de su profesor, que se siente intimidado por las palabras más rimbombantes) le causa una inquietud casi constante. No sabe por qué, pero, por mucho que se aplique, siempre acaba insatisfecho con el resultado final. El proceso en sí siempre consigue absorberlo por completo, hasta llegar a obsesionarlo. Pero sigue sin convencerse de su talento.
En las últimas semanas, ha decidido limitarse a pintar paisajes. Consciente de que los artistas a los que admira suelen repetir ciertos motivos en sus obras o trabajan en áreas geográficas definidas, decide escoger paisajes que contengan una iglesia. Es más que nada una preferencia formal: la aguja de la iglesia, al romper la línea del cielo como un cuchillo, le proporciona un eje visual para la composición. Pero también es una elección emocional. La iglesia actúa como pararrayos, un conducto que introduce lo sobrenatural en la escena. No habla de estas cosas con los demás alumnos. Una parte cada vez mayor del grupo se está dejando influir por Victor Pasmore, atraídos por la geometría pictórica o, incluso, por el arte abstracto. Entre los que se resisten está Tony Armitage, el chico indomable, que está demostrando tener un talento extraordinario para los retratos.
—¡Geometría! —exclama Armitage, con desdén—. Todo eso no es más que teatro. No pueden enfrentarse al mundo. Intentan escapar de la vida.
Larry se siente inclinado a darle la razón. La escuela de Pasmore le parece una forma de puritanismo.
—Son calvinistas visuales —dice—. Lo reducen todo a la forma.
No obstante, sus propias obras son muy formales. Está pintando una vista de la iglesia de St Giles desde una de las ventanas de la escuela. La torre gris y blanca está construida en tres cuerpos, cada uno algo más estrecho que el anterior. Los dos primeros son cuadrados, y el último es una aguja hexagonal. A dos de los lados de la torre se proyectan dos tejados empinados recubiertos de tejas grises. La iglesia es obra de Gilbert Scott y contiene una ventana que, según dicen, diseñó Ruskin; pero para Larry se ha convertido en una serie de líneas que se van proyectando hacia afuera y hacia arriba a medida que crea su composición. Quiere pintar tanto la iglesia en sí como un esquema del espacio sagrado. Aunque nunca llega a comprenderlo del todo, mientras trabaja pronto se da cuenta de qué líneas tienen importancia y cuáles son triviales. Cuando empieza a cubrir las líneas con tonos de gris, marrón y blanco, se esfuerza por conseguir que los distintos colores capten la luz que quiere en su cuadro. Quiere plasmar la idea de que no pinta tanto los muros de piedra como el espacio que estos encierran.
Hay momentos, mientras trabaja, en que se siente tan cerca de llegar a plasmar esta sencilla verdad que lo único que tiene que hacer es dejar que el pincel corra libremente. Tiene su objeto justo delante. No es que lo vaya creando a medida que lo pinta, sino que ya está ahí y él lo descubre, y el pincel es el instrumento con el que lo revela. En momentos como este, siente una excitación tan intensa que pierde la noción del tiempo y del lugar y sigue trabajando hasta altas horas de la madrugada.
—¿Sabes una cosa? —dice Armitage, que ha hecho una pausa para echarle un vistazo—. Este no es tan malo como lo que sueles pintar.
Larry da un paso atrás para comprobarlo por sí mismo.
—No —dice—. Todavía no estoy satisfecho.
—¡Por supuesto que no! —exclama Armitage—. ¡Un artista nunca está satisfecho! Pero no está mal. Y créeme: no se puede aspirar a más.
Larry ha llegado a apreciar mucho a Tony Armitage, a pesar de sus salidas desconcertantes y su falta de higiene personal. Ha pintado la cabeza y los hombros de Nell de una forma que a Larry le parece extraordinaria. De alguna manera, ha conseguido plasmar lo directa y lo esquiva que es a la vez. Nell, por supuesto, odia su retrato.
Cuanto más mira Larry su St Giles, menos le gusta. Pero en ese momento aparece Bill Coldstream.
—A vosotros dos quería ver —dice.
