Capítulo 2
La rueda trasera de la motocicleta gira sobre el limo calizo del camino que lleva a la granja, revolucionando el motor. El conductor da un viraje para recuperar la tracción y se inclina para coger la curva, describiendo un giro en torno a la parte trasera del granero y entrando en la granja. Las gallinas se dispersan, cacareando; pero vuelven a apiñarse en cuanto apaga el motor. Es la hora en que les tiran las sobras a las gallinas. Hay cuervos esperando en los abedules.
El conductor se levanta las gafas y se frota los ojos. Las carreteras llevan todo el día resbaladizas y peligrosas y da gracias de poder bajarse por fin de la motocicleta. Mary Funnell, la mujer del granjero, abre la puerta de la granja, sujetándose el dobladillo del delantal con una mano, y le dice en voz alta:
—Tienes visita.
Larry Cornford se quita el casco, descubriendo una melena de rizos castaño dorados. Su cara ancha y amable recorre el patio con la mirada, parpadeando. Ve un jeep desconocido.
—Gracias, Mary.
La mujer del granjero deja caer el contenido de su delantal y las gallinas se arremolinan en torno a las sobras. Larry saca la cartera de las alforjas de la motocicleta y entra a grandes zancadas en la cocina de la granja, preguntándose quién habrá venido a visitarle.
Rex Dickinson, el sanitario con el que comparte alojamiento, está sentado a la mesa de la cocina, fumando en pipa y riendo con nerviosismo. Con sus gafas de búho, el cuello largo y delgado y su manía de no beber alcohol, Rex es el blanco de todas las bromas, que se toma con paciencia y buen humor. A todo el mundo le cae bien Rex, aunque solo sea porque no pide casi nada para sí mismo. Tiene unas necesidades tan modestas que los demás tienen que recordarle que haga uso de sus propias raciones.
Delante de Rex, en claroscuro frente al rectángulo iluminado de la ventana de la cocina, se encuentra una figura esbelta que Larry reconoce de inmediato.
—¡Ed!
Ed Avenell tiende una mano perezosa a Larry para que este se la estreche.
—Tu compañero de alojamiento, Larry, me está poniendo al tanto de la divina Providencia.
—¿De dónde demonios has salido?
—De Shanklin, en la Isla de Wight, ya que me lo preguntas.
—¡Esto hay que celebrarlo! Mary, saca la sidra.
—Así que sidra, ¿eh? —dice Ed.
—No, está buena. Hecha en casa. Y cocea como una mula.
Larry se queda donde está, sonriendo con ganas a su amigo.
—Este cabrón —le dice a Rex— me ha arruinado los mejores cinco años de mi vida.
—Entonces, es uno de los vuestros, ¿no? —dice Rex, refiriéndose a los católicos. Rex es hijo de un pastor metodista—. Debí de haberlo visto venir.
—No nos metas a los dos en el mismo saco —protesta Ed—. Que fuéramos a la misma escuela no quiere decir nada. Los monjes nunca consiguieron lavarme el cerebro.
—¿Sigues protestando? —dice Larry, con cariño—. Te juro que si hubiesen enviado a Ed a una escuela marxista atea, ahora sería monje.
—El que quería hacerse monje eras tú.
Es cierto. Larry se echa a reír al recordarlo. Durante unos intensos meses cuando tenía quince años, se había planteado tomar los votos.
—¿Te ha dado Mary algo de comer? Me muero de hambre. ¿Qué haces aquí? ¿Qué llevas? ¿Cómo se llama ese uniforme?
Larry no puede reprimir las preguntas mientras se sienta a dar cuenta de su tardía cena.
—Estoy con el Comando 40 de los Royal Marines —explica Ed.
—Dios, apuesto a que te encanta.
—Así me libro del ejército. Creo que odio el ejército incluso más de lo que odiaba la escuela.
—Aunque no deja de ser el ejército.
—No. Pero hacemos las cosas a nuestra manera.
—El mismo Ed de siempre.
—¿Y tú cómo vas a ganar la guerra, Larry?
—Soy oficial de enlace agregado a la Primera División, Ejército Canadiense, del cuartel general de Operaciones Combinadas.
—¿Operaciones Combinadas? ¿Cómo es que has acabado con esa panda?
