III
Efecto de primavera

Un día en que el aire era tibio, el Luxemburgo estaba inundado de sombra y de sol, el cielo era puro como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana, los pajarillos cantaban alegremente, posados en las profundidades de los castaños, Marius había abierto su alma a la naturaleza: en nada pensaba; vivía y respiraba. Pasó cerca del banco, la joven alzó los ojos y sus miradas se encontraron.

¿Qué había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hubiera podido decirlo. No había nada y lo había todo. Fue un relámpago.

Ella bajó los ojos y él continuó su camino.

Lo que acababa de ver no era la mirada ingenua y sencilla de un niño, era una sima misteriosa que se había entreabierto, y luego cerrado bruscamente.

Hay un día en que toda joven mira así. ¡Desgraciado del que se encuentra cerca!

Esa primera mirada de un alma que no se conoce todavía es como el alba en el cielo. Es el despertar de alguna cosa radiante y desconocida. Nada puede pintar el encanto peligroso de esa luz que ilumina vagamente, de pronto, adorables tinieblas, y que se compone de toda la inocencia del presente y de toda la pasión del futuro. Es una especie de ternura indecisa que se revela por casualidad y que espera. Es una trampa que el inocente tiende a su pesar y en la cual aprisiona a los corazones sin saberlo y sin quererlo. Es una virgen que mira como una mujer.

Es raro que no nazca una profunda meditación dondequiera que caiga esa mirada. Todas las purezas y todos los ardores se concentran en ese rayo celeste y fatal que, más que las miradas mejor elaboradas de las coquetas, tiene el mágico poder de hacer brotar súbitamente en el fondo de un alma esa flor sombría, llena de perfumes y de venenos, que se llama amor.

Por la noche, al regresar a su buhardilla, Marius fijó la vista en sus vestidos, y se percató por primera vez de la inconveniencia y la estupidez inaudita de irse a pasear por el Luxemburgo con su vestido «de todos los días», es decir, con un sombrero roto hacia el ala, botas gruesas como un carretero, un pantalón negro, que estaba blanco por las rodillas, y una chaqueta negra que palidecía en los codos.

Marius
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