Se para un momento y examina el cuadro de Larry.
—Sí —dice—. Es bueno. ¿Conoces las Leicester Galleries?
—Por supuesto —dice Larry—. Fui a la exposición de John Piper que montaron.
—Están organizando una exposición de verano. Artistas promesa, cosas así. Phillips me ha pedido que sugiera a alguno de mis alumnos. Me gustaría proponeros a ti y a Armitage.
Larry se queda sin habla. Armitage se lo toma con calma.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Quieren inaugurarla a principios de julio —explica Coldstream—. Así que tendrán que seleccionar a los artistas para finales de abril.
Y, dicho esto, se marcha.
—Chúpate esa, Fairlie —dice Armitage.
—No tenía ni idea —dice Larry.
Quiere decir que no tenía ni idea de que su profesor tuviera tan buen concepto de él.
—Te dije que eras bueno.
—No, qué va. Me dijiste que no era tan malo.
—Lo que necesitas, Larry —dice Armitage—, es fe en ti mismo.
—¿Alguna idea de dónde encontrarla?
—Lo que nunca debes olvidar —dice Armitage— es que los demás no tienen ni idea. Andan a tientas en la oscuridad. No tienen ni idea de lo que es bueno y lo que no. Esperan que otros se lo digan. Así que lo único que tienes que hacer es repetírselo, bien alto y tan a menudo como sea necesario.
Larry suspira.
—Me temo que ese no es mi estilo.
Larry le da la noticia a Nell aquella tarde. Ella le echa los brazos al cuello y lo besa.
—¡Lo sabía! ¡Vas a ser famoso!
Nell ya no trabaja como modelo en la Escuela de Bellas Artes. Ha conseguido un puesto de recepcionista para un marchante de arte de Cork Street. Julius Weingard, según Nell, es gay y retorcido, pero para ella todo el mundo es así. Le cuenta a Larry historias espeluznantes de cómo Weingard estafa a sus clientes. «Todo el mundo lo sabe —dice Nell—; así es como funciona el mundillo del arte. Nadie cree en el valor real de un artista, solo en la reputación, y lo importante es que esta puede traducirse en buenas ventas.»
—Haré que Julius vaya a la exposición —promete Nell—. A lo mejor, decide hacerse tu agente. Te dirá que uses colores más vivos, cariño. Todo el mundo está harto del caqui.
Nell sigue fascinando a Larry, pero su relación no es sencilla. Duermen juntos, pero no viven juntos. Nell tiene su propio piso, en el que Larry no ha entrado nunca. Muchas veces está fuera, haciendo recados para Weingard, o visitando a amigos de los que no le cuenta nada. Su otra vida, que mantiene en provocador secreto, debería preocuparlo, y a veces es así. Pero lo cierto es que la mayoría de las veces le conviene.
Los sentimientos que Larry tiene por Nell lo cogen constantemente de sorpresa. La inestabilidad de su relación lo inquieta y lo excita. Cuando ella no está, llega a echarla tanto de menos que se siente casi paralizado. Pero cuando pasa unos cuantos días con Nell, empieza a retraerse y siente ganas de estar solo.
—Te comportas como todo un señor de mediana edad, Lawrence —le dice ella—. Tendrías que hacer alguna locura de vez en cuando.
Sabe que tiene razón y la quiere por ser una auténtica bohemia, un espíritu libre, una criatura salvaje. Pero también están los momentos en que intuye la otra cara de esta libertad y ve en ella a una niña perdida. Su juventud y su intenso atractivo disfrazan ese miedo que lleva dentro, pero una y otra vez este sale a la superficie. Una vez, después de hacer el amor, empezó a llorar.
—¡Nell! ¿Qué te pasa?
—No importa. No quieres saberlo.
—Sí que quiero. Dímelo.
—Me dirás que es una tontería. Y es una tontería.
—No, dímelo.
—A veces pienso que nunca me casaré ni tendré hijos.
—Pues claro que sí. Nos casamos mañana mismo si quieres. Tendremos cientos de hijos.
—Oh, Lawrence, qué bueno eres. Algún día, tal vez. Solo tengo veinte años.