—Mi padre conoce a Mountbatten. Pero no hago nada interesante. El Ministerio de Guerra me ha asignado una moto BSA M20 y una cartera de reglamento y me dedico a ir de acá para allá con documentos de alto secreto que ordenan a los canadienses que realicen más ejercicios porque, básicamente, no tienen nada mejor que hacer.
—Un trabajo difícil —dice Ed—. ¿Tienes tiempo de pintar?
—A veces —contesta Larry.
—Primero, le da por hacerse monje —le dice Ed a Rex—, y luego, artista. Siempre ha estado un poco tocado de aquí arriba.
—No más que tú —protesta Larry—. ¿A santo de qué viene esto de unirse a los comandos? ¿Acaso quieres morir joven?
—¿Por qué no?
—Lo haces porque quieres dedicar tu vida a la causa más noble que conoces. —Larry habla en tono firme, señalando a Ed con el tenedor, como si aleccionase a un niño caprichoso—. Y eso es precisamente lo que hacen los monjes y los artistas.
—En serio, Larry —dice Ed—. Deberías haber seguido en el negocio de las bananas.
Larry se echa a reír una vez más; aunque, en realidad, no es ninguna broma. La empresa de su padre importa bananas con tan buena fortuna que, prácticamente, ha logrado hacerse con el monopolio.
—Pero bueno, ¿qué haces aquí, bandido? —pregunta.
—He venido a verte.
—¿De verdad era necesario que hicieses este viaje?
En estos tiempos, hay que tener muy buenos contactos para agenciarse un jeep y la gasolina necesaria para hacerlo funcionar.
—Tengo un comandante comprensivo —explica Ed.
—¿Piensas dormir aquí esta noche?
—No, no. Volveré sobre las diez. Pero escucha, Larry. Estuve intentando localizarte, así que hice una parada en el pub del pueblo. Y, ¿a que no adivinas lo que pasó?
—Lo alcanzó un rayo —bromea Rex—. Como a san Pablo de camino a Damasco. Me lo estaba contando.
Así es el humor seco de Rex.
—He conocido a una chica —dice Ed.
—Vaya —dice Larry—. Una chica.
—Tengo que volver a verla. Si no, me moriré.
—Pensaba que te daba igual morir o no.
—Pero antes, quiero volver a verla.
—¿Y quién es?
—Me dijo que es una de las conductoras del Auxiliary Territorial Service que están en el campamento.
—Esas chicas del Auxiliary Territorial Service siempre andan de acá para allá.
Arthur Funnell aparece en el umbral, encorvado y con su habitual expresión de pesimismo en la cara.
—¿Alguno ha consultado el pronóstico del tiempo? —pregunta—. Si dan más lluvia, no quiero saberlo; ya estoy hasta el gorro.
—Mañana va a hacer sol, Arthur —le asegura Larry—. Las temperaturas vuelven a subir hasta los veintitantos.
—¿Y cuánto va a durar?
—Eso ya no puedo decírtelo.
—Diles que necesito una semana de sol o se me pudrirá el heno.
—Se lo diré —promete Larry.
El granjero se marcha.
—Necesita que lo ayuden a poner a cubierto el heno —dice Rex—. Me lo ha dicho antes.
—Pues que se pille unos cuantos Canucks —sugiere Larry—. Son todos chicos de granja. En el campamento, se aburren como ostras.
—¿A quién le importa el heno? —dice Ed—. ¿Qué hago para volver a ver a la chica?
Larry saca un paquete de cigarros y le ofrece uno a Ed.
—Toma. Son canadienses, pero no están mal.
Los cigarrillos se llaman «Dulce cabo». Rex enciende la pipa y Larry da unas cuantas caladas agradecidas a su cigarro de después de la cena.
—Estoy destinado en el maldito Shanklin —dice Ed—. No voy a poder volver por aquí hasta el fin de semana.
—Entonces, la verás el fin de semana.
—Para entonces, igual está hasta casada.
—¡Eh! —exclama Larry—. Te gusta de verdad, ¿no?
—¿Y si me hicieses el favor de localizarla? Envíale un mensaje. Eres oficial de enlace. Pues a enlazar.
—Podría intentarlo —admite Larry—. ¿Cómo se llama?
—Cabo Kitty. Es chófer de algún oficial.
—¿Cuál es el mensaje?
—«Ven a almorzar el domingo. Aquí mismo, en Edenfield Place.» No te importa, ¿verdad? Y la otra chica, que venga también. La caballuna.
—¿Qué quieres decir con «caballuna»?
—Tiene cara de caballo.
Ed aplasta la colilla del cigarro. Se lo ha fumado el doble de rápido que Larry.
—Muy bien —dice.
—Entonces, ¿quién pone el almuerzo? —quiere saber Larry.
—Tú —dice Ed—. Eres tú el que está alojado en una granja. Y Rex también. Pienso enviar una invitación general.
—Muy generoso por tu parte —dice Larry.
—No voy a estar el domingo —dice Rex.
—El domingo es tu gran día, ¿verdad, Rex? —bromea Ed.
—Echo una mano aquí y allí —dice Rex.
—Se hará lo que se pueda —promete Larry—. ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
—No hace falta. Simplemente, me presentaré aquí el domingo a mediodía. Y tú traes a Kitty. Pero ni se te ocurra meter las manazas. Yo la vi primero.
A la mañana siguiente, sale un sol pálido, como prometió Larry, y al dar las ocho ya pende una neblina sobre los prados inundados de agua. Recorre con la motocicleta la corta distancia que lo separa de la casa grande sin ponerse el casco, deseoso de disfrutar por fin de la llegada del verano. Los soldados del campamento, desnudos de cintura para arriba, juegan un estridente partido de voleibol. Las torres de piedra clara de Edenfield Place relucen al sol.
Antes de la guerra, en un día así, habría salido solo a dar una caminata por las colinas, provisto de un caballete y un lienzo en blanco, una caja de pinturas y una cesta de picnic, y habría pintado hasta el atardecer: eran días preciosos y ociosos, escasos pero intensamente recordados, cuando el mundo quedaba simplificado ante sus ojos al juego de la luz sobre las formas. Ahora, como le pasa a todo el mundo, el tedio y la nimiedad de la guerra ocupan su tiempo. Puede que la causa sea noble, pero la vida se ve empequeñecida.
Deja la motocicleta frente a la casa y atraviesa el recibidor. La primera persona con la que se encuentra, bajando los escalones de la amplia escalera de dos en dos, es Johnny Parrish.
—Llegamos tarde —dice Parrish—. La reunión matutina con el comandante ahora empieza a las ocho y media.
—No es propio de Woody llegar tarde.
—Bobby Parks también va a venir. Es uno de los vuestros, ¿no?
Parks forma parte de Operaciones Combinadas, pero en Inteligencia. A Larry no le habían dicho que iba a venir, pero era de esperar. La comunicación entre las distintas ramas de la organización es irregular, por no decir algo peor.
Mira el reloj. Tiene algo más de un cuarto de hora.
—Voy a buscar a las conductoras del Auxiliary Territorial Service.
—La Oficina de Transportes Motorizados que está en el bloque A. ¿Detrás de quién andas?
—De la cabo Kitty. No sé cómo se llama de apellido.
—Así que Kitty. —Parrish enarca las tupidas cejas—. Todos andamos detrás de Kitty.
—Solo quiero pasarle un mensaje de parte de un amigo.
—Bueno, pues puedes decirle a tu amigo —señala Parrish— que Kitty tiene novio en la marina, y si (Dios no lo quiera) su marinerito la diña un día de estos, se formará una cola bien organizada frente a su puerta y tu amigo tendrá que pedir la vez.
—De acuerdo —contesta Larry, alegremente.
El capitán Parrish entra en el comedor, donde está dispuesto el desayuno para los mandos. Larry recorre el pasillo, deja atrás la sala del órgano y llega hasta la puerta del jardín. En el exterior, hay un amplio patio enlosado en piedra cercado por una balaustrada baja también de piedra. El patio se eleva sobre una segunda terraza de hierba, que a su vez domina el extenso parque. Una avenida de tilos atraviesa el parque y conduce hasta un lago ornamental. A ambos lados de la avenida, colocadas en formación de rejilla entre el lago y la casa, hay varias barracas Nissen.
Larry se detiene a admirar el campamento. El ingeniero anónimo que diseñó su planta se ha esforzado instintivamente por contrarrestar el desconcierto neogótico que es la casa de campo. El campamento representa una visión modernista del orden. La disciplina militar reivindica su control sobre el desorden de la vida. Todo lo que se puede enderezar se endereza.
Baja los escalones de piedra hasta el nivel del campamento. Un soldado que se dirige al barracón de los lavabos lo saluda con una sonrisa y un gesto de la mano. Larry todavía es nuevo como oficial de enlace de la división, pero los de la Real Infantería Ligera de Hamilton son una panda amistosa y parecen haberlo aceptado desde el principio. Johnny Parrish lo llama su «guía local».
La puerta de la Oficina de Transportes está abierta. En el interior, dos chicas del Auxiliary Territorial Service toman té en mangas de camisa. Una de ellas es bajita y fornida y tiene la cara colorada. La otra es alta y rubia, con un rostro alargado que podría describirse como «caballuno».
Larry les dice:
—Estoy buscando a Kitty.
—¿Quién quiere verla? —pregunta la chica caballuna.
—Solo quiero pasarle un mensaje. Social, no oficial. De un amigo que conoció en el pub anoche.
—¿El comando?
—Sí.
La forma de comportarse de la chica caballuna cambia. Cruza una mirada con la joven de la cara colorada.
—¿Qué te dije? —Y dirigiéndose a Larry, añade—: Está en la casa del lago.
—Gracias.
No necesita que le indiquen dónde está la casa del lago. Es una estructura hexagonal de madera con el tejado recubierto de tablillas construida en mitad del lago y unida a la orilla por un muelle. El muelle está cortado con cuerdas, y el cartel que cuelga de estas reza: «Prohibido el paso a todos los rangos».
Pasa por encima de la cuerda y atraviesa el muelle hasta llamar discretamente a la puerta cerrada. Al no recibir respuesta, la abre. Allí, sentada en el suelo con un libro apoyado en el regazo, está una joven muy guapa vestida de uniforme.
—¿Eres Kitty? —pregunta.
—¡Por el amor de Dios, cierra la puerta! —dice ella—. Me estoy escondiendo.
Larry entra y cierra la puerta.
—Agáchate —ordena—. Te pueden ver.
Se agacha para sentarse en el suelo, por debajo del nivel de las ventanas. Ahora, lo único que tiene que hacer es pasarle el mensaje y marcharse. Pero en vez de eso, se sorprende a sí mismo asimilando cada detalle de este momento. Las formas en movimiento que la luz del sol, reflejada sobre la superficie del lago, proyecta sobre las paredes. Los pliegues de la chaqueta marrón de uniforme que Kitty ha dejado a un lado sobre el suelo. El cuero irregular de sus zapatos. La curva que describe su cuerpo, con las piernas recogidas y echadas a un lado bajo el torso. Su mano, que reposa sobre el libro.
El libro es Middlemarch.
—Es un libro maravilloso.
Kitty lo mira sorprendida. Larry se da cuenta de que lo que a él le ha parecido un largo instante durante el cual ha llegado a conocerla bien en realidad no ha durado más de uno o dos segundos y no la conoce en absoluto.
—¿Quién te ha dicho que estaba aquí? —pregunta.
—Las chicas que estaban en la oficina.
—¿Qué quieres?
—Entregarte un mensaje. Ayer por la noche conociste a un amigo mío en el pub.
—¿El comando?
—Quiere invitarte a almorzar el domingo.
—Oh. —Frunce el ceño. Larry la observa, pero en lo único que puede pensar es en lo hermosa que es. Y en que quiere que ella lo vea de verdad.
—¿Te gusta? —pregunta.
—¿Qué?
—Middlemarch.
—Sí —dice—. Aunque al principio no me gustaba.
—Supongo que Dorothea puede resultar un poco cargante.
—Perdona —lo interrumpe—, pero ¿quién eres?
—Larry Cornford. Oficial de enlace agregado a la Octava Brigada de Infantería.
Le tiende la mano. Ella se la estrecha, con una media sonrisa ante lo formal de su comportamiento. Sonríe a todo este encuentro tan extraño.
—¿Qué demonios hace casándose con Casaubon? —dice Kitty—. Se ve a la legua que no es buena idea.
—Tienes razón, por supuesto —admite Larry—. Pero es una idealista. Quiere hacer algo bueno y noble con su vida.
—Es una boba —dice Kitty.
—¿Tú no quieres hacer algo bueno y noble con tu vida?
No puede evitar hablar con ella como si se conociesen íntimamente. Es la sensación que le da.
—No especialmente —dice.
Pero esa cara tan dulce, esos grandes ojos marrones que lo examinan con desconcierto, le dicen lo contrario.
—Supongo que no pensarás ser conductora militar el resto de tu vida —dice.
—La verdad es que me encanta conducir. —Y en seguida, bruscamente, al darse cuenta de que la conversación se dirige hacia terreno desconocido, añade—: Bueno, ¿qué decías de un almuerzo?
—El domingo. A eso de las doce. En la granja que hay detrás de la iglesia. Es donde estoy alojado. Ed dice que traigas también a tu amiga. A la rubia.
Se las apaña para no añadir: la «caballuna».
—Si es una granja, ¿quiere decir que habrá comida de verdad?
—De verdad de la buena.
—Entonces, aceptamos.
—De acuerdo. Mensaje entregado. —Se levanta—. Te dejo con Dorothea.
Mientras atraviesa el campamento a rápidas zancadas en dirección a la casa de campo, nervioso por no llegar tarde a la reunión matutina con el comandante, Larry toma conciencia de una nueva sensación. Se siente ligero de cuerpo y de corazón. Le da la impresión de que nada importa demasiado. Ni sus oficiales, ni la guerra, ni siquiera que el vasto mundo gire. Se dice que es porque ha salido el sol después de semanas de lluvia. Se dice que no es más que una inyección de vitalidad inspirada por la sonrisa de una chica guapa. Pero aún ve esa sonrisa en su mente. Kitty ha compartido con él un momento singular: dos extraños se sientan en el suelo de una casa del lago en tiempos de guerra para hablar de una novela del siglo XIX. Ella intenta descifrarlo. Esa arruga entre las cejas pregunta: «¿Qué clase de persona eres?». Su sonrisa es mucho más que una sonrisa.
Como tiene por costumbre, su mente lo lleva a buscar comparaciones en el arte. La chica de mejillas sonrosadas y difusas leyendo un libro y sonriendo para sus adentros de Renoir. Pero la sonrisa de Kitty no era privada; ni tampoco provocativa, como las de cientos de Venus engañosamente inocentes. Sonríe para correr un velo de cortesía sobre una curiosidad activa. Ingres tiene un cuadro parecido, de Louise de Broglie, con la cabeza ligeramente inclinada y un dedo apoyado en la mejilla, desafiando al espectador a llegar a conocerla.
—Date prisa —le dice Johnny Parrish.
Larry entra apresuradamente en la biblioteca, que ya está tomada por el parloteo de los oficiales. Llega el general de brigada Wills y comienza la reunión. La mayor parte trata de las lecciones que se pueden aprender del ejercicio de ayer. Larry, sentado en el poyete de una de las ventanas de atrás, deja vagar la mente.
Piensa en la biblioteca de la casa de su padre en Kensington; mucho más pequeña que esta imponente estancia con montera, pero que comparte la misma magia de todas las bibliotecas: los libros de sus estanterías se abren hacia el espacio infinito. Durante las vacaciones escolares, iba todas las tardes a la biblioteca a rezar con su padre, lo cual le confería algo del misterio de una iglesia. Apenas tiene recuerdos de su madre, que está en el cielo, así que la confunde inevitablemente con la Madre de Dios. Cuando lo enviaron a la escuela, fue toda una sorpresa para Larry descubrir que la Virgen María también cuidaba de otros niños.
«Nuestra Señora, oye mis plegarias. San Lorenzo, oye mis plegarias.»
San Lorenzo es su santo particular, el mártir del siglo tercero al que quemaron hasta morir en una parrilla y que, apócrifamente, dijo: «Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho». Las risas que se echaban con esta historia en la escuela.
Larry reza a menudo, ya que hace años que tiene esa costumbre, y sin prestar demasiada atención. Rezar se ha convertido en su manera de expresar sus deseos. Y eso, a pesar de que los astutos monjes de Downside le enseñaron una idea más sabia de lo que era rezar. El objetivo no consiste en conseguir que Dios intervenga a nuestro favor, sino en adaptarnos a lo que Dios tiene previsto para nosotros. Incluso, tal vez (y Larry se sentía especialmente atraído por esto último), para liberarnos de nuestra voluntad propia. Dom Ambrose, el mismo monje que le enseñó a amar a George Eliot, era un devoto seguidor de Jean-Pierre de Caussade. Este jesuita del siglo XVIII predicaba la rendición a la voluntad de Dios en el sacramento del momento presente. La plegaria del padre de Caussade reza: «Señor, ten piedad de mí. Contigo, todo es posible».
«Señor, ten piedad de mí —reza Larry—. Búscame a una chica como Kitty.»