Capítulo 11
—¡Bien hecho! ¡Un trabajo excelente!
El almirante Mountbatten se pasea de acá para allá por la habitación, flexionando los brazos; como si estuviese tan emocionado y lleno de admiración que solo sus miembros agitados pudieran expresar lo que siente.
—Cuéntemelo todo.
Larry Cornford está de pie, apoyado en un bastón para no poner demasiado peso sobre la nalga derecha, de la que le han extraído una bala. El único que está en la habitación con ellos es Rupert Blundell. Larry no sabe cómo hablarle a su comandante en jefe de la batalla de Dieppe. Han pasado algo más de dos meses, pero le parece que hace un siglo.
—La verdad es que no sé qué decir, señor.
—Ya lo sé, ya lo sé —dice Mountbatten, fijando en él su mirada decidida y carismática—. Es lo que decimos todos a toro pasado. Cuando el Kelly se hundió bajo mis pies, pensé: «Nadie puede hacerse una idea de lo que es pasar por esto. Nadie». Pero luego hablé con Noel y ¿sabes lo que hizo? ¡Ha rodado una película sobre ello! Y es condenadamente buena. Ya la he visto. Van a estrenarla dentro de unas semanas. Vaya a verla. Puedo conseguirle entradas si quiere.
—Gracias, señor —contesta Larry.
—Estuvo en la playa de Dieppe, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Bien hecho. Eso es lo que quiero. El verdadero punto de vista del pobre soldadito de infantería, sin edulcorar. Dicen que las lecciones que hemos aprendido de la operación Jubilee no tienen precio. Que nos ahorrarán varios años de guerra. Y además, por fin conseguimos sacar a la Luftwaffe de sus escondrijos para que la RAF le diese una buena azotaina. Winston me dio una palmada en la espalda y Eisenhower estaba como un niño con zapatos nuevos. Pero, al fin y al cabo, fueron los pobres soldaditos de infantería los que hicieron todo el trabajo.
A Larry no se le ocurre nada que contestar.
—No fue ningún picnic, ¿eh?
—No, señor.
—Así es la guerra. ¿Se ha enterado de lo de los chicos de Lovat? Una operación de manual. Así que podemos estar orgullosos de los canadienses, ¿no?
—Sí, señor.
—Un enfrentamiento difícil y encarnizado, como dice Winston.
—Sí, señor.
—Se lo diré a su padre la próxima vez que lo vea, Larry. Usted eligió ponerse en la línea de fuego. No tenía por qué. No olvido fácilmente esas cosas. Se ha propuesto su nombre para una condecoración.
—No, señor. —De repente, Larry se inquieta—. No hice nada, señor. Desembarqué, pasé dos o tres horas en la playa y regresé. No merezco que se me distinga por encima de los demás, señor. Por encima de ninguno de los demás.
Mountbatten sigue observándolo con atención.
—Ya entiendo —dice—. Buen hombre.
—Si desea proponer algún nombre, señor, tengo uno que debería añadir a la lista. El teniente Ed Avenell, del Comando 40 de los Royal Marines. Lo vi llevar a varios heridos a las lanchas bajo un fuego implacable. Debió de salvar al menos diez vidas.
Mountbatten se vuelve hacia Rupert Blundell.
—Tome nota, Rupert.
—Otro de los nuestros, señor —dice este.
Mountbatten vuelve a girarse hacia Larry.
—¿Qué ha sido de él?
—Desaparecido en combate, señor —dice Larry.
—¿Lo ha apuntado, Rupert?
—Sí, señor.
—Y hay otra cosa que anotar —dice Mountbatten, que aparentemente sigue hablando con Blundell, pero que asiente con la cabeza en dirección a Larry—. Aquí tenemos a un hombre que se ofrece voluntario para combatir en primera línea, carga hasta el corazón mismo de la batalla, recibe un balazo y lo único que quiere decirme es que hay otro hombre que es el verdadero héroe. Esa es la clase de espíritu que Noel entiende mejor que nadie.
Se gira hacia Larry y le ofrece la mano.
—Es un honor tenerlo en mi plana.
Rupert Blundell acompaña a Larry hasta la salida, al final del pasillo.
—No es ningún idiota —dice—. Sabe que fue una metedura de pata monumental. Hasta me preguntó si creía que debía dimitir.
—¿Y qué le dijo?
—Que todo dependía de la naturaleza del error. ¿Fue extrínseco o intrínseco? ¿Pensaba que podía aprender de él?
—Dios, Rupert, hablas como si fueras su confesor.
—Es una relación extraña. Pero es que Mountbatten es un hombre muy poco común. Es vanidoso e infantil, pero al mismo tiempo humilde y verdaderamente cumplidor. Por supuesto, Edwina lo ha cambiado para mejor. Él valora su aprobación por encima de cualquier otra cosa, y ella es muy exigente con él.
—¿Edwina Mountbatten? —pregunta Larry—. ¿No dicen que es ligera de cascos?
—Las personas siempre son mucho más complicadas de lo que uno piensa, ¿no te parece?
Una vez en la puerta, al despedirse de Larry, añade:
—¿Lo de Ed Avenell iba en serio?