Y entonces, justo cuando Larry empieza a pensar que deberían alquilar un piso para los dos en alguna parte, Nell desaparece durante días enteros. Cuando vuelve, no responde a ninguna de sus preguntas acerca de dónde ha estado. Se aferra con uñas y dientes a su derecho a vivir su vida a su manera.
—No intentes atarme, Lawrence. Es lo que hacía mi padre. No lo soporto.
Pero también es capaz de estallar en repentinas explosiones de celos. Una vez, después de una fiesta en la que Larry habló con otra chica, se volvió hacia él hecha una furia.
—¡No vuelvas a hacerme eso! Me importa un comino lo que hagas y con quién lo hagas, pero no lo hagas conmigo en la misma habitación.
—¿Qué he hecho?
—Y no me mires así, con la boca abierta, como si no supieras perfectamente de qué estoy hablando. No soy una completa idiota.
—Nell, son imaginaciones tuyas.
—No te estoy pidiendo que me seas fiel. Te estoy pidiendo que me muestres algo de respeto en público.
—Lo único que hice fue hablar con ella. ¿Es que no puedo hablar con otras chicas?
—Está bien —contesta—. Tú mismo. Llámalo como quieras.
—Por el amor de Dios, Nell. Como si tú no hablaras con otros hombres. ¿Te he pedido alguna vez que no hables con otros hombres?
—Si no quieres que salga con otros hombres, Lawrence, lo único que tienes que hacer es decírmelo.
—No quiero encerrarte. Lo sabes muy bien.
—Entonces, ¿qué quieres, Lawrence?
—Quiero que confiemos el uno en el otro.
Larry se repite a sí mismo que su comportamiento no es coherente, pero a un nivel más profundo que se niega a admitir, sabe perfectamente lo que le está pidiendo. Quiere amor incondicional. Quiere que le diga que será su amante, protector y amigo para siempre; por muy mal que se porte. Hay veces en que lo invade una fuerte necesidad de tenerla y siente ganas de hacerle todas las promesas del mundo; pero hay una reserva instintiva que no le deja pronunciar las palabras. Siempre que sea indomable y libre y que otros hombres la deseen, Nell es todo lo que quiere. Pero cuanto más se acercan el uno al otro, más claramente ve su fragilidad y sus carencias, y vuelve a dar un paso atrás para protegerse.
Intenta entender lo que le ocurre y por qué pasa tan bruscamente de un extremo al otro. ¿Es solo sexo? ¿Es así de sencillo? Nell da por hecho que él quiere y necesita sexo y se lo da siempre que quiere, y solo por eso ya la adora. Pero no es solo sexo. Después de unos cuantos días sin ella, lo que lo obsesiona no es solo su cuerpo desnudo y el placer que le produce, sino su provocadora risa, sus salidas impredecibles, la vitalidad con la que inunda su vida. Nell es la que lo lleva a bañarse por las noches en el estanque de Hampstead, la que tiene el capricho repentino de salir a comprar bollos para tostarlos en la estufa de gas. Nell es la que conoce el puestecito para taxistas junto al Albert Bridge que abre toda la noche, donde se puede tomar una taza de té a las tantas de la mañana. ¿Cómo podría no amarla por la aventura en la que ha convertido su vida? Entonces le parece que esta debe de ser la forma fundamental del amor, este ciclo de deseo, hastío y alejamiento.
A no ser que, en alguna parte, exista otra clase de amor; en el que uno y la persona de la que está enamorado no quieran separarse jamás.
En momentos como este, piensa en Kitty. Se permite esos pensamientos no sin vergüenza, sabiendo que son ridículos. Después de todo, ¿qué es lo que sabe en realidad de Kitty? Ha pasado unas cuantas horas en su compañía, nada más. Sería ridículo decir que está enamorado de ella. Peor que ridículo: lo condenaría a una vida de soledad. Está casada con el hombre al que quiere, que además es su mejor amigo. Entonces, ¿por qué persiste esta secreta convicción? A veces, cuando está solo, siente una especie de terror al pensar en Kitty. ¿Y si a cada hombre solo le corresponde enamorarse de verdad una única vez y él se ha enamorado de una chica a la que no puede tener?
—¿Sabes cuál es tu problema, Lawrence? —le dice Nell—. Estás obsesionado con ser bueno, pero en realidad quieres ser malo.
¿Qué quiere decir «ser malo»? Quiere decir imponer tus propios deseos a expensas de los de los demás. Quiere decir vivir según tu propia voluntad, no según la voluntad de Dios. Quiere decir decantarse por el egoísmo.
«Si fuese malo, ¿qué haría? Pintaría y amaría a Kitty. Es lo único que quiero en la vida. ¿Y qué bien les haría eso a los demás?»
En momentos como este, reza la oración del padre de Caussade.
—«Señor, ten piedad de mí. Contigo, todo es posible.»
* * *
El día de la vista privada Larry está solo, fumando sin parar y con la cara pálida, al fondo de la habitación en la que cuelgan sus tres cuadros. Ahora los tres le parecen muertos y sin ningún mérito. Los invitados recorren las salas, comentando las distintas obras, y nunca se detienen largo rato frente a sus cuadros. Ninguno tiene debajo uno de los puntos rojos que indican una venta. Bill Coldstream también está allí, hablando con su vieja pandilla de Euston Road. También ha venido Leonard Fairlie, que, aunque no ha criticado directamente el trabajo de Larry, ha dejado claro que la exposición no le impresiona lo más mínimo.
—Por supuesto, es una vista comercial —dice—. No debería sorprender a nadie. De lo que se trata es de abrir carteras. En estos tiempos, la clase de gente que puede permitirse comprar quiere sentir la tranquilidad de que el viejo mundo sigue aquí con ellos, en toda su gloria burguesa. Es de esperar que le llenen a uno la boca de bombones.
Tony Armitage también está presente, ya que es uno de los «artistas promesa». Está igual de nervioso que Larry, pero lo demuestra de un modo distinto.
—¿No odias a los que vienen a estas exposiciones, con sus aires de importancia? —refunfuña—. No reconocerían una verdadera obra de arte ni aunque se la metiesen por el culo con un palo.
A pesar de todo, los impresionantes retratos de Armitage son algunos de los primeros en conseguir el codiciado punto rojo. Larry se aleja, incapaz de soportar que todos ignoren sus obras. Ve entrar a Nell con su jefe, Julius Weingard, y otro hombre bajito, de aspecto próspero y de unos cuarenta años, si no algo mayor. Lleva del brazo a Nell con aire posesivo y sonríe a la chica cuando pasan frente a Larry. Dos mujeres bien vestidas de mediana edad pasan cerca de él y una le dice a la otra:
—¿Por qué serán tan deprimentes los artistas ingleses comparados con los franceses?
«Esto es el infierno», piensa Larry. Se le ha olvidado por completo la alegría de que lo seleccionaran para la exposición. Lo único que siente es la humillación de tener que ver cómo todos ignoran sus obras. No sufre por vanidad herida. No es que crea que sus obras merecen más atención. Lo que le resulta insoportable es la diferencia entre lo que sintió mientras las pintaba y lo que siente ahora, al verlas. Estos tres cuadros le proporcionaron una alegría enorme al crearlos. Recuerda la excitación vertiginosa que sintió al darse cuenta de que la obra por fin iba a surgir, completa, viva y armoniosa, a partir de los trazos y pinceladas con los que la comenzó. Es imposible describírselo a alguien que no lo haya intentado. Es algo mágico, como estar presente en el nacimiento de una nueva vida. Y ahora, estas creaciones perfectas, estos regalos admirables, agonizan ante sus ojos. Cuelgan en paredes abarrotadas, donde se les niega el amor y la atención, que es lo único que puede hacer que brillen, y queda a la vista de todos que son los esfuerzos vulgares de un pintor de talento no más que mediocre.
—¡Larry!
Se gira. Ahí está Kitty, con los ojos brillantes y la cara pálida iluminada por una sonrisa.
—¡Qué orgullosa estoy de ti!
Le da un cariñoso abrazo.
—¡Kitty! —exclama Larry—. Pensé que no ibas a venir.
—Claro que sí. ¡Es tu primera exposición! Los demás todavía están delante de tus cuadros, empapándose de la gloria que reflejan. Y yo he venido a buscarte.
—Oh, Kitty. Lo estoy pasando fatal.
—¿En serio?
De inmediato se le llenan los ojos de compasión y lo mira fijamente, deseosa de entenderlo.
—Es demasiado —dice—. Hay demasiados cuadros. Demasiada gente. Me siento como un impostor. De un momento a otro, alguien va a darme un golpecito en el hombro y a decirme: «Me temo que ha habido un error. Por favor, descuelgue sus miserables pintarrajos y márchese».
—Vamos, Larry. No seas tonto.
Pero en los ojos se le ve que lo entiende.
—No los va a comprar nadie, Kitty. Estoy seguro.
—Louisa le ha dado a George órdenes estrictas de comprar uno —dice Kitty.
—¿Han venido George y Louisa?
—Por supuesto. Y después queremos llevarte a cenar. ¿Puedes venir? ¿O vas a salir con tu pandillita de artistas e intelectuales?
—No tengo ninguna pandillita de artistas e intelectuales. Preferiría con mucho estar con vosotros.
—Tus cuadros son maravillosos, Larry. De verdad. Lo digo sinceramente.
—Oh, Kitty.
No le importa que lo diga sinceramente o no: se siente profundamente agradecido de que ella quiera verlo feliz. Ahora que la tiene aquí, delante, todo cambia. Podría quedarse en ese rincón para siempre, mirándola, invadido por la dulce sensación de saber lo mucho que lo quiere. Le da la impresión de que Kitty lo entiende, porque también se queda allí, sin decir nada.
Cuando Larry vuelve a tomar la palabra, es como si hubiesen entrado en un espacio distinto, privado.
—¿Cómo estás, Kitty?
—Igual que siempre —contesta—. Solo que algo más mayor.
—¿Y cómo le va a Ed?
—Igual que siempre.
Entonces oye que alguien grita su nombre al otro lado de la habitación y ve a Louisa, que se les acerca con George detrás.
—¡Larry, eres un genio! —exclama Louisa—. ¡Estamos emocionadísimos! ¡Conocemos a un artista famoso de carne y hueso!
—Hola, Louisa.
—Nos encanta tu trabajo. A George le encanta tu trabajo. Va a comprar el cuadro grande, el de los tejados. Vamos, George. Ve a decirles que quieres comprarlo.
George se aleja arrastrando los pies, dispuesto a hacer lo que le dicen. Ed se une al grupo.
—Larry, maldito cabrón —dice.
Le relucen los ojos de amistad y cariño mientras le estrecha la mano a Larry. Tiene la cara todavía más delgada.
—Hola, Ed —lo saluda Larry.
—La próxima vez que tengas una exposición, ¿por qué no ofreces algo de vino? Venderás muchos más cuadros. Ahora mismo, tenemos un vino blanco bastante decente. Entre tú y yo: está hecho de pis de campesino, pero solo de campesinos que hayan bebido el mejor Grand Cru.
A Larry le coge de improviso lo bien que se siente al verse rodeado de sus viejos amigos.
—He de decir que habéis tenido todo un detalle —dice— al venir desde tan lejos.
Nell se acerca con Julius Weingard. Larry hace la ronda de presentaciones.
—Julius cree que te ha encontrado un comprador —le dice Nell a Larry.
—No te prometo nada —dice Weingard—. Pero es un coleccionista al que le gusta apoyar a los nuevos talentos.
—Los nuevos talentos son mucho más baratos, ¿verdad? —apunta Louisa.
—Una gran verdad —contesta Weingard, con una sonrisa.
—Lawrence, cariño —dice Nell—, ¿sabes que ya has vendido uno?
—Ha debido de ser mi marido —dice Louisa—. A él también le gusta apoyar a los nuevos talentos.
Weingard saca de inmediato la tarjeta de visita.
—Dígale a su marido que venga a hablar conmigo —dice—. Esto es un circo. —Mira a su alrededor, con desdén—. En Cork Street, somos más civilizados.
Hace una anticuada reverencia y se aleja del grupo de amigos.
—Qué hombrecillo más repelente —dice Louisa.
—¡Louisa! —exclama Kitty, sin poder evitar mirar a Nell—. Compórtate.
—Es un poco raro —admite Nell—, pero se le da genial lo que hace y conoce a todo el mundo.
Ed observa a Nell con interés.
—Así que eres amiga de Larry —dice.
—Una especie de amiga —dice Nell, mirando a Larry.
De repente todos se dan cuenta de que se acuesta con Larry.
—¿Por qué no vienes con nosotros? —sugiere Kitty—. Vamos a invitar a Larry a cenar para celebrarlo. Hemos reservado una mesa en el Wilton’s.
George tiene el coche aparcado fuera, pero no caben todos. Larry dice que, de todas formas, le apetece más ir a pie y Kitty dice que a ella también, así que, al final, van todos andando.
Larry camina junto a Ed. En seguida empiezan a hablar de cosas verdaderamente importantes, como solo ocurre entre viejos amigos.
—Una chica interesante —dice Ed—. ¿Vais en serio?
—Tal vez —dice Larry. Y entonces, al darse cuenta de que Nell los sigue de cerca, andando con Kitty, añade—: ¿Qué tal va la venta de vinos?
—Va muy lento —dice Ed—. Por lo visto, los ingleses piensan que beber vino es como cometer adulterio: algo que se hace de higos a brevas y solo en el extranjero. Lo que más me gusta es poder conducir por las carreteras vacías en Francia.
—¿No estás harto de estar siempre lejos de casa?
—Estoy harto de prácticamente todo, si te digo la verdad. ¿A veces no te da la sensación de que ya nada te sabe a nada? Que nada te excita. Nada te duele.
—Eso no es bueno, Ed.
—A veces pienso que lo que necesito es otra guerra.
Una vez llegan al restaurante, Nell dice que, pensándolo mejor, no va a entrar con ellos. Tiene otros planes. Le da a Larry un beso rápido y casi tímido al marcharse y le dice:
—Muy simpáticos tus amigos.
—¿Por qué no ha querido quedarse? —pregunta Ed.
—Nell es así —dice Larry—. Le gusta ir a su aire.
Resulta ser una cena por todo lo alto.
—Pedid lo que queráis —dice Louisa—. Paga George.
A Kitty le intriga la idea de que Nell vaya a su aire.
—Pero ¿a qué se dedica? —no deja de preguntar.
Larry hace lo que puede por explicárselo, pero, ahora que habla de ella, incluso él tiene que admitir que parece que la vida de Nell no va hacia ninguna parte.
—No veo por qué tiene que ir a algún sitio en concreto —dice Ed.
—Porque, de lo contrario, ¿qué sentido tiene? —dice Kitty—. A todos nos gustaría creer que nuestra vida tiene un sentido.
—No lo entiendo —dice Ed—. ¿Un sentido para quién? ¿Un sentido cuándo? Ahora mismo, estamos celebrando el triunfo de Larry y de sus cuadros. Disfrutamos de una buena comida, rodeados de buenos amigos. ¿No le da eso un sentido a nuestras vidas?
—No hagas como que no me entiendes —dice Kitty.
Larry, que los observa y los escucha con atención, se da cuenta de que Kitty no es feliz. Le extraña un poco la dureza que percibe en el tono de voz de Ed.
—Bueno, pues a mí la amiga de Larry me parece maravillosa —dice Louisa—. Además, es muy joven. Estoy segura de que encontrará su camino más pronto que tarde.
—Y Larry es un gran artista —dice Ed—. Ha tenido las agallas de permanecer fiel a lo que le gusta y ahora empieza a ver la recompensa. Por ti, Larry. Eres un gran hombre. Brindo por ti.
—Gracias, Ed —dice Larry—. Ahora lo único que tengo que hacer es vender más de un cuadro.