VII
Estrategia y táctica

Marius, con el corazón oprimido, iba a bajar de la especie de observatorio que había improvisado cuando un ruido atrajo su atención y le obligó a permanecer en aquel sitio.

La puerta del desván acababa de abrirse bruscamente.

La hija mayor apareció en el umbral.

Llevaba los pies calzados con gruesos zapatos de hombre manchados de barro, que le había salpicado sus rojos tobillos, y se cubría con una vieja manta hecha jirones que Marius no le había visto una hora antes, pero que seguramente había dejado en la puerta con el fin de inspirar más piedad, y que sin duda había cogido al salir. Entró, cerró la puerta tras de sí, se detuvo para tomar aliento, pues estaba ahogada, y gritó con una expresión de triunfo y de alegría:

—¡Viene!

El padre volvió los ojos, la madre volvió la cabeza; la chica no se movió.

—¿Quién? —preguntó el padre.

—¡El señor!

—¿El filántropo?

—Sí.

—¿De la iglesia de Saint-Jacques?

—Sí.

—¿Ese viejo?

—Sí.

—¿Y va a venir?

—Me sigue.

—¿Estás segura?

—Estoy segura.

—¿De verdad viene?

—Viene en coche de alquiler.

—En coche. ¡Es Rothschild!

El padre se levantó.

—¿Cómo estás segura? Pero si viene en coche, ¿cómo es que has llegado tú antes que él? ¿Le has dado bien la dirección al menos? ¿Le has dicho claramente que era la puerta al fondo del corredor a la derecha? ¡Que no se equivoque! ¿Lo has encontrado en la iglesia?, ¿ha leído mi carta?, ¿qué te ha dicho?

—¡Ta, ta, ta! —dijo la hija—. ¡Cómo galopas, buen hombre! Mira: he entrado en la iglesia, él estaba en su lugar de costumbre, le he hecho una reverencia, le he dado tu carta, la ha leído y me ha preguntado: «¿Dónde vives, hija mía?». Yo le he dicho: «Señor, yo os llevaré». Él me ha replicado: «No, dadme vuestra dirección; mi hija tiene que hacer algunas compras, tomaré un coche y llegaré a vuestra casa al mismo tiempo que tú». Yo le he dado las señas. Cuando le he indicado la casa, pareció sorprendido, y como si dudara un instante luego ha dicho: «Es igual, iré». Concluida la misa, le vi salir de la iglesia con su hija y montaron los dos en un coche. Le he indicado bien la última puerta, al fondo del corredor a la derecha.

—¿Y qué te hace suponer que vendrá?

—Acabo de ver el coche que llegaba por la calle del Petit-Banquier. Por esto es por lo que he corrido.

—¿Cómo sabes que es el mismo coche?

—¡Pues porque había mirado el número!

—¿Qué número?

—El 440.

—Bien, eres una chica de talento.

La muchacha miró atrevidamente a su padre y, mostrando los zapatos que llevaba en los pies, añadió:

—Una chica de talento, es posible. Pero te digo que no volveré a ponerme estos zapatos, que no los quiero, primero por la salud, y luego por la limpieza; no conozco nada más fastidioso que las suelas que rechinan, y que hacen ri, ri, ri a lo largo del camino. Prefiero ir con los pies descalzos.

—Tienes razón —contestó el padre con un tono de dulzura que contrastaba con la rudeza de la joven—, pero como no te dejarían entrar en las iglesias, es preciso que los pobres tengan zapatos. No se va con los pies descalzos a la casa de Dios —añadió amargamente. Luego, volviendo al objeto que le preocupaba, añadió—: ¿Y estás segura de que viene?

—Viene pisándome los talones —dijo la chica.

El hombre se enderezó. Había una especie de iluminación en su rostro.

—¡Mujer! —gritó—. Ya ves. Ahora viene el filántropo. Apaga el fuego.

La madre, estupefacta, no se movió.

El padre, con la agilidad de un saltimbanqui, cogió un puchero desportillado que había sobre la chimenea y echó agua sobre los tizones.

Luego, dirigiéndose hacia su hija mayor, ordenó:

—¡Tú! ¡Quítale el asiento a la silla!

Su hija no comprendía en absoluto.

Cogió él la silla y de un talonazo le quitó el asiento. Su pierna pasó a través del agujero que había hecho.

Al retirar la pierna, preguntó a su hija:

—¿Hace frío?

—Mucho frío. Está nevando.

El padre se volvió hacia la pequeña que estaba sobre el jergón cerca de la ventana y le gritó con atronadora voz:

—¡Pronto! ¡Fuera de la cama, perezosa! ¡Nunca servirás para nada! ¡Rompe un cristal!

La pequeña saltó del jergón tiritando.

—¡Rompe un cristal! —repitió.

La chica permaneció como absorta.

—¿No me oyes? —le repitió el padre—. ¡Te digo que rompas un cristal!

La niña, con una especie de obediencia aterrada, se alzó sobre la punta de los pies y pegó un puñetazo a un cristal. El vidrio se rompió y cayó con estrépito.

—Bien —dijo el padre.

Estaba grave y brusco. Su mirada recorría rápidamente todos los recovecos del desván.

Hubiérase dicho que era un general que hace los últimos preparativos en el momento en que va a empezar la batalla.

La madre, que aún no había pronunciado palabra, se levantó y preguntó con voz lenta y sorda, con palabras que parecían salir como coaguladas:

—Querido, ¿qué pretendes hacer?

—Échate en la cama —respondió el padre.

La entonación no admitía deliberación alguna. La madre obedeció, y se arrojó pesadamente sobre uno de los jergones.

Mientras tanto, oíanse sollozos en un rincón.

—¿Qué es esto? —preguntó el padre.

La hija pequeña, sin salir de la sombra donde se había acurrucado, mostró su puño ensangrentado. Al romper el vidrio se había herido; había ido a colocarse cerca del jergón de su madre y allí lloraba silenciosamente.

Tocole ahora a la madre levantarse y gritar:

—¡Ya lo ves! ¡No haces más que tonterías! ¡Al romper el vidrio se ha cortado!

—¡Tanto mejor! —repuso el hombre—. Estaba previsto.

—¿Cómo, tanto mejor? —inquirió la mujer.

—¡Calma! —replicó el padre—. Suprimo la libertad de prensa.

Luego, rasgando la camisa de mujer que le cubría el cuerpo, arrancó un jirón de tela con el que envolvió el puño ensangrentado de la niña.

Hecho esto, su mirada se fijó con satisfacción en la desgarrada camisa.

—¡Y la camisa también! Todo esto tiene un aspecto magnífico.

Un viento helado silbaba al pasar a través del vidrio y entraba en la habitación. La bruma del exterior penetraba en ella y se dilataba como algodón blanquecino vagamente deshecho por dedos invisibles. A través del vidrio roto, veíase caer la nieve. El frío prometido la víspera por el sol de la Candelaria había llegado.

El padre paseó la mirada a su alrededor, como para asegurarse de que no había olvidado nada. Tomó una vieja pala y echó con ella ceniza sobre los tizones mojados, hasta ocultarlos por completo.

Luego, enderezándose y apoyándose en la chimenea, dijo:

—Ahora, podemos recibir al filántropo.

Marius
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