—Completamente en serio.
—Me encargaré de que le echen un vistazo a su caso.
El campamento militar de los jardines de Edenfield Place es ahora una ciudad fantasma. Mil doscientos hombres salieron de aquí para participar en el asalto a Dieppe. Volvieron algo más de quinientos. Ese grupo ya se ha marchado para incorporarse a otras unidades del ejército canadiense en su nuevo alojamiento. Se han vaciado las estanterías del economato, quitado las mesas y las sillas de los barracones comedor y se ha arriado la bandera canadiense del mástil que hay en la explanada de desfiles.
Larry recorre con lentitud la calle principal del campamento, cojeando ligeramente y apoyándose en su bastón. Ha vuelto a Edenfield para recoger las pocas pertenencias que había dejado en la granja y ha decidido convertir esta última visita en una especie de homenaje. Han muerto demasiados hombres.
Se aleja del campamento y recorre la avenida de los tilos hasta llegar al lago. Allí está la casa del lago, donde vio por primera vez a Kitty. Ahora le parece que aquel día luminoso pertenece al pasado distante. Últimamente se ha esforzado por no pensar en Kitty, porque al hacerlo no puede evitar pensar en Ed y en la posibilidad de que lo hayan matado en la playa de Dieppe. Pensarlo le produce tal agitación interna que niega enérgicamente con la cabeza, como si con el solo gesto pudiese desterrar la vergonzosa esperanza que no puede evitar sentir.
Va de camino a la mansión por la avenida, preguntándose si George Holland estará en casa, cuando ve a una figura que se le acerca.
—¿Kitty?
La figura echa a correr.
—¡Larry!
Kitty llega a donde está él y lo abraza, riendo con ganas.
—¡Estaba segura de que eras tú!
—¡Ten cuidado! Aún estoy un poco flojo.
—¡Oh, Larry! ¡Qué alegría verte!
Tiene los ojos muy brillantes y la bonita cara rebosante de felicidad.
—Pensé que ya no estarías aquí —dice Larry—. ¿No han destinado a tu grupo a otro lugar?
—Ya no estoy en servicio —dice—. Epígrafe once.
Es una de las pocas maneras de librarse del servicio, y solo es válida para mujeres.
—¡Kitty! ¡Vas a tener un niño!
Ella asiente con la cabeza, sonriendo.
—Y una noticia todavía mejor... ¡Ed está vivo! Lo han hecho prisionero de guerra.
—¡Vaya! ¡Gracias a Dios!
Habla en voz baja, pero es sincero. Lo invade una sensación de intenso alivio. Es como si al querer a Kitty, al esperar beneficiarse de la muerte de Ed, hubiera deseado matarlo. Pero Ed no está muerto. En cuanto lo oye, Larry comprende que es así como deben ser las cosas. Ed, tan galante, tan verdaderamente valiente, merece vivir. Merece que Kitty lo quiera. Merece ser el padre de su hijo.
Kitty intuye la silenciosa intensidad de su alivio y se siente conmovida.
—Sois muy buenos amigos, ¿verdad? —dice.
—Ed forma parte de mi vida —contesta Larry.
Kitty lo coge del brazo y vuelven juntos a la casa.
—Me alegro de que Ed te tenga en su vida —dice—. Demuestras que tiene buen gusto para los amigos.
—Y también para las mujeres.
Esto le recuerda a Kitty que tiene otra noticia que darle.
—Adivina: ¡George va a casarse con Louisa!
—¿Lo dices en serio?
—¿Te sorprende?
—No del todo. Aunque me gustaría saber cómo se decidió George a proponérselo.
—No creo que fuera él. Seguramente fue Louisa la que se lo propuso.
Por extraño que parezca, la noticia deja a Larry un poco triste. Todos aquellos a los que conoce van a casarse. La vida va mucho más rápido en tiempos de guerra.
—Entonces, ¿dónde piensas tener al bebé?
—Vuelvo a casa. Mi madre va a cuidar de mí.
—En el Wiltshire profundo.
—Malmesbury es el pueblo más antiguo de Inglaterra, ¿lo sabías? Estamos muy orgullosos de ello. Aunque también es el más aburrido. Así que tienes que venir a visitarme.
—A ti y al pueblo.
—Por supuesto. Merece la pena.
Entran en la casa por el porche del jardín.
—Es horrible vivir aquí ahora que se han marchado los canadienses —dice Kitty—. Todos los echamos muchísimo de menos. Lo que pasó en Dieppe fue terrible, ¿verdad?
—Se rumorea que hubo un setenta por ciento de víctimas —asiente Larry.
—No puedo ni imaginármelo. Sé que está mal, pero en lo único en que puedo pensar es en que Ed está vivo. Y en que tú estás vivo.
—No está mal. Así es como somos. Solo podemos preocuparnos por un número limitado de personas.
—¿Sabes una cosa, Larry? —Kitty junta las manos en una palmada y baja la voz, como si estuviese confiándole un secreto casi demasiado valioso como para decirlo en voz alta—: Voy a querer muchísimo a mi bebé.