V
Basque y Nicolette

Tenía sus teorías. He aquí una de ellas: «Cuando un hombre ama apasionadamente a las mujeres, y tiene una mujer propia de quien se cuida poco, fea, de mal genio, legítima, llena de derechos, que cita enseguida el Código, y es celosa, no hay más que un medio de librarse de ella, y de vivir en paz, y es dejar a la mujer el bolsillo a su disposición. Esta abdicación le hace libre. La mujer se ocupa entonces, hasta con pasión, en el manejo de todo, se mancha los dedos de cardenillo, emprende la educación de sus criados y la dirección de los colonos, convoca a los procuradores, preside a los notarios, arenga a los curiales, visita a los golillas, sigue los procesos, repasa las escrituras, dicta los contratos, se siente soberana, vende, compra, arregla, ordena, promete y compromete, ata y desata, cede, concede y retrocede, ordena y desordena, atesora y prodiga, hace tonterías, felicidad magistral y personal, y esto la consuela. Mientras su marido la desprecia, ella tiene la satisfacción de arruinar a su marido». El señor Gillenormand se había aplicado a sí mismo esta teoría, que había concluido por ser, en la práctica, su historia. Su mujer, la segunda, había administrado su fortuna de tal modo que el día feliz en que quedó viudo sólo tenía lo justamente necesario para vivir, colocándolo todo a renta vitalicia; es decir, unos quince mil francos de renta, cuyas tres cuartas partes debían extinguirse con él. No dudó, pues, importándole muy poco el cuidado de dejar una herencia. Por otra parte, había visto que los patrimonios estaban sujetos a ciertas vicisitudes, y que podían convertirse, por ejemplo, en bienes nacionales; había asistido a las conversaciones del tercio consolidado, y creía muy poco en el gran libro[28]. «Todo esto va a parar a la calle Quincampoix»[29], decía. Su casa de la calle Filles-du-Calvaire, lo hemos dicho ya, le pertenecía. Tenía dos criadas, «un macho y una hembra». Cuando un criado entraba en su casa, el señor Gillenormand le bautizaba de nuevo. Daba a los hombres el nombre de su provincia: Nimois, Comtois, Poitevin, Picard. Su último lacayo era un hombre grueso, cansino, de cincuenta y cinco años, incapaz de correr veinte pasos, pero como había nacido en Bayona, el señor Gillenormand le llamaba Basque. En cuanto a las sirvientas, todas, en su casa, se llamaban Nicolette (incluso la Magnon, de la cual se hablará más tarde). Un día, se presentó una altiva cocinera, cordón azul, de la elevada raza de los porteros.

—¿Cuánto queréis al mes? —le preguntó el señor Gillenormand.

—Treinta francos.

—¿Cómo os llamáis?

—Olimpia.

—Te daré cincuenta francos y te llamarás Nicolette.

Marius